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miércoles, 25 de junio de 2025

Crónicas de la caída: Junio de 2025

 

 Por Antonio Turiel  
      Físico, matemático y experto en Energía del CSIC.


     No me esperaba yo que tan pronto tuviera que escribir un nuevo post de esta serie dedicada a los eventos abruptos que van a marcar esta fase del descenso energético y material de nuestra sociedad, pero está visto que desde que Donald Trump accedió a la presidencia de los EE.UU., este tipo de turbulencias se van a dar con mayor frecuencia. Conste que yo opino que el Sr. Trump es más bien el síntoma, y no la enfermedad, pero está claro que esta etapa va a ir bastante ligada a su presencia.

Diversas noticias han marcado la actualidad mundial durante las últimas semanas, pero particularmente lo ha hecho la escalada militar impulsada por el estado de Israel. Mientras prosigue su campaña de exterminio de la población palestina (con la aquiescencia y beneplácito de los gobiernos occidentales, aunque no necesariamente de las poblaciones de esos países), Israel ha subida su apuesta con una agresión directa a Irán con un bombardeo inicial de misiles, a la cual Irán ha respondido con sus propias armas a la que luego Israel ha replicado y luego Irán y así sucesivamente. Las cosas no parecían irle demasiado bien ni a uno ni a otro (al final, en estos juegos de guerra hipertecnificados actuales los daños son bien reales, comenzando por los que sufre la población), cuando, de repente y a instancias de Israel, EE.UU. ha decidido hacer acto de aparición, bombardeando las instalaciones de enriquecimiento de uranio de Irán, como muestra de que no van a permitir que ese país consiga la bomba atómica (que es la excusa habitual para hostigar a Irán, a pesar del hecho cierto de que en todas estas décadas nunca ha fabricado una bomba y que al parecer el propio ayatolah Jamenei considera inmoral ese tipo de bombas).

No voy a entrar en el análisis geostratégico del juego de ataques y réplicas, porque no es mi fuerte, pero parece bastante claro que hay un interés por todas las partes en mantener una cierta tensión pero sin llegar a una escalada hasta las últimas consecuencias. Israel no ha atacado todas las refinerías de Irán (un blanco fácil y que causaría un auténtico caos económico y logístico), solo y marginalmente una planta de gas, mientras que Irán no ha destruido las pocas plantas eléctricas de Israel (también un blanco fácil con enorme impacto social y económico). Por su parte, EE.UU. ha atacado Irán pero lo ha hecho de manera contenida, en instalaciones que habían sido previamente evacuadas y aparentemente con menos fuerza de la que se pretende hacer creer. Como réplica, Irán ha lanzado varios misiles lentos (recordemos que tiene supersónicos) contra una base americana en Catar, los cuales fueron completamente interceptados.




En resumidas cuentas, da la impresión de que nadie quiere llegar demasiado lejos en este macabro juego de golpes y contragolpes, y eso los mercados parecen descontarlo, ya que por ejemplo el precio del petróleo no ha subido mucho, y hoy mismo por ejemplo ha pegado un bajonazo muy importante.

Se tiene que decir que la actual situación es conveniente para tanto los EE.UU. como para Irán y otros países, en su mayoría aliados de los EE.UU. Una situación de tensión e inestabilidad favorece un precio del petróleo más elevado, y eso ahora mismo es algo completamente necesario para los EE.UU. Se estima que con los precios de 60$ por barril en los que estábamos estancados en las últimas semanas, uno de cada tres pozos de fracking había cerrado. Para mantener viva y en forma esta industria vital para los EE.UU., se necesitan precios de 80$ por barril o más. También necesita precios en ese rango Arabia Saudita, si quiere enjugar sus déficits públicos, y algo parecido le pasa a Irán. La guerra arancelaria que desató Trump (y que en su momento debió parecerle buena idea) ya ha originando una cierta recesión económica y con ella una caída de precio del petróleo; ahora, estos intercambios bélicos permiten compensar en parte ese efecto. Por cierto que esta dinámica de shocks de destrucción de demanda y amenaza de destrucción de oferta se conjugan bien, aunque sea algo peculiar, con un fenómeno que conocemos bien: la espiral.

Desgraciadamente, se está jugando con fuego y en algún momento alguien puede cometer un error y rebasar alguna línea que no se debe de rebasar. Al final, hay seres humanos tomando las decisiones finales, y el problema con los seres humanos es que frecuentemente tienen reacciones emocionales y no perfectamente frías y racionales.

Lo peor que podría pasar para la economía mundial es que Irán decidiese el cierre total del estrecho de Ormuz, por donde pasa el 20% de todo el petróleo que se produce en el mundo, pero que también representa el 40% de todas las exportaciones de petróleo. Eso, para regiones que son grandes importadoras como Europa o China hace que Ormuz sea algo crítico.

Cerrar completamente Ormuz (por ejemplo, sembrándolo de minas, que costaría muchos meses barrer) es lo más próximo que tiene Irán a un ataque con armas nucleares. De manera prácticamente instantánea pondría la economía mundial de rodillas, con un precio del barril que podría llegar a superar los 150$. Sin embargo, uno de los grandes perjudicados sería China, aliado de Irán, mientras que a EE.UU. solo le afectaría marginalmente. Por eso, el cierre total de Ormuz es una solución extrema para Irán, a la que solo recurrirá si se enfrenta a un peligro existencial.

Una situación diferente se plantearía si se diera un cierre selectivo de Ormuz. De esa manera, Irán podría dejar pasar solamente aquellos petroleros con dirección a la India o a China, mientras que retendría o ralentizaría el resto. Irán podría hacer esto usando patrulleras, siempre y cuando no apareciera una potencia extranjera con sus buques de guerra. Si Irán consiguiera implementar ese tipo de cierre, el principal problema sería para Europa. Obviamente, Europa maniobraría para conseguir el petróleo por otros modos (recordemos que es algo habitual que la carga de un petrolero cambie varias veces de manos y hasta de destino en los meses que dura su travesía) y esto empujaría el precio al alza, pero no sería igual que con un cierre total porque Europa no podría encontrar reemplazo para todo y el precio moderaría su subida. Al final, Europa tendría que enfrentarse con un problema diferente al de la carestía y con el que conviven centenares de millones de personas cada día: la escasez. Para agravar la situación, de manera paradójica se podría dar que algunos países aprovecharan los precios altos no para aumentar la producción de petróleo sino para disminuirla. Tal podría ser por ejemplo la situación de Nigeria (uno de los principales proveedores de España), que ahora mismo sufre escasez de combustibles en su territorio porque prefiere destinar el petróleo a la exportación; si el precio sube mucho, podría reducir sus exportaciones para garantizar la paz social en su casa.

Estos serían escenarios catastróficos para una Europa actualmente desorientada, que se está centrando sus esfuerzos económicos en una medida tan absurda como destinar el 5% del PIB a la compra de armamento para prepararse para una fantasmagórica guerra con Rusia, cuando en realidad sus problemas son otros.

Para Europa, el cierre de Ormuz, incluso selectivo, aceleraría la caída económica del Viejo Continente. Hay tiempo aún para reaccionar, para tomar medidas que avancen en la transformación industrial y energética que necesitamos, pero ese tiempo se nos agota rápidamente.

Y al mismo tiempo, nos preparamos para lo que parece que va a ser un verano con temperaturas sin precedentes. Tengan cuidado ahí fuera.


Fuente: The Oil Crush

martes, 20 de mayo de 2025

Aranceles, fentanilo y geopolítica

 

      Activista, editor y profesor de Ciencia Política en la Universitat de Barcelona.



El frente farmacológico en la guerra comercial entre EE.UU. y China


El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, tras una reunión bilateral con el presidente de China, Xi Jinping.


     En su rueda de prensa del pasado 5 de marzo, Lin Jian, portavoz del ministerio chino de Asuntos Exteriores, afirmaba: “La presión, la conversión y las amenazas no son la forma correcta de tratar con China. La parte china ya ha expresado en múltiples ocasiones su oposición a que la parte estadounidense utilice de forma persistente la cuestión del fentanilo como excusa para aumentar aún más los aranceles a las importaciones chinas”. Tal era la respuesta ante la crisis comercial desatada por la subida arancelaria global de Trump.

En su intervención, el Gobierno chino volvía a poner en primer plano la cuestión del fentanilo. O lo que es lo mismo: la cuestión del régimen farmacológico que afecta a la política farmacológica norteamericana y la atraviesa en visiones irreconciliables. Divide et impera. Como es evidente, las declaraciones chinas iban muy medidas y destinadas a devolver el golpe en una línea de tensión que viene apareciendo de forma recurrente en las relaciones entre ambas superpotencias.

Un claro antecedente de esto se había hecho patente en la reacción china a la polémica visita a Taiwán de Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes, en agosto de 2022. Por aquel entonces, China había decidido suspender la colaboración con Estados Unidos en la lucha contra el narcotráfico; lo que implicaba al fentanilo de forma muy directa. Hasta aquel momento, el Gobierno chino había cooperado con EEUU para limitar el tráfico de los precursores químicos imprescindibles en la síntesis del fentanilo; pues, aunque este entra ilegalmente desde México, introducido sobre todo por el cártel de Sinaloa, su elaboración no sería posible sin los precursores de origen chino.


Reunión en agosto de 2022 entre la entonces presidenta de la Cámara de Representantes de EEUU, Nancy Pelosi y Tsai Ing-wen, presidenta de Taiwán.

Las implicaciones de la advertencia de Lin Jian, por tanto, iban mucho más allá de la coyuntura actual y buscaban afectar a los dos paradigmas que tensionan el bloque presidencial con orientaciones tan divergentes como podrían ser el viejo punitivismo neoliberal y el emergente “trumpismo ácido” encabezado por el ministerio de Robert F. Kennedy y los oligarcas de Silicon Valley. Si el primero insiste en la vigencia del modelo de la Guerra contra las Drogas, el segundo ha crecido en sus devastadores efectos y apunta más allá hacia un cambio de paradigma basado en un marco desregulador que podría comprometer los intereses farmacéuticos forjados al amparo de décadas de punitivismo. Entre unos y otros debe manejarse la administración Trump.


Donald Trump y Robert F. Kennedy Jr.

Por otra parte, la gravedad de este asunto tampoco puede ser desligada de otro hecho inesperado: el asesinato de Brian Thompson, director de United Healthcare, la mayor aseguradora de EEUU, a manos de Luigi Mangione. No por casualidad, la acción letal del joven tuvo una acogida muy favorable en amplios sectores de la sociedad; harta de los abusos que Mangione denunciaba con la triple D de las tres balas que disparó sobre el CEO y que sintetizaban las prácticas abusivas de las aseguradoras: “Delay” (retrasar la atención), “Deny” (negar la reclamación) y “Defend” (defender lo decidido ante los tribunales).

Todos estos hechos, y muchos otros, se anudan ahora en una crisis extraordinaria que deja en evidencia hasta qué punto Trump ha regresado como elefante en cacharrería. La importancia que reviste cuanto sucede, de hecho, se encuentra estrechamente ligada a cómo se ha articulado durante décadas el régimen farmacológico, dentro y fuera de las fronteras de EEUU. Toda la arrogancia que Trump puede exhibir en el terreno militar presionando a la comunidad internacional contrasta con la fragilidad de su respuesta a la implosión del neoliberalismo cuando se ve obligado a atender la crisis doméstica de un sistema sanitario del todo ineficiente.

El fentanilo pasa al primer plano

La crisis del fentanilo que asola EEUU desde principios de la pasada década es la más devastadora de cuantas hayan tenido origen en el consumo de drogas. Atrás quedan las dos olas que precedieron al fentanilo, pero que advertían ya de un peligro intrínseco al régimen farmacológico norteamericano. Esta siniestra genealogía no es casual, sino política, y tiene origen en el devastador modelo de sanidad privada que ningún presidente se ha atrevido a enmendar por miedo a los intereses de aseguradoras, farmacéuticas y demás beneficiarios del sistema.




La primera de las olas que anunciaban la crisis del fentanilo fue debida al abuso de opioides recetados y tuvo lugar entre finales de los noventa y 2010. En aquel contexto, farmacéuticas como Purdue Pharma promovieron agresivamente analgésicos como OxyContin. Sustancias como la oxicodona, la hidrocodona, la morfina y otros opioides recetados incrementaron la dependencia de muchos pacientes. El número de muertes se disparó. Una segunda ola tuvo entonces lugar protagonizada por la heroína. Al endurecerse la regulación de los opioides recetados, los usuarios se vieron abocados al consumo de heroína con el consiguiente aumento de sobredosis inherente al mercado negro. El resultado fue devastador: entre 2010 y 2015, las muertes por sobredosis de heroína se triplicaron.

A pesar de estas olas previas que ya advertían del peligro, la crisis del fentanilo acabó por estallar. Un régimen farmacológico basado en la comercialización engañosa y el exceso de prescripción de opioides legales abrió la puerta a que miles de personas que nunca habían tenido contacto con drogas ilegales se volvieran dependientes y no tuvieran otra alternativa que acudir a la distribución ilícita. Como no podía ser de otro modo, el mercado respondió a su manera: a partir de 2020, año de la covid, la incautación de pastillas con fentanilo se disparó: de 4.149.037 pasó a 115.562.603. Como era previsible, el problema de salud “pública” solo fue a peor.

Llegamos así al escenario actual. Por situarnos rápido, estamos hablando ya de la principal causa de muerte no natural entre los 18 y 45 años. Hasta 50 veces más potente que la heroína y 100 veces más que la morfina, el fentanilo ha disparado la cifra total de muertes por sobredosis de opiáceos sintéticos; de los 52.404 casos registrados en 2015 a los 111.029 de 2022. Y aunque la crisis parecía imparable, en 2023 se ralentizó la tendencia por primera vez bajando hasta las 108.318 muertes por sobredosis.




Entre las razones por las que se ha producido este descenso en el ritmo se encuentran algunas que resultan de la gestión doméstica del problema. Por ejemplo, la mayor disponibilidad de la naxolona, un antídoto contra las sobredosis de fentanilo o, por más terrible que sea, la menor población de dependientes debida a la mortalidad previa. Con todo, el problema estructural persiste y viene a entrecruzarse con la crisis arancelaria y el devenir político global.

Geopolítica de un problema: la presión indirecta de China y México

La advertencia china sobre el fentanilo era la respuesta a un asunto que antes había sido lanzado por Trump en su campaña presidencial de 2017. Por entonces había advertido: “Si vendéis fentanilo a EEUU a través de México, impondremos un arancel del 25%. Será así hasta que paréis”. Hasta 2018 el fentanilo se enviaba como un fármaco acabado y legal a Estados Unidos, Canadá y México. A finales de aquel mismo año, tras la reunión entre Trump y Xi Jinping, China modificó el estatus legal del fentanilo y otras sustancias similares prohibiendo las exportaciones.

Las empresas chinas, sin embargo, no renunciaron a exportar los precursores, lo que reforzó las redes del narcotráfico. Entre 2020 y 2024, ante el aumento disparado de las incautaciones, EEUU y China volvieron a negociar, pasando a prohibir la exportación de una treintena de precursores. Como parte de esta estrategia de cooperación, China forzó el cierre de 332 cuentas empresariales que habían estado exportando desde suelo chino, así como 1.016 tiendas que vendían sus productos online. Pero el impacto de estas medidas, por más que estén prohibidas a nivel formal, ha sido y es limitado. La venta de precursores online desde China prosigue hoy a gran escala.

La visita de Pelosi en 2022 fue respondida con un año de interrupción en la cooperación, lo que se complicó por la cuestión de la minoría musulmana uigur en la provincia china de Xinjiang. A fin de ejercer presión sobre China en materia de Derechos Humanos, los EEUU adoptaron una serie de sanciones en materia de exportación tecnológica. China volvió a responder con la “diplomacia del fentanilo” y EEUU tuvo que dar marcha atrás. La cooperación entre ambos países se relanzó, si bien China continuó operando de manera encubierta y violando los Derechos Humanos.

En este orden de cosas también es fundamental tener presente el papel de México, toda vez que el fentanilo nunca llegaría a EEUU sin que los cárteles mexicanos –muy en especial el de Sinaloa, pero también el de Jalisco Nueva Generación (CJNG)– sinteticen e introduzcan ilegalmente el fentanilo a partir de los precursores chinos. Para los cárteles las ventajas del fentanilo frente a otras sustancias son evidentes: más barato de producir, más fácil de esconder y con un margen de beneficio mucho mayor.

Qué régimen farmacológico para qué futuro

El retorno de Trump a la Casa Blanca ha provocado un terremoto político a la altura de la manera en que se fue. La guerra comercial desencadenada por su política arancelaria ha inaugurado un tiempo del que todavía está por ver cuáles son sus resultados. Si por un lado parece evidente que el neoliberalismo inaugurado por la era Reagan ha tocado fondo, por el otro parece repetirse una lógica global. La insurrección de las oligarquías avanza a cuenta de una degradación sin precedentes de la democracia y los Derechos Humanos.

Ante este escenario, la política estadounidense se encuentra fracturada y desarmada. Por más que las movilizaciones en las calles que lidera el tándem formado por Sanders y Ocasio-Cortez ofrece al empoderamiento ciudadano, la cuestión de fondo es cómo se va a articular una respuesta tras el fracaso de las antiguas variantes progresistas del neoliberalismo (Clinton, Biden, Harris). Ya sea la socialdemocracia alemana, el Gobierno español previo al 23J o los demócratas en EEUU, lo cierto es que estos interregnos entre las declinaciones conservadoras no han sabido actualizar alternativas más o menos reformistas desde dentro del paradigma neoliberal.

A estas alturas parece evidente que hace falta algo más; una lectura que entienda qué se juega a nivel político en el régimen farmacológico. Con la crisis del paradigma neoliberal también ha entrado en crisis el punitivismo. EEUU y Alemania, junto a muchos otros países, han avanzado tímidamente en el cambio de paradigma. La regulación del cannabis ha abierto una vía a otras sustancias que sirven de contrapunto a la tragedia del fentanilo: psilocibina, MDMA, ketamina, LSD y otros psiquedélicos ofrecen hoy una arena donde se agudizan las contradicciones en el seno del bloque oligárquico. La cuestión es si los servicios de salud pública se harán cargo o se dejará al mercado negro.

Y así, la cuestión del fentanilo reclama ser enmarcada bajo otra perspectiva. Aún está por ver hasta dónde alcanza la política reaccionaria del trumpismo en articular un régimen farmacológico alternativo al que ha originado y sostenido la crisis del fentanilo. El “trumpismo ácido” (psiquedélicos para las oligarquías, benzodiacepinas para las clases medias, fentanilo para las clases bajas) podría ser la opción emergente que habita ya el bloque reaccionario y disputa el futuro al viejo punitivismo.

Pero, entre tanto, ¿qué tiene que ofrecer el progresismo al respecto? ¿Dónde se encuentra, más allá del “comunismo ácido” del malogrado Mark Fisher, una reflexión que entienda desde donde se puede enunciar hoy una estrategia ganadora en el terreno farmacológico que, al fin y al cabo, no deja de ser el de nuestro propio régimen de consumos y consciencia? Recuperar la iniciativa no solo requiere hoy entender y explotar las contradicciones del bloque oligárquico. Se trata, por encima de todo, de ser capaces de ofrecer una comprensión distinta a la impuesta por cuatro décadas de punitivismo neoliberal.

Fuente: ctxt

viernes, 16 de mayo de 2025

El oro del siglo XXI: la guerra por el subsuelo

 

      Economista argentino que publica en diversos medios intenacionales.


Minerales críticos y tierras raras, el nuevo mapa del poder mundial




     En 2025 la competencia global por el control de minerales críticos —como las tierras raras, el litio y el cobalto— y fuentes de energía (petróleo, gas y renovables), está reconfigurando el equilibrio geopolítico mundial. Esta disputa no solo define la seguridad tecnológica y militar, sino que también reorganiza alianzas, intensifica conflictos y genera nuevas formas de dependencia.




Para comprender el rol estratégico de las tierras raras, conviene hacerse algunas preguntas básicas

¿Qué son las tierras raras?

¿Cuáles son sus aplicaciones tecnológicas?

¿Cómo está distribuida su producción en el mundo?

¿Qué influencia ejercen las potencias imperiales sobre su control?

Las tierras raras son un grupo de 17 elementos químicos esenciales para el desarrollo de tecnologías avanzadas. Poseen propiedades magnéticas, catalíticas y ópticas únicas, lo que los convierte en materiales imprescindibles en sectores como la energía verde, la electrónica y la defensa.

Aunque su nombre sugiere escasez, en realidad no son particularmente raras. Lo que sí resulta complejo y costoso es su extracción y refinamiento, procesos altamente contaminantes y técnicamente exigentes.

Entre sus múltiples aplicaciones destacan: Dispositivos electrónicos (celulares, televisores, computadoras). Energía renovable (turbinas eólicas, baterías). Automóviles eléctricos. Equipos médicos y semiconductores. Sistemas militares avanzados (misiles guiados, bombas inteligentes, cazas F-35, submarinos).




La distribución de estos recursos es desigual. Actualmente, China controla cerca del 60% de las reservas conocidas y aproximadamente el 90% del procesamiento mundial. Este liderazgo no fue siempre tan marcado. En 1993, China tenía el 38% de la capacidad de procesamiento y EE.UU. el 33%. Sin embargo, por razones ambientales y de costos, las potencias occidentales decidieron trasladar la producción a Asia, cediendo así el control estratégico a Pekín.

El resultado de esa decisión es preocupante. Hoy, MP Materials, la única empresa que explota tierras raras en EE.UU., envía el 100% de su producción a China para su refinamiento. Luego, reimporta el 80% del producto terminado. Por ejemplo, un solo avión F-35 estadounidense necesita 420 kilos de tierras raras para operar; un submarino, hasta 4.600 kilos. La dependencia es total.

Estados Unidos busca romper esta dependencia y construir una cadena de suministro propia. Pero no es sencillo. El proceso incluye tres fases clave:

1. Controlar territorios ricos en recursos.

2. Extraer y procesar los minerales.

3. Consolidar una cadena de valor independiente.

Este tipo de competencia geoeconómica reaviva un patrón histórico. Los recursos estratégicos suelen estar ubicados en regiones políticamente inestables, o se vuelven inestables precisamente porque los contienen. ¿Las zonas son conflictivas por naturaleza, o lo son porque poseen riquezas que las potencias desean? La historia del petróleo en el siglo XX ofrece una pista.

Un caso actual es Ucrania, donde, a un año de la sanción de la Ley Europea de Materias Primas Críticas, se reconocen 34 minerales estratégicos, entre ellos el litio, el níquel y las tierras raras. Ucrania posee 22 de ellos. ¿Es una coincidencia que la paz se siga postergando?

Otro ejemplo es África Central. La Unión Europea mantiene un acuerdo con Ruanda para importar los “minerales 3T” (estaño, tungsteno y tantalio), extraídos de forma irregular del norte de la República Democrática del Congo (RDC). Desde enero de 2025, el grupo rebelde M23, respaldado por Ruanda, controla las rutas de extracción y transporte hacia ese país. Los minerales se mezclan con producción local y luego se exportan legalmente a Europa.

En respuesta, el presidente de la RDC, Félix Tshisekedi, ofreció a Donald Trump acceso preferencial a estos minerales a cambio de apoyo militar para combatir al M23. Seguridad por materias primas: la misma lógica que se aplica en el conflicto ucraniano, donde empresas estadounidenses controlan instalaciones energéticas y mineras que Rusia evita atacar, ya sea por interés compartido o por disuasión militar.

La lucha por los minerales críticos ha superado la etapa comercial. Estamos ante una guerra híbrida que va desde: sanciones económicas, presión diplomática, manipulación de cadenas de suministro, y eventualmente, operaciones encubiertas para desestabilizar gobiernos.

Varias regiones ya se perfilan como puntos calientes del nuevo tablero geoestratégico:

África: por el control del litio y el cobalto, particularmente en el Congo.

Mar de China Meridional: donde se combina el control de tierras raras con las tensiones territoriales.

El Triángulo del Litio (Argentina, Bolivia y Chile): con más del 50% de las reservas mundiales.


El llamado "Triángulo del Litio".

El Ártico: donde el deshielo expone nuevos yacimientos y provoca competencia entre Rusia, EE.UU. y Canadá.

¿Llegaremos a un nuevo equilibrio del terror mineral”, como ocurrió con las armas nucleares durante la Guerra Fría? ¿O habrá guerras abiertas por el control de los recursos estratégicos? Lo cierto es que 2025 será un año decisivo, se pondrá a prueba si Occidente logra independizarse del dominio chino en materias primas esenciales, algo que por ahora parece poco probable.

Lo que viene en el próximo artículo será clave: América Latina como campo de batalla secundario entre EE.UU. y China, con sus minerales como trofeo y sus gobiernos como peones.


Fuente: Rebelión

viernes, 11 de abril de 2025

El dilema geoeconómico: ¿Globalización a la Xi o aislacionismo a la Trump?

 

      Profesora de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales en la Universidad de San Cirilo y San Metodio en Skopie y la intelectual pública más influyente de Macedonia.


     Mientras el Occidente político lucha por mantener la cohesión en lo que a menudo se asemeja a un matrimonio disfuncional, que aparentemente se encamina hacia un divorcio inevitable , los acontecimientos que se desarrollan al otro lado del mundo fomentan el optimismo y la fe en alternativas. China se ha propuesto construir una «paz positiva» (en el sentido de Johan Galtung de bienestar, progreso y emancipación). Al erradicar con éxito la pobreza extrema, fomentar una clase media estable y alcanzar un crecimiento económico sin precedentes, China ha sentado las bases de dicha paz.

Con estos logros internos, no sorprende que esta filosofía también haya comenzado a manifestarse externamente. En consonancia con los principios de la Carta de las Naciones Unidas, y basándose en su reconocida sabiduría histórica, China ha abrazado la globalización, considerándola esencial para tender puentes de cooperación, todo ello sin imponer condiciones políticas ni inmiscuirse en los asuntos internos de otras naciones.


                  Xi Jinping da la bienvenida a líderes de Asia Central.


Por primera vez en la historia reciente, presenciamos una profunda división civilizacional en el ámbito económico entre Estados Unidos y China (por ahora, podemos dejar que Europa se enfrente a sus propios demonios y a sus vanas aspiraciones de relevancia global). Con el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, una gran división parecía inevitable en múltiples frentes, similar a la de un elefante que se estrella contra una tienda de porcelana. La violación de las normas básicas de decencia, el humanitarismo internacional y los principios políticos y económicos fundamentales es evidente y difícil de ignorar.

Tras reflexionar un poco, y con la calma de un ajedrecista experimentado, Pekín anticipó los movimientos de Trump hacia el llamado «Día de la Liberación», anunciado en su discurso inaugural . Mientras el mundo se preparaba para la reapertura de la carpa del circo en el famoso Jardín de las Rosas (qué irónico), otra reunión tuvo lugar en Pekín. El 28 de marzo, el presidente chino, Xi Jinping, y los principales líderes del país se reunieron con más de 40 directores ejecutivos de empresas globales. Sus mensajes encarnaron el espíritu de la filosofía política china: China no divide a las naciones en amigos y enemigos, sino en amigos y amigos potenciales. En su discurso, Xi reafirmó que China sigue siendo una puerta abierta para los negocios globales, posicionando al país como un oasis de globalización y relaciones económicas estables.


El presidente Xi Jinping se reúne con representantes de la comunidad empresarial internacional.

Las declaraciones de Xi elogiaron a las empresas extranjeras que han colaborado durante mucho tiempo con China, subrayando que las inversiones extranjeras ayudaron a China a integrarse en la economía global, modernizar sus industrias y crear empleo. La política de apertura de China seguirá evolucionando con mayor intensidad, centrándose en la liberalización de los mercados, la mejora de los marcos institucionales y la garantía de un trato justo para las empresas extranjeras, afirmó. China promete un entorno político estable, un mercado seguro y la clase media más numerosa del mundo. En conclusión, Xi enfatizó que invertir en China significa invertir en el futuro: un futuro más prometedor para todos.

Apenas unos días después, el 2 de abril, se desató en Washington un espectáculo de marcado contraste. El presidente estadounidense, Trump, ofreció una actuación de la que muchos aún no se han recuperado. Su anuncio de un aumento de aranceles, que afectaría a todos los países, distanció incluso a algunos de los aliados más cercanos de Estados Unidos. Enmarcado como una respuesta necesaria a una «emergencia nacional» (el pretexto se basa en razones legales, no de seguridad), su discurso, que muchos compararon con un discurso más propio de un preescolar que del líder de la superpotencia militar mundial, pintó una narrativa de victimización. Habló de un Estados Unidos brutalizado, «violado» y «saqueado», sin mencionar la explotación, las intervenciones ni las anexiones extranjeras que han caracterizado durante mucho tiempo las políticas estadounidenses.


El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, firma una orden ejecutiva junto al músico de derechas Kid Rock en la Oficina Oval de la Casa Blanca el 31 de marzo de 2025.

Los economistas identificaron rápidamente los aranceles como una manifestación de proteccionismo económico, que protegía a las industrias nacionales de la competencia extranjera. Sin embargo, también los interpretaron como una negación de dos verdades cruciales: primero, que otros países no son responsables del déficit comercial de Estados Unidos, y segundo, que cualquier efecto positivo de la guerra arancelaria beneficiaría a los estadounidenses más ricos, no a los más pobres.

No se requiere una gran perspicacia para concluir que el enfoque de Trump es diametralmente opuesto al de Xi. Mientras China promueve la apertura, la cooperación y la interdependencia, Estados Unidos se está aislando, generando inestabilidad e imprevisibilidad en los mercados globales. El enfoque chino se basa en el beneficio mutuo y la interconexión global, mientras que Trump amplifica la fragmentación económica, amenazando con interrumpir las cadenas de suministro globales.

Pronto quedó claro para las naciones afectadas por los aranceles de Trump que se enfrentaban a una elección entre dos modelos: el de Xi, que ofrece cooperación, inversión y progreso para todos, y el de Trump, que exige aislamiento, autoprotección y un mundo lleno de enemigos que buscan hacernos daño.

China busca posicionarse como líder en estabilidad y crecimiento global, mientras que Estados Unidos se aferra al aislacionismo y al nacionalismo económico. El enfoque de Xi refuerza el mensaje tradicional de China: la globalización es clave para fomentar la colaboración y la estabilidad, en particular a través de iniciativas como la Franja y la Ruta. En un mundo de creciente inestabilidad, China se presenta como un oasis de seguridad para el capital, ofreciendo previsibilidad a largo plazo y seguridad geoeconómica.

Por el contrario, Estados Unidos se está refugiando en una forma de soberanía económica que corre el riesgo de distanciarse de sus socios globales. Los aranceles de Trump, por ejemplo, socavan las normas de la Organización Mundial del Comercio y contribuyen a la fragmentación del comercio mundial. En lugar de impulsar el crecimiento global, Estados Unidos se está convirtiendo cada vez más en una fuerza disruptiva en el escenario mundial.

Las implicaciones geopolíticas de estas trayectorias divergentes son claras: el enfoque de China encarna el poder mediante la conexión y la cooperación, mientras que Estados Unidos busca el poder mediante el control y la coerción. Algunos ven el "poder blando" de China como una forma de expandir su influencia en infraestructura, comercio e inversión, sin una confrontación directa. Al fomentar una red global de interdependencia, el modelo chino resulta especialmente atractivo para los países de la Mayoría Global, e incluso para algunos países del Norte Global y sus vecinos. Tras la declaración de guerra económica de Trump, la postura de China ha cobrado aún más relevancia. La respuesta no se hizo esperar: Pekín denunció los nuevos aranceles estadounidenses como "una típica maniobra unilateral de intimidación" que "no cumple con las normas del comercio internacional y perjudica gravemente los derechos e intereses legítimos de China".


Una compradora explora productos japoneses en una exposición de productos de China, Japón y Corea del Sur en Qingdao, provincia de Shandong.

En contraste, la estrategia estadounidense se presenta como una forma de chantaje económico: aranceles, sanciones y restricciones para mantener su dominio geopolítico. Sin embargo, esta estrategia está cada vez más desconectada de las realidades del mundo globalizado. Las élites económicas que dominan Washington están empobreciendo a la población estadounidense, y los aranceles de Trump afectarán aún más a los más pobres, un escenario que podría acelerar el declive de Estados Unidos como líder económico mundial y la desdolarización del mundo.

La pregunta estratégica clave hoy es: ¿Quién liderará la globalización posneoliberal? Si bien ya vivimos en un mundo posneoliberal (algunos argumentan que el capitalismo mismo está muerto), es crucial preguntarse quién moldeará la globalización en el futuro. ¿Adoptará el mundo un modelo inclusivo e interconectado con nuevos centros de poder? ¿O dominarán el futuro bloques económicos fragmentados y desglobalizados?

Actualmente, China declara: «El mundo es lo suficientemente grande para todos». Estados Unidos replica: «O estás con nosotros o contra nosotros; y si no, pagarás aranceles más altos o comprarás nuestras armas». Esto va más allá de un simple impasse económico; es una división civilizacional, basada en valores y estratégica. La evolución de esta dinámica definirá el futuro del orden económico global.


Fuente: Globetrotter

jueves, 10 de abril de 2025

Un golpe mortal para el neoliberalismo

 

 Por David Jamieson  
      Periodista residente en Escocia, editor de Conter


La guerra comercial de Donald Trump nos adentra en una fase cualitativamente nueva de la historia del capitalismo. Sin embargo, el nuevo orden económico que está tomando forma es tan «globalista» como el régimen neoliberal al que suplanta.


El artículo que sigue es una reseña de What Was Neoliberalism? Studies in the Most Recent Phase of Capitalism, 1973-2008, de Neil Davidson (Haymarket Books, 2024).





     Donald Trump aparece cada vez más como la pura negación del proyecto neoliberal. Algunos de sus seguidores ideológicos se complacen en presentarlo en términos similares. Sin embargo, el nuevo régimen de Trump ejemplifica muchas de las características que llegaron a definir la era neoliberal.




Consideremos la prominencia de multimillonarios simpatizantes en y alrededor de la nueva corte. Producto del periodo neoliberal, este estrato de oligarcas abarrotaba en homenaje el complejo de Mar-a-Lago de Trump incluso antes de su regreso a Washington.

El presidente le encargó al escabroso barón de la tecnología Elon Musk que encabece un gran asalto contra gasto «despilfarrador», que implica de forma prominente la disciplina laboral en el mayor empleador individual de EE.UU., el Estado federal. Otro asalto contra sistema tributario se perfila como un importante reto legislativo en el primer año de Trump. Ya escuchamos estas melodías antes.

Sin embargo, a pesar de todas las recapitulaciones de temas familiares, el propio neoliberalismo está muriendo definitiva y finalmente. El monótono alarde de Trump sobre la guerra comercial y su abierto desprecio por el «orden internacional liberal» marcan un cambio importante dentro de las estructuras del capitalismo global. Mantener que nada significativo está cambiando más allá de este punto requeriría desechar la definición de un período neoliberal en sí mismo.

¿La historia perdida de una era?

Los comentaristas ya anunciaron antes la hora de la muerte del neoliberalismo. En 2008, muchos se apresuraron a declarar el fracaso de una doctrina que finalmente se había derrumbado bajo el peso de su propia arrogancia. Este año decisivo inspiró al sociólogo escocés Neil Davidson para intentar un análisis más profundo del periodo transcurrido desde la década de 1970, en el que se habían producido tantas derrotas para el movimiento obrero internacional, una explosión de la desigualdad y el afianzamiento del poder capitalista. Aunque tuvo que ser recuperada de forma algo fragmentaria tras la prematura muerte de Davidson en 2020, esta obra nos ayuda a reflexionar sobre la naturaleza de los cambios en la cúspide de la sociedad capitalista.

Davidson era un sociólogo con mentalidad de historiador. Tenía una aguda comprensión de cómo los resultados del conflicto de clases tienden a distorsionar nuestra imagen de las épocas históricas. El propio éxito del neoliberalismo oscureció sus orígenes y su forma de tres formas generales.

En primer lugar, las derrotas experimentadas por la clase trabajadora en la era neoliberal, y las grandes desigualdades que surgieron de ellas, fomentaron una visión del consenso de posguerra que destrozó algo como una era dorada antediluviana. Dado que las oleadas de desregulación y privatización caracterizaron el triunfo de la clase capitalista bajo el neoliberalismo, las economías mixtas y la expansión de los niveles de vida de los años 50 y 60 deben haber representado la cristalización de un equilibrio diferente de fuerzas de clase en la política estatal. Esta es la teoría que subyace a la afirmación de David Harvey de que el neoliberalismo supuso la «restauración» del poder capitalista.




Esta tendencia a considerar al neoliberalismo como un contraataque contra un consenso de posguerra en cierto modo menos plenamente capitalista se ve reforzada por las afirmaciones de los ideólogos neoliberales. Como esos ideólogos proponen una retórica antiestatista poco sincera, argumenta Davidson, sus oponentes tienden a argumentar como si los campeones del neoliberalismo «realmente vieran a los Estados y a los mercados como antípodas», lo que los lleva a su vez a «invertir el supuesto juicio de valor implicado, tratando al Estado como un freno bienvenido a los excesos del mercado». El pensamiento reactivo de este tipo oscureció la verdadera naturaleza de la posguerra, que de hecho estuvo dominada por un período distinto de globalización capitalista.

La idea de que el acuerdo de posguerra tenía sus raíces en las victorias de la izquierda o de la clase obrera es también una simplificación. En Europa, el orden de posguerra fue, al menos en la misma medida, un producto de la derecha política tanto como de la izquierda: «En la mayor parte de Europa Occidental, fuera de Escandinavia, fueron los gobiernos demócrata-cristianos los que desempeñaron un papel decisivo en el establecimiento de los Estados del bienestar». Esto fue cierto hasta cierto punto, argumenta Davidson, incluso en el emblemático caso del Reino Unido, donde la coalición dominada por los conservadores en tiempos de guerra anticipó las reformas del gobierno laborista de Clement Attlee.

Los capitalistas no resultaron simplemente acobardados para aceptar este programa, aunque ciertamente hubo presión de la clase obrera en ese momento. Lo eligieron, en parte como forma de adaptación a las nuevas realidades políticas y económicas del mundo de la Guerra Fría, y se beneficiaron de él de forma crucial, al menos durante un tiempo. El consenso de posguerra, al igual que la era neoliberal que le seguiría, fue un complejo de factores localizados en tendencias que afectaban a todo el sistema: la competencia geopolítica (incluida la carrera armamentística mundial, que según Davidson creó las condiciones para una alta rentabilidad), y la composición cambiante y las necesidades de cualificación del capital, así como las distintas expectativas de la clase trabajadora de posguerra.


Una interpretación errónea de los años 60


En segundo lugar, la concomitancia de cambios culturales, sociales y demográficos más amplios al final de la posguerra hizo aún más confuso el proceso de transición de una fase de desarrollo capitalista a otra. Con fruición, algunos comentaristas presentan los movimientos radicales de finales de los 60 y principios de los 70 como precursores de un «hombre neoliberal» narcisista. En muchos de esos relatos, fue precisamente la comodidad de las décadas de posguerra la que engendró a una generación apta para la revolución neoliberal. A pesar de los discursos de emancipación social presentes en las protestas estudiantiles, la libertad negativa, el individualismo desalmado y el deseo de satisfacción consumista siempre habrían residido en el corazón secreto de las subculturas juveniles.

Esta lectura colapsa décadas de historia en una historia simple y lineal. Y lo que es más importante, elude la amplitud de los movimientos que caracterizaron la época. En Francia, el Mayo del 68 combinó la reivindicación de dormitorios mixtos con huelgas masivas de millones de trabajadores. En todo el mundo, el periodo implicó un amplio abanico de luchas que unían a los bloques occidental y oriental con el Sur Global.

En una de las partes más obviamente incompletas del libro, Davidson concluye que estos movimientos sólo experimentaron los resultados que el conflicto de clases les proporcionó. La derrota de los movimientos obreros y la eventual incorporación del anticolonialismo paramilitar al sistema capitalista mundial le dejaron vía libre a los impulsos bohemios de jóvenes profesionales y gurús indolentes, pero también les permitieron adaptarse a las fuerzas industriales y estatales que emergieron triunfantes del proceso.

Tanto los responsables políticos como las empresas se alegraron de reclutar selectivamente a su personal entre la sucesión de protestas, disturbios, huelgas, campañas armadas y experimentaciones en música, ropa y costumbres sexuales. Naturalmente, seleccionaron más de entre estas últimas, con fines de comercialización y legitimación ideológica. El nuevo orden expresaba así la derrota de los movimientos de finales de los sesenta y principios de los setenta, no su plena consumación.

La imagen del neoliberalismo como producto de la subversión de la generación del baby boom comparte su idealismo con la tercera gran ofuscación de la historia neoliberal. El grado de dominio del que gozaron los tropos neoliberales durante décadas fomentó la creencia de que una victoria en la batalla de las ideas fue lo que dio lugar a un régimen totalmente nuevo de organización capitalista.

Las historias populares ubican los orígenes neoliberales en pequeños grupos de intelectuales como la Sociedad Mont Pelerin o el departamento de Economía de la Universidad de Chicago. Sin embargo, los más importantes de estos intelectuales fueron voces solitarias durante décadas antes de que la crisis del régimen de posguerra los pusiera de moda entre los políticos.

Esta imagen del neoliberalismo como resultado de un triunfo de los intelectuales da a menudo la impresión de que hubo un aplastamiento planificado y monolítico del viejo consenso, en el que la terraformación del capitalismo global siguió la misma secuencia de avances en todas partes, dando lugar a una victoria completa. Davidson se esfuerza por demostrar que la ofensiva neoliberal generalmente encontró resistencia, a menudo con éxito parcial o temporal, lo que significa que al final nos quedamos con muchas variantes nacionales de neoliberalismo.

Variantes del neoliberalismo

Una mirada más atenta a algunas de esas victorias deja claro cómo eran posibles caminos alternativos al actual. Egipto fue el primer campo de pruebas del neoliberalismo en el Sur Global. El hecho de que tendamos a pensar en Chile como el pionero es revelador, tanto de la violencia con la que se impusieron los principios neoliberales en ese país, como de nuestra tendencia a subrayar el carácter total de la victoria neoliberal.

La adopción de la liberalización económica por parte de Anwar Sadat, que acompañó su giro geopolítico de la Unión Soviética a Occidente, se vio obstaculizada por las revueltas del pan en 1977. Esta venerable tradición volvería más tarde en la escala de una revolución en toda regla para destronar a Hosni Mubarak, el presidente egipcio que instituyó con más éxito la reforma neoliberal a partir de la década de 1990.


'Revueltas del pan' de 1977 en El Cairo.

América Latina es otro ejemplo del progreso lento, gradual y parcialmente reversible de la neoliberalización. Continuamente surgieron movimientos sindicales, de defensa de los derechos sobre la tierra y de lucha contra la privatización, que a veces respaldaron a los gobiernos nacionalistas de izquierda (y a veces chocaron con ellos), que vinculaban expresamente la oposición a la liberalización económica con la resistencia al poder estadounidense. Esta historia asombrosamente larga y explosiva sigue desarrollándose.


América Latina contra la neoliberalización, por los derechos sobre la tierra y en lucha contra la privatización.

Incluso en los centros del proceso neoliberal mundial, el proyecto nunca se completó. En Gran Bretaña, los experimentos monetaristas en materia de políticas públicas fracasaron, mientras que la clase trabajadora resistió ferozmente y logró derrotar el poll tax, un impuesto fijo que se cobraba por persona y que afectaba especialmente a los sectores populares. Aunque los gobiernos conservadores y laboristas dejaron el Servicio Nacional de Salud internamente fragmentado y estructuralmente debilitado, el apoyo popular lo mantuvo vivo durante décadas.


Derrotar el poll tax.

Davidson demuestra cómo el efecto de cámara oscura de la historia elude muchos de estos detalles. Las causas perdidas hoy parecen haber estado perdidas desde el principio, y los hechos consumados sugieren su propia inevitabilidad. Con sólo este presente concreto para trabajar, lo leemos hacia atrás en los acontecimientos pasados de manera que evoca la imagen de una época dorada y unos conspiradores sombríos e irresistibles que la socavaron.

La historia del colapso del consenso de posguerra, y especialmente la desintegración del movimiento sindical, la socialdemocracia, el nacionalismo del Tercer Mundo y, por último, el socialismo de Estado, se le impone implacablemente a los estudiantes modernos del pasado reciente con una conclusión ineluctable. Sólo en los últimos años se le reveló a capas crecientes de la sociedad que, al igual que el acuerdo de posguerra anterior, el neoliberalismo no puede sobrevivir a sus propias contradicciones crecientes.

Orígenes materiales

Davidson se enfrenta a dos retos. El primero —reconstruir un relato del neoliberalismo que vaya más allá de la historia popular— ya lo hemos esbozado. El segundo es reivindicar la conceptualización del neoliberalismo como un periodo distinto en la historia del capitalismo.

Esta segunda línea de argumentación es la que dirigió contra los copensadores de la izquierda marxista, para quienes el neoliberalismo no era más que «una ideología, o tal vez un conjunto de políticas» que apoyaban una tendencia general del capitalismo para revertir las conquistas logradas por los trabajadores en una generación pasada. Un problema de esta visión es que asume un estado natural de competencia capitalista, que puede ser mejorado por un mundo separado de la política o el Estado.

La periodización es una forma de pensar en la construcción necesariamente política de las economías capitalistas. También tiene la ventaja de poder acomodar las sincronicidades de la era neoliberal. Muchos regímenes estatales, con economías muy diferentes en distintas fases de desarrollo, con estructuras políticas y culturas nacionales diversas, iniciaron proyectos de reforma similares con pocos años de diferencia. También lo hicieron tras la ruptura del antiguo paradigma.

Si aceptamos la periodización pero rechazamos las historias populares de la reconquista capitalista, la conspiración intelectual o el zeitgeist individualista, necesitamos buscar los fundamentos materiales del neoliberalismo. Para Davidson, estos fundamentos se encuentran en la internacionalización del capitalismo y sus efectos transformadores sobre las funciones del Estado.

Entre estos desarrollos se incluyen la creciente importancia de las importaciones y exportaciones sobre el comercio nacional interno, la extensión de las cadenas de producción internacionales y, especialmente, el crecimiento de la inversión internacional. Todos estos acontecimientos complicaron las formas de capitalismo de Estado y fomentaron el conjunto de políticas que caracterizaron la era neoliberal.

Estos cambios no equivalen a un simple repliegue del Estado. En el núcleo del sistema capitalista, los Estados mantuvieron obstinadamente su escala tras décadas de planes para hacer retroceder las funciones de regulación, planificación y bienestar. Hoy, los dogmáticos de la derecha atribulada anuncian con consternación que la liberalización económica y la generosidad del «gran Estado» fueron de la mano.

En realidad, las cosas no podrían haber ido de otra manera, como señala Davidson. La desintegración social fomentada por la liberalización requería de un Estado que pudiera limpiar el desorden y aplicar disciplina donde fuera necesario.

El Estado neoliberal

Más allá de la expansión de las estructuras estatales para hacerle frente a las consecuencias cotidianas de la reordenación neoliberal, el Estado también debe soportar el riesgo de los capitales concentrados, complejos y transnacionales para los que pretende proporcionar un puerto seguro. A lo largo de la era neoliberal, el Estado estadounidense se vio obligado a interceder cada vez con mayor frecuencia para rescatar a las grandes empresas industriales.

Este proceso abarcó la década de 1970 con el rescate de Chrysler, la década de 1980 con la intervención del Estado en la banca estadounidense durante la crisis de la deuda latinoamericana y la década de 1990 con la protección del fondo de cobertura Long-Term Capital Management, por nombrar sólo algunos incidentes notorios. Las confirmaciones más profundas de esta tendencia fueron los gigantescos rescates estatales tras el crack financiero de 2008 y durante la pandemia del COVID-19.

La extensión de la acción estatal sobre la creciente transnacionalización y financiarización del capitalismo global fue acompañada de alteraciones en la constitución del Estado. Estos cambios transfirieron la soberanía y la responsabilidad a niveles tanto supranacionales —como en el caso de la UE— como locales (la descentralización en el Reino Unido, por ejemplo). Los Estados también externalizaron sus funciones cotidianas a una gran variedad de empresas privadas, ONG, empresas sociales, consultorías y empresas de todo tipo.

Inspirándose en la noción de «Estado de mercado» de Philip Bobbitt, Davidson prevé un mundo en el que las funciones del Estado central se reducen pero se intensifican, mientras que la provisión de bienestar público se traslada cada vez más a la vida privada. Con la centralización y el localismo unidos por un nuevo ethos de vigilancia y manipulación, los agentes económicos racionales del ideólogo neoliberal se están transformando en lo que Mark Olssen denominó «hombre manipulable», una creación del nuevo nexo entre Estado y mercado, preparado para responder a la incitación y el estímulo.

Dispuesto como siempre a desafiar los sentimientos de nostalgia por una edad dorada, Davidson insinúa (en lo que parece haber sido otra reflexión inacabada) que este proceso tiene sus raíces en el paradigma socialdemócrata en decadencia. Los estados de bienestar proporcionaron un programa original para despolitizar una forma de política de la clase trabajadora que antes era más independiente y autosuficiente. El Estado de mercado sólo está completando el movimiento hacia una atomización controlada y pospolítica.

Una falsa polarización

Los críticos del neoliberalismo divergen sobre la cuestión de si refundó radicalmente los tipos de personalidad y las formas de Estado de esta manera. En un extremo, los que especulan en estos términos pueden caer en la desesperanza, describiendo la resistencia como imposible, prevenida o cooptada. Sus argumentos se hacen eco de la visión de 1968 como un preludio inevitable al narcisismo de la era neoliberal. Esta perspectiva suele descartar a los jóvenes —nacidos bajo el nuevo orden— como presas irremediables de un «yo neoliberal», despojados de sentido histórico y de la posibilidad de una solidaridad genuina.

En el otro extremo, existe una tradición persistente de tratar el neoliberalismo como un fenómeno esencialmente superficial, o simplemente como un caso en el que las preocupaciones a largo plazo del capital quedaron al descubierto. Para los partidarios de este punto de vista, la aparición del neoliberalismo no hizo más que confirmar la crítica socialista sin complicarla.

Esta falsa polarización entre el catastrofismo y el activismo trillado oculta un debate más importante que persiguió silenciosamente las apreciaciones de la izquierda sobre la era neoliberal. Gran parte de la literatura canónica de izquierda trató el fenómeno como «económico» de la forma unilateral que el marxismo rechazaba tradicionalmente. El relato de Davidson nos ayuda a volver a entender al neoliberalismo como una forma de régimen político basado en las relaciones de clase, las formas de Estado y el orden internacional.

Podemos preguntarnos si Davidson va lo suficientemente lejos en esta dirección. ¿La acción emblemática del neoliberalismo es la privatización de una industria nacionalizada, o la firma de tratados que refunden la soberanía?

Durante décadas, como parte de un apego melancólico a formas más antiguas del capitalismo, muchos sectores de la izquierda enfrentaron al neoliberalismo presentándolo como un credo económico que podía ser fácilmente reemplazado por políticas más humanas. Esto significaba a menudo tratar a las nuevas formas políticas de la era como características secundarias o incluso benignas. Esto produciría una enorme confusión una vez que esas formas políticas entraran en crisis.

Base social

Uno de los grandes puntos fuertes del relato de Davidson es su separación de la historia neoliberal en dos fases principales: una fase de vanguardia, marcada por los regímenes agresivos del tipo de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, y una fase de consolidación, marcada por el neoliberalismo social del tipo de Bill Clinton y Tony Blair.

Sin embargo, se perdonaría al lector por pensar que los neoliberales sociales lograron esta fase de consolidación principalmente mediante la expresión de palabras amables y sentimientos nobles. Podría ser fácil, desde esta perspectiva, ver a socialdemócratas sucedáneos como Blair no más que como personajes que maquillan a un cerdo, tomando las brutales victorias de la era Thatcher y presentándolas de nuevo como un camino hacia la modernización, el multiculturalismo y el cultivo de estilos de vida modestos.

Cualquier régimen de acumulación exige alguna forma de consentimiento masivo —o al menos de resignación masiva— para el nuevo orden. A pocos en la izquierda les cuesta aceptar esto en relación con eras pasadas de desarrollo capitalista. El orden de posguerra generó esta base a través de diversos medios. Generalmente, éstos implicaron empresas de construcción nacional como el control estatal sobre industrias estratégicas, la extensión de nuevos servicios o provisiones estatales, y el ciclo de partes de la clase obrera hacia industrias emergentes, la generación de la llamada «nueva clase media».

Nuestra tendencia, criticada por Davidson, a considerar al neoliberalismo como una aplanadora demoníaca implica descuidar el lado «positivo» del fenómeno: la construcción del mundo que cualquier régimen de acumulación debe sostener para hacerlo viable. De un vistazo, podemos identificar al menos cuatro procesos importantes, ninguno de los cuales es uniforme en todo el alcance global del neoliberalismo.

El primero es la expansión del sector universitario, tomando como ejemplo el Reino Unido. Los ingresos reales de los proveedores de enseñanza superior en Inglaterra se duplicaron en los treinta años transcurridos hasta 2022/23. Para ese mismo curso académico, el tamaño del alumnado nacional en el Reino Unido alcanzaba casi los tres millones.

Los signos de esta explosión se encuentran por todas partes. Las viviendas para estudiantes transformaron el aspecto de muchas ciudades británicas de provincias, y surgieron microeconomías en torno a los campus en expansión. Junto con el auge de las finanzas, estos son los desarrollos urbanos característicos de la Gran Bretaña neoliberal. Sin embargo, el auge se desbordó. Las instituciones, agobiadas por las deudas, luchan ahora por atraer a estudiantes internacionales lucrativos en medio de las crisis mundiales.

Problemas de género

La expansión del sector universitario está vinculada a otro gran desarrollo: la llamada feminización del sector profesional. En 2017, el 55% de las mujeres británicas asistían a la universidad antes de los treinta años. En la actualidad, una proporción mucho mayor de mujeres que de hombres asiste a la universidad en toda una franja de las economías más avanzadas, incluidos el Reino Unido, Estados Unidos, Canadá, Corea del Sur y Noruega, entre otros.

En el Reino Unido, el empleo femenino se multiplicó por dos y medio entre 1951 y 2018. Las tasas de participación femenina en el mercado laboral aumentaron del 55,5% al 74,2% entre 1971 y 2018. A lo largo del periodo neoliberal, el trabajo femenino se hizo más profesional y de tiempo completo. En 2013, la mano de obra femenina en el Reino Unido era proporcionalmente más profesional que la masculina, con un 21% de todo el empleo femenino y un 19% de todo el empleo masculino en funciones profesionales.

Otro hito se alcanzó en 2023, cuando el salario de las mujeres superó al de los hombres en la franja de edad de veintiuno a veintiséis años en un 2,1 por ciento. Las mujeres son ahora el 51 por ciento de todos los empleados profesionales del Reino Unido con edades comprendidas entre los veintidós y los veintinueve años. Estas cifras eluden una serie de medidas por las que las mujeres siguen estando muy desfavorecidas en el empleo. Pero todas ellas apuntan a un proceso de renovación económica que lleva décadas gestándose y que genera nuevas fuerzas de trabajo y culturas industriales.

Podemos observar el declive de la estabilidad de estos dos pilares —la expansión del empleo profesional femenino y de la educación superior como formas de movilidad social e integración laboral limitadas— en los ataques de la derecha al neoliberalismo. La denigración del empleo femenino como promotor de la crisis demográfica, de la universidad como ámbito de un elitismo mimado e irresponsable, y del empleo profesional como un desperdicio de vida para los «perdedores» de la sociedad, refleja una toma de conciencia por parte de la derecha de las contradicciones del paradigma general, y una capacidad para incorporar estos problemas a una crítica parcial y motivada.

Este proceso está ahora tan avanzado que incluso los reaccionarios más inarticulados y vulgares pueden aprovecharla. ¿Qué otra cosa es la «Matrix» de Andrew Tate sino la constelación del fracasado institucionalismo liberal? Influyentes conservadores como Tate rechazan el mundo «femenino» de las carreras y la educación, ofreciendo en su lugar un culto a aquellos aspectos del neoliberalismo que dieron a luz a conspicuos «ganadores»: prestamistas, rentistas y mercachifles del estilo de vida. Estas nuevas capas de ganadores son a su vez subproductos del tercer y cuarto pilares: la extensión de la propiedad de activos y el crédito.

Inflación de activos

Una vez más, países como el Reino Unido y Estados Unidos, que consolidaron el proyecto neoliberal, lideran la explosión de la riqueza de activos (propiedades, acciones, bonos, etc.). En algunos casos, el más famoso en el Reino Unido, los gobiernos buscaron conscientemente generar una nueva base de propietarios de activos mediante la venta de viviendas públicas y acciones de industrias anteriormente nacionalizadas.

Los ganadores más conspicuos en este caso no fueron el creciente número de propietarios de viviendas. Más bien, la concentración de activos redefinió la riqueza en el siglo XXI, con el abismo entre propiedad y trabajo reforzado por el llamado «capitalismo popular». Al final del proyecto en el Reino Unido, cincuenta familias poseían más riqueza que la mitad de la población: 33,5 millones de personas de clase trabajadora. Empresas multimillonarias de gestión de activos como Blackrock y Vanguard en Estados Unidos se convirtieron en los símbolos internacionales de este cambio.

Un cuarto pilar, que Davidson analiza en mayor profundidad, es la ampliación del crédito y la deuda privada en los hogares de la clase trabajadora. Esto, combinado con la creciente participación de la mano de obra femenina, ayudó a mantener el poder adquisitivo frente a unos salarios estancados o a la baja. En particular, el endeudamiento se disparó tras las crisis neoliberales de 1997 y el colapso de las puntocom a principios de siglo. Los sectores más acomodados de la población activa obtuvieron un acceso más fácil al crédito, que podían garantizar con activos.

Davidson cita un estudio de Citicorp que describe el auge de la «plutonomía», en la que el consumo, la deuda y el ahorro están tan sesgados que hablar de un consumidor «medio» carece de sentido. Las recientes oleadas de inflación pusieron de manifiesto la incapacidad de los políticos para comprender lo fracturada que se ha vuelto la experiencia pública de las dificultades económicas.

Estas últimas tendencias, estrechamente relacionadas con la financiarización, contribuyeron a garantizar un elemento de apoyo o aquiescencia popular al neoliberalismo, argumenta Davidson. Aquellos que alcanzaron una parte desproporcionada de la riqueza y el consumo basados en activos —aunque tales ganancias palidecen al lado de la enorme riqueza de la clase capitalista propiamente dicha— están sobrerrepresentados en las capas sociales que todavía votan regularmente y son más propensos a comprometerse en áreas de responsabilidad descentralizada y localizada.

Davidson sostiene que el neoliberalismo fomentó una sensibilidad populista en parte de la nueva clase media:


Las actitudes neoliberales hacia la masa de la población implican una incómoda combinación de sospechas privadas sobre lo que podrían hacer sin la vigilancia y la represión del Estado, y disquisiciones públicas sobre la necesidad de escuchar al pueblo, siempre que, por supuesto, se le pida a los políticos que escuchen al tipo de pueblo adecuado.

Las formas de democracia subrepresentacional prefiguran así un estilo político demagógico, dirigido por los verdaderos ganadores del régimen neoliberal de acumulación.

Guerreros culturales

La consideración melancólica que tanta gente tiene del orden de posguerra hizo que a menudo se traten sus formas innovadoras como si fueran tendencias seculares y orgánicas y se las asocie con una marcha transhistórica del «progreso» más que a procesos materiales distintos de acumulación de capital. De este modo, se hace posible disociar la fase del «neoliberalismo social» de la historia más amplia de la época.

Los partidarios de esta perspectiva podrían así considerar el supranacionalismo, la descentralización y la ONGización como factores neutrales e inequívocos de la vida moderna. Las consecuencias se hicieron especialmente evidentes a partir de 2016, cuando la reacción de la derecha llevó a gran parte de la izquierda a una defensa reflexiva del institucionalismo liberal.

Las nuevas corrientes de derecha surgidas del neoliberalismo no estaban menos desorientadas. No sólo compartían la fijación en un mundo perdido de capitalismo nacional honorable. También, al igual que la izquierda, habían sido educadas en la cultura del distanciamiento neoliberal de la vida pública. Davidson argumenta que esto moldeó los contornos de la nueva derecha: «Los parámetros cada vez más estrechos de la política neoliberal, donde la elección se restringe a cuestiones “sociales” en lugar de “económicas”, fomentó la aparición de partidos de extrema derecha, normalmente obsesionados con cuestiones migratorias».

También en la izquierda, la política dio paso a campañas monotemáticas, al localismo y a la construcción ad hoc de «comunidades». Davidson indica que estos intentos de imitar la cultura asociativa perdida de las décadas de posguerra reflejaban la lógica del neoliberalismo, su alejamiento de las cargas de la gobernanza nacional y putativamente representativa.

El fenómeno a menudo denominado «guerra cultural» refleja esta fragmentación general de la política. El repliegue hacia la vida privada que permitió el conjunto institucional del neoliberalismo no fue una mera migración espiritual, sino material, arrastrada por la propiedad de pequeños bienes, el crédito barato, la baja inflación y las nuevas trayectorias profesionales.

A medida que cada túnel de escape se fue derrumbando, muchos, especialmente en las capas sociales que antaño tenían aspiraciones, se vieron obligados a salir a la superficie. Sin embargo, carecían del lenguaje para la política como tal, y en su lugar anunciaron su ira y paranoia a través de nuevas identidades tribales. Al final, siempre fue probable que la guerra cultural beneficiara a la nueva derecha, cuyos partidarios pueden permitirse un regodeo en la atomización y la bajeza de las pulsiones privadas y los antagonismos mutuos que corroen la política democrática.

El hecho de que sea Trump, por encima de todos los demás, quien finalmente busque un nuevo orden tantos años después de 2008, indica rasgos seminales del mundo al final del neoliberalismo. Del mismo modo, dice mucho sobre el grado de daño estructural infligido previamente al movimiento obrero el hecho de que los procesos de competencia geoestratégica e intraelitista estén configurando ahora la nueva era, con capas más amplias de la sociedad contribuyendo principalmente al proceso al apartarse de las formas neoliberales de gobierno.

Hay mucha rabia, y el compromiso y la actividad políticos aumentaron, al igual que los choques contra los decrépitos establecimientos de uno u otro tipo. Pero la izquierda existente demostró su falta de voluntad para enfrentarse al neoliberalismo en momentos cruciales. El populismo de izquierda se rompió al entrar en contacto con las instituciones rectoras del proceso neoliberal, como la UE en Europa y el Partido Demócrata en Estados Unidos.

Trump es una figura única para este nuevo fundamento. En toda Europa, los procesos combinados de enervación del Estado, postsoberanía, supranacionalismo y desindustrialización dejaron a los líderes políticos a la deriva, incapaces o poco dispuestos a afrontar la evidente necesidad de un cambio de rumbo. Sin embargo, el cargo de Presidente de Estados Unidos aún conserva un poder real, y Trump está decidido a utilizarlo.

En una fase temprana de su tratamiento del neoliberalismo, Davidson insiste en que la necesaria tarea de identificar distintas eras del capitalismo no debe llevarnos a trazar fronteras rígidas entre ellas. Inevitablemente, cada nueva era arrastra rasgos clave de la anterior. Esto no sólo se aplica a las relaciones más esenciales que sustentan toda la época capitalista, sino también a las tendencias de largo plazo que contribuyen a darle forma a cada subperiodo. El reconocimiento de tales continuidades nos deja con la difícil tarea de identificar la forma en que estas tendencias a largo plazo pueden condicionar las fuerzas a través de las diferentes fases.

El auge de los fondos soberanos, las medidas comerciales agresivas, la deslocalización, el estímulo fiscal y otros métodos «capitalistas de Estado» fueron una característica notable del interregno entre 2008 y el segundo mandato de Trump. Sin embargo, como señaló Alberto Toscano, «los gestos proteccionistas actuales respetan en su mayoría las condiciones límite del neoliberalismo y sus imperativos de clase». La desglobalización y la multipolaridad reflejan las presiones hacia una nueva competencia geopolítica. Pero no muestran signos de invertir realmente la internacionalización del capitalismo.

En condiciones en las que el capital seguirá siendo transnacional, sería burdo permitir que la derecha imponga su propio pronóstico ideológico de un conflicto entre nacionalismo y globalismo. Más bien, podríamos ver el neomercantilismo de Trump —un cambio en la función del Estado hacia la búsqueda agresiva del comercio en condiciones favorables, a expensas de la pretensión de liderazgo global— como una consecuencia de la globalización máxima.

La integración del mercado mundial dio lugar a un competidor de la talla de Estados Unidos en la forma de China, destruyendo la base de las viejas estrategias de Washington de pastoreo de los intereses capitalistas (en última instancia, interesadas y de base nacional, por mucho que esas estrategias, por supuesto, lo fueran). La siguiente mejor opción es la que hizo volar la imaginación de Trump durante muchos años: convertir al Estado más poderoso del mundo de pastor en lobo. De este modo, su visión realista-mercantilista del mundo, por muy a medio formar y errática que sea, desempeña un papel análogo al de las doctrinas de los ideólogos neoliberales de hace tantas décadas.

Aquellos que ven el nuevo orden de Trump como una inversión —el negativo ideológico del neoliberalismo globalizado— probablemente se confundan de la misma manera que aquellos que veían el neoliberalismo como la inversión de una edad de oro socialdemócrata. Este nuevo régimen de acumulación de capital y geopolítica será «globalista» tanto por su alcance como por su naturaleza. También se forjará a través del conflicto, sin un resultado garantizado.


Fuente: JACOBIN