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lunes, 7 de julio de 2025

Desastre planetario, negacionismo y revuelta

 

 Por Luiz Marques  
      Profesor brasileño de docencia libre y colaborador del Departamento de Historia del Instituto de Filosofía y Ciencias Humanas (IFCH) de la Universidad Estadual de Campinas (Unicamp).


El planeta vive, desde el cambio de siglo, una sucesión anormal de crisis, guerras y ataques a la naturaleza. Gobiernos y corporaciones se vendan los ojos frente al abismo. Para evitarlo, necesitamos de rupturas institucionales recivilizadoras.


     La evidencia del desastre planetario en curso y la negación de esta evidencia —o al menos el rechazo a admitirla plenamente— son los dos rasgos que definen nuestro tiempo. De ahí la posición central en nuestros días del problema del negacionismo, fomentado por la desinformación y el autoengaño.




Negacionismo es un término polisémico, que presenta diversos aspectos y grados, desde el más tosco y pueril, típico de la extrema derecha, al más docto y universitario, camuflado en la ficción del crecimiento sostenible. Al contrario de la acepción original del término negacionismo como relativización o negación de la existencia de los campos de exterminio creados por el Tercer Reich, el negacionismo contemporáneo tiene por foco desacreditar el consenso científico. Debe definirse como el rechazo ciego e irracional a aceptar las alertas científicas sobre las causas de las catástrofes locales y regionales ya observadas cotidianamente, siendo que tal rechazo implica elegir la propia ruina. Esa elección está motivada en general por interés económico, pero también por la ideología del desarrollismo, por una inversión en la propia ignorancia, por fanatismo religioso y, con más frecuencia, por una mezcla de todas esas motivaciones.

En el cuadro general de este desastre planetario, la emergencia climática y la aniquilación de la biodiversidad son las crisis más sistémicas. El clima es la condición de posibilidad de los bosques y los bosques son, por su parte, la condición de posibilidad de la estabilidad del clima. Sin un clima mínimamente estable y sin bosques no hay agricultura, estabilidad de los ciclos hidrológicos y, sobre todo, posibilidad de regulación térmica de los organismos. No podemos —nosotros y las demás especies— sobrevivir fuera de nuestro nicho climático[1].




Se trata de una imposibilidad biológica, indiferente a las aparentes balas de plata de la tecnología. Pero viene mucho más a enfrentarnos además de las emergencias climática y de biodiversidad. La densificación (intensificación y mayor frecuencia) de innumerables crisis sistémicas, actuando en sinergia y reforzándose recíprocamente, indican de modo cada vez más inequívoco la inminencia de un desastre colectivo. Esbozamos un cuadro general de las más importantes de esas crisis:


  1. Aumento continuo del consumo de energía (sobre todo fósil, pero no solo)

  2. Aumento igualmente continuo de la minería, con inaceptables impactos ambientales

  3. Desestabilización del sistema climático sobre todo por la quema de combustibles fósiles

  4. Desregulación de los ciclos hidrológicos (sequías e inundaciones) como efecto de esa desestabilización

  5. Elevación del nivel del mar, afectando infraestructura, recursos hídricos y ecosistemas costeros

  6. Sustitución de la agricultura por el agronegocio en el ámbito de la globalización del sistema alimentario

  7. Destrucción y degradación de los bosques y demás mantos vegetales naturales por el agronegocio

  8. Antropización, artificialización y degradación biológica de los suelos, sobre todo por el agronegocio

  9. Mayor riesgo de epidemias y pandemias con mayor extensión geográfica de sus vectores

  10. Facilitación de zoonosis por la cría intensiva de animales para la alimentación humana

  11. Aumento explosivo de la generación de residuos, incluso en la estratosfera

  12. Envenenamiento químico-industrial de la biosfera, con la creciente enfermedad de los organismos

  13. Disminución acentuada de la fertilidad humana y de otras especies

  14. Sobrepesca y destrucción generalizada de la vida marina

  15. Aumento de las especies invasoras a escala global

  16. Empobrecimiento genético de las especies seleccionadas por el agronegocio

  17. Creciente resistencia bacteriana a los antibióticos usados en humanos y otros animales

  18. Aniquilación de la biodiversidad resultante de los diecisiete factores precedentes

  19. Riesgos crecientes de las nuevas tecnologías (geoingeniería, nanotecnología, energía nuclear, etc.)

  20. Opacidad y transferencia creciente de poder de decisión a los algoritmos de IA

  21. Uso de estos algoritmos para la sustitución y precarización del trabajo

  22. Manipulación de comportamientos por estos algoritmos, exacerbando el individualismo

  23. Uso de estos algoritmos para fomentar el descrédito de la ciencia y de la democracia

  24. Brotes de irracionalidad y, en particular, de fanatismo religioso

  25. Aumento de la desigualdad y concentración de poder en manos de oligarquías económicas

  26. Financiarización extrema de la esfera económica

  27. Preponderancia de la economía como criterio de evaluación del éxito de las sociedades

  28. Reducción de los Estados a la función de facilitadores y gestores de las demandas del mercado

  29. Recrudecimiento del patriarcado, del racismo y de ideologías nacionalistas y nazifascistas

  30. Proliferación de guerras y conflictos armados, como efecto de los 29 factores anteriores.

Aunque de tipos y naturalezas muy diversas, estas crisis representan aspectos imbricados de una única crisis planetaria de la civilización a la que se da el nombre de capitalismo globalizado (incluyendo, obviamente, a Rusia y a China). Esta crisis planetaria puede ser mejor caracterizada como la crisis de nuestra civilización termo-fósil, una civilización basada en la quema de carbono, en la destrucción de la biosfera, en la acumulación y concentración de capital por megacorporaciones, en la disociación hombre-naturaleza, en la ilusión de la potenciación energética ilimitada y en la ideología de que no hay otro mundo posible.

En el cuadro general de este elenco de crisis, la emergencia climática, la aniquilación de la biodiversidad, el envenenamiento planetario y las guerras (con el riesgo ahora extremo de una guerra nuclear entre Rusia y la OTAN) tienen potencial, incluso consideradas de forma aislada, para amenazar existencialmente a las civilizaciones humanas y a la sobrevivencia de millones de especies, incluyendo la nuestra. Pero ellas están asociadas entre sí y actúan en sinergia con las demás crisis ya enunciadas, de modo que el caos irreversible que están en vías de engendrar se vuelve casi una certeza. Sucede que hay un bloqueo cognitivo, ideológico, emocional y psicológico de las sociedades para aceptar y comprender esta cuasi certeza. El negacionismo contemporáneo se vuelve, de este modo, el factor decisivo en precipitarnos hacia ese caos. Él es el mayor responsable de la baja reactividad de las sociedades frente a la ruina que ya empieza a caer sobre la vida en la Tierra. Si no hay una revuelta política de las sociedades a la altura de la extrema gravedad de esa poliédrica crisis planetaria, la condena a lo peor en un futuro cada vez más próximo es inapelable.

El rechazo de la guerra y la revalorización de la política

Esta revuelta política contra el caos tiene por primera condición de posibilidad la revalorización de la política y el rechazo a su reemplazo por la guerra. Clausewitz se equivoca cuando afirma que la guerra es la continuación de la política por otros medios[2]. Esa tesis es repetida ad nauseam por los que se lucran con la guerra o —más ampliamente— por los que la consideran inevitable, ya que derivaría de la agresividad de nuestra especie. Nadie ignora que nuestra especie es extremadamente agresiva y que la guerra es parte constitutiva de la historia humana. Pero justamente por eso la política es el invento más importante de nuestra especie, ya que su finalidad es doble. Primero, la política permite contener y controlar esa agresividad, sublimarla y canalizarla hacia el juego de enfrentamientos extremos, pero civiles y pacíficos, entre grupos sociales, entre alianzas partidarias, parlamentarias y electorales. Es justa la inversión de la fórmula de Clausewitz propuesta por Michel Foucault, cuando afirma en 1976 que “la política es la guerra continuada por otros medios”[3].


‘Apoteosis de la guerra’ (1871) de Vasily Vereshchagin.

Pero si la política es una forma de guerra a través de la que se puede evitar la guerra, ella también es la invención por la cual es posible fortalecer el otro componente constitutivo de nuestra especie y de nuestra historia: la cooperación. La política permite imaginar otras formas de civilización en las que el lenguaje, la lógica, el conocimiento de la experiencia histórica, los patrones de causalidad, la argumentación, el derecho y las aspiraciones a la justicia tienen mejores condiciones de prevalecer sobre nuestra agresividad. Política y lenguaje son dos caras de la misma moneda. Ambas constituyen en general el dominio de lo simbólico y del imaginario, y es a partir de ellas que se hace la sustancia de lo mejor de cualquier civilización. La guerra, al contrario, es la negación del poder del lenguaje y, por lo tanto, la renuncia del proyecto humano. Además de negar ese proyecto, la guerra hoy funciona como: (1) un poderoso feedback de retroalimentación de todas las crisis enunciadas arriba y (2) un obstáculo fundamental a cualquier esfuerzo de concertación entre las sociedades para atenuar los impactos actuales y venideros de las crisis planetarias, con el fin de hacerlos menos adversos a las sociedades y a la vida pluricelular en general. Hoy, más que nunca, la guerra debe ser evitada, si tenemos, de hecho, alguna intención de sobrevivir.

El trienio 2006-2008

Las Torres Gemelas de Nueva York en 2001, la guerra de Afganistán (2001-2020), las masacres de la OTAN en Kosovo y su expansión en dirección a Europa oriental (1999-2009) y, sobre todo, la invasión de Irak en 2003 por los EE. UU. —que engendró las guerras sucesivas del autodenominado Estado Islámico (2004-2019)— pusieron fin definitivamente al período en el que el capitalismo globalizado podía generar al menos la ilusión de que algún consenso político era posible. En este contexto de guerras, el trienio 2006-2008 presencia la conjunción de tres crisis íntimamente relacionadas:

  1. La superación del cénit de la curva ascendente de la oferta de petróleo convencional en 2006. Como afirma la Agencia Internacional de la Energía (AIE) en su informe de 2010: “la oferta de petróleo crudo alcanza una meseta ondulada entre 68 y 69 millones de barriles por día (mb/d) hasta 2020, pero nunca vuelve a superar su pico de 70 mb/d alcanzado en 2006, mientras la producción de gas natural líquido (NGLs) y de petróleo no convencional crece fuertemente”[4]. La superación de este pico de la curva de la oferta de petróleo convencional representa el fin de la era del petróleo barato y fácilmente accesible, con dos implicaciones: (a) una EROI (Energy Returned on Investement, o sea, la tasa de energía recuperada por energía invertida) cada vez más desfavorable y (b) crecientes emisiones de gases de efecto invernadero por cada barril de petróleo no convencional extraído. Entre otros factores más coyunturales, la percepción del fin de esa era del petróleo barato y fácilmente accesible causó un salto sin precedentes en los precios del barril de Brent (146 US$ en julio de 2008). La crisis financiera de 2008 —en parte causada por estos precios estratosféricos— precipitó una posterior caída no menos brutal de dichos precios y, sucesivamente, una crónica inestabilidad en este mercado, como muestra la Figura 1.




La crisis de las subprimes en los EE. UU. fue el detonante de un colapso financiero mundial y posiblemente de una desestabilización irreversible del orden financiero global, así como un punto de no retorno en el proceso de concentración de capital y renta. En los EE. UU., desde 2008, como bien señala Victoria Finkle[5]:

  1. La brecha entre los ricos y el resto también se ha ampliado. El 1% más rico de los estadounidenses ahora controla [2018] casi el 40% de la riqueza del país, mientras que el siguiente 9% controla casi la misma cantidad. Mientras tanto, la gran mayoría de los estadounidenses ha visto disminuir su participación desde la crisis: el 90% más pobre controlaba poco más del 20% de la riqueza total en 2016, frente a aproximadamente el 30% a inicios de la década de 2000.

    Otro efecto de esta crisis fue la polarización política en la sociedad estadounidense, con sus reflejos en los estados satélite de Europa. La incapacidad de las sociedades de vislumbrar una alternativa sistémica y radical al capitalismo causó la mayor paradoja de esta crisis en el ámbito político e ideológico: los protagonistas del neoliberalismo más depredador asumieron, a ojos de importantes segmentos de la sociedad, la imagen salvadora de políticos antisistema. En alguna medida, Trump, el Tea Party y la extrema derecha europea y latinoamericana (Bolsonaro, Milei, etc.) son el último resultado de la crisis de 2008 o, más precisamente, del rencor de las sociedades frente a un capitalismo financiero globalizado incapaz de atender a sus mínimas expectativas de seguridad económica. En esta tercera década crece entre los analistas del sistema financiero internacional el temor de una próxima crisis financiera de magnitud igual o superior a la de 2008[6].

  2. En 2007-2008 se registra un primer salto en los precios de los alimentos, repetido en 2001, como corolario de sequías exacerbadas por la emergencia climática, especulación financiera sobre las commodities agropecuarias y la cartelización de los insumos agrícolas por megacorporaciones agroquímicas, aumento que generó las revueltas del hambre en más de 40 países y la llamada Primavera Árabe. La Figura 2 muestra estos dos saltos (2008 y 2011) en los precios de los alimentos.




La proliferación de guerras en la segunda década

En parte como resultado de estos tres factores, a partir de 2011 estallan las guerras aún en curso en Siria, Libia (con la masacre de la población civil por siete mil incursiones de bombardeo de la OTAN en 2011), en Yemen (a partir de 2014) y en diversos países de África subsahariana. Según la FAO, tras décadas de progresos continuos en la disminución de la inseguridad alimentaria, esta tendencia se invierte después del 2014 con una mayor generalización del hambre, intensificada por gobiernos neoliberales y, más recientemente, por la pandemia, por la guerra de Ucrania y las demás guerras. A partir del tercer decenio, las guerras y los conflictos armados internos o entre dos o más estados nacionales se extendieron aún más por África, Asia y Europa. Algunos ejemplos son las guerras que surgen entre 2021 y 2023 en Myanmar, Ucrania, Sudán y Etiopía, como también el genocidio del pueblo palestino por el Estado de Israel con armas y apoyo de los EE. UU. y la Unión Europea y con la más completa indiferencia de los países árabes (2023-2024). Estas guerras y las crecientes tensiones entre Israel e Irán agregan aún más inestabilidad a la seguridad energética y alimentaria. El Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI) contabilizó 56 Estados nacionales en conflicto armado en 2022, cinco más que en 2021[7]. El informe de 2024 del SIPRI registra gastos militares globales de más de 2,4 billones de dólares en 2023, un aumento de 6,8% en términos reales en relación a 2022 y el mayor aumento desde 2009. Los gastos en defensa de los EE. UU. ascienden a 0,916 billones de US$ en 2023 (0,778 billones en 2020) y los de los 31 países de la OTAN, a más de 1,3 billones (el 55% de los gastos militares mundiales). Y ya que las armas piden guerras, la Figura 3 muestra la extensión global de conflictos armados a partir del segundo decenio.




Conclusión

Guerras entre humanos y guerra contra la naturaleza son las dos caras interrelacionadas del desastre planetario en curso, con sus víctimas cada vez más numerosas. El Internal Displacement Monitoring Centre (IDMC), de Ginebra, contabiliza, solo en 2023, desplazamientos internos de 75,9 millones de personas en todo el mundo, lo que representa un nuevo récord mundial, siendo que, de ese total, 68,3 millones perdieron sus lugares de residencia a causa de guerras y conflictos armados y 7,7 millones por desastres, la mayoría causados o exacerbados por la emergencia climática y la deforestación. El número de desplazados internos creció 50% en los últimos 5 años[8]. Por su parte, el Global Report on Food Crises 2024 contabiliza 90,2 millones de personas desalojadas en 2023, siendo 64,3 millones desplazados internamente en 38 países o territorios y 26 millones de refugiados buscando refugio en otros países, un aumento ininterrumpido de víctimas desde 2013, como se muestra en la Figura 4.




El único denominador común a las guerras, al inmenso sufrimiento y a la destrucción ambiental imperante es el negacionismo, es decir, la incomprensión de que lo que está en juego, aquí y ahora, es nuestra sobrevivencia como sociedades organizadas al igual que la de gran parte de las especies (de las cuales, además, dependemos existencialmente). Dicho con otras palabras, las guerras y la energía gastada en acusaciones mutuas y en retóricas nacionalistas de confrontación posponen ad calendas graecas la aplicación de los acuerdos globales para detener la quema de combustibles fósiles y la destrucción de la biosfera por el agronegocio y por la minería. La brutalidad de las guerras y la estupidez de las ideologías nacionalistas ocultan trágicamente la percepción de lo esencial: la vertiginosa destrucción de las bases físico-químicas y biológicas planetarias que viabilizan cualquier proyecto social.

Es necesario reaccionar contra este engranaje que no tiene nada de inevitable. Es necesario rebelarse contra el negacionismo de los gobernantes y de las corporaciones. Es necesario afirmar que somos capaces, como sociedades, de poner punto final a la procrastinación política y a este estado de guerra permanente. Esta revuelta es una apuesta por una alianza renovada entre principios heredados de la historia y la imaginación de un planeta futuro habitable para los jóvenes de hoy y las generaciones venideras. Esta alianza se puede expresar en cinco puntos programáticos:

  1. La democracia, entendida como soberanía popular participativa y como control efectivo de los gobernantes por los gobernados, tiene el poder de vencer las oligarquías, sean estas ejercidas por regímenes dictatoriales o por los engranajes corporativos y financieros. La política y la democracia son la única negación válida y posible de la injusticia, de la anomia y de la guerra.

  2. Las sociedades tienen la facultad de comprender sus propios desafíos, por más complejos que sean, y esta comprensión es un paso fundamental en el proceso de su enfrentamiento. Decisiones colectivas racionales pueden prevalecer sobre las pulsiones agresivas de nuestra especie.

  3. La cuestión social y la cuestión ecológica son indisociables. En el siglo XXI, se convierten en una sola cuestión, aunque poco asimilada por sectores hegemónicos de las izquierdas. En otras palabras, todo problema social solo puede ser considerado resuelto si redunda en la disminución del impacto antrópico sobre el sistema Tierra y si redunda también en la disminución de las desigualdades entre los humanos y entre estos y las demás especies.

  4. Resolver problemas de la magnitud de los que hoy enfrentamos supone abandonar gradualismos y aceptar el desafío de emprender una mutación civilizatoria, la cual requiere rupturas institucionales, con sus altos e inevitables riesgos, dada la naturaleza inherentemente conflictiva del proceso histórico. Estas rupturas, sin embargo, solo serán posibles y efectivas si son políticas, es decir, sin intervención de militares, sector primitivo y parasitario (2,4 billones de US$ en 2023, recordemos) de la sociedad que puede y debe, finalmente, extinguirse en el curso de esta mutación civilizatoria.

  5. Los que consideran esta mutación civilizatoria irrealista deben entender que no intentar realizarla es aún más irrealista, ya que la trayectoria actual, con sus cambios cosméticos y paso de tortuga, nos condena ciertamente a un planeta inhabitable en el horizonte de las próximas décadas.




Notas

[1Cf. Chi Xu et al., “Future of the Human Climate Niche”, PNAS, 117, 21, p. 11350-5, 26/05/2020.

[2Cf. K. von Clausewitz, De la guerre [1832], D. Naville (trad.), París, 1955, p. 67.

[3Cf. Michel Foucault, “Il faut défendre la société”, curso en el Collège de France, 1975-1976, París, 1997, pp. 15-16, citado por Audrey Hérisson, “Clausewitz versus Foucault: regards croisés sur la guerre”, Cahiers de philosophie de l’Université de Caens, 55, 2018, pp. 143-162: “Le pouvoir, c’est la guerre, c’est la guerre continuée par d’autres moyens. Et à ce moment-là, on retournerait la proposition de Clausewitz et on dirait que la politique, c’est la guerre continuée par d’autres moyens”.

[4Cf. AIEWorld Energy Outlook, 2010, p. 48.

[5Cf. Victoria Finkle, “The crisis isn’t over”, American Banker, 2018.

[6Cf. A. Leparmentier, “Aux États-Unis, les nuages d’une crise financière s’amoncellent à l’horizon”, Le Monde, 01/06/2024.

[7Cf. Stockholm International Peace Research Institute, SIPRI Yearbook 2023. Armaments, Disarmament and International Security, SIPRI, 2023.

[8Cf. “Conflicts drive new record of 75.9 million people living in internal displacement”, IDMC, 14/05/2024.

Fuente: 15/15/15

jueves, 29 de mayo de 2025

¿Qué viene después de la globalización?

 


 




Por Branko Milanović    

Economista serbo-estadounidense especialista en desigualdad, pobreza y economía internacional.


El mundo tal y como lo conocemos es producto de la globalización, y esta era podría estar llegando a su fin.




     Donald Trump ha vuelto al poder y, por decirlo suavemente, no es precisamente un fanático de la globalización. El presidente estadounidense afirma su patriotismo declarando públicamente su rechazo a un «globalismo» que, en sus palabras, «ha dejado a millones y millones de nuestros trabajadores sin nada más que pobreza y dolor». Para comprender mejor la era actual de la globalización a la que pretende poner fin y su trayectoria, resulta útil compararla con la globalización que tuvo lugar entre 1870 y el estallido de la Primera Guerra Mundial.

Ambas globalizaciones representan períodos cruciales, años decisivos que dieron forma al mundo actual. Y ambas fueron testigo de la mayor expansión de la producción económica mundial hasta la fecha.

Sin embargo, también fueron muy diferentes en muchos aspectos. La primera globalización estuvo asociada al colonialismo y al dominio hegemónico de Gran Bretaña. Condujo a un gran aumento de la renta per cápita en lo que más tarde se conocería como el «mundo desarrollado». Al mismo tiempo, provocó el estancamiento en el resto del planeta e incluso la disminución de los ingresos en China y África. Las cifras más recientes de la base de datos de estadísticas históricas del Proyecto Maddison muestran que el aumento acumulado del PIB real (ajustado a la inflación) per cápita del Reino Unido entre 1870 y 1910 fue del 35%, mientras que el PIB per cápita se duplicó en Estados Unidos durante el mismo período. Sin embargo, el PIB per cápita de China disminuyó un 4%, y el de la India solo aumentó ligeramente, un 16%. Este tipo particular de desarrollo creó lo que más tarde se conoció como el Tercer Mundo y reforzó las diferencias en los ingresos medios de los países de Occidente y el resto.

Desde el punto de vista de la desigualdad mundial, que es en gran medida un reflejo de estos hechos, la «Globalización I» produjo un aumento de la desigualdad, ya que las zonas ya ricas crecieron más rápidamente y las más pobres se estancaron o incluso retrocedieron.




Además de la creciente brecha entre naciones, la desigualdad también aumentó dentro de muchas de las economías ricas, incluida la de Estados Unidos, como se observa en la línea ascendente de la figura 1, en la que los deciles más ricos crecieron más. El Reino Unido fue una excepción, ya que el pico de desigualdad se alcanzó justo antes del inicio de la Globalización I, durante las décadas de 1860 y 1870. En las tablas sociales británicas, la principal fuente de información sobre la distribución de los ingresos en el pasado, la elaborada por Robert Dudley Baxter en 1867 (casualmente el año de publicación de El capital de Karl Marx) marca el año de mayor desigualdad del siglo XIX. La desigualdad británica se redujo posteriormente gracias a una serie de leyes progresistas, que iban desde la limitación de la jornada laboral hasta la prohibición del trabajo infantil y la ampliación del derecho al voto. Datos recientes muestran también un aumento de la desigualdad en Alemania tras su unificación a finales de la década de 1860.

François Bourguignon y Christian Morrisson, en cuyas cifras se basa la figura 1, no disponían de información sobre los cambios en la desigualdad en la India y China, por lo que ambos países están representados por una línea recta a lo largo de los deciles de ingresos (lo que implica que han crecido al mismo ritmo). Los nuevos datos fiscales de la India, centrados en la parte superior de la distribución, elaborados por los economistas Facundo Alvaredo, Augustin Bergeron y Guilhem Cassan, muestran igualmente una desigualdad estable, aunque muy elevada. Así, en general, ambos componentes de la desigualdad mundial (entre naciones y, en la mayoría de los casos, dentro de las naciones) aumentaron durante la Globalización I.

¿En qué se diferencia esto de la globalización actual, la «Globalización II», que convencionalmente se fecha desde la caída del Muro de Berlín en 1989 hasta la crisis del COVID-19 en 2020? Cabe señalar que el punto final exacto de la Globalización II puede ser objeto de controversia; se podría situar en la imposición de aranceles a las importaciones chinas por parte de Trump en 2017 o, incluso, de forma simbólica, en la segunda llegada al poder de Trump en enero de 2025. Pero la fecha que elijamos no cambia las características esenciales de la Globalización II.

Durante este tiempo, Estados Unidos, el Reino Unido y el resto del mundo rico experimentaron un crecimiento, pero a tasas que, en comparación con los países asiáticos, fueron bastante modestas. Entre 1990 y 2020, el PIB real per cápita de Estados Unidos aumentó a una tasa media anual del 1,4% (más lento que en la primera globalización) y el PIB per cápita británico creció solo un 1% anual. Los países poblados y relativamente pobres (pobres, al menos, al inicio de la Globalización II) crecieron mucho más rápido: Tailandia un 3,5% per cápita, India un 4,2%, Vietnam un 5,5% y China a una tasa asombrosa del 8,5%.

El contraste se muestra en las figuras 1 y 2. En la figura 1, que muestra los datos del periodo 1870-1910, todas las partes de la distribución de los países ricos crecieron más rápido que todas las partes de la distribución de los países pobres. En la figura 2, que muestra los datos de 1988-2018, las tasas de crecimiento de todas las partes de la distribución de la renta de China y la India superan a las de todas las partes de la distribución de la renta de Estados Unidos y el Reino Unido.

Esto ha transformado por completo la economía y la geopolítica mundial: la primera, al desplazar el centro de gravedad económico hacia el Pacífico y afectar a la posición relativa de los ingresos de las poblaciones de Occidente y Asia, y la segunda, al convertir a China en un rival serio para la hegemonía estadounidense.

Es innegable que, en las últimas tres décadas, la posición de ingresos globales de amplios sectores de las clases medias y trabajadoras occidentales ha empeorado. Esto ha sido especialmente dramático en los países occidentales que no han crecido; por ejemplo, el decil de ingresos más bajo de Italia cayó del percentil 73 al 55 a nivel mundial entre 1988 y 2018. En Estados Unidos, los dos deciles inferiores retrocedieron en su posición mundial, aunque las caídas fueron menores (7 y 4 puntos porcentuales, respectivamente) que las de Italia. Además, las clases medias occidentales salieron perdiendo en comparación con sus propios compatriotas situados en la cima de las respectivas distribuciones de sus países. Las clases medias occidentales fueron, por tanto, doblemente perdedoras: frente a las clases medias asiáticas en rápido ascenso y frente a sus compatriotas mucho más ricos. Metafóricamente, se las puede ver atrapadas entre ambos.

A diferencia de lo que ocurrió durante la primera globalización, la desigualdad mundial disminuyó durante la segunda, impulsada por las altas tasas de crecimiento de los grandes países asiáticos. Sin embargo, dentro de las naciones, la desigualdad aumentó en general. Esto fue más evidente en China, donde el coeficiente de Gini, una medida común de la desigualdad, casi se duplicó tras las reformas liberales. Lo mismo ocurrió en la India. La figura 2 muestra que el crecimiento de los ingresos de los indios y chinos ricos superó al de los pobres de sus países. Pero la desigualdad también aumentó en los países desarrollados, primero con las reformas de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, cuyos efectos continuaron incluso durante los gobiernos de Tony Blair y Bill Clinton, para finalmente estabilizarse en la segunda década de este siglo.




En resumen, la primera globalización vio el auge de Occidente, la segunda el auge de Asia; la primera condujo a un aumento de las desigualdades entre países, la segunda a su disminución. Ambas globalizaciones tendieron a aumentar las desigualdades dentro de las naciones. La desigualdad en las tasas de crecimiento de los países durante la Globalización I situó a la mayoría de la población occidental en la cima de la pirámide de ingresos mundial. Rara vez se reconoce lo alto que estaban incluso los deciles pobres de los países ricos en la distribución mundial de los ingresos. El economista Paul Collier, en su libro El futuro del capitalismo, escribe con nostalgia sobre la época en que los trabajadores ingleses estaban en la cima del mundo. Pero para que ellos se sintieran en lo alto, alguien tenía que sentirse en el fondo.

La segunda globalización expulsó a algunas de las clases medias occidentales de estas posiciones privilegiadas y provocó una gran redistribución de los ingresos, al ser superadas por una Asia en auge. Este declive relativamente imperceptible se produjo junto con otro mucho más perceptible de las clases medias occidentales con respecto a sus propias élites nacionales. Esta circunstancia provocó un descontento político que se reflejó en el auge de líderes y partidos populistas.

Por último, cabe señalar que la convergencia de los ingresos mundiales no se extendió a África, que siguió su camino de declive relativo. Si esto no cambia —y la probabilidad de que cambie parece baja—, el declive relativo de África, en las próximas décadas, revertirá las fuerzas que actualmente empujan la desigualdad mundial hacia abajo y dará paso a una nueva era de aumento de la desigualdad mundial.

Una coalición de intereses improbable

Lo que quizá no se percibió al comienzo de la Globalización II, pero que se hizo cada vez más evidente a medida que avanzaba, fue la alianza de intereses entre los sectores más ricos del mundo occidental y las masas pobres del Sur global. A primera vista, este vínculo parece extraño, ya que ambos grupos no tienen casi nada en común, ni en cuanto a educación, ni en cuanto a origen o a ingresos. Se trató de una alianza tácita, que ninguna de las partes percibió plenamente hasta que se hizo evidente.

La globalización empoderó a los ricos de los países desarrollados mediante cambios en su estructura económica interna: reducción de impuestos, desregulación y privatización, pero también les brindó la capacidad de trasladar la producción local a lugares donde los salarios eran mucho más bajos. La sustitución de la mano de obra nacional por mano de obra extranjera barata enriqueció aún más a los propietarios del capital y a los empresarios del Norte global. También permitió a los trabajadores del Sur global conseguir empleos mejor remunerados y escapar del subempleo crónico.

Los perdedores en todo esto fueron los trabajadores de clase media de los países desarrollados, que fueron sustituidos por mano de obra mucho más barata procedente del Sur global. Por lo tanto, no es de extrañar que el Norte global se desindustrializara, no solo como resultado de la automatización y la creciente importancia de los servicios en la producción nacional en general, sino también debido al hecho de que gran parte de la actividad industrial se trasladó a lugares donde podía realizarse de forma más barata. No es de extrañar que Asia Oriental se convirtiera en el nuevo taller del mundo.

Esta particular coalición de intereses se pasó por alto en el pensamiento original sobre la globalización. De hecho, se creía que la globalización sería perjudicial para las grandes masas trabajadoras del Sur global, que serían explotadas aún más que antes. Muchas personas cometieron este error basándose en los acontecimientos de la Globalización I, que efectivamente condujo a la desindustrialización de la India y al empobrecimiento de las poblaciones de China y África. Durante esta época, China estaba prácticamente gobernada por comerciantes extranjeros, y en África los agricultores perdieron el control de la tierra, que habían trabajado colectivamente desde tiempos inmemoriales. La falta de tierras los empobreció aún más. Así pues, la primera globalización tuvo efectivamente un efecto muy negativo en la mayor parte del Sur global. Pero no fue así en la Globalización II, que trajo una relativa mejora salarial y mayor oferta de empleo para gran parte del Sur global.

Por supuesto, también es cierto que la duración de la jornada laboral y las condiciones de trabajo en el Sur global a menudo eran muy difíciles y seguían siendo mucho peores que las de los trabajadores del Norte. Las quejas de los trabajadores sobre el horario 996 (trabajar de 9 de la mañana a 9 de la noche, seis días a la semana) no son exclusivas de China, sino que son una realidad en gran parte del mundo en desarrollo. Pero estas malas condiciones representaban una mejora con respecto a lo que había antes y se aceptaban como tales.

Incluso cuando los críticos contemporáneos de la Globalización II estuvieron errados al afirmar que la nueva globalización significaría un deterioro para la situación económica de las grandes masas del Sur global —en lugar de ello, como hemos visto, perjudicó a las clases medias del Norte global—, tuvieron razón en cuanto a quiénes se beneficiarían más de estos cambios: los ricos de todo el mundo.

Neoliberalismo nacional vs. neoliberalismo internacional

Cuando hablamos de neoliberalismo debemos hacer una importante distinción analítica entre, por un lado, las políticas nacionales de neoliberalismo y, por otro, las políticas neoliberales internacionales. El primer tipo incluye el paquete habitual de reducción de impuestos, desregulación, privatización y un retroceso general del Estado. El segundo tipo consiste en la reducción de los aranceles y las restricciones cuantitativas y, por lo tanto, en la promoción del libre comercio en general, así como en la flexibilidad de los tipos de cambio y la libre circulación de capitales, tecnología, bienes y servicios. La mano de obra siempre se trató de forma diferente, es decir, su movimiento nunca fue tan libre como el del capital, aunque su movilidad global era una de las aspiraciones del modelo.

Esta distinción analítica es especialmente importante para comprender a China y para averiguar qué nos depara la segunda administración de Trump. Deja claro de inmediato que China no siguió los preceptos del neoliberalismo en sus políticas internas, mientras que sí lo hizo en su mayoría en sus relaciones económicas internacionales. Eso distingue a China de muchos otros países desarrollados y en desarrollo que se tomaron muy en serio tanto la parte interna como la internacional de la globalización. A partir de la década de 1980, Estados Unidos inició el giro neoliberal, que no se limitó a las políticas internas, sino que abarcó la reducción de los aranceles, la creación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y el aumento de las inversiones extranjeras entrantes y salientes. Lo mismo ocurrió con la Unión Europea. También fue el caso de Rusia y los antiguos países comunistas.

El único gran resistente fue China. Solo este país mantuvo un papel importante para el Estado, que siguió siendo el actor preponderante en el sector financiero y en industrias clave como el acero, la electricidad, la fabricación de automóviles y las infraestructuras en general. Aún más importante, el Estado siguió siendo poderoso en la formulación de políticas y mantuvo lo que Vladimir Lenin denominó los «altos mandos» de la economía. Estas políticas chinas, especialmente bajo Xi Jinping, pueden entenderse mejor como algo similar a la Nueva Política Económica de Lenin. Bajo las reglas de estos regímenes, el Estado permite que el sector capitalista se expanda en los sectores menos importantes pero mantiene el control sobre las partes fundamentales de la economía y toma las decisiones clave que tienen que ver con el desarrollo tecnológico. El Estado chino ha participado activamente en el desarrollo de las tecnologías de punta en la actualidad, como la tecnología verde, los coches eléctricos, la exploración espacial y, más recientemente, la inteligencia artificial y la aviónica.

Esa implicación ha ido desde simples incentivos en forma de reducciones fiscales hasta presiones más directas, en las que se dice a las empresas privadas lo que deben hacer si quieren mantener buenas relaciones con el Gobierno. Un ejemplo evidente de la diferencia de poder entre el Estado y el sector privado se puso de manifiesto en 2020, cuando el gobierno canceló la que habría sido la mayor salida a bolsa de la historia, la de Ant Group, filial de Alibaba, que le habría permitido expandirse al sector fintech, en gran medida no regulado.

Por lo tanto, cuando hablamos del éxito de la globalización en la reducción de la pobreza y el aumento del crecimiento en muchos países asiáticos, especialmente en China, debemos tener muy presente la distinción entre políticas nacionales e internacionales. Se podría argumentar que el éxito de China se debe precisamente a su capacidad para combinar estas dos partes de una manera única, que ha dejado intacto en gran medida el poder del gobierno a nivel nacional al tiempo que ha permitido que las ventajas del comercio se aprovechen al máximo para sacar partido de sus puntos fuertes. Esa estrategia concreta podría funcionar bien también en otros países grandes, como la India o Indonesia. Sin embargo, tiene claras limitaciones en los países pequeños, ya que carecen de economías de escala y, lo que es quizás más importante, no tienen el mismo poder de negociación con el capital extranjero que permitió a China beneficiarse de importantes transferencias tecnológicas de los países más desarrollados.

Trump, sentencia de muerte para la segunda globalización

La ola internacional de globalización que comenzó hace más de treinta años está llegando a su fin. En los últimos años se ha asistido a un aumento de los aranceles por parte de Estados Unidos y la Unión Europea; la creación de bloques comerciales; fuertes restricciones a la transferencia de tecnología a China, Rusia, Irán y otros países «hostiles»; el uso de la coacción económica, incluidas las prohibiciones de importación y las sanciones financieras; severas restricciones a la inmigración y, por último, políticas industriales con la subvención implícita de los productores nacionales.

Si los principales actores —es decir, Estados Unidos y la Unión Europea— se apartan del régimen comercial neoliberal ortodoxo, las organizaciones transnacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial no podrán seguir predicando al resto del mundo los preceptos habituales de la política de Washington. Por lo tanto, estamos entrando en un nuevo mundo de políticas comerciales y económicas exteriores específicas para cada nación y región, alejándonos del universalismo y el internacionalismo y acercándonos al neomercantilismo.

Trump encaja casi a la perfección en ese molde. Le encanta el mercantilismo y considera la política económica exterior como una herramienta para obtener todo tipo de concesiones, a veces totalmente ajenas a la economía en sentido estricto, como su amenaza de imponer aranceles a Dinamarca si se niega a ceder Groenlandia. Quizás todo sea solo bravuconería. Sin embargo, esto demuestra la opinión de Trump de que las amenazas económicas y la coacción deben utilizarse como herramientas políticas. Estas políticas fragmentarán aún más el espacio económico mundial. El objetivo de Washington es frenar el ascenso de China y reducir la capacidad del Estado chino para desarrollar nuevas tecnologías que puedan utilizarse no solo con fines económicos, sino también militares.

Sin embargo, por otro lado, la parte nacional del paquete neoliberal estándar solo se verá reforzada bajo Trump. Esto ya se aprecia en sus intenciones de reducir los impuestos sobre la renta de las personas físicas, desregular prácticamente todo, permitir una mayor explotación de los recursos naturales e impulsar aún más la privatización de las funciones gubernamentales, lo que supone, en esencia, redoblar todos los preceptos nacionales del neoliberalismo. Así, nos encontraríamos ante una contradicción solo en apariencia: un aumento del mercantilismo a nivel internacional y un aumento del neoliberalismo a nivel nacional, es decir, la combinación opuesta a las políticas de China.

Algunos economistas, citando ejemplos históricos, creen que las políticas mercantilistas deben ir necesariamente acompañadas de políticas de mayor control y regulación estatal a nivel nacional. Pero ese no es el caso del nuevo gobierno de Estados Unidos. La nueva combinación que promueve Trump —una inmigración estrictamente controlada junto con un neoliberalismo interno extremo y mercantilismo en el exterior— probablemente resulte atractiva para muchas personas en Francia, Italia y Alemania.

El mundo está entrando así en una nueva era en la que los países ricos seguirán una política inusual de doble cara: abandono de la globalización neoliberal en el ámbito internacional e impulso decidido de un proyecto neoliberal en el plano doméstico.


Fuente: JACOBIN