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viernes, 13 de junio de 2025

Las guerras de género: una estrategia de poder

 

 Por Nuria Alabao   
      Periodista y doctora en Antropología Social. Investigadora de la Universitat de Barcelona especialista en el tratamiento de las cuestiones de género en las nuevas extremas derechas.

Las guerras de género constituyen herramientas altamente funcionales para lograr o sostener gobiernos, generar coaliciones o articular movimientos sociales de carácter reaccionario



El artículo que sigue es un fragmento adaptado de Las guerras de género. La política sexual de las derechas radicales, de Nuria Alabao.





     Las transformaciones en las relaciones de género desde los años setenta fueron uno de los elementos centrales del cambio en valores que consiguieron transformar algunas sociedades de manera radical. El movimiento de mujeres y las guerras culturales que desencadenaron estuvieron inextricablemente unidas. Las cuestiones relacionadas con el aborto, pero también con las disidencias sexuales —la homosexualidad, el SIDA y la reacción conservadora a los derechos de los homosexuales—, formaron parte de aquellas confrontaciones que se han prolongado hasta nuestros días[1].

Hoy hablamos de guerras de género como una especificidad de las guerras culturales que hace referencia a los conflictos políticos y culturales centrados en cuestiones de género y sexualidad, donde diferentes grupos e ideologías compiten por influir en las normas, las políticas y las percepciones públicas relacionadas con la identidad de género, la expresión de género, y los derechos sexuales. Estas contiendas se producen alrededor de temas como los derechos de las mujeres y las disidencias sexuales, la igualdad de género, el aborto, la educación sexual, y la representación de género en los medios y la cultura popular, e incluso podríamos hablar aquí de los debates sobre la violencia de género.


Manifestación del 8M de 2018 en Granada.

Estos conflictos giran alrededor de las luchas por el poder, la igualdad y el reconocimiento en un mundo que sigue redefiniendo lo que significa el género en el siglo XXI. Las guerras de género pueden ser funcionales a la lucha por el poder político de partidos y otros actores de la democracia representativa, pero pueden participar en ellas una miríada de actores diversos, algunos institucionales y otros movimentistas.

Las guerras de género son impulsadas muchas veces como reacción a cambios sociales y culturales que desafían las concepciones tradicionales de género y sexualidad. Pero no hay que olvidar que estos conflictos a menudo se convierten en campos de batalla que implican luchas más amplias por el poder, la autoridad moral y el control social, que reflejan posiciones políticas centrales para determinados actores[2]. Por tanto, en ellas no solo está en juego la lucha por determinados derechos y o medidas de reconocimiento simbólico, sino una lucha por el poder determinados proyectos políticos.

No deberíamos analizar estas cuestiones, pues, como si únicamente constituyesen una herramienta de agitación —aunque sin duda este aspecto es muy relevante— sino que se deben contemplar como parte central del proyecto político de muchos de estos actores antigénero: defender el orden de género tradicional sirve para apuntalar el actual régimen de desigualdad. Podemos hablar aquí entonces de cómo el género y la sexualidad tienen esta doble cualidad: pueden ser centrales para el proyecto de las derechas radicales pero también son usados profusamente de manera táctica[3]. Esto último, además, constituye un hecho definitorio de la propia evolución de estas derechas, en lo que reside buena parte de su «radicalización».


El líder de Vox, Santiago Abascal, en una concentración en Madrid en marzo de 2022.

Las guerras de género se convierten así en herramientas altamente funcionales para lograr o sostener gobiernos, generar coaliciones —entre religión y política o entre distintas religiones— o articular movimientos sociales de carácter reaccionario. Las cuestiones de género son óptimas a la hora de movilizar y agitar socialmente en momentos de desafección política. La sexualidad sirve porque permite construir fantasmas, crear apasionadas contiendas que desvían la atención de este mundo que se desmorona, generar identidad, condensar miedos y construir sobre las inseguridades vitales una dirección para vidas sin demasiado sentido, sobre todo colectivo.

De hecho, las cuestiones de género crean comunidades afectivas sobre las que sostenerse, y esto no se refiere únicamente a las comunidades formadas por disidencias sexuales o feministas sino también a las contrarias, a las que se construyen por oposición que también delimitan un nosotros. Este tipo de materias permiten construir un propósito social, un orden, una guía moral. El «odio» puede ser una cuestión identitaria. Pero ¿qué elementos están en juego en esta temática que concita una reacción tan visceral por parte de los actores ultras y, en general, de todo el espectro político?


Pánico moral


Las guerras de género no son nuevas. Gayle Rubin ya las describía en los años setenta como confrontaciones públicas donde las definiciones y valoraciones sobre las conductas sexuales eran objeto de luchas encarnizadas entre «los principales productores de ideología sexual —las iglesias, la familia, los medios de comunicación pública y los psiquiatras—» y los grupos contra los que se dirigen estas confrontaciones[4] (fundamentalmente los activistas). Para Rubin, estos eran los «momentos políticos» del sexo, en los que las pasiones desatadas relativas a cuestiones morales eran canalizadas hacia la acción política y de allí al cambio social.

Ejemplos históricos de estos «pánicos morales» se reconocen en la historia desde el origen de la Modernidad. Así, la histeria ante la esclavitud sexual blanca —la «trata de blancas»— de la década de 1880, las campañas anti-homosexuales de los años cincuenta o el pánico a la pornografía infantil de finales de la década de 1970, que ya intentaban vincular a los homosexuales con la pederastia[5].

El concepto de «pánico moral» fue utilizado por primera vez en relación con la cuestión homosexual[6] y es probablemente el ámbito en el que se han producido más campañas de este tipo. Pánicos morales son también los que se desataron contra la pornografía o la prostitución en los años ochenta del siglo XX por parte de la Nueva derecha, con ayuda de un sector del feminismo y que se denominaron «sex wars». En cualquier caso, como explica Jeffrey Weeks:


El pánico moral cristaliza temores y ansiedades muy extendidos y, a menudo, se enfrenta a ellos, no buscando las causas reales de los problemas y las características que muestran, sino desplazándolos a los «tipos diabólicos» de algún grupo social concreto —a menudo los «inmorales» o los «degenerados»—. La sexualidad ha jugado un papel particularmente importante en esos pánicos, y los «desviados» sexuales han sido los chivos expiatorios omnipresentes.[7]

Las actividades sexuales tienen la capacidad de condensar significantes relacionados con temores personales y sociales con los que no tienen por qué guardar relación intrínseca. Durante el estallido del pánico moral esos temores pueden relacionarse con alguna actividad o población sexual excluida o «marginal», consecuencia del sistema de estratificación sexual que organiza nuestro orden de género y proporciona blancos fáciles sobre colectivos sociales que, por lo general, carecen de herramientas para poder defenderse. El estigma contra los disidentes sexuales o las prostitutas los convierten en chivos expiatorios predilectos y moralmente indefendibles.

Este mecanismo opera normalmente de acuerdo con la siguiente secuencia: los medios de comunicación se indignan, la gente se comporta como una turba enfurecida, se activa a la policía y el Estado promulga leyes nuevas[8]. El pánico moral tiene consecuencias a dos niveles: la población objeto del mismo es la que más sufre, pero los cambios sociales y legales afectan al conjunto de la población[9].

En algunos ejemplos recientes se observa como la cuestión de la homosexualidad o la identidad de género son elementos centrales de esta tecnología del miedo. Así, hay municipios que se declaran «Zonas libres de personas LGTB» en Polonia, se despliega la campaña «contra el borrado de las mujeres» —lanzada en España desde un sector del feminismo transexcluyente para tratar de frenar la ley de autodeterminación de género— o se promulgan distintas leyes que prohíben hablar de homosexualidad a los niños en Hungría, Rusia y en algunos estados de EE. UU., como Florida.

Para activar estas campañas es necesario fabricar víctimas, al menos en el plano discursivo, lo que permite justificar las reacciones, ya sea en forma de nuevas leyes punitivas, de restricción de derechos o tratando de impedir avances legislativos. Como señala Rubin, por medio de la construcción de la víctima, cuestiones como la expresión de las disidencias sexuales, la prostitución, el porno o la educación sexual en las escuelas acaban por mostrarse como amenazas a la salud, la seguridad, las mujeres, los niños, la seguridad nacional, la familia o la civilización misma[10].

Las extremas derechas actuales son expertas en este tipo de instrumentación: emplean el escándalo, se mueven en los entretelones de los medios y de las presuntos «afectados», construyen a las víctimas —a menudo muy alejadas de las personas que realmente están en posiciones de mayor vulnerabilidad social— y se victimizan a sí mismos. De este modo, logran uno de los principales efectos buscados en las guerras culturales y logran invertir los términos del debate: las disidencias sexuales, que precisamente en un primer momento se unen para contrarrestar su posición de rechazo social, se convierten en poderosos lobbies que cancelan o censuran la libertad de expresión.

Las víctimas privilegiadas de la derecha son siempre los niños; y en relación con la infancia, la propia institución de la familia, siempre vinculada al «orden natural o divino inscrito en los sexos»; también, últimamente, las mujeres y su seguridad. Un buen ejemplo de esto son las «guerras de los baños» lanzadas contra las personas trans para que no puedan usar los lavabos que corresponden con su género[11]. En países de medio mundo, este tipo de narrativas se vinculan a la homosexualidad y a la pederastia. Este argumento recurrente muta hasta encontrarse con las virulentas guerras contra la adopción de parejas homosexuales o la educación sexual e igualitaria, esa que «sexualiza a nuestros pequeños» o «los deja a merced de los pederastas»,[12] al tiempo que la familia se disuelve junto con la autoridad paterna, mientras todo es crimen y caos a nuestro alrededor.

En este marco encajan también la mayoría de los ataques que se lanzan contra la «ideología de género» o los discursos con los que se defienden las prohibiciones del aborto en muchos países, especialmente en aquellos lugares donde este derecho está conquistando algo de terreno, como América Latina. De hecho, el antiabortismo es uno de los aglutinantes de la derecha radical a nivel internacional y el punto de apoyo de una lucha ideológica mucho más amplia y absolutamente decisiva: el grado de autonomía y de libertad sobre la capacidad reproductiva de las mujeres, que no sean obligadas a parir o ser madres, afecta al estatus social de todas las mujeres, aborten o no[13].


Sexualidad y estructura social


Sin embargo, hablar de género hoy implica ampliar algo la perspectiva. Los pánicos morales no se lanzan solo contra los homosexuales y la «degeneración sexual», sino contra todas las personas que promueven la desestabilización del orden de jerarquías entre hombres y mujeres. Si bien el enemigo se amplía, el mecanismo es parecido. La política atraviesa aquí las cuestiones del sexo y del cuerpo de una manera radical. Pero es importante detectar también las tendencias subyacentes.

Bajo la pantalla de los escándalos y los pánicos morales no podemos pasar por alto que, en la mayoría de casos, estas campañas son en reacción a avances concretos, legislativos y políticos, pero también a cambios culturales que difícilmente se pueden detener. El binario de género lleva décadas en proceso de desestabilización, al igual que avanza la secularización de la sociedad, y esto sucede en todo el mundo, no solo en Occidente. Esta es la razón por la que la Iglesia católica se ha activado de manera tan militante desde los años noventa es por y en contra de este mismo proceso. Al tiempo que la sociedad se seculariza, lo religioso tiende a radicalizarse y a convertirse en movimiento militante.

Por eso resulta inevitable preguntarse acerca de la potencia de estas guerras de género hoy y de su capacidad de detener o bloquear derechos sobre la base de construir un poder político. Justo ahora asistimos a un evidente momento de involución, tal y como se ha visto con la aprobación de legislaciones sobre el aborto en EE. UU. En 2022, cuarenta años después de la histórica sentencia Roe versus Wade de 1973, que legalizó de facto el aborto en ese país, el Tribunal Supremo de Estados Unidos la anuló. No obstante, la inmensa mayoría de los estadounidenses, un 70%, está en contra de su derogación[14].

Esto da cuenta del increíble poder del lobby antiabortista y el persistente peso de la derecha religiosa en ese país, hasta el extremo de que el estado de Lousiana, por ejemplo, ha intentado equiparar a efectos penales el aborto con un asesinato. Vemos aquí un ejemplo donde minorías influyentes —con dinero, bien situadas políticamente y muy movilizadas— han conseguido retrocesos importantes, mientras mayorías progresistas pero lábiles —no activistas— han sido incapaces de preservar derechos conquistados previamente. A pesar de todo, la inercia cultural del secularismo y de la aceptación social de estos derechos no ha retrocedido. Han ganado la batalla política pero no han cambiado la sociedad.

Existen otros ejemplos en los que la expresión de estos pánicos tiene terribles consecuencias. Es el caso, por ejemplo, del provocado por la llamada «crisis de refugiados», instrumentalizada para desencadenar el terror a la «invasión» de los migrantes, cuyo resultado se ha cifrado en un aumento de apoyo a las opciones de extrema derecha y el crecimiento de las actitudes y las políticas racistas. Las nuevas extremas derechas son realmente eficaces desencadenando y fabricando crisis y alimentándose de las consecuencias de las mismas. Ejemplo paradigmático de ello son los asaltos sexuales en Colonia a principios de 2017, de los cuales se culpó a los refugiados. El caso fue luego instrumentalizado, entre otros, por Marine Le Pen que pidió un referéndum para cerrar las fronteras: «Temo que la crisis migratoria señale el comienzo del fin de los derechos de las mujeres»[15].

La cuestión sexual tiene la capacidad de galvanizar elementos inaprensibles desde un punto de vista racional. Lo sexual es construido como un espacio donde se cruzan el orden reproductivo y el mandato del placer a toda costa del capitalismo tardío, tabús y sacralizaciones diversas, así como miedos de contaminación de la inocencia primigenia representada en la infancia. La cuestión sexual está aferrada de manera inseparable a los elementos culturales que han construido el sexo bien como algo sagrado, bien como un impulso irrefrenable —en el caso de los hombres—, bien como una amenaza encarnada en todos aquellos que desafían el orden reproductivo con sus «desviaciones» consideradas como aberraciones contra lo «natural».

Estas ideas sobre la sexualidad responden a un diseño de siglos dirigido a mantener en la subordinación a las mujeres, a garantizar las líneas sucesorias y las herencias, imprescindibles para la reproducción de las clases y del propio capitalismo. También conectan con el nacionalismo que se articula a partir de cuestiones demográficas y reproductivas: quién tiene derecho a reproducirse y quién no, es decir quién puede pertenecer de pleno derecho a la nación.

Las guerras de género tienen esta doble dimensión: por un lado, impactan en uno de los pilares del orden de género, es decir, de la estructura social y, por el otro, operan como activadores políticos capaces de generar un polo de energía militante en tiempos de cris

is y desafección que las han convertido en extremadamente útiles para la política contemporánea.

Notas:

[1] Rodgers, Daniel, Age of Fracture, Harvard University Press, 2012, p. 146.

[2] Las políticas antigénero como estrategia de poder han sido desarrolladas por Sonia Correa y el Observatorio de Sexualidad y Política en trabajos como Serrano-Amaya, F., Políticas antigénero en América Latina, Género y Política en América Latina, Brasil.

[3] Esta idea está desarrollada por Spierings, N. (2020). Why gender and sexuality are both trivial and pivotal in populist radical right politics. Right-wing populism and gender, 45-64.

[4] Rubin (1986), op. cit., p. 95-145.

[5] Ibídem.

[6] Ver Stan Cohen, Folk Devils and Moral Panics, Londres, MacGibbon & Kee, 1972, p. 9.

[7] Weeks, Jeffrey. Sex, Politics and Society: The Regulation of Sexuality Since 1800, New York. Longman, 1981, p. 19-20.

[8] Rubin (1986), op. cit., p. 95-145.

[9] Véase Spooner, Lysander, Vices Are Not Crimes: A Vindication of Moral Liberty, Cupertino, CA, Tanstaafl Press, 1977, p. 25-29

[10] Quizás se podría hablar aquí de cómo esto se entrecruza con una característica de la política actual –también la de izquierdas– muy centrada en la construcción de la figura de la víctima como principal vía de búsqueda de reconocimiento antes que la generación de conflicto, verdadero motor del cambio social.

[11] En 2016 Carolina del Norte promulgó una ley que impide que las personas trans usen aseos diferentes al sexo que figura en sus certificados de nacimiento y otros quince estados de EE. UU.. discutieron durante esos años proyectos parecidos mientras en institutos e universidades se daban agrias discusiones sobre el uso de esos espacios que trascendieron a los medios de comunicación y ocuparon la conversación política durante meses y que vuelven recurrentemente.

[12] Ver por ejemplo el trabajo de Patrick Wielowiejski, « Identitarian Gais and Threatening Queers, Or: How the Far Right Constructs New Chains of Equivalence», en Dietze, Gabriele & Roth, Julia, Right-Wing Populism and Gender: European Perspectives and Beyond, Alemania, Transcript, 2020, p. 135-147.

[13] Barrientos Violeta y Gimeno Beatriz, «Nuevas perspectivas en el debate sobre el aborto: el aborto libre como derecho», Revista Trasversales, nº 15, septiembre 2009.

[14] Al derogar la ley de 1973 pueden entrar en vigor las restrictivas leyes promulgadas por 26 estados que ya han sido aprobadas pero que permanecían sin efecto y otros estados también podrán aprobar nuevas prohibiciones.

[15] Le Pen, Marine, «Un référendum pour sortir de la crise migratoire», L’Opinion, 13 enero 2016.


Fuente: JACOBIN

lunes, 26 de mayo de 2025

La explícita estrategia de los nuevos fascistas

 

 Entrevista de Facundo Iglesia  
      Periodista argentino que escribe en la revista crisis y en Buenos Aires Herald.

 a Steven Forti   
        Historiador italiano. Doctor en Historia y profesor en la Universidad Autónoma de Barcelona.


El historiador italiano anticipó el ascenso global de los ultras en su libro "Extrema derecha 2.0", publicado en 2021. Allí propuso ese término para describir una nueva derecha radical, moderna, tecnológicamente articulada y peligrosa para la democracia. Con el avance de líderes que calzan en esa descripción —incluida una segunda victoria de Trump y gobiernos autoritarios en varios países—, su análisis ganó vigencia y el libro fue reeditado. Hoy cuenta cómo es la estrategia que copian los seguidores del republicano.




     El advenimiento de la ultraderecha a nivel global tomó por sorpresa a gran parte del mundo académico, que tuvo que salir a los tumbos a inventar nuevos conceptos para entender el fenómeno. No es el caso del historiador italiano Steven Forti que ya en 2021 publicó Extrema derecha 2.0. Qué es y cómo combatirla (Siglo XXI), libro por el que, según dice, lo llamaron “exagerado”. Apenas cuatro años después, tras la segunda victoria de Donald Trump en Estados Unidos y con los ultras gobernando muchas naciones del mundo, incluyendo la nuestra, Siglo XXI reeditó la obra de Forti con el subtítulo Cómo combatir la normalización global de las ideas ultraderechistas.

Doctor en Historia y profesor titular en la Universidad Autónoma de Barcelona, Forti acuñó el término “ultraderecha 2.0” porque, dice, las nociones de populismo o fascismo ya no lograban captar la novedad de una derecha promovida por tecnomagnates, apoyada en poderosas redes transnacionales, que habla el lenguaje de las redes sociales y no tiene empacho en citar a revolucionarios como Vladmir Lenin o Antonio Gramsci. Su objetivo es corroer la democracia desde adentro. Y, en países tan disímiles como El Salvador y Hungría, ya lo está logrando con estrategias casi calcadas. “No es el neoliberalismo como se planteó en los tiempos de Thatcher y Reagan, sino que es una aceleración. Mucho más bruta, mucho más explícita, mucho más autoritaria y antidemocrática”, adelanta.

En su paso por Buenos Aires, que no visitaba desde 2023 y en la que encontró un espiralado aumento de los precios, de la presencia policial en las protestas y de la polarización política, Forti se sentó a conversar con crisis en la sede de Siglo XXI en Palermo sobre el mundo que sueña la ultraderecha.




Hablás de secuestro semántico y parasitismo ideológico cuando te referís a Steve Bannon, el ex asesor de Trump, citando a Lenin y al hecho de que gran parte de la ultraderecha recupere a Gramsci. ¿Ves solo apropiación, o hay también un real ánimo rupturista al tomar a estos pensadores que quizá hoy la izquierda no sabe cómo encauzar?

Se juntan las dos cosas. Por un lado, hay algo que explicó muy bien Pablo Stefanoni en el libro que sacó hace cuatro años, sobre esta voluntad de presentarse como rebeldes, antisistema, provocadores, transgresores. El caso de Milei es paradigmático. Por otro lado, hay, en el parasitismo ideológico y el secuestro semántico, la voluntad de salir de los marcos y de los encasillamientos tradicionales. De deslumbrar. Pero son apropiaciones instrumentales, eso también tenemos que aclararlo: no es que Bannon sea leninista o que Agustín Laje sea gramsciano. Se trata de romper la baraja y de complicar más la interpretación de lo que es la izquierda y la derecha. Creo que es una cuestión muy importante porque hay, por ejemplo, líderes de extrema derecha que dicen “nosotros no somos de izquierda ni de derecha”.

¿No ves, entonces, una voluntad de ir contra el Estado “a la Lenin”?

Milei, en su campaña electoral, blandía la motosierra, decía “voy a destruir el Estado porque me da asco pisar algo público”. Pero al mismo tiempo, hay una toma del Estado. Se quiere controlar la máquina administrativa, quitándole recursos al gasto social, a la política de la DEI (Diversidad, Equidad e Inclusión, para que las empresas y el gobierno contraten personas de grupos étnicos y géneros diversos). Mientras, el securitismo está muy presente. Y luego, añadiría otro elemento importante. En algunos casos, este parasitismo ideológico no es solo tomar símbolos de izquierda, sino que también atañe a cuestiones que están en el debate público como el feminismo y el ambientalismo, inclusive los derechos LGTBI, según qué latitud y qué país. Entonces, ahí tenemos el femonacionalismo, el ecofascismo y el patriotismo verde. ¿Por qué entonces hacen estos intentos de secuestro semántico sobre estas cuestiones centrales? Para no quedarse fuera de juego.

Trump 2.0 y el futuro

En 2024, un Donald Trump derrotado en 2021, condenado por decenas de delitos y con la toma del Capitolio en su haber, volvió empoderado a la Casa Blanca. El Trump 2.0 parece decidido a hacer todo lo que su encarnación de 2016 no pudo o no supo. Y esta vez, está acompañado del tecnomagnate Elon Musk, que cuenta con su propio ministerio: el Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), dedicado al desarme del Estado. Mientras, el exasesor ultranacionalista del republicano, Steve Bannon, está fuera del gobierno pero influyendo fuertemente al movimiento MAGA.

Hay quienes creen que la tensión interna entre el tecnofeudalismo de Musk y el nacionalismo de Bannon puede conducir a una ruptura al interior del trumpismo. Sin embargo, Forti opina que se está “sobrevalorando la tensión interna del movimiento MAGA”, probablemente agitada por un Bannon que está de capa caída, y que la topadora Trump goza de buena salud en su cruzada contra los derechos sociales y la democracia. “No cabe ninguna duda de que hay tensiones porque son posturas contradictorias, pero eso no impide que no pueda mantenerse ese bloque social y esa alianza”, afirma. “A todo el bloque social trumpista lo une una visión apocalíptica y distópica del futuro: tanto el nacionalismo religioso como el aceleracionismo de los tecno-bros o tecno-cesaristas, así como las posiciones libertarias y los mal llamados nacional-populistas, que representaría Bannon, conciben una visión de apocalipsis”.

¿Y te parece que hay algo valioso en alguno de esos polos? Se escucha al peronismo conservador reivindicar a Bannon y a veces Musk parece hablar el mismo idioma que ciertos aceleracionistas de izquierda.

Es evidente que se tiene siempre que estudiar el enemigo. Y aprender si se puede de sus estrategias políticas, de cómo consiguen conectar con las masas o ganar elecciones, o normalizar su discurso para ser hegemónicos. Dicho esto, a mí me parece que justamente los dos casos que tú mencionabas me parecen un error estratégico y un suicidio político y moral. Es decir, si lo que queremos copiar de las de las extremas derechas es una postura nacionalista exacerbada y una crítica a todo lo que han sido los avances en derechos —el feminismo, los derechos LGTBI, la acogida de inmigrantes, la aceptación de la otredad y la reducción de las desigualdades —le hacemos un flaco favor a la izquierda. No es desde luego una manera de revitalizar las izquierdas, más bien es asfaltar una autopista a las extremas derechas. Y en lo del aceleracionismo: está claro que tenemos que lidiar con los cambios tecnológicos que son rápidos y brutales y tienen un impacto notable. No podemos pensar en vivir de espaldas a las nuevas tecnologías, es como si en los años 30 la izquierda hubiese dicho "no utilizo la radio y el cinematógrafo". El ludismo no va muy lejos. Pero no podemos comprar la manera en que se están concibiendo los cambios en el mundo digital, que es lo que lleva adelante la extrema derecha. La izquierda no va a ganarle a la extrema derecha copiando los discursos, las narrativas y las estrategias que utiliza. La izquierda va a ganarle a la extrema derecha si resuelve los problemas estructurales que han permitido a la extrema derecha crecer y conectar con la gente. Es ahí donde se tiene que ir. Ese es el trabajo. Lo otro es el intento de un atajo falso y equivocado.

Se vio en la toma del Capitolio de qué estaba hecho el trumpismo de forma bastante pornográfica, de ese asalto a las instituciones. Se la puede leer en continuidad con lo que se ve en Hungría con Orbán, con el nacimiento de los Estados iliberales. ¿Cómo imaginás ese futuro en países donde la ultraderecha llegó al poder?

El camino está muy claro: es el de una autocracia electoral, un régimen que no es totalitario de partido único, sino que es autoritario con atisbos de democraticidad. Entonces, se celebran elecciones pero no son justas ni libres. Las cartas están marcadas y las reglas del juego se pueden cambiar según los intereses de quien está en el gobierno, el pluralismo informativo va poco a poco desapareciendo y aparecen la mano dura, los recortes de derechos, la separación de poderes está muy debilitada. Ese es el modelo. Y esto se ha conseguido implantar con éxito en Hungría, se intentó en Polonia y se llegó a medias y luego hubo una derrota electoral de la ultraderecha. Es lo que hizo Bukele en El Salvador, es lo que está intentando hacer Netanyahu en Israel. Eso es lo que a su manera también ha intentado hacer y en parte ha conseguido Modi en la India. Es lo que está intentando hacer Meloni en Italia.

¿Meloni también?

No se habla tanto de esto, porque Meloni ha conseguido ser percibida como más moderada desde que llegó al poder. Pero no lo es, sencillamente ha sido pragmática e inteligente. Es decir, hace política y sabía que tenía dos líneas rojas que para consolidarse en Italia no podía traspasar, como sí hizo Salvini en el gobierno de hace 7 años con los Cinco Estrellas: el atlantismo y unas relaciones más o menos cordiales con Bruselas. Pero lo que está haciendo en Italia es una reforma de la Constitución para centralizar el poder en el Ejecutivo, ataques constantes a la Justicia para debilitar la independencia de la magistratura, ocupación manu militari de los medios de comunicación públicos y paralelamente, y gracias a Berlusconi, tiene el control de una parte de los privados. Además, políticas securitarias y de criminalización de las protestas, que es lo mismo que ha hecho Milei sobre todo con Bullrich en el último año. Y recortes en derechos en general para las minorías. El tema de la inmigración está muy muy presente. Y aunque no dice “vamos a prohibir el aborto”, hay un intento de vaciar la ley de legalización del aborto para complicar la vida a quien quiera abortar en diferentes regiones. Es todo esto.

¿Todos convergen hacia ese lugar?

Trump, ¿qué está haciendo desde que ha vuelto al poder? Órdenes ejecutivas que prácticamente centralizan todas las decisiones pasando por alto el Congreso, ataques a la magistratura, inclusive con petición de impeachment a magistrados que critican o intentan bloquear una serie de medidas aprobadas, ataques a la prensa y recortes de derechos brutales: lo de la inmigración está claro, pero todo lo que es el DEI y detenciones en medio de la calle. Además, con esa espectacularización de la deshumanización. ¿Y Milei qué ha ido haciendo este año en Argentina? En parte ha seguido los mismos patrones. Ahora, el sistema político y el sistema de partidos es distinto. Es decir, una cosa es el camino que está marcado y el modelo al cual miran todos. Otra cosa es la posibilidad de aplicarlo y en qué tiempos, teniendo en cuenta el contexto político nacional y el sistema institucional. Entonces, está claro que habrá casos donde se acelera mucho y otros donde hay más resistencias y complicaciones y puede haber también una resistencia más fuerte de la sociedad civil, que es lo que todos al fin y al cabo esperamos de Estados Unidos. Porque los demócratas de momento dicen “los tribunales le pararán los pies”. Bueno, las instituciones pueden bloquear esas derivas, pero solo eso no es suficiente. Es decir, debería haber movilizaciones en las calles, que es lo que en parte también se ha visto más recientemente en Argentina en algunos momentos concretos, relacionado a algunas políticas.

Ese es el modelo.

A mí no me cabe ninguna duda. Y esto lo planteé ya en el libro la primera edición que salió en el 2021 y en ese momento parecía un poco exagerado porque Bukele todavía no había completado el giro, Netanyahu en ese momento estaba fuera del poder y luego volvió. Y hemos visto luego el genocidio en Gaza que que va parejo con esta autocratización y militarización de la sociedad y del Estado. Pues ese es el camino y me parece que lamentablemente, cada año, tenemos más pruebas de ello.

Milei y la Patria Grande reaccionaria

En tu libro marcás tres momentos clave que posibilitan el caldo de cultivo del cual surgen estos nuevos movimientos políticos: 2001 con el atentado las Torres Gemelas, 2008 con la caída de Lehman Brothers y 2015 con la crisis migratoria. Ninguno de esos sucesos transcurre en Latinoamérica. Y yo veo que hay una mirada medio…

Eurocéntrica, en mi visión.

Lo dijiste vos. En América Latina también han habido cuestiones que han marcado, me parece, posibilidades del nacimiento de esta ultraderecha. Tenemos a Bukele y Milei haciendo algunas cuestiones que hoy está replicando Trump. El DOGE de Musk es básicamente la motosierra de Milei. ¿Qué reflexión hacés sobre este eurocentrismo que vos admitís en tu libro? ¿Hay algo que te hubiera gustado tomar del continente?

De América Latina es muy importante un tema. La reacción a lo que había sido el giro de izquierdas de los primeros años 2000. Eso es muy importante ahí. La motosierra se relaciona también con una serie de políticas de inclusión social en los gobiernos de los primeros 15 años del siglo XXI en muchos países de América Latina. Y luego, más recientemente, un elemento a tener en cuenta es la pandemia. En el caso argentino yo creo que es especialmente importante. La experiencia de la pandemia, tanto desde el punto de vista psicológico-emocional para toda la población, pero también desde una mirada socioeconómica para quienes tienen trabajo informal, acaban comprando mucho el relato de Milei.




¿Te parece que Milei es un líder dentro de ese mundo?

No. Milei consigue poner sobre la mesa una serie de elementos. Entonces, está claro que en América Latina, sobre todo entre el 2023 y la actualidad, ha jugado un papel importante. Él se otorga más importancia de la que tiene y yo creo que también se tiene que matizar mucho. Y no me parece que aporte grandes novedades: aporta una radicalidad brutal, tanto en las formas de decir las cosas como en el nivel de lo que está proponiendo en su ultraliberalismo exacerbado. Eso me parece que es el tema que Milei pone de verdad sobre la mesa. Decir "la justicia social es aberrante". Bueno, Thatcher posiblemente en petit comité después de unas copas de vino quizá lo pensaba y te decía: "No, no hay sociedad, hay individuos, there is no alternative". Pero en público no llegaba a decir eso.

Milei dice “la justicia social es aberrante” y consigue apoyo de masas. ¿Qué tan novedoso es el apoyo popular a políticas que en general se disfrazan?

A mí no me parece nada nuevo. Mira, es que entre italianos y argentinos yo creo que nos entendemos. En Italia hemos tenido 30 años de berlusconismo. Thatcher y los Tories tuvieron una hegemonía de décadas. Eran políticas de recortes esas. Hay que matizar dos cosas. Uno, nos equivocaríamos si pensáramos que parte de las familias de rentas bajas no votaron a el neoliberalismo en los años 80 y 90: Thatcher, Berlusconi. Claro que no eran la mayoría, pero había ya un porcentaje de votos que venía de ahí. Y por otro lado, ha habido una transformación del capitalismo. Es decir, es esencialmente la gran mayoría son trabajadores informales. Y aquí vuelvo también otra vez al paralelismo con Italia: en Italia hay un dicho que es “Piove, governo ladro”: “Llueve, gobierno ladrón”. Es decir, que es culpa del gobierno. Salvando las distancias, aquí se percibe algo de eso. Está que cuando eres cuentapropista, no estás sindicalizado y no tienes servicios por parte del Estado que de por sí ya funcionan mal, pues oye, ¿a mí qué coño me importa del Estado? Que se vayan a la mierda. Y ahí encontramos también que la pandemia exacerbó mucho eso. Milei, sin la pandemia, difícilmente hubiese tenido este éxito tan fuerte.

¿Qué hay de novedoso en el uso de redes sociales por parte de la ultraderecha 2.0?

Aquí hay dos temas fundamentales. Uno es el de normalizar ideas extremistas, es decir, mover la ventana de Overton, convertir en aceptables ideas que eran inaceptables hace poco y con eso marcar el debate público. El otro no es instaurar una verdad revelada, sino destruir un consenso mínimo de que existe la verdad. Es decir, volvemos al concepto de posverdad: yo tengo mi verdad, tú tienes la tuya, cada una se basa en sus opiniones y tenemos dos verdades distintas. Eso aumenta la desconfianza, rompe los consensos mínimos de que existe un terreno compartido sobre el cual movernos y pensar la realidad. Esto es sobre todo, entonces es embarrar todo, llenarlo de mierda. Cuando dices que Bill Gates inventó el COVID o que George Soros está liderando un programa de sustitución étnica de la población europea, ¿qué estamos diciendo? Evidentemente, se fortalece la idea de que existen unos enemigos comunes porque detrás de las teorías de la conspiración, de las fake news, en general siempre hay un responsable de que no nos digan la verdad: y al final siempre son los woke, los progres, los globalistas.

¿Y te parece que el progresismo debería dar una discusión en las redes? ¿O que esa batalla es innecesaria?

La esfera digital impacta, tiene la capacidad de marcar los debates públicos. No podemos pensar que lo que pasa en Twitter —sea shitposting, agresividad, etcétera— no tenga un impacto luego en la vida real. Es decir, eso no se queda solo ahí. Esto es indudable. Ahora bien, al mismo tiempo creo que no se puede pensar, por parte de la izquierda, que la lucha se tiene que hacer solo ahí o que esa sea la lucha principal. Y hago un ejemplo concreto: en Serbia llevan 5 meses con unas protestas masivas en las calles que está poniendo patas arriba un gobierno autocrático y sólido como el de Vučić. Eso no empezó con lanzar dos tweets con 3 millones de impresiones. Se trata de organizar manifestaciones en la calle y eso está marcando luego el debate público en Serbia y se traslada al mundo digital, porque evidentemente cuando hay vídeos de 300.000 personas o 1 millón en las calles de Belgrado, evidentemente hay una interrelación con la territorialidad. ¿Qué quiero decir con esto? Que no podemos pensar que hay que abandonar las redes, pero la estrategia de la izquierda tampoco puede centrarse en las redes y vivir solo de lo comunicacional. Hay que ir a los temas estructurales, las movilizaciones, crear redes desde abajo, que son fundamentales para la izquierda. Mucho más que para la derecha.

Fuente: crisis

miércoles, 14 de mayo de 2025

EXTREMA DERECHA - Andrew Mar: “Los datos no ganan al relato en casi ninguna batalla”

 

      Escribe sobre economía en @elsaltodiario.com.


El periodista de The New Yorker pasó tres años investigando a los principales generadores de odio y teorías conspiranoicas de la extrema derecha estadounidense.


Marantz es autor de Antisocial, en la se sumerge en el ecosistema Trumpista y de la extrema derecha en los Estados Unidos.


     Ser un trol, acosar a gente, esparcir bulos y crear medios de extrema derecha para dar alas a esa desinformación o llevar incluso toda esa basura a la sala de prensa del Congreso no lo han inventado ni los UTBHs ni los Negres de turno. Como muchas malas prácticas comunicativas y políticas, viene de Estados Unidos. Leer Antisocial. La extrema derecha y la ‘libertad de expresión’ en internet (Capitán Swing, 2021) te muestra que los trols españoles son copias de lo que hicieron los estadounidenses unos años antes.

Para escribir esta obra y con la intención de conocer cómo funciona ese mundo de los trols, qué les empuja a inventarse información y acosar a gente o por qué las narrativas más locas, racistas y conspiranoicas se estaban viralizando en los Estados Unidos, el periodista de The New Yorker Andrew Marantz bajó a los infiernos de la extrema derecha. Durante sus tres años de investigación, acabó en fiestas proTrump llenas de gente que no escondía su ideología fascista, entrevistó a los principales creadores y difusores de bulos y teorías de la conspiración y entró en las casas de supremacistas blancos para charlar con ellos y sus familias. Todo ello con el aliciente de que Marantz es judío y escribe para un medio que aquí muchos llamarían progre.

El periodista visita Madrid invitado por la sexta edición del Foro de la Cultura 2023 y en El Salto aprovechamos para charlar con él e intentar que dé algún consejo sobre cómo acabar con los imitadores made in Spain de la alt-right estadounidense que toca aguantar aquí.

Tu investigación e inmersión en el mundo trol de la extrema derecha estadounidense se publicó hace tres años. Desde entonces, Trump perdió unas elecciones y hubo un asalto fallido al Capitolio. ¿Crees que esta derrota ha cambiado algo en esa esfera? ¿Se ha tranquilizado la extrema derecha y ya no es tan efectiva sobre la gente o están tomando fuerzas?

Sí que cambió cosas, pero creo que no ha hecho que el problema estructural desaparezca. Cambia la estrategia que utilizan y, por lo tanto, debe cambiar las estrategia para contrarrestarlos. Parte de lo que hace que estos propagandistas online sean tan efectivos, y no me refiero solo a los troles de extrema derecha, sino a cualquiera al que se le dé muy bien la propaganda, es que son capaces de adaptarse muy rápido a las circunstancias cambiantes.

¿Y cuál es esa nueva estrategia?

Si ves el ejemplo del ataque al Capitolio en Estados Unidos o lo que ha pasado hace poco en Brasil, puedes ver que lo que se le da muy bien a estos propagandistas nativos de internet es reformular la narrativa. En cambio, vemos que hay otros que siguen utilizando las mismas narrativas durante 100 años. “Esto es un ataque a nuestras instituciones”, “tenemos que defender la democracia”, etc. Todo lo cual puede ser cierto, pero no capta de la misma manera a las personas en su imaginación emocional. Si ves a Biden de pie en el escenario diciendo: “Cómo te atreves, esto es un ataque a nuestra democracia”, puedes estar de acuerdo o en desacuerdo, pero todo eso sucede en tu cerebro. No tiene ningún control sobre tu corazón, tus emociones y tu imaginación. Mientras que si ves a la gente probando algo nuevo, podrías pensar: “Oh, es una locura lo que están haciendo. Es demasiado extremo”. Pero reformula la narración. Así que esas mismas personas podrían pensar: “Bueno, yo nunca me irrumpiría en el Capitolio, pero permítanme adoptar una posición moderada”, que en esta narrativa significa que realmente necesitamos investigar las irregularidades de las elecciones.

Si tú fueras un nuevo observador, como si llegaras de otro planeta, y vieras a un conservador moderado (entre comillas) de los Estados Unidos tratando de encontrar una posición intermedia después de las elecciones de 2020 diciendo que deberíamos volver a examinar las cosas irregulares que ocurrieron en las elecciones, cuando no hubo nada irregular y ya se ha examinado 50 veces, pensarías que lo que está haciendo no es moderado sino una locura. Pero ahora han conseguido que la posición de poner en duda los resultados electorales parezca moderada porque han reformulado toda la narrativa.




A Trump le banearon en varias redes sociales tras lo ocurrido en el Capitolio. Ahora llega Elon Musk con sus críticas hacia lo que llama la izquierda “woke” y volviendo a abrir las puertas a la extrema derecha y a Trump. ¿Hacia dónde crees que nos puede llevar esto?

Mirando así por encima, Musk tiene un argumento muy simple y sólido. Porque el argumento llamando a favor de la libertad de expresión (entre comillas) siempre va a parecer el más simple y fuerte. Si yo puedo enmarcar el debate en una posición donde puedo decir: “Bueno, yo soy la persona a favor de la libertad de expresión, ¿quién eres tú?”, gano automáticamente. El problema es que no creo que sea el marco correcto. Se puede poner en la posición de decir: “Ey, espera, no. No estoy intentando censurarte ni prohibirte. Solo intento mantener las reglas básicas que acordaste cuando te uniste a esta plataforma”. Cuando Donald Trump o cualquiera se unió a Twitter había reglas que decían: por favor, no utilices esta plataforma para incitar a la violencia o alentar a la gente a matar a personas o iniciar una guerra nuclear o todas esas cosas. Entonces, cuando haces una de esas cosas y alguien se te acerque y te dice: “Disculpe, señor, ¿podría intentar no iniciar una guerra en nuestra plataforma?”. Tú puedes contestar diciendo algo así como “¡Me están censurando! ¡Me están prohibiendo! ¿Qué pasa con la libertad de expresión?”. En esta situación, las personas que están a cargo de la moderación de esas redes sociales acaban pareciendo como lo que nosotros llamamos el monitor de pasillo, que es ese niño que en la escuela tiene que chivarse a los profesores cuando alguien hace algo malo. Y nadie quiere ser ese niño, porque no es guay, no es punki. La posición más punki es la de mandar al carajo todo, derribar los muros y que tengamos libertad de expresión. Y eso es lo que está haciendo Elon Musk. Pero en realidad nadie tiene esa posición de manera consistente. El propio Musk ha dicho: soy un absolutista en todo lo que concierne a la libertad de expresión. Pero nadie tiene esa posición de manera absoluta, ni siquiera Musk.




¿Pero qué significa la libertad de expresión para Elon Musk?

¡No significa nada! Porque cuándo alguien tuitea la ubicación de su avión, lo prohíbe en Twitter. Cuando Alex Jones entra en Twitter, prohíbe a Alex Jones. Y cuando los fans de Musk y también de Jones le preguntan por qué le expulsa cuando hace solo un mes decía que era un absolutista de la libertad de expresión, les dice que lo hace porque no le cae bien Alex Jones. Así que no es nada más que una persona tomando decisiones arbitrarias. ¿Eso es libertad de expresión? Lo que se necesita es tener un sistema. La única pregunta es hacia qué sistema vas a ir.




¿Qué responsabilidad tienen estos amos de las redes sociales, como Musk o Zuckerberg, de la expansión de estas ideologías racistas o machistas?

No son las únicas personas responsables, pero tienen una gran responsabilidad. Una de las analogías que hago en el libro es la de una fiesta. Si eres propietario o inicias una red social, te conviertes en el anfitrión de una gran fiesta. Y, ya sabes, si organizas una fiesta, pones las reglas y condiciones que crean el ambiente de la fiesta. Podrías decir que no tienes ninguna responsabilidad de lo que pasa en ella, que solo eres el anfitrión. Pero si eliges si va a haber alguien en la puerta comprobando la identidad de la gente, si las luces van a estar encendidas o apagadas, qué música suena, si vas a añadir alcohol a tus bebidas… si además pones droga en las bebidas de todos y luego empiezan a tirar cosas por la ventana, puedes defenderte diciendo “están tirando cosas por la ventana, pero no soy yo quién lo hace”. Haz algo al respecto, es tu fiesta. Y con esto no significa que tengamos que echar a todos y prohibirlas. Pero significa que no puedes tener las dos cosas. No puedes ganar dinero con esto sin tener influencia sobre ello. No puedes tener los sistemas y empresas de medios más grandes que hayan existido en la historia de la humanidad y luego decir: “Lo siento, no es mi responsabilidad”.

Cuando leí tu libro hace un par de años y describías a la extrema derecha mediática pude ver claramente que era la escuela de la extrema derecha mediática española. Desde entonces, al ver cómo van evolucionando aquí esa política y comunicación tan trumpista, he recordado en muchas ocasiones tu libro. Ya que en Estados Unidos nos lleváis como tres o cuatro años de adelanto ¿Tienes algún consejo que darnos sobre cómo acabar con ellos?

No puedo dar el consejo que pueda arreglarlo todo porque no creo que nadie lo sepa a ciencia cierta. Antes hablábamos de las elecciones de 2020 entre Trump y Biden. De ahí vemos que el consejo puede tomar dos vías distintas. Una es que tenemos que dedicar más tiempo a ese nuevo campo de la propaganda online de esta nueva vanguardia. El otro consejo es el contrario, que nos involucremos menos. Biden, en teoría, hizo esta segunda. Dice que internet le importa un carajo y simplemente ha seguido haciendo la política que ha hecho toda la vida. Al menos esa es la teoría.

Creo que hay que buscar una combinación de esas dos. No creo que quieras involucrarte tanto en estas guerras online. Puedes creer que estás hablando con todo el país y en realidad estás discutiendo con un chaval de 19 años en su sótano. Existen muchos de esos perfiles a los que hemos llamado “extremadamente onlines”. Me refiero a algunos políticos que estaban tan conectados a internet que ya no podían hablar con gente normal. Porque tenemos que recordar que ciertos círculos, como el de los medios de comunicación, vemos mucho y nos enteramos de todo lo que pasa con estos perfiles en la redes, pero mucha gente normal, diría que la mayoría, no se entera de todo esto. No sabe nada de estos debates y de lo que pasa en Twitter porque muchos de ellos ni tan siquiera tienen perfil en esa red social. En España, en Estados Unidos y en todos los lugares.




Obviamente creo y sostengo en el libro que lo que ocurre en Internet importa. No puedes simplemente decir que Twitter no es la vida real y salirte de esa conversación. Porque hay un efecto cascada. Lo que ocurre en Internet determina la forma en que un núcleo interno de personas piensa. Ese núcleo interno de personas luego va al mundo real y crea los medios de comunicación, crea política, etc. Como dijo Andrew Breitbart [fundador de Breitbart News, uno de los principales medios de la extrema derecha estadounidense], “la política está aguas abajo de la cultura”. Esa frase encaja con la metáfora de la cascada. Por lo que lo que ocurre en estos círculos puede afectar más adelante a la política.

Pero también puede ocurrir lo mismo en un sentido contrario. Si tienes a un grupo de personas a las que no les importan las guerra de memes en Internet, sino que solo se preocupan por si les estás poniendo comida en la mesa, si les estás aumentando el salario mínimo, si les vas a dar trabajo... puedes hacer que todo lo anterior retroceda.

O sea que se trata de abordar políticas públicas que mejoren la vida de la gente.

Creo que, en última instancia, eso importa mucho. Creo que ambas cosas le importan a la gente. Las consecuencias materiales de sus vidas obviamente importan. Y también importa cómo le dan sentido a sus vidas. De ahí sale esta tendencia en estos debates públicos, columnas de opinión y todo eso en la que se plantea esa dicotomías, ya sabes, ¿es materialismo o es la cultura? ¿Es raza o es clase? Cuando siempre son ambas cosas. Tener tus necesidades físicas cubiertas obviamente es importante, pero también importa sentir que tu identidad está representada. Su “pueblo”, o como quiera que lo defina, esté representado. Su religión, sus intereses están representados. O sea que creo que, en un contexto nacional, hay que poder crear una historia, una narrativa, que tenga cuenta ambas cosas. Todo, al final, es un asunto de narrativas.

Aquí en España el acoso en redes a tuiteras y streamers feministas se ha vuelto algo común y muy violento. Supongo que allí también lo ha sido. ¿Algún consejo específico para ellas?

No creo que ninguna feminista quiera, particularmente, escuchar mis consejos.

Pero igual hay algo basado en tu experiencia en ese mundo.

He estado todo este tiempo haciendo esta investigación, en la que no solo quería expresar mis opiniones, sino que quería informar, meterme en esos mundos, sentarme en el sofá con las personas que están creando la desinformación, la incitación al odio y la propaganda. Y no sé si podría haber hecho ese trabajo de la misma manera si fuera mujer. Y eso que yo soy judío y a mucha de la gente con la que estuve no le gustaba mucho este detalle. Pero básicamente me sentía bien y casi seguro. En cambio, tengo muchas compañeras que son mujeres, que son afroamericanas o transgénero. No sé si podrían haber hecho este trabajo. Y eso, obviamente, es terrible e injusto. En parte, lo que hice fue intentar hacer una contribución, por pequeña que fuera, y desde mi posición y mi identidad, en este asunto. Si puedo ir a esas habitaciones a las que mis compañeras nunca querrían o podrían ir, entonces quizás pueda contribuir con ello. Pero en términos de consejos… A las mujeres se les ha dicho que se callen desde el Jardín del Edén. Así que eso va a seguir sucediendo. La pregunta es, ¿pueden las personas que están a cargo de estos sistemas y redes hacer algo al respecto?

Aquí, en España, mucha gente está empezando a hablar sobre legislaciones específicas para atajar el acoso en redes sociales. ¿Qué se debería hacer desde las administraciones públicas? ¿Qué responsabilidad tienen?

En general, soy muy escéptico sobre el uso de la ley para solucionar este problema. Comprendo los argumentos de ambos lados de la cuestión. Pero bueno, aquí es donde tal vez tenga un fuerte sesgo por venir del contexto estadounidense. Allí tenemos la Primera Enmienda que dice muy claramente que el Gobierno no puede promulgar leyes sobre la libertad de expresión. Eso sí, creo que la gente abusa de estas justificaciones. Dicen cosas como que la Primera Enmienda debería evitar que a Donald Trump lo echen de Twitter. Pero no funciona así la cosa, porque Twitter es una empresa privada. No es el Gobierno.

Pero si nos referimos al Gobierno actual, la cosa ya me pone algo más nervioso. Porque estaríamos hablando de que un gobierno prohíba que otro político como Donald Trump diga esto o aquello, o hablamos de que el gobierno le diga a una empresa privada lo que puede o no decir. No significa que sea imposible. Yo mismo he escrito y he hablado con muchos expertos en derecho que están pensando en formas en que este tipo de legislaciones pudieran funcionar. Pero para mí, hay una gran diferencia entre rechazar cualquier desinformación o propaganda por parte de aquellos que controlan las redes sociales, y se aprovechan de ello, que el que lo haga el Gobierno. Volviendo al ejemplo de la fiesta, prefiero que quites la música y llames a la policía para decirles a ellos que sean quienes lo hagan, quienes rechacen esa información. Ocurre lo mismo con las actuales legislaciones sobre libertad de expresión. Prefiero que Elon Musk arregle el que problema a que sea el Gobierno quien lo haga.

Muchas veces nos gusta decir eso de “dato mata a relato”. Creo que ya me lo has contestado de alguna forma, pero te quería preguntar si crees que el trabajo de desmontar bulos o de los verificadores puede combatir esas narrativas, o son las narrativas las que pasan por encima de los datos en todo momento.

Los datos casi no ganan al relato en una batalla. Si esas son las dos únicas opciones es, como decimos en inglés, “llevar un cuchillo a un tiroteo”. Quiero decir, creo que lo intentamos y obviamente a mí me interesa publicar la verdad. Trabajo para una revista, The New Yorker, que tiene un departamento de verificación de datos increíblemente grande con más verificadores que el total de plantilla de otros medios. Pero no creo que lo hagamos porque pensemos que ganará automáticamente, que si le damos a la gente la información correcta, se lo creerán. Creo que se ha demostrado, una y otra vez, que eso es falso. El dato no mata al relato y, aún así, lo intentamos porque es lo correcto.

A menudo cometemos el error de pensar que la gente se cree las desinformaciones porque no entienden o conocen la información correcta. Pensamos que quizás si le damos más información, se den cuenta de cuál es la información veraz. Hablamos con alguien que no cree que el cambio climático sea real y nos ponemos a mostrarles lecturas del carbono en el Ártico con la intención de que entonces nos crean. Pero el problema no es que la gente no tenga suficientes datos sobre el carbono en la atmósfera. El problema es que, en términos de su identidad, en términos de su compromiso emocional, en términos de su sistema de creencias, sean cuales sean los hechos, si no encajan en una narrativa que se alinee con lo que quieren creer, no lo creerán. Y esto lo hace todo el mundo. Lo hacen los escépticos del cambio climático y los que creen en el cambio climático. Si somos sinceros, muchas de las cosas que creemos y defendemos no es porque, por ejemplo, fuimos al Ártico y comprobamos con nuestros propios ojos cómo se deshacía el hielo. Lo defendemos porque tenemos un conjunto de narrativas que tratamos de realzar y que nos hace mostrarnos escépticos con las narrativas contrarias. No es que haya un grupo de personas malas que están sujetas a la emoción, la identidad y las narrativas. Somos todos. Solo se trata de saber qué narrativas son responsables, qué narrativas encajan bien con el mundo, cuáles permiten a las personas vivir en ellas en paz.

Incluso tras esto que has comentado de que hay mucha gente que no está en Twitter y no estén leyendo toda esta basura a diario, ¿cree que estas narrativa de extrema derecha, las noticias falsas y todo lo demás puede cambiar el futuro?

Sí, seguro. Porque se pueden dar los efectos en cascada. La narrativa tiene que empezar siempre en algún lado. Si quieres tener una narrativa de que las elecciones fueron amañadas o una narrativa sobre cualquier cosa que hubiera parecido una locura hace cinco o diez años y que ahora está incorporada, tiene que empezar por alguna parte. Todo empieza poco a poco. Hace diez años teníamos a Donald Trump diciendo que las vacunas causaban autismo. Fue una locura, pero era solo un tipo. Uno famoso, sí, pero solo un tipo que la gente tomaba por loco y era ignorado. Pero si esas ideas y esos momentos toman fuerza, si toman impulso esas narrativas, entonces pueden aparecer unos cientos de personas, que se conviertan en unos miles de personas… y todos digan “no, no nos vamos a vacunar”. Y entonces puede convertirse en algo político que empieza a merecer que se le preste atención. Empieza a hacer ruido. Aparece gente que empieza a pensar que esas personas votan, que esas personas podrían darles su dinero, que quizás hay que tomárselos en serio. Y entonces se convierte en política. Luego la cosa termina en que Estados Unidos está a la cabeza del mundo en muertes por Covid porque mucha gente tiene miedo a las vacunas. Es una narrativa. No es porque hayan leído un estudio en alguna revista médica. Es porque empezó como una cosa pequeña y luego se convirtió, como pasa con una bola de nieve, en algo grande.


Fuente: EL SALTO