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domingo, 29 de junio de 2025

“La amenaza del fascismo ha vuelto”

 

Carta abierta de premios nobel, científicos, escritores y artistas


Firman 400 académicos    

(Incluidos 31 premios nobel).



Igual que ocurrió en 1925, cuando Mussolini estaba en el poder, debemos hoy desafiar abiertamente la brutal imposición de la ideología fascista


     El 1 de mayo de 1925, con Benito Mussolini ya en el poder, un grupo de intelectuales italianos denunció públicamente su régimen fascista en una carta abierta.


Manifiesto publicado en Il Popolo el 1 de mayo de 1925.

Los signatarios –científicos, filósofos, escritores y artistas– se pronunciaban en apoyo a los principios esenciales de una sociedad libre: el estado de derecho, la libertad individual y la independencia del pensamiento, la cultura, el arte y la ciencia. Su abierto desafío a la brutal imposición de la ideología fascista –con el enorme riesgo personal que implicaba– demostró que la oposición no solo era posible, sino necesaria. Hoy, cien años después, la amenaza del fascismo ha vuelto. Por eso debemos armarnos de valor y desafiarlo de nuevo.

El fascismo surgió en Italia hace un siglo, y con él, la dictadura moderna. En cuestión de unos años se extendió por Europa y por el mundo, adoptando distintos nombres pero conservando la misma esencia. Allá donde se hacía con el poder, socavaba la separación de poderes al servicio de la autocracia, silenciaba a la oposición por medio de la violencia, tomaba el control de la prensa, detenía el avance de los derechos de las mujeres y oprimía la lucha de los trabajadores por la justicia económica. Irremediablemente, penetró y distorsionó todas las instituciones dedicadas a labores científicas, académicas y culturales. Su culto a la muerte exaltó la hostilidad imperial y el racismo genocida, detonantes de la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto, la muerte de decenas de millones de personas y los crímenes contra la humanidad.


Mussolini y camisas negras, en la'marcha sobre Roma' de octubre de 1922.

Al mismo tiempo, la resistencia al fascismo y a tantas otras ideologías fascistas se convirtió en terreno fértil para imaginar vías alternativas de organizar sociedades y relaciones internacionales. El mundo que surgió tras la Segunda Guerra Mundial –con la Carta de las Naciones Unidas, la Declaración Universal de Derechos Humanos, los fundamentos teóricos de la Unión Europea y la argumentación jurídica contra el colonialismo– seguía marcado por profundas desigualdades. Sin embargo, representaba un intento decisivo de establecer un ordenamiento jurídico internacional: una aspiración que apuntaba a la paz y democracia mundial, basadas en la protección de los derechos humanos universales, entre ellos no solo los civiles y políticos, sino también los económicos, sociales y culturales.


Declaración Universal de Derechos Humanos.

El fascismo nunca desapareció, solo se mantuvo a raya durante algún tiempo. No obstante, en las dos últimas décadas, hemos sido testigos de una nueva ola de movimientos de extrema derecha, que a menudo exhiben rasgos inconfundiblemente fascistas: ataques a las normas e instituciones democráticas, un nuevo empuje nacionalista impregnado de retórica racista, impulsos autoritarios y ataques sistemáticos a los derechos de aquellos que no tienen cabida en el tradicional poder de las masas, anclado en la normatividad religiosa, sexual y de género. Estos movimientos han resurgido por todo el planeta, incluso en democracias consolidadas, allá donde el descontento generalizado con la incapacidad política de abordar las crecientes desigualdades y la exclusión social ha sido explotado, una vez más, por nuevas figuras autoritarias. Fieles al viejo guion fascista, disfrazado de irrestricto mandato popular, estas figuras socavan el estado de derecho nacional e internacional, apuntando a la independencia del poder judicial, la prensa, las instituciones culturales, la educación superior y la ciencia, y hasta intentan destruir información científica y datos esenciales. Fabrican “hechos alternativos” e inventan “enemigos en casa”; convierten los asuntos de seguridad en un arma para afianzar su autoridad y la de ese 1 % ultrarrico, a los que ofrecen privilegios a cambio de lealtad.


Resurgimiento del fascismo en la actualidad.

El proceso está ahora ganando velocidad: la discrepancia se ve cada vez más reprimida mediante detenciones arbitrarias, amenazas de violencia, deportaciones y una campaña implacable de desinformación y propaganda, operada con el apoyo de los barones de siempre y de los de las redes sociales, unos meramente complacientes y otros abiertamente tecnofascistas.


Tecnofascistas estadounidenses.

Las democracias no son infalibles: son vulnerables a la desinformación y todavía no son lo bastante inclusivas. Sin embargo, las democracias, por naturaleza, constituyen un terreno fértil para el progreso intelectual y cultural y, por ende, siempre tienen potencial de mejora. En las sociedades democráticas, los derechos y libertades de las personas se despliegan, las artes florecen, los descubrimientos científicos prosperan y el conocimiento crece. Estas sociedades garantizan la libertad de cuestionar ideas y estructuras de poder, y de proponer nuevas teorías incluso si son culturalmente incómodas, esencial para el progreso humano. Las instituciones democráticas suponen el mejor marco para abordar injusticias sociales y la mejor esperanza para cumplir las promesas contraídas en la posguerra sobre el derecho al trabajo, a la educación, la salud, la seguridad social, la participación en la vida cultural y científica y sobre el derecho colectivo de las personas al desarrollo, la autodeterminación y la paz. Sin todo esto, la humanidad se enfrenta al estancamiento, a una desigualdad cada vez mayor, a la injusticia y la catástrofe, por no hablar de la amenaza existencial provocada por la emergencia climática que la nueva ola fascista se empeña en negar.

En nuestro mundo hiperconectado, la democracia no puede existir aislada. Como las democracias nacionales requieren instituciones fuertes, la cooperación internacional depende de la aplicación efectiva de principios democráticos y del multilateralismo para regular las relaciones entre naciones, y de procesos participativos con múltiples actores para entablar una sociedad sana. El estado de derecho debe trascender fronteras y asegurar que los tratados internacionales, los convenios de derechos humanos y los acuerdos de paz se respetan. Si bien la actual gobernanza mundial y las instituciones internacionales requieren mejoras, su erosión a favor de un mundo gobernado por la fuerza bruta, la lógica transaccional y el poder militar supone un retroceso a una época de colonialismo, sufrimiento y destrucción.

Igual que en 1925, hoy los científicos, filósofos, escritores, artistas y ciudadanos del mundo tenemos la responsabilidad de denunciar el resurgimiento del fascismo en todas sus formas y oponer resistencia. Llamamos a actuar a todos aquellos que valoran la democracia:


  • Defiendan las instituciones democráticas, culturales y educativas. Denuncien los abusos de principios democráticos y derechos humanos. Niéguense al cumplimiento preventivo.

  • Únanse a acciones colectivas, a nivel local e internacional. Hagan boicot y huelga cuando puedan. Que sea imposible ignorar la resistencia y salga caro reprimirla.

  • Defiendan hechos y pruebas. Fomenten el pensamiento crítico e involúcrense con sus comunidades en estas causas.

Esta es una lucha constante. Que nuestras voces, nuestro trabajo y nuestros principios sean un baluarte contra el autoritarismo. Que este mensaje sea una declaración renovada de resistencia.

Firman los premios nobel: Eric Maskin, Roger B. Myerson, Alvin E. Roth, Lars Peter Hansen, Oliver Hart, Daron Acemoglu, Wolfgang Ketterle, John C. Mather, Brian P. Schmidt, Michel Mayor, Takaaki Kajita, Giorgio Parisi, Pierre Agostini, Joachim Frank, Richard J. Roberts, Leland Hartwell, Paul Nurse, Jack W. Szostak, Edvard I. Moser, May-Britt Moser, Harvey James Alter, Victor Ambros, Gary Ruvkun, Barry James Marshall, Craig Mello y Charles Rice.

Así como destacados académicos en el estudio del fascismo y la democracia: Ruth Ben-Ghiat, Timothy Snyder, Jason Stanley, Claudia Koonz, Mia Fuller, Giovanni De Luna y Andrea Mammone.

La lista entera de signatarios está disponible aquí.
Se puede firmar la carta aquí.


Fuente: ctxt

La guerra, el dólar y la deuda

 

 Por Domenico Moro   
      Sociólogo e investigador italiano.


Irán es una pieza clave en la geopolítica actual. Su buena relación con Rusia, su situación geográfica, su formidable cantidad de reservas energéticas, su posible control del estrecho de Ormuz, lo han convertido, para Occidente, en el enemigo a batir.



     Existe una estrecha conexión entre la guerra, el dólar y la deuda estadounidense. La agresión de Israel contra Irán se produjo en una zona, Oriente Medio y el Golfo Pérsico, que alberga las mayores reservas de petróleo y gas del mundo. En particular, Irán posee la segunda mayor reserva de gas y la tercera mayor de petróleo del mundo. Además, el 30% del petróleo mundial pasa por el Estrecho de Ormuz, controlado por Irán, con destino a Asia Oriental y, en particular, a China, que, a pesar de las sanciones estadounidenses, compra el 90% del petróleo que exporta Irán.




Pocos días después del inicio del ataque israelí, Il Sole 24 Ore publicó en portada un titular titulado “Comercio internacional, menos dólares y más euros” [i]. Según el prestigioso diario económico, el liderazgo del dólar estadounidense se ve cada vez más cuestionado en las transacciones comerciales internacionales. Una parte cada vez mayor del comercio mundial comienza a liquidarse en divisas distintas del dólar, como el euro, el yuan renminbi chino, el dólar canadiense y otras. Resulta significativo en este sentido lo que dijo el jefe de ventas de US Bancorp: “Muchos de nuestros clientes afirman que los proveedores extranjeros ya no quieren que se les pague en dólares. Antes era casi un dogma. Ahora dicen: «Dennos nuestra moneda, siempre que paguen»”.




Esta tendencia a cambiar del dólar a otras monedas no solo se debe a la volatilidad del dólar, que subió un 7 % a finales de 2024 y cayó un 8 % en los primeros meses de 2025 debido a las políticas arancelarias vacilantes de Trump. También pesa el efecto de las sanciones que, por ejemplo, han llevado a China, Rusia e Irán a utilizar el yuan renminbi para sus transacciones.

Pero, más allá de lo contingente, se trata de una tendencia histórica subyacente vinculada al declive del poder económico y militar de Estados Unidos. Según Sole24ore, se está definiendo una arquitectura monetaria global en la que las reservas mundiales de divisas ya no estarán dominadas por una moneda única, sino que se distribuirán entre tres grandes bloques: Estados Unidos, la UE y China.




El control geopolítico de las reservas de petróleo y sus rutas de transporte por parte de Estados Unidos y su Armada es crucial, ya que, gracias a este control, las transacciones de petróleo (y otras materias primas clave) siempre se han realizado en dólares. Sin embargo, como se mencionó, esto ya no es así; por ejemplo, el petróleo iraní se vende a China en yuanes (renminbi). El hecho de que las materias primas más importantes se negocien en divisas distintas del dólar socava la posición del dólar como moneda de reserva mundial. Hasta ahora, el 58 % de las reservas monetarias mundiales estaban en dólares y el 20 % en euros.

¿Por qué es importante para Estados Unidos que su moneda, el dólar, sea la moneda de reserva mundial? Porque los bancos centrales y las instituciones financieras globales, al tener que acumular reservas en dólares, compran activos en dólares, empezando por los bonos del Tesoro estadounidense. Comprar estos últimos es esencial, ya que Estados Unidos necesita financiar una enorme deuda pública. Pero no se trata solo de deuda pública. Como declaró recientemente el exgobernador del Banco de Italia, Ignazio Visco, en una entrevista en Affari & Finanza: «En el mundo solo hay un gran deudor: Estados Unidos» [ii]. La posición neta de activos de Estados Unidos —la diferencia entre los activos financieros en el extranjero de residentes estadounidenses y los pasivos financieros con no residentes— es negativa en más de 26 billones, el 90 % del PIB estadounidense.

Este pasivo se debe a tres factores. Primero, la acumulación a lo largo del tiempo de los déficits comerciales de Estados Unidos, que durante décadas ha importado más de lo que exporta. Segundo, la apreciación del dólar frente a otras monedas, que también resta competitividad a las exportaciones. Y tercero, el aumento excepcional, superior al 370%, en el precio de las acciones de empresas estadounidenses que pertenecen en una proporción significativa a otros países. Se trata, en particular, de las empresas tecnológicas estadounidenses, las llamadas «7 Magníficas», que por sí solas representan un tercio de la capitalización del mercado estadounidense.

La situación de la deuda estadounidense se ha visto agravada por el intento de Trump de contrarrestar la deuda comercial mediante aranceles y la devaluación del dólar. Esto ha provocado una tendencia a la salida de una serie de activos estadounidenses, desde el dólar hasta los bonos y las acciones. En particular, el bajo atractivo de los bonos del Estado, que ha provocado una caída de sus precios y un aumento de sus rendimientos, ha llevado a Trump a una rápida retirada de los aranceles. En los últimos días, los precios de los swaps de incumplimiento crediticio (CDS) también se han disparado, lo que constituye un seguro de protección ante una posible quiebra de Estados Unidos, ante el temor a un crecimiento descontrolado de su deuda pública.

La guerra entre Israel e Irán también debe analizarse en este contexto económico. La creciente deuda obliga a Estados Unidos a colocar sus bonos gubernamentales en el mercado, pero esto es difícil si el dólar pierde su estatus de moneda de reserva, que solo puede mantenerse si se mantiene como moneda de intercambio internacional. Para seguir siendo una moneda de intercambio internacional, el dólar debe utilizarse como medio de transacción para las materias primas más importantes, empezando por el petróleo y el gas. Esto implica el control político y militar por parte de Estados Unidos de las zonas donde se producen petróleo y gas y donde se encuentran la mayor parte de las reservas.

Como se mencionó, la zona donde se concentran las mayores reservas de materias primas energéticas es el Golfo Pérsico, dominado por Arabia Saudita, Kuwait, Catar, Emiratos Árabes Unidos e Irán. Por lo tanto, el control del Golfo Pérsico es esencial para Estados Unidos tanto desde el punto de vista económico, por las razones expuestas anteriormente, como desde el punto de vista geopolítico, ya que, al controlar el Golfo Pérsico, también controla a países aliados, como Japón, y adversarios, como China, que dependen de esa zona para su abastecimiento de petróleo y otras materias primas estratégicas.

Para controlar el Golfo y Oriente Medio, el imperialismo occidental se vio inmediatamente obligado, desde el siglo XIX, a controlar Irán, el país más importante de la zona en términos de población, historia y posición geográfica. Gran Bretaña fue la primera en ejercer este control, a la que posteriormente se unió Estados Unidos. Ambos países anglosajones apoyaron el golpe militar que, en 1953, derrocó al primer ministro iraní, Muhammad Mossadeq, gran responsable de haber nacionalizado la producción petrolera, arrebatándosela a Gran Bretaña. Posteriormente, Irán se convirtió en una colonia británica y estadounidense de facto, hasta el derrocamiento del sha, Reza Pahlavi, por la Revolución iraní de 1979.

Así pues, desde 1979, Irán ha escapado en gran medida al control occidental, convirtiéndose en una piedra en el zapato para Estados Unidos y su política de hegemonía en Oriente Medio. Por ello, para Estados Unidos, el control total de esta zona pasa por la destrucción de Irán como Estado independiente. Por el contrario, Israel representa el brazo armado del imperialismo occidental y estadounidense en la zona. Por lo tanto, la guerra en curso se inscribe en este contexto y, desde esta perspectiva, representa el último episodio del enfrentamiento entre Irán y el imperialismo estadounidense.


Notas

[i] Vito Lops, “Comercio exterior, la demanda es menos dólares y más euros”, Il Sole24ore, 18 de junio de 2025.

[ii] Walter Galbiati, “En el mundo hay un gran y único deudor: Estados Unidos”, Affari & Finanza, la Repubblica, 16 de junio de 2025.


Fuente: El Viejo Topo

jueves, 29 de mayo de 2025

¿Qué viene después de la globalización?

 


 




Por Branko Milanović    

Economista serbo-estadounidense especialista en desigualdad, pobreza y economía internacional.


El mundo tal y como lo conocemos es producto de la globalización, y esta era podría estar llegando a su fin.




     Donald Trump ha vuelto al poder y, por decirlo suavemente, no es precisamente un fanático de la globalización. El presidente estadounidense afirma su patriotismo declarando públicamente su rechazo a un «globalismo» que, en sus palabras, «ha dejado a millones y millones de nuestros trabajadores sin nada más que pobreza y dolor». Para comprender mejor la era actual de la globalización a la que pretende poner fin y su trayectoria, resulta útil compararla con la globalización que tuvo lugar entre 1870 y el estallido de la Primera Guerra Mundial.

Ambas globalizaciones representan períodos cruciales, años decisivos que dieron forma al mundo actual. Y ambas fueron testigo de la mayor expansión de la producción económica mundial hasta la fecha.

Sin embargo, también fueron muy diferentes en muchos aspectos. La primera globalización estuvo asociada al colonialismo y al dominio hegemónico de Gran Bretaña. Condujo a un gran aumento de la renta per cápita en lo que más tarde se conocería como el «mundo desarrollado». Al mismo tiempo, provocó el estancamiento en el resto del planeta e incluso la disminución de los ingresos en China y África. Las cifras más recientes de la base de datos de estadísticas históricas del Proyecto Maddison muestran que el aumento acumulado del PIB real (ajustado a la inflación) per cápita del Reino Unido entre 1870 y 1910 fue del 35%, mientras que el PIB per cápita se duplicó en Estados Unidos durante el mismo período. Sin embargo, el PIB per cápita de China disminuyó un 4%, y el de la India solo aumentó ligeramente, un 16%. Este tipo particular de desarrollo creó lo que más tarde se conoció como el Tercer Mundo y reforzó las diferencias en los ingresos medios de los países de Occidente y el resto.

Desde el punto de vista de la desigualdad mundial, que es en gran medida un reflejo de estos hechos, la «Globalización I» produjo un aumento de la desigualdad, ya que las zonas ya ricas crecieron más rápidamente y las más pobres se estancaron o incluso retrocedieron.




Además de la creciente brecha entre naciones, la desigualdad también aumentó dentro de muchas de las economías ricas, incluida la de Estados Unidos, como se observa en la línea ascendente de la figura 1, en la que los deciles más ricos crecieron más. El Reino Unido fue una excepción, ya que el pico de desigualdad se alcanzó justo antes del inicio de la Globalización I, durante las décadas de 1860 y 1870. En las tablas sociales británicas, la principal fuente de información sobre la distribución de los ingresos en el pasado, la elaborada por Robert Dudley Baxter en 1867 (casualmente el año de publicación de El capital de Karl Marx) marca el año de mayor desigualdad del siglo XIX. La desigualdad británica se redujo posteriormente gracias a una serie de leyes progresistas, que iban desde la limitación de la jornada laboral hasta la prohibición del trabajo infantil y la ampliación del derecho al voto. Datos recientes muestran también un aumento de la desigualdad en Alemania tras su unificación a finales de la década de 1860.

François Bourguignon y Christian Morrisson, en cuyas cifras se basa la figura 1, no disponían de información sobre los cambios en la desigualdad en la India y China, por lo que ambos países están representados por una línea recta a lo largo de los deciles de ingresos (lo que implica que han crecido al mismo ritmo). Los nuevos datos fiscales de la India, centrados en la parte superior de la distribución, elaborados por los economistas Facundo Alvaredo, Augustin Bergeron y Guilhem Cassan, muestran igualmente una desigualdad estable, aunque muy elevada. Así, en general, ambos componentes de la desigualdad mundial (entre naciones y, en la mayoría de los casos, dentro de las naciones) aumentaron durante la Globalización I.

¿En qué se diferencia esto de la globalización actual, la «Globalización II», que convencionalmente se fecha desde la caída del Muro de Berlín en 1989 hasta la crisis del COVID-19 en 2020? Cabe señalar que el punto final exacto de la Globalización II puede ser objeto de controversia; se podría situar en la imposición de aranceles a las importaciones chinas por parte de Trump en 2017 o, incluso, de forma simbólica, en la segunda llegada al poder de Trump en enero de 2025. Pero la fecha que elijamos no cambia las características esenciales de la Globalización II.

Durante este tiempo, Estados Unidos, el Reino Unido y el resto del mundo rico experimentaron un crecimiento, pero a tasas que, en comparación con los países asiáticos, fueron bastante modestas. Entre 1990 y 2020, el PIB real per cápita de Estados Unidos aumentó a una tasa media anual del 1,4% (más lento que en la primera globalización) y el PIB per cápita británico creció solo un 1% anual. Los países poblados y relativamente pobres (pobres, al menos, al inicio de la Globalización II) crecieron mucho más rápido: Tailandia un 3,5% per cápita, India un 4,2%, Vietnam un 5,5% y China a una tasa asombrosa del 8,5%.

El contraste se muestra en las figuras 1 y 2. En la figura 1, que muestra los datos del periodo 1870-1910, todas las partes de la distribución de los países ricos crecieron más rápido que todas las partes de la distribución de los países pobres. En la figura 2, que muestra los datos de 1988-2018, las tasas de crecimiento de todas las partes de la distribución de la renta de China y la India superan a las de todas las partes de la distribución de la renta de Estados Unidos y el Reino Unido.

Esto ha transformado por completo la economía y la geopolítica mundial: la primera, al desplazar el centro de gravedad económico hacia el Pacífico y afectar a la posición relativa de los ingresos de las poblaciones de Occidente y Asia, y la segunda, al convertir a China en un rival serio para la hegemonía estadounidense.

Es innegable que, en las últimas tres décadas, la posición de ingresos globales de amplios sectores de las clases medias y trabajadoras occidentales ha empeorado. Esto ha sido especialmente dramático en los países occidentales que no han crecido; por ejemplo, el decil de ingresos más bajo de Italia cayó del percentil 73 al 55 a nivel mundial entre 1988 y 2018. En Estados Unidos, los dos deciles inferiores retrocedieron en su posición mundial, aunque las caídas fueron menores (7 y 4 puntos porcentuales, respectivamente) que las de Italia. Además, las clases medias occidentales salieron perdiendo en comparación con sus propios compatriotas situados en la cima de las respectivas distribuciones de sus países. Las clases medias occidentales fueron, por tanto, doblemente perdedoras: frente a las clases medias asiáticas en rápido ascenso y frente a sus compatriotas mucho más ricos. Metafóricamente, se las puede ver atrapadas entre ambos.

A diferencia de lo que ocurrió durante la primera globalización, la desigualdad mundial disminuyó durante la segunda, impulsada por las altas tasas de crecimiento de los grandes países asiáticos. Sin embargo, dentro de las naciones, la desigualdad aumentó en general. Esto fue más evidente en China, donde el coeficiente de Gini, una medida común de la desigualdad, casi se duplicó tras las reformas liberales. Lo mismo ocurrió en la India. La figura 2 muestra que el crecimiento de los ingresos de los indios y chinos ricos superó al de los pobres de sus países. Pero la desigualdad también aumentó en los países desarrollados, primero con las reformas de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, cuyos efectos continuaron incluso durante los gobiernos de Tony Blair y Bill Clinton, para finalmente estabilizarse en la segunda década de este siglo.




En resumen, la primera globalización vio el auge de Occidente, la segunda el auge de Asia; la primera condujo a un aumento de las desigualdades entre países, la segunda a su disminución. Ambas globalizaciones tendieron a aumentar las desigualdades dentro de las naciones. La desigualdad en las tasas de crecimiento de los países durante la Globalización I situó a la mayoría de la población occidental en la cima de la pirámide de ingresos mundial. Rara vez se reconoce lo alto que estaban incluso los deciles pobres de los países ricos en la distribución mundial de los ingresos. El economista Paul Collier, en su libro El futuro del capitalismo, escribe con nostalgia sobre la época en que los trabajadores ingleses estaban en la cima del mundo. Pero para que ellos se sintieran en lo alto, alguien tenía que sentirse en el fondo.

La segunda globalización expulsó a algunas de las clases medias occidentales de estas posiciones privilegiadas y provocó una gran redistribución de los ingresos, al ser superadas por una Asia en auge. Este declive relativamente imperceptible se produjo junto con otro mucho más perceptible de las clases medias occidentales con respecto a sus propias élites nacionales. Esta circunstancia provocó un descontento político que se reflejó en el auge de líderes y partidos populistas.

Por último, cabe señalar que la convergencia de los ingresos mundiales no se extendió a África, que siguió su camino de declive relativo. Si esto no cambia —y la probabilidad de que cambie parece baja—, el declive relativo de África, en las próximas décadas, revertirá las fuerzas que actualmente empujan la desigualdad mundial hacia abajo y dará paso a una nueva era de aumento de la desigualdad mundial.

Una coalición de intereses improbable

Lo que quizá no se percibió al comienzo de la Globalización II, pero que se hizo cada vez más evidente a medida que avanzaba, fue la alianza de intereses entre los sectores más ricos del mundo occidental y las masas pobres del Sur global. A primera vista, este vínculo parece extraño, ya que ambos grupos no tienen casi nada en común, ni en cuanto a educación, ni en cuanto a origen o a ingresos. Se trató de una alianza tácita, que ninguna de las partes percibió plenamente hasta que se hizo evidente.

La globalización empoderó a los ricos de los países desarrollados mediante cambios en su estructura económica interna: reducción de impuestos, desregulación y privatización, pero también les brindó la capacidad de trasladar la producción local a lugares donde los salarios eran mucho más bajos. La sustitución de la mano de obra nacional por mano de obra extranjera barata enriqueció aún más a los propietarios del capital y a los empresarios del Norte global. También permitió a los trabajadores del Sur global conseguir empleos mejor remunerados y escapar del subempleo crónico.

Los perdedores en todo esto fueron los trabajadores de clase media de los países desarrollados, que fueron sustituidos por mano de obra mucho más barata procedente del Sur global. Por lo tanto, no es de extrañar que el Norte global se desindustrializara, no solo como resultado de la automatización y la creciente importancia de los servicios en la producción nacional en general, sino también debido al hecho de que gran parte de la actividad industrial se trasladó a lugares donde podía realizarse de forma más barata. No es de extrañar que Asia Oriental se convirtiera en el nuevo taller del mundo.

Esta particular coalición de intereses se pasó por alto en el pensamiento original sobre la globalización. De hecho, se creía que la globalización sería perjudicial para las grandes masas trabajadoras del Sur global, que serían explotadas aún más que antes. Muchas personas cometieron este error basándose en los acontecimientos de la Globalización I, que efectivamente condujo a la desindustrialización de la India y al empobrecimiento de las poblaciones de China y África. Durante esta época, China estaba prácticamente gobernada por comerciantes extranjeros, y en África los agricultores perdieron el control de la tierra, que habían trabajado colectivamente desde tiempos inmemoriales. La falta de tierras los empobreció aún más. Así pues, la primera globalización tuvo efectivamente un efecto muy negativo en la mayor parte del Sur global. Pero no fue así en la Globalización II, que trajo una relativa mejora salarial y mayor oferta de empleo para gran parte del Sur global.

Por supuesto, también es cierto que la duración de la jornada laboral y las condiciones de trabajo en el Sur global a menudo eran muy difíciles y seguían siendo mucho peores que las de los trabajadores del Norte. Las quejas de los trabajadores sobre el horario 996 (trabajar de 9 de la mañana a 9 de la noche, seis días a la semana) no son exclusivas de China, sino que son una realidad en gran parte del mundo en desarrollo. Pero estas malas condiciones representaban una mejora con respecto a lo que había antes y se aceptaban como tales.

Incluso cuando los críticos contemporáneos de la Globalización II estuvieron errados al afirmar que la nueva globalización significaría un deterioro para la situación económica de las grandes masas del Sur global —en lugar de ello, como hemos visto, perjudicó a las clases medias del Norte global—, tuvieron razón en cuanto a quiénes se beneficiarían más de estos cambios: los ricos de todo el mundo.

Neoliberalismo nacional vs. neoliberalismo internacional

Cuando hablamos de neoliberalismo debemos hacer una importante distinción analítica entre, por un lado, las políticas nacionales de neoliberalismo y, por otro, las políticas neoliberales internacionales. El primer tipo incluye el paquete habitual de reducción de impuestos, desregulación, privatización y un retroceso general del Estado. El segundo tipo consiste en la reducción de los aranceles y las restricciones cuantitativas y, por lo tanto, en la promoción del libre comercio en general, así como en la flexibilidad de los tipos de cambio y la libre circulación de capitales, tecnología, bienes y servicios. La mano de obra siempre se trató de forma diferente, es decir, su movimiento nunca fue tan libre como el del capital, aunque su movilidad global era una de las aspiraciones del modelo.

Esta distinción analítica es especialmente importante para comprender a China y para averiguar qué nos depara la segunda administración de Trump. Deja claro de inmediato que China no siguió los preceptos del neoliberalismo en sus políticas internas, mientras que sí lo hizo en su mayoría en sus relaciones económicas internacionales. Eso distingue a China de muchos otros países desarrollados y en desarrollo que se tomaron muy en serio tanto la parte interna como la internacional de la globalización. A partir de la década de 1980, Estados Unidos inició el giro neoliberal, que no se limitó a las políticas internas, sino que abarcó la reducción de los aranceles, la creación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y el aumento de las inversiones extranjeras entrantes y salientes. Lo mismo ocurrió con la Unión Europea. También fue el caso de Rusia y los antiguos países comunistas.

El único gran resistente fue China. Solo este país mantuvo un papel importante para el Estado, que siguió siendo el actor preponderante en el sector financiero y en industrias clave como el acero, la electricidad, la fabricación de automóviles y las infraestructuras en general. Aún más importante, el Estado siguió siendo poderoso en la formulación de políticas y mantuvo lo que Vladimir Lenin denominó los «altos mandos» de la economía. Estas políticas chinas, especialmente bajo Xi Jinping, pueden entenderse mejor como algo similar a la Nueva Política Económica de Lenin. Bajo las reglas de estos regímenes, el Estado permite que el sector capitalista se expanda en los sectores menos importantes pero mantiene el control sobre las partes fundamentales de la economía y toma las decisiones clave que tienen que ver con el desarrollo tecnológico. El Estado chino ha participado activamente en el desarrollo de las tecnologías de punta en la actualidad, como la tecnología verde, los coches eléctricos, la exploración espacial y, más recientemente, la inteligencia artificial y la aviónica.

Esa implicación ha ido desde simples incentivos en forma de reducciones fiscales hasta presiones más directas, en las que se dice a las empresas privadas lo que deben hacer si quieren mantener buenas relaciones con el Gobierno. Un ejemplo evidente de la diferencia de poder entre el Estado y el sector privado se puso de manifiesto en 2020, cuando el gobierno canceló la que habría sido la mayor salida a bolsa de la historia, la de Ant Group, filial de Alibaba, que le habría permitido expandirse al sector fintech, en gran medida no regulado.

Por lo tanto, cuando hablamos del éxito de la globalización en la reducción de la pobreza y el aumento del crecimiento en muchos países asiáticos, especialmente en China, debemos tener muy presente la distinción entre políticas nacionales e internacionales. Se podría argumentar que el éxito de China se debe precisamente a su capacidad para combinar estas dos partes de una manera única, que ha dejado intacto en gran medida el poder del gobierno a nivel nacional al tiempo que ha permitido que las ventajas del comercio se aprovechen al máximo para sacar partido de sus puntos fuertes. Esa estrategia concreta podría funcionar bien también en otros países grandes, como la India o Indonesia. Sin embargo, tiene claras limitaciones en los países pequeños, ya que carecen de economías de escala y, lo que es quizás más importante, no tienen el mismo poder de negociación con el capital extranjero que permitió a China beneficiarse de importantes transferencias tecnológicas de los países más desarrollados.

Trump, sentencia de muerte para la segunda globalización

La ola internacional de globalización que comenzó hace más de treinta años está llegando a su fin. En los últimos años se ha asistido a un aumento de los aranceles por parte de Estados Unidos y la Unión Europea; la creación de bloques comerciales; fuertes restricciones a la transferencia de tecnología a China, Rusia, Irán y otros países «hostiles»; el uso de la coacción económica, incluidas las prohibiciones de importación y las sanciones financieras; severas restricciones a la inmigración y, por último, políticas industriales con la subvención implícita de los productores nacionales.

Si los principales actores —es decir, Estados Unidos y la Unión Europea— se apartan del régimen comercial neoliberal ortodoxo, las organizaciones transnacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial no podrán seguir predicando al resto del mundo los preceptos habituales de la política de Washington. Por lo tanto, estamos entrando en un nuevo mundo de políticas comerciales y económicas exteriores específicas para cada nación y región, alejándonos del universalismo y el internacionalismo y acercándonos al neomercantilismo.

Trump encaja casi a la perfección en ese molde. Le encanta el mercantilismo y considera la política económica exterior como una herramienta para obtener todo tipo de concesiones, a veces totalmente ajenas a la economía en sentido estricto, como su amenaza de imponer aranceles a Dinamarca si se niega a ceder Groenlandia. Quizás todo sea solo bravuconería. Sin embargo, esto demuestra la opinión de Trump de que las amenazas económicas y la coacción deben utilizarse como herramientas políticas. Estas políticas fragmentarán aún más el espacio económico mundial. El objetivo de Washington es frenar el ascenso de China y reducir la capacidad del Estado chino para desarrollar nuevas tecnologías que puedan utilizarse no solo con fines económicos, sino también militares.

Sin embargo, por otro lado, la parte nacional del paquete neoliberal estándar solo se verá reforzada bajo Trump. Esto ya se aprecia en sus intenciones de reducir los impuestos sobre la renta de las personas físicas, desregular prácticamente todo, permitir una mayor explotación de los recursos naturales e impulsar aún más la privatización de las funciones gubernamentales, lo que supone, en esencia, redoblar todos los preceptos nacionales del neoliberalismo. Así, nos encontraríamos ante una contradicción solo en apariencia: un aumento del mercantilismo a nivel internacional y un aumento del neoliberalismo a nivel nacional, es decir, la combinación opuesta a las políticas de China.

Algunos economistas, citando ejemplos históricos, creen que las políticas mercantilistas deben ir necesariamente acompañadas de políticas de mayor control y regulación estatal a nivel nacional. Pero ese no es el caso del nuevo gobierno de Estados Unidos. La nueva combinación que promueve Trump —una inmigración estrictamente controlada junto con un neoliberalismo interno extremo y mercantilismo en el exterior— probablemente resulte atractiva para muchas personas en Francia, Italia y Alemania.

El mundo está entrando así en una nueva era en la que los países ricos seguirán una política inusual de doble cara: abandono de la globalización neoliberal en el ámbito internacional e impulso decidido de un proyecto neoliberal en el plano doméstico.


Fuente: JACOBIN

lunes, 26 de mayo de 2025

La explícita estrategia de los nuevos fascistas

 

 Entrevista de Facundo Iglesia  
      Periodista argentino que escribe en la revista crisis y en Buenos Aires Herald.

 a Steven Forti   
        Historiador italiano. Doctor en Historia y profesor en la Universidad Autónoma de Barcelona.


El historiador italiano anticipó el ascenso global de los ultras en su libro "Extrema derecha 2.0", publicado en 2021. Allí propuso ese término para describir una nueva derecha radical, moderna, tecnológicamente articulada y peligrosa para la democracia. Con el avance de líderes que calzan en esa descripción —incluida una segunda victoria de Trump y gobiernos autoritarios en varios países—, su análisis ganó vigencia y el libro fue reeditado. Hoy cuenta cómo es la estrategia que copian los seguidores del republicano.




     El advenimiento de la ultraderecha a nivel global tomó por sorpresa a gran parte del mundo académico, que tuvo que salir a los tumbos a inventar nuevos conceptos para entender el fenómeno. No es el caso del historiador italiano Steven Forti que ya en 2021 publicó Extrema derecha 2.0. Qué es y cómo combatirla (Siglo XXI), libro por el que, según dice, lo llamaron “exagerado”. Apenas cuatro años después, tras la segunda victoria de Donald Trump en Estados Unidos y con los ultras gobernando muchas naciones del mundo, incluyendo la nuestra, Siglo XXI reeditó la obra de Forti con el subtítulo Cómo combatir la normalización global de las ideas ultraderechistas.

Doctor en Historia y profesor titular en la Universidad Autónoma de Barcelona, Forti acuñó el término “ultraderecha 2.0” porque, dice, las nociones de populismo o fascismo ya no lograban captar la novedad de una derecha promovida por tecnomagnates, apoyada en poderosas redes transnacionales, que habla el lenguaje de las redes sociales y no tiene empacho en citar a revolucionarios como Vladmir Lenin o Antonio Gramsci. Su objetivo es corroer la democracia desde adentro. Y, en países tan disímiles como El Salvador y Hungría, ya lo está logrando con estrategias casi calcadas. “No es el neoliberalismo como se planteó en los tiempos de Thatcher y Reagan, sino que es una aceleración. Mucho más bruta, mucho más explícita, mucho más autoritaria y antidemocrática”, adelanta.

En su paso por Buenos Aires, que no visitaba desde 2023 y en la que encontró un espiralado aumento de los precios, de la presencia policial en las protestas y de la polarización política, Forti se sentó a conversar con crisis en la sede de Siglo XXI en Palermo sobre el mundo que sueña la ultraderecha.




Hablás de secuestro semántico y parasitismo ideológico cuando te referís a Steve Bannon, el ex asesor de Trump, citando a Lenin y al hecho de que gran parte de la ultraderecha recupere a Gramsci. ¿Ves solo apropiación, o hay también un real ánimo rupturista al tomar a estos pensadores que quizá hoy la izquierda no sabe cómo encauzar?

Se juntan las dos cosas. Por un lado, hay algo que explicó muy bien Pablo Stefanoni en el libro que sacó hace cuatro años, sobre esta voluntad de presentarse como rebeldes, antisistema, provocadores, transgresores. El caso de Milei es paradigmático. Por otro lado, hay, en el parasitismo ideológico y el secuestro semántico, la voluntad de salir de los marcos y de los encasillamientos tradicionales. De deslumbrar. Pero son apropiaciones instrumentales, eso también tenemos que aclararlo: no es que Bannon sea leninista o que Agustín Laje sea gramsciano. Se trata de romper la baraja y de complicar más la interpretación de lo que es la izquierda y la derecha. Creo que es una cuestión muy importante porque hay, por ejemplo, líderes de extrema derecha que dicen “nosotros no somos de izquierda ni de derecha”.

¿No ves, entonces, una voluntad de ir contra el Estado “a la Lenin”?

Milei, en su campaña electoral, blandía la motosierra, decía “voy a destruir el Estado porque me da asco pisar algo público”. Pero al mismo tiempo, hay una toma del Estado. Se quiere controlar la máquina administrativa, quitándole recursos al gasto social, a la política de la DEI (Diversidad, Equidad e Inclusión, para que las empresas y el gobierno contraten personas de grupos étnicos y géneros diversos). Mientras, el securitismo está muy presente. Y luego, añadiría otro elemento importante. En algunos casos, este parasitismo ideológico no es solo tomar símbolos de izquierda, sino que también atañe a cuestiones que están en el debate público como el feminismo y el ambientalismo, inclusive los derechos LGTBI, según qué latitud y qué país. Entonces, ahí tenemos el femonacionalismo, el ecofascismo y el patriotismo verde. ¿Por qué entonces hacen estos intentos de secuestro semántico sobre estas cuestiones centrales? Para no quedarse fuera de juego.

Trump 2.0 y el futuro

En 2024, un Donald Trump derrotado en 2021, condenado por decenas de delitos y con la toma del Capitolio en su haber, volvió empoderado a la Casa Blanca. El Trump 2.0 parece decidido a hacer todo lo que su encarnación de 2016 no pudo o no supo. Y esta vez, está acompañado del tecnomagnate Elon Musk, que cuenta con su propio ministerio: el Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), dedicado al desarme del Estado. Mientras, el exasesor ultranacionalista del republicano, Steve Bannon, está fuera del gobierno pero influyendo fuertemente al movimiento MAGA.

Hay quienes creen que la tensión interna entre el tecnofeudalismo de Musk y el nacionalismo de Bannon puede conducir a una ruptura al interior del trumpismo. Sin embargo, Forti opina que se está “sobrevalorando la tensión interna del movimiento MAGA”, probablemente agitada por un Bannon que está de capa caída, y que la topadora Trump goza de buena salud en su cruzada contra los derechos sociales y la democracia. “No cabe ninguna duda de que hay tensiones porque son posturas contradictorias, pero eso no impide que no pueda mantenerse ese bloque social y esa alianza”, afirma. “A todo el bloque social trumpista lo une una visión apocalíptica y distópica del futuro: tanto el nacionalismo religioso como el aceleracionismo de los tecno-bros o tecno-cesaristas, así como las posiciones libertarias y los mal llamados nacional-populistas, que representaría Bannon, conciben una visión de apocalipsis”.

¿Y te parece que hay algo valioso en alguno de esos polos? Se escucha al peronismo conservador reivindicar a Bannon y a veces Musk parece hablar el mismo idioma que ciertos aceleracionistas de izquierda.

Es evidente que se tiene siempre que estudiar el enemigo. Y aprender si se puede de sus estrategias políticas, de cómo consiguen conectar con las masas o ganar elecciones, o normalizar su discurso para ser hegemónicos. Dicho esto, a mí me parece que justamente los dos casos que tú mencionabas me parecen un error estratégico y un suicidio político y moral. Es decir, si lo que queremos copiar de las de las extremas derechas es una postura nacionalista exacerbada y una crítica a todo lo que han sido los avances en derechos —el feminismo, los derechos LGTBI, la acogida de inmigrantes, la aceptación de la otredad y la reducción de las desigualdades —le hacemos un flaco favor a la izquierda. No es desde luego una manera de revitalizar las izquierdas, más bien es asfaltar una autopista a las extremas derechas. Y en lo del aceleracionismo: está claro que tenemos que lidiar con los cambios tecnológicos que son rápidos y brutales y tienen un impacto notable. No podemos pensar en vivir de espaldas a las nuevas tecnologías, es como si en los años 30 la izquierda hubiese dicho "no utilizo la radio y el cinematógrafo". El ludismo no va muy lejos. Pero no podemos comprar la manera en que se están concibiendo los cambios en el mundo digital, que es lo que lleva adelante la extrema derecha. La izquierda no va a ganarle a la extrema derecha copiando los discursos, las narrativas y las estrategias que utiliza. La izquierda va a ganarle a la extrema derecha si resuelve los problemas estructurales que han permitido a la extrema derecha crecer y conectar con la gente. Es ahí donde se tiene que ir. Ese es el trabajo. Lo otro es el intento de un atajo falso y equivocado.

Se vio en la toma del Capitolio de qué estaba hecho el trumpismo de forma bastante pornográfica, de ese asalto a las instituciones. Se la puede leer en continuidad con lo que se ve en Hungría con Orbán, con el nacimiento de los Estados iliberales. ¿Cómo imaginás ese futuro en países donde la ultraderecha llegó al poder?

El camino está muy claro: es el de una autocracia electoral, un régimen que no es totalitario de partido único, sino que es autoritario con atisbos de democraticidad. Entonces, se celebran elecciones pero no son justas ni libres. Las cartas están marcadas y las reglas del juego se pueden cambiar según los intereses de quien está en el gobierno, el pluralismo informativo va poco a poco desapareciendo y aparecen la mano dura, los recortes de derechos, la separación de poderes está muy debilitada. Ese es el modelo. Y esto se ha conseguido implantar con éxito en Hungría, se intentó en Polonia y se llegó a medias y luego hubo una derrota electoral de la ultraderecha. Es lo que hizo Bukele en El Salvador, es lo que está intentando hacer Netanyahu en Israel. Eso es lo que a su manera también ha intentado hacer y en parte ha conseguido Modi en la India. Es lo que está intentando hacer Meloni en Italia.

¿Meloni también?

No se habla tanto de esto, porque Meloni ha conseguido ser percibida como más moderada desde que llegó al poder. Pero no lo es, sencillamente ha sido pragmática e inteligente. Es decir, hace política y sabía que tenía dos líneas rojas que para consolidarse en Italia no podía traspasar, como sí hizo Salvini en el gobierno de hace 7 años con los Cinco Estrellas: el atlantismo y unas relaciones más o menos cordiales con Bruselas. Pero lo que está haciendo en Italia es una reforma de la Constitución para centralizar el poder en el Ejecutivo, ataques constantes a la Justicia para debilitar la independencia de la magistratura, ocupación manu militari de los medios de comunicación públicos y paralelamente, y gracias a Berlusconi, tiene el control de una parte de los privados. Además, políticas securitarias y de criminalización de las protestas, que es lo mismo que ha hecho Milei sobre todo con Bullrich en el último año. Y recortes en derechos en general para las minorías. El tema de la inmigración está muy muy presente. Y aunque no dice “vamos a prohibir el aborto”, hay un intento de vaciar la ley de legalización del aborto para complicar la vida a quien quiera abortar en diferentes regiones. Es todo esto.

¿Todos convergen hacia ese lugar?

Trump, ¿qué está haciendo desde que ha vuelto al poder? Órdenes ejecutivas que prácticamente centralizan todas las decisiones pasando por alto el Congreso, ataques a la magistratura, inclusive con petición de impeachment a magistrados que critican o intentan bloquear una serie de medidas aprobadas, ataques a la prensa y recortes de derechos brutales: lo de la inmigración está claro, pero todo lo que es el DEI y detenciones en medio de la calle. Además, con esa espectacularización de la deshumanización. ¿Y Milei qué ha ido haciendo este año en Argentina? En parte ha seguido los mismos patrones. Ahora, el sistema político y el sistema de partidos es distinto. Es decir, una cosa es el camino que está marcado y el modelo al cual miran todos. Otra cosa es la posibilidad de aplicarlo y en qué tiempos, teniendo en cuenta el contexto político nacional y el sistema institucional. Entonces, está claro que habrá casos donde se acelera mucho y otros donde hay más resistencias y complicaciones y puede haber también una resistencia más fuerte de la sociedad civil, que es lo que todos al fin y al cabo esperamos de Estados Unidos. Porque los demócratas de momento dicen “los tribunales le pararán los pies”. Bueno, las instituciones pueden bloquear esas derivas, pero solo eso no es suficiente. Es decir, debería haber movilizaciones en las calles, que es lo que en parte también se ha visto más recientemente en Argentina en algunos momentos concretos, relacionado a algunas políticas.

Ese es el modelo.

A mí no me cabe ninguna duda. Y esto lo planteé ya en el libro la primera edición que salió en el 2021 y en ese momento parecía un poco exagerado porque Bukele todavía no había completado el giro, Netanyahu en ese momento estaba fuera del poder y luego volvió. Y hemos visto luego el genocidio en Gaza que que va parejo con esta autocratización y militarización de la sociedad y del Estado. Pues ese es el camino y me parece que lamentablemente, cada año, tenemos más pruebas de ello.

Milei y la Patria Grande reaccionaria

En tu libro marcás tres momentos clave que posibilitan el caldo de cultivo del cual surgen estos nuevos movimientos políticos: 2001 con el atentado las Torres Gemelas, 2008 con la caída de Lehman Brothers y 2015 con la crisis migratoria. Ninguno de esos sucesos transcurre en Latinoamérica. Y yo veo que hay una mirada medio…

Eurocéntrica, en mi visión.

Lo dijiste vos. En América Latina también han habido cuestiones que han marcado, me parece, posibilidades del nacimiento de esta ultraderecha. Tenemos a Bukele y Milei haciendo algunas cuestiones que hoy está replicando Trump. El DOGE de Musk es básicamente la motosierra de Milei. ¿Qué reflexión hacés sobre este eurocentrismo que vos admitís en tu libro? ¿Hay algo que te hubiera gustado tomar del continente?

De América Latina es muy importante un tema. La reacción a lo que había sido el giro de izquierdas de los primeros años 2000. Eso es muy importante ahí. La motosierra se relaciona también con una serie de políticas de inclusión social en los gobiernos de los primeros 15 años del siglo XXI en muchos países de América Latina. Y luego, más recientemente, un elemento a tener en cuenta es la pandemia. En el caso argentino yo creo que es especialmente importante. La experiencia de la pandemia, tanto desde el punto de vista psicológico-emocional para toda la población, pero también desde una mirada socioeconómica para quienes tienen trabajo informal, acaban comprando mucho el relato de Milei.




¿Te parece que Milei es un líder dentro de ese mundo?

No. Milei consigue poner sobre la mesa una serie de elementos. Entonces, está claro que en América Latina, sobre todo entre el 2023 y la actualidad, ha jugado un papel importante. Él se otorga más importancia de la que tiene y yo creo que también se tiene que matizar mucho. Y no me parece que aporte grandes novedades: aporta una radicalidad brutal, tanto en las formas de decir las cosas como en el nivel de lo que está proponiendo en su ultraliberalismo exacerbado. Eso me parece que es el tema que Milei pone de verdad sobre la mesa. Decir "la justicia social es aberrante". Bueno, Thatcher posiblemente en petit comité después de unas copas de vino quizá lo pensaba y te decía: "No, no hay sociedad, hay individuos, there is no alternative". Pero en público no llegaba a decir eso.

Milei dice “la justicia social es aberrante” y consigue apoyo de masas. ¿Qué tan novedoso es el apoyo popular a políticas que en general se disfrazan?

A mí no me parece nada nuevo. Mira, es que entre italianos y argentinos yo creo que nos entendemos. En Italia hemos tenido 30 años de berlusconismo. Thatcher y los Tories tuvieron una hegemonía de décadas. Eran políticas de recortes esas. Hay que matizar dos cosas. Uno, nos equivocaríamos si pensáramos que parte de las familias de rentas bajas no votaron a el neoliberalismo en los años 80 y 90: Thatcher, Berlusconi. Claro que no eran la mayoría, pero había ya un porcentaje de votos que venía de ahí. Y por otro lado, ha habido una transformación del capitalismo. Es decir, es esencialmente la gran mayoría son trabajadores informales. Y aquí vuelvo también otra vez al paralelismo con Italia: en Italia hay un dicho que es “Piove, governo ladro”: “Llueve, gobierno ladrón”. Es decir, que es culpa del gobierno. Salvando las distancias, aquí se percibe algo de eso. Está que cuando eres cuentapropista, no estás sindicalizado y no tienes servicios por parte del Estado que de por sí ya funcionan mal, pues oye, ¿a mí qué coño me importa del Estado? Que se vayan a la mierda. Y ahí encontramos también que la pandemia exacerbó mucho eso. Milei, sin la pandemia, difícilmente hubiese tenido este éxito tan fuerte.

¿Qué hay de novedoso en el uso de redes sociales por parte de la ultraderecha 2.0?

Aquí hay dos temas fundamentales. Uno es el de normalizar ideas extremistas, es decir, mover la ventana de Overton, convertir en aceptables ideas que eran inaceptables hace poco y con eso marcar el debate público. El otro no es instaurar una verdad revelada, sino destruir un consenso mínimo de que existe la verdad. Es decir, volvemos al concepto de posverdad: yo tengo mi verdad, tú tienes la tuya, cada una se basa en sus opiniones y tenemos dos verdades distintas. Eso aumenta la desconfianza, rompe los consensos mínimos de que existe un terreno compartido sobre el cual movernos y pensar la realidad. Esto es sobre todo, entonces es embarrar todo, llenarlo de mierda. Cuando dices que Bill Gates inventó el COVID o que George Soros está liderando un programa de sustitución étnica de la población europea, ¿qué estamos diciendo? Evidentemente, se fortalece la idea de que existen unos enemigos comunes porque detrás de las teorías de la conspiración, de las fake news, en general siempre hay un responsable de que no nos digan la verdad: y al final siempre son los woke, los progres, los globalistas.

¿Y te parece que el progresismo debería dar una discusión en las redes? ¿O que esa batalla es innecesaria?

La esfera digital impacta, tiene la capacidad de marcar los debates públicos. No podemos pensar que lo que pasa en Twitter —sea shitposting, agresividad, etcétera— no tenga un impacto luego en la vida real. Es decir, eso no se queda solo ahí. Esto es indudable. Ahora bien, al mismo tiempo creo que no se puede pensar, por parte de la izquierda, que la lucha se tiene que hacer solo ahí o que esa sea la lucha principal. Y hago un ejemplo concreto: en Serbia llevan 5 meses con unas protestas masivas en las calles que está poniendo patas arriba un gobierno autocrático y sólido como el de Vučić. Eso no empezó con lanzar dos tweets con 3 millones de impresiones. Se trata de organizar manifestaciones en la calle y eso está marcando luego el debate público en Serbia y se traslada al mundo digital, porque evidentemente cuando hay vídeos de 300.000 personas o 1 millón en las calles de Belgrado, evidentemente hay una interrelación con la territorialidad. ¿Qué quiero decir con esto? Que no podemos pensar que hay que abandonar las redes, pero la estrategia de la izquierda tampoco puede centrarse en las redes y vivir solo de lo comunicacional. Hay que ir a los temas estructurales, las movilizaciones, crear redes desde abajo, que son fundamentales para la izquierda. Mucho más que para la derecha.

Fuente: crisis