Donald
Trump aparece cada vez más como la pura negación del proyecto
neoliberal. Algunos de sus seguidores ideológicos se complacen en
presentarlo en términos similares. Sin embargo, el nuevo régimen de
Trump ejemplifica muchas de las características que llegaron a
definir la era neoliberal.
Consideremos
la prominencia de multimillonarios simpatizantes en y alrededor de la
nueva corte. Producto del periodo neoliberal, este estrato de
oligarcas abarrotaba en homenaje el complejo de Mar-a-Lago de Trump
incluso antes de su regreso a Washington.
El
presidente le encargó al escabroso barón de la tecnología Elon
Musk que encabece un gran asalto contra gasto «despilfarrador», que
implica de forma prominente la disciplina laboral en el mayor
empleador individual de EE.UU., el Estado federal. Otro asalto contra
sistema tributario se perfila como un importante reto legislativo en
el primer año de Trump. Ya escuchamos estas melodías antes.
Sin
embargo, a pesar de todas las recapitulaciones de temas familiares,
el propio neoliberalismo está muriendo definitiva y finalmente. El
monótono alarde de Trump sobre la guerra comercial y su abierto
desprecio por el «orden internacional liberal» marcan un cambio
importante dentro de las estructuras del capitalismo global. Mantener
que nada significativo está cambiando más allá de este punto
requeriría desechar la definición de un período neoliberal en sí
mismo.
¿La
historia perdida de una era?
Los
comentaristas ya anunciaron antes la hora de la muerte del
neoliberalismo. En 2008, muchos se apresuraron a declarar el fracaso
de una doctrina que finalmente se había derrumbado bajo el peso de
su propia arrogancia. Este año decisivo inspiró al sociólogo
escocés Neil Davidson para intentar un
análisis más profundo del periodo transcurrido desde la década
de 1970, en el que se habían producido tantas derrotas para el
movimiento obrero internacional, una explosión de la desigualdad y
el afianzamiento del poder capitalista. Aunque tuvo que ser
recuperada de forma algo fragmentaria tras la prematura muerte de
Davidson en 2020, esta obra nos ayuda a reflexionar sobre la
naturaleza de los cambios en la cúspide de la sociedad capitalista.
Davidson
era un sociólogo con mentalidad de historiador. Tenía una aguda
comprensión de cómo los resultados del conflicto de clases tienden
a distorsionar nuestra imagen de las épocas históricas. El propio
éxito del neoliberalismo oscureció sus orígenes y su forma de tres
formas generales.
En
primer lugar, las derrotas experimentadas por la clase trabajadora en
la era neoliberal, y las grandes desigualdades que surgieron de
ellas, fomentaron una visión del consenso de posguerra que destrozó
algo como una era dorada antediluviana. Dado que las oleadas de
desregulación y privatización caracterizaron el triunfo de la clase
capitalista bajo el neoliberalismo, las economías mixtas y la
expansión de los niveles de vida de los años 50 y 60 deben haber
representado la cristalización de un equilibrio diferente de fuerzas
de clase en la política estatal. Esta es la teoría que subyace a la
afirmación de David Harvey de que el neoliberalismo supuso la
«restauración» del poder capitalista.

Esta
tendencia a considerar al neoliberalismo como un contraataque contra
un consenso de posguerra en cierto modo menos plenamente capitalista
se ve reforzada por las afirmaciones de los ideólogos neoliberales.
Como esos ideólogos proponen una retórica antiestatista poco
sincera, argumenta Davidson, sus oponentes tienden a argumentar como
si los campeones del neoliberalismo «realmente vieran a los Estados
y a los mercados como antípodas», lo que los lleva a su vez a
«invertir el supuesto juicio de valor implicado, tratando al Estado
como un freno bienvenido a los excesos del mercado». El pensamiento
reactivo de este tipo oscureció la verdadera naturaleza de la
posguerra, que de hecho estuvo dominada por un período distinto de
globalización capitalista.
La
idea de que el acuerdo de posguerra tenía sus raíces en las
victorias de la izquierda o de la clase obrera es también una
simplificación. En Europa, el orden de posguerra fue, al menos en la
misma medida, un producto de la derecha política tanto como de la
izquierda: «En la mayor parte de Europa Occidental, fuera de
Escandinavia, fueron los gobiernos demócrata-cristianos los que
desempeñaron un papel decisivo en el establecimiento de los Estados
del bienestar». Esto fue cierto hasta cierto punto, argumenta
Davidson, incluso en el emblemático caso del Reino Unido, donde la
coalición dominada por los conservadores en tiempos de guerra
anticipó las reformas del gobierno laborista de Clement Attlee.
Los
capitalistas no resultaron simplemente acobardados para aceptar este
programa, aunque ciertamente hubo presión de la clase obrera en ese
momento. Lo eligieron, en parte como forma de adaptación a las
nuevas realidades políticas y económicas del mundo de la Guerra
Fría, y se beneficiaron de él de forma crucial, al menos durante un
tiempo. El consenso de posguerra, al igual que la era neoliberal que
le seguiría, fue un complejo de factores localizados en tendencias
que afectaban a todo el sistema: la competencia geopolítica
(incluida la carrera armamentística mundial, que según Davidson
creó las condiciones para una alta rentabilidad), y la composición
cambiante y las necesidades de cualificación del capital, así como
las distintas expectativas de la clase trabajadora de posguerra.
Una
interpretación errónea de los años 60
En
segundo lugar, la concomitancia de cambios culturales, sociales y
demográficos más amplios al final de la posguerra hizo aún más
confuso el proceso de transición de una fase de desarrollo
capitalista a otra. Con fruición, algunos comentaristas presentan
los movimientos radicales de finales de los 60 y principios de los 70
como precursores de un «hombre neoliberal» narcisista. En muchos de
esos relatos, fue precisamente la comodidad de las décadas de
posguerra la que engendró a una generación apta para la revolución
neoliberal. A pesar de los discursos de emancipación social
presentes en las protestas estudiantiles, la libertad negativa, el
individualismo desalmado y el deseo de satisfacción consumista
siempre habrían residido en el corazón secreto de las subculturas
juveniles.
Esta
lectura colapsa décadas de historia en una historia simple y lineal.
Y lo que es más importante, elude la amplitud de los movimientos que
caracterizaron la época. En Francia, el Mayo del 68 combinó la
reivindicación de dormitorios mixtos con huelgas masivas de millones
de trabajadores. En todo el mundo, el periodo implicó un amplio
abanico de luchas que unían a los bloques occidental y oriental con
el Sur Global.
En
una de las partes más obviamente incompletas del libro, Davidson
concluye que estos movimientos sólo experimentaron los resultados
que el conflicto de clases les proporcionó. La derrota de los
movimientos obreros y la eventual incorporación del anticolonialismo
paramilitar al sistema capitalista mundial le dejaron vía libre a
los impulsos bohemios de jóvenes profesionales y gurús indolentes,
pero también les permitieron adaptarse a las fuerzas industriales y
estatales que emergieron triunfantes del proceso.
Tanto
los responsables políticos como las empresas se alegraron de
reclutar selectivamente a su personal entre la sucesión de
protestas, disturbios, huelgas, campañas armadas y experimentaciones
en música, ropa y costumbres sexuales. Naturalmente, seleccionaron
más de entre estas últimas, con fines de comercialización y
legitimación ideológica. El nuevo orden expresaba así la derrota
de los movimientos de finales de los sesenta y principios de los
setenta, no su plena consumación.
La
imagen del neoliberalismo como producto de la subversión de la
generación del baby boom comparte su idealismo con la tercera gran
ofuscación de la historia neoliberal. El grado de dominio del que
gozaron los tropos neoliberales durante décadas fomentó la creencia
de que una victoria en la batalla de las ideas fue lo que dio lugar a
un régimen totalmente nuevo de organización capitalista.
Las
historias populares ubican los orígenes neoliberales en pequeños
grupos de intelectuales como la Sociedad Mont Pelerin o el
departamento de Economía de la Universidad de Chicago. Sin embargo,
los más importantes de estos intelectuales fueron voces solitarias
durante décadas antes de que la crisis del régimen de posguerra los
pusiera de moda entre los políticos.
Esta
imagen del neoliberalismo como resultado de un triunfo de los
intelectuales da a menudo la impresión de que hubo un aplastamiento
planificado y monolítico del viejo consenso, en el que la
terraformación del capitalismo global siguió la misma secuencia de
avances en todas partes, dando lugar a una victoria completa.
Davidson se esfuerza por demostrar que la ofensiva neoliberal
generalmente encontró resistencia, a menudo con éxito parcial o
temporal, lo que significa que al final nos quedamos con muchas
variantes nacionales de neoliberalismo.
Variantes
del neoliberalismo
Una
mirada más atenta a algunas de esas victorias deja claro cómo eran
posibles caminos alternativos al actual. Egipto fue el primer campo
de pruebas del neoliberalismo en el Sur Global. El hecho de que
tendamos a pensar en Chile como el pionero es revelador, tanto de la
violencia con la que se impusieron los principios neoliberales en ese
país, como de nuestra tendencia a subrayar el carácter total de la
victoria neoliberal.
La
adopción de la liberalización económica por parte de Anwar Sadat,
que acompañó su giro geopolítico de la Unión Soviética a
Occidente, se vio obstaculizada por las revueltas del pan en 1977.
Esta venerable tradición volvería más tarde en la escala de una
revolución en toda regla para destronar a Hosni Mubarak, el
presidente egipcio que instituyó con más éxito la reforma
neoliberal a partir de la década de 1990.
'Revueltas del pan' de 1977 en El Cairo.
América
Latina es otro ejemplo del progreso lento, gradual y parcialmente
reversible de la neoliberalización. Continuamente surgieron
movimientos sindicales, de defensa de los derechos sobre la tierra y
de lucha contra la privatización, que a veces respaldaron a los
gobiernos nacionalistas de izquierda (y a veces chocaron con ellos),
que vinculaban expresamente la oposición a la liberalización
económica con la resistencia al poder estadounidense. Esta historia
asombrosamente larga y explosiva sigue desarrollándose.
América Latina contra la neoliberalización, por los derechos sobre la tierra y en lucha contra la privatización.
Incluso
en los centros del proceso neoliberal mundial, el proyecto nunca se
completó. En Gran Bretaña, los experimentos monetaristas en materia
de políticas públicas fracasaron, mientras que la clase trabajadora
resistió ferozmente y logró derrotar el poll tax, un
impuesto fijo que se cobraba por persona y que afectaba especialmente
a los sectores populares. Aunque los gobiernos conservadores y
laboristas dejaron el Servicio Nacional de Salud internamente
fragmentado y estructuralmente debilitado, el apoyo popular lo
mantuvo vivo durante décadas.
Derrotar el poll tax.
Davidson
demuestra cómo el efecto de cámara oscura de la historia
elude muchos de estos detalles. Las causas perdidas hoy parecen haber
estado perdidas desde el principio, y los hechos consumados sugieren
su propia inevitabilidad. Con sólo este presente concreto para
trabajar, lo leemos hacia atrás en los acontecimientos pasados de
manera que evoca la imagen de una época dorada y unos conspiradores
sombríos e irresistibles que la socavaron.
La
historia del colapso del consenso de posguerra, y especialmente la
desintegración del movimiento sindical, la socialdemocracia, el
nacionalismo del Tercer Mundo y, por último, el socialismo de
Estado, se le impone implacablemente a los estudiantes modernos del
pasado reciente con una conclusión ineluctable. Sólo en los últimos
años se le reveló a capas crecientes de la sociedad que, al igual
que el acuerdo de posguerra anterior, el neoliberalismo no puede
sobrevivir a sus propias contradicciones crecientes.
Orígenes
materiales
Davidson
se enfrenta a dos retos. El primero —reconstruir un relato del
neoliberalismo que vaya más allá de la historia popular— ya lo
hemos esbozado. El segundo es reivindicar la conceptualización del
neoliberalismo como un periodo distinto en la historia del
capitalismo.
Esta
segunda línea de argumentación es la que dirigió contra los
copensadores de la izquierda marxista, para quienes el neoliberalismo
no era más que «una ideología, o tal vez un conjunto de políticas»
que apoyaban una tendencia general del capitalismo para revertir las
conquistas logradas por los trabajadores en una generación pasada.
Un problema de esta visión es que asume un estado natural de
competencia capitalista, que puede ser mejorado por un mundo separado
de la política o el Estado.
La
periodización es una forma de pensar en la construcción
necesariamente política de las economías capitalistas. También
tiene la ventaja de poder acomodar las sincronicidades de la era
neoliberal. Muchos regímenes estatales, con economías muy
diferentes en distintas fases de desarrollo, con estructuras
políticas y culturas nacionales diversas, iniciaron proyectos de
reforma similares con pocos años de diferencia. También lo hicieron
tras la ruptura del antiguo paradigma.
Si
aceptamos la periodización pero rechazamos las historias populares
de la reconquista capitalista, la conspiración intelectual o el
zeitgeist individualista, necesitamos buscar los fundamentos
materiales del neoliberalismo. Para Davidson, estos fundamentos se
encuentran en la internacionalización del capitalismo y sus efectos
transformadores sobre las funciones del Estado.
Entre
estos desarrollos se incluyen la creciente importancia de las
importaciones y exportaciones sobre el comercio nacional interno, la
extensión de las cadenas de producción internacionales y,
especialmente, el crecimiento de la inversión internacional. Todos
estos acontecimientos complicaron las formas de capitalismo de Estado
y fomentaron el conjunto de políticas que caracterizaron la era
neoliberal.
Estos
cambios no equivalen a un simple repliegue del Estado. En el núcleo
del sistema capitalista, los Estados mantuvieron obstinadamente su
escala tras décadas de planes para hacer retroceder las funciones de
regulación, planificación y bienestar. Hoy, los dogmáticos de la
derecha atribulada anuncian con consternación que la liberalización
económica y la generosidad del «gran Estado» fueron de la mano.
En
realidad, las cosas no podrían haber ido de otra manera, como señala
Davidson. La desintegración social fomentada por la liberalización
requería de un Estado que pudiera limpiar el desorden y aplicar
disciplina donde fuera necesario.
El
Estado neoliberal
Más
allá de la expansión de las estructuras estatales para hacerle
frente a las consecuencias cotidianas de la reordenación neoliberal,
el Estado también debe soportar el riesgo de los capitales
concentrados, complejos y transnacionales para los que pretende
proporcionar un puerto seguro. A lo largo de la era neoliberal, el
Estado estadounidense se vio obligado a interceder cada vez con mayor
frecuencia para rescatar a las grandes empresas industriales.
Este
proceso abarcó la década de 1970 con el rescate de Chrysler, la
década de 1980 con la intervención del Estado en la banca
estadounidense durante la crisis de la deuda latinoamericana y la
década de 1990 con la protección del fondo de cobertura Long-Term
Capital Management, por nombrar sólo algunos incidentes notorios.
Las confirmaciones más profundas de esta tendencia fueron los
gigantescos rescates estatales tras el crack financiero de 2008 y
durante la pandemia del COVID-19.
La
extensión de la acción estatal sobre la creciente
transnacionalización y financiarización del capitalismo global fue
acompañada de alteraciones en la constitución del Estado. Estos
cambios transfirieron la soberanía y la responsabilidad a niveles
tanto supranacionales —como en el caso de la UE— como locales (la
descentralización en el Reino Unido, por ejemplo). Los Estados
también externalizaron sus funciones cotidianas a una gran variedad
de empresas privadas, ONG, empresas sociales, consultorías y
empresas de todo tipo.
Inspirándose
en la noción de «Estado de mercado» de Philip Bobbitt, Davidson
prevé un mundo en el que las funciones del Estado central se reducen
pero se intensifican, mientras que la provisión de bienestar público
se traslada cada vez más a la vida privada. Con la centralización y
el localismo unidos por un nuevo ethos de vigilancia y manipulación,
los agentes económicos racionales del ideólogo neoliberal se están
transformando en lo que Mark Olssen denominó «hombre manipulable»,
una creación del nuevo nexo entre Estado y mercado, preparado para
responder a la incitación y el estímulo.
Dispuesto
como siempre a desafiar los sentimientos de nostalgia por una edad
dorada, Davidson insinúa (en lo que parece haber sido otra reflexión
inacabada) que este proceso tiene sus raíces en el paradigma
socialdemócrata en decadencia. Los estados de bienestar
proporcionaron un programa original para despolitizar una forma de
política de la clase trabajadora que antes era más independiente y
autosuficiente. El Estado de mercado sólo está completando el
movimiento hacia una atomización controlada y pospolítica.
Una
falsa polarización
Los
críticos del neoliberalismo divergen sobre la cuestión de si
refundó radicalmente los tipos de personalidad y las formas de
Estado de esta manera. En un extremo, los que especulan en estos
términos pueden caer en la desesperanza, describiendo la resistencia
como imposible, prevenida o cooptada. Sus argumentos se hacen eco de
la visión de 1968 como un preludio inevitable al narcisismo de la
era neoliberal. Esta perspectiva suele descartar a los jóvenes
—nacidos bajo el nuevo orden— como presas irremediables de un «yo
neoliberal», despojados de sentido histórico y de la posibilidad de
una solidaridad genuina.
En
el otro extremo, existe una tradición persistente de tratar el
neoliberalismo como un fenómeno esencialmente superficial, o
simplemente como un caso en el que las preocupaciones a largo plazo
del capital quedaron al descubierto. Para los partidarios de este
punto de vista, la aparición del neoliberalismo no hizo más que
confirmar la crítica socialista sin complicarla.
Esta
falsa polarización entre el catastrofismo y el activismo trillado
oculta un debate más importante que persiguió silenciosamente las
apreciaciones de la izquierda sobre la era neoliberal. Gran parte de
la literatura canónica de izquierda trató el fenómeno como
«económico» de la forma unilateral que el marxismo rechazaba
tradicionalmente. El relato de Davidson nos ayuda a volver a entender
al neoliberalismo como una forma de régimen político basado en las
relaciones de clase, las formas de Estado y el orden internacional.
Podemos
preguntarnos si Davidson va lo suficientemente lejos en esta
dirección. ¿La acción emblemática del neoliberalismo es la
privatización de una industria nacionalizada, o la firma de tratados
que refunden la soberanía?
Durante
décadas, como parte de un apego melancólico a formas más antiguas
del capitalismo, muchos sectores de la izquierda enfrentaron al
neoliberalismo presentándolo como un credo económico que podía ser
fácilmente reemplazado por políticas más humanas. Esto significaba
a menudo tratar a las nuevas formas políticas de la era como
características secundarias o incluso benignas. Esto produciría una
enorme confusión una vez que esas formas políticas entraran en
crisis.
Base
social
Uno
de los grandes puntos fuertes del relato de Davidson es su separación
de la historia neoliberal en dos fases principales: una fase de
vanguardia, marcada por los regímenes agresivos del tipo de Margaret
Thatcher y Ronald Reagan, y una fase de consolidación, marcada por
el neoliberalismo social del tipo de Bill Clinton y Tony Blair.
Sin
embargo, se perdonaría al lector por pensar que los neoliberales
sociales lograron esta fase de consolidación principalmente mediante
la expresión de palabras amables y sentimientos nobles. Podría ser
fácil, desde esta perspectiva, ver a socialdemócratas sucedáneos
como Blair no más que como personajes que maquillan a un cerdo,
tomando las brutales victorias de la era Thatcher y presentándolas
de nuevo como un camino hacia la modernización, el multiculturalismo
y el cultivo de estilos de vida modestos.
Cualquier
régimen de acumulación exige alguna forma de consentimiento masivo
—o al menos de resignación masiva— para el nuevo orden. A pocos
en la izquierda les cuesta aceptar esto en relación con eras pasadas
de desarrollo capitalista. El orden de posguerra generó esta base a
través de diversos medios. Generalmente, éstos implicaron empresas
de construcción nacional como el control estatal sobre industrias
estratégicas, la extensión de nuevos servicios o provisiones
estatales, y el ciclo de partes de la clase obrera hacia industrias
emergentes, la generación de la llamada «nueva clase media».
Nuestra
tendencia, criticada por Davidson, a considerar al neoliberalismo
como una aplanadora demoníaca implica descuidar el lado «positivo»
del fenómeno: la construcción del mundo que cualquier régimen de
acumulación debe sostener para hacerlo viable. De un vistazo,
podemos identificar al menos cuatro procesos importantes, ninguno de
los cuales es uniforme en todo el alcance global del neoliberalismo.
El
primero es la expansión del sector universitario, tomando como
ejemplo el Reino Unido. Los ingresos reales de los proveedores de
enseñanza superior en Inglaterra se duplicaron en los treinta años
transcurridos hasta 2022/23. Para ese mismo curso académico, el
tamaño del alumnado nacional en el Reino Unido alcanzaba casi los
tres millones.
Los
signos de esta explosión se encuentran por todas partes. Las
viviendas para estudiantes transformaron el aspecto de muchas
ciudades británicas de provincias, y surgieron microeconomías en
torno a los campus en expansión. Junto con el auge de las finanzas,
estos son los desarrollos urbanos característicos de la Gran Bretaña
neoliberal. Sin embargo, el auge se desbordó. Las instituciones,
agobiadas por las deudas, luchan ahora por atraer a estudiantes
internacionales lucrativos en medio de las crisis mundiales.
Problemas
de género
La
expansión del sector universitario está vinculada a otro gran
desarrollo: la llamada feminización del sector profesional. En 2017,
el 55% de las mujeres británicas asistían a la universidad antes de
los treinta años. En la actualidad, una proporción mucho mayor de
mujeres que de hombres asiste a la universidad en toda una franja de
las economías más avanzadas, incluidos el Reino Unido, Estados
Unidos, Canadá, Corea del Sur y Noruega, entre otros.
En
el Reino Unido, el empleo femenino se multiplicó por dos y medio
entre 1951 y 2018. Las tasas de participación femenina en el mercado
laboral aumentaron del 55,5% al 74,2% entre 1971 y 2018. A lo largo
del periodo neoliberal, el trabajo femenino se hizo más profesional
y de tiempo completo. En 2013, la mano de obra femenina en el Reino
Unido era proporcionalmente más profesional que la masculina, con un
21% de todo el empleo femenino y un 19% de todo el empleo masculino
en funciones profesionales.
Otro
hito se alcanzó en 2023, cuando el salario de las mujeres superó al
de los hombres en la franja de edad de veintiuno a veintiséis años
en un 2,1 por ciento. Las mujeres son ahora el 51 por ciento de todos
los empleados profesionales del Reino Unido con edades comprendidas
entre los veintidós y los veintinueve años. Estas cifras eluden una
serie de medidas por las que las mujeres siguen estando muy
desfavorecidas en el empleo. Pero todas ellas apuntan a un proceso de
renovación económica que lleva décadas gestándose y que genera
nuevas fuerzas de trabajo y culturas industriales.
Podemos
observar el declive de la estabilidad de estos dos pilares —la
expansión del empleo profesional femenino y de la educación
superior como formas de movilidad social e integración laboral
limitadas— en los ataques de la derecha al neoliberalismo. La
denigración del empleo femenino como promotor de la crisis
demográfica, de la universidad como ámbito de un elitismo mimado e
irresponsable, y del empleo profesional como un desperdicio de vida
para los «perdedores» de la sociedad, refleja una toma de
conciencia por parte de la derecha de las contradicciones del
paradigma general, y una capacidad para incorporar estos problemas a
una crítica parcial y motivada.
Este
proceso está ahora tan avanzado que incluso los reaccionarios más
inarticulados y vulgares pueden aprovecharla. ¿Qué otra cosa es la
«Matrix» de Andrew Tate sino la constelación del fracasado
institucionalismo liberal? Influyentes conservadores como Tate
rechazan el mundo «femenino» de las carreras y la educación,
ofreciendo en su lugar un culto a aquellos aspectos del
neoliberalismo que dieron a luz a conspicuos «ganadores»:
prestamistas, rentistas y mercachifles del estilo de vida. Estas
nuevas capas de ganadores son a su vez subproductos del tercer y
cuarto pilares: la extensión de la propiedad de activos y el
crédito.
Inflación
de activos
Una
vez más, países como el Reino Unido y Estados Unidos, que
consolidaron el proyecto neoliberal, lideran la explosión de la
riqueza de activos (propiedades, acciones, bonos, etc.). En algunos
casos, el más famoso en el Reino Unido, los gobiernos buscaron
conscientemente generar una nueva base de propietarios de activos
mediante la venta de viviendas públicas y acciones de industrias
anteriormente nacionalizadas.
Los
ganadores más conspicuos en este caso no fueron el creciente número
de propietarios de viviendas. Más bien, la concentración de activos
redefinió la riqueza en el siglo XXI, con el abismo entre propiedad
y trabajo reforzado por el llamado «capitalismo popular». Al final
del proyecto en el Reino Unido, cincuenta familias poseían más
riqueza que la mitad de la población: 33,5 millones de personas de
clase trabajadora. Empresas multimillonarias de gestión de activos
como Blackrock y Vanguard en Estados Unidos se convirtieron en los
símbolos internacionales de este cambio.
Un
cuarto pilar, que Davidson analiza en mayor profundidad, es la
ampliación del crédito y la deuda privada en los hogares de la
clase trabajadora. Esto, combinado con la creciente participación de
la mano de obra femenina, ayudó a mantener el poder adquisitivo
frente a unos salarios estancados o a la baja. En particular, el
endeudamiento se disparó tras las crisis neoliberales de 1997 y el
colapso de las puntocom a principios de siglo. Los sectores más
acomodados de la población activa obtuvieron un acceso más fácil
al crédito, que podían garantizar con activos.
Davidson
cita un estudio de Citicorp que describe el auge de la «plutonomía»,
en la que el consumo, la deuda y el ahorro están tan sesgados que
hablar de un consumidor «medio» carece de sentido. Las recientes
oleadas de inflación pusieron de manifiesto la incapacidad de los
políticos para comprender lo fracturada que se ha vuelto la
experiencia pública de las dificultades económicas.
Estas
últimas tendencias, estrechamente relacionadas con la
financiarización, contribuyeron a garantizar un elemento de apoyo o
aquiescencia popular al neoliberalismo, argumenta Davidson. Aquellos
que alcanzaron una parte desproporcionada de la riqueza y el consumo
basados en activos —aunque tales ganancias palidecen al lado de la
enorme riqueza de la clase capitalista propiamente dicha— están
sobrerrepresentados en las capas sociales que todavía votan
regularmente y son más propensos a comprometerse en áreas de
responsabilidad descentralizada y localizada.
Davidson
sostiene que el neoliberalismo fomentó una sensibilidad populista en
parte de la nueva clase media:
Las
actitudes neoliberales hacia la masa de la población implican una
incómoda combinación de sospechas privadas sobre lo que podrían
hacer sin la vigilancia y la represión del Estado, y disquisiciones
públicas sobre la necesidad de escuchar al pueblo, siempre que, por
supuesto, se le pida a los políticos que escuchen al tipo de pueblo
adecuado.
Las
formas de democracia subrepresentacional prefiguran así un estilo
político demagógico, dirigido por los verdaderos ganadores del
régimen neoliberal de acumulación.
Guerreros
culturales
La
consideración melancólica que tanta gente tiene del orden de
posguerra hizo que a menudo se traten sus formas innovadoras como si
fueran tendencias seculares y orgánicas y se las asocie con una
marcha transhistórica del «progreso» más que a procesos
materiales distintos de acumulación de capital. De este modo, se
hace posible disociar la fase del «neoliberalismo social» de la
historia más amplia de la época.
Los
partidarios de esta perspectiva podrían así considerar el
supranacionalismo, la descentralización y la ONGización como
factores neutrales e inequívocos de la vida moderna. Las
consecuencias se hicieron especialmente evidentes a partir de 2016,
cuando la reacción de la derecha llevó a gran parte de la izquierda
a una defensa reflexiva del institucionalismo liberal.
Las
nuevas corrientes de derecha surgidas del neoliberalismo no estaban
menos desorientadas. No sólo compartían la fijación en un mundo
perdido de capitalismo nacional honorable. También, al igual que la
izquierda, habían sido educadas en la cultura del distanciamiento
neoliberal de la vida pública. Davidson argumenta que esto moldeó
los contornos de la nueva derecha: «Los parámetros cada vez más
estrechos de la política neoliberal, donde la elección se restringe
a cuestiones “sociales” en lugar de “económicas”, fomentó
la aparición de partidos de extrema derecha, normalmente
obsesionados con cuestiones migratorias».
También
en la izquierda, la política dio paso a campañas monotemáticas, al
localismo y a la construcción ad hoc de «comunidades».
Davidson indica que estos intentos de imitar la cultura asociativa
perdida de las décadas de posguerra reflejaban la lógica del
neoliberalismo, su alejamiento de las cargas de la gobernanza
nacional y putativamente representativa.
El
fenómeno a menudo denominado «guerra cultural» refleja esta
fragmentación general de la política. El repliegue hacia la vida
privada que permitió el conjunto institucional del neoliberalismo no
fue una mera migración espiritual, sino material, arrastrada por la
propiedad de pequeños bienes, el crédito barato, la baja inflación
y las nuevas trayectorias profesionales.
A
medida que cada túnel de escape se fue derrumbando, muchos,
especialmente en las capas sociales que antaño tenían aspiraciones,
se vieron obligados a salir a la superficie. Sin embargo, carecían
del lenguaje para la política como tal, y en su lugar anunciaron su
ira y paranoia a través de nuevas identidades tribales. Al final,
siempre fue probable que la guerra cultural beneficiara a la nueva
derecha, cuyos partidarios pueden permitirse un regodeo en la
atomización y la bajeza de las pulsiones privadas y los antagonismos
mutuos que corroen la política democrática.
El
hecho de que sea Trump, por encima de todos los demás, quien
finalmente busque un nuevo orden tantos años después de 2008,
indica rasgos seminales del mundo al final del neoliberalismo. Del
mismo modo, dice mucho sobre el grado de daño estructural infligido
previamente al movimiento obrero el hecho de que los procesos de
competencia geoestratégica e intraelitista estén configurando ahora
la nueva era, con capas más amplias de la sociedad contribuyendo
principalmente al proceso al apartarse de las formas neoliberales de
gobierno.
Hay
mucha rabia, y el compromiso y la actividad políticos aumentaron, al
igual que los choques contra los decrépitos establecimientos de uno
u otro tipo. Pero la izquierda existente demostró su falta de
voluntad para enfrentarse al neoliberalismo en momentos cruciales. El
populismo de izquierda se rompió al entrar en contacto con las
instituciones rectoras del proceso neoliberal, como la UE en Europa y
el Partido Demócrata en Estados Unidos.
Trump
es una figura única para este nuevo fundamento. En toda Europa, los
procesos combinados de enervación del Estado, postsoberanía,
supranacionalismo y desindustrialización dejaron a los líderes
políticos a la deriva, incapaces o poco dispuestos a afrontar la
evidente necesidad de un cambio de rumbo. Sin embargo, el cargo de
Presidente de Estados Unidos aún conserva un poder real, y Trump
está decidido a utilizarlo.
En
una fase temprana de su tratamiento del neoliberalismo, Davidson
insiste en que la necesaria tarea de identificar distintas eras del
capitalismo no debe llevarnos a trazar fronteras rígidas entre
ellas. Inevitablemente, cada nueva era arrastra rasgos clave de la
anterior. Esto no sólo se aplica a las relaciones más esenciales
que sustentan toda la época capitalista, sino también a las
tendencias de largo plazo que contribuyen a darle forma a cada
subperiodo. El reconocimiento de tales continuidades nos deja con la
difícil tarea de identificar la forma en que estas tendencias a
largo plazo pueden condicionar las fuerzas a través de las
diferentes fases.
El
auge de los fondos soberanos, las medidas comerciales agresivas, la
deslocalización, el estímulo fiscal y otros métodos «capitalistas
de Estado» fueron una característica notable del interregno entre
2008 y el segundo mandato de Trump. Sin embargo, como señaló
Alberto Toscano, «los gestos proteccionistas actuales respetan en su
mayoría las condiciones límite del neoliberalismo y sus imperativos
de clase». La desglobalización y la multipolaridad reflejan las
presiones hacia una nueva competencia geopolítica. Pero no muestran
signos de invertir realmente la internacionalización del
capitalismo.
En
condiciones en las que el capital seguirá siendo transnacional,
sería burdo permitir que la derecha imponga su propio pronóstico
ideológico de un conflicto entre nacionalismo y globalismo. Más
bien, podríamos ver el neomercantilismo de Trump —un cambio en la
función del Estado hacia la búsqueda agresiva del comercio en
condiciones favorables, a expensas de la pretensión de liderazgo
global— como una consecuencia de la globalización máxima.
La
integración del mercado mundial dio lugar a un competidor de la
talla de Estados Unidos en la forma de China, destruyendo la base de
las viejas estrategias de Washington de pastoreo de los intereses
capitalistas (en última instancia, interesadas y de base nacional,
por mucho que esas estrategias, por supuesto, lo fueran). La
siguiente mejor opción es la que hizo volar la imaginación de Trump
durante muchos años: convertir al Estado más poderoso del mundo de
pastor en lobo. De este modo, su visión realista-mercantilista del
mundo, por muy a medio formar y errática que sea, desempeña un
papel análogo al de las doctrinas de los ideólogos neoliberales de
hace tantas décadas.
Aquellos
que ven el nuevo orden de Trump como una inversión —el negativo
ideológico del neoliberalismo globalizado— probablemente se
confundan de la misma manera que aquellos que veían el
neoliberalismo como la inversión de una edad de oro socialdemócrata.
Este nuevo régimen de acumulación de capital y geopolítica será
«globalista» tanto por su alcance como por su naturaleza. También
se forjará a través del conflicto, sin un resultado garantizado.
Fuente:
JACOBIN