Ingeniero, Periodista y Politólogo. Ha sido profesor en la Universidad Politécnica de Madrid. Premio Nacional de Medio Ambiente.
Visigótica
De placer viajero pero sedentario, y de recorrido artístico pero alborotado, yo mismo quiero calificar la redacción durante julio de mi “Visigótica”, uno de los reportajes que formarán parte de mi próxima Geographica nostra, tercer volumen de la serie “El destino de Odiseo”, con el que quiero ir engrosando mi particular “empeño del viajero”, celoso de sí mismo y de sus recuerdos visuales y sociales, dispuesto a retener, para siempre, lo que quiere que otros retengan, vicioso del espacio variable y del tiempo inacabable: un exceso muy propio, digo yo, de geógrafos impenitentes y correcaminos incesantes.
En esta ocasión, la futura Geographica nostra contendrá una docena de reportajes viajeros, o sea, ni los cien, tan breves, de mis Cien Españas, por ejemplo (2022), ni los cuatro de mis Finisterres de Iberia (2023): una cosa intermedia, pero igualmente caprichosos. Del capricho, pero bien incrustado en los años y siempre pendiente, ha dependido mi paseo por las seis iglesias visigóticas de España, que son las que están (más o menos) enteras, y que forman un grupo de aparente discreción, pero que a este andarín siempre le ha resultado subyugante. Y por eso empiezo la descripción resumida de esos templos de tipología tan homogénea, reproduciendo lo anotado en la iglesia de Santa Comba de Bande (Ourense):
Sentí en Santa Comba las “vibraciones visigóticas” con más intensidad que en cualquier otra de las iglesias del grupo. Puede que la humedad, exterior e interior, tan gallega, contribuyera a un cierto encogimiento del espíritu, o la psicológica estrechez de la nave central y su remate en la capilla absidal tras el arco triunfal y su decoración pictórica: ese escenario me puede y eleva, y señalo al arco de herradura como principal agente -me atreveré a decirlo- de intimidación espiritual, algo que me acontece en todos estos templos, y a lo que contribuye, presionando mi emoción, su bellísima austeridad.
Y con esto queda dicho lo que me corresponde de Santa Comba (columba, paloma), que es la iglesita más excéntrica del mundo visigodo, tanto que hay quien la data de cuando apenas había desaparecido el reino suevo (Galicia actual, oeste de Asturias y León y norte de Portugal). Y ahí queda, con la tristeza de escuchar a los guardas-guías, María Isabel y Antonio, quejarse de que su iglesia no recibe ayuda ni de la Xunta ni del concello, y que ya estaría arruinada si no fuera porque sigue rigiendo como parroquia.
En mi instintivo apego a esta arquitectura histórico-religiosa -procedente íntegramente del siglo VII d. C.- fueron, precisamente, las tenidas por más valiosas las tres primeras que visité, en años en que me desviaba de mi ruta profesional cuando, como ingeniero, acudía a resolver problemas en el País Vasco o Galicia, o cuando mis correrías antinucleares me permitían cambiar de asunto y sumergirme en este arte. Y así, resultó que la primera de estas iglesias, que es la que desde nuestra infancia veíamos en todos los libros, fueran de Religión, fueran de Historia, es la de San Juan de Baños, en la provincia de Palencia, la más arquetípica y mejor estudiada, aunque solo sea porque su promotor, el rey Recesvinto, dejó inscrita la fecha, año 661, como detalle muy de agradecer. A su lado aparece la fuente, de gusto igualmente visigótico, en el que curara sus dolencias aquel rey legislador (así como el abandonado edificio de “Gaseosas Adelina”, que durante decenios aprovechó esas aguas, y un mesón capaz y oportuno, aunque adusto como la tierra que lo rodea…).
La segunda es San Pedro de la Nave, en tierras de Zamora, de la que me entusiasmó el hecho de que fuera trasladada, piedra a piedra, en 1930-1932 (fechas que en ocasiones nos parecen más remotas que las de la Reconquista), debido al embalse de Ricobayo, en el Esla, una anécdota heroica en la que no falta el recuerdo de que aquel Estado, donde marcaba la pauta artístico-arqueológica don Manuel García Moreno, hubo de obligar, decreto de por medio, a Saltos del Duero (hoy Iberdrola) a consentir y colaborar en la epopeya. De esta iglesia siempre se destaca la decoración, en capiteles que aquí son tronco-piramidales, de las figuraciones “Daniel en el foso de los leones” y “El sacrificio de Isaac”.
La tercera es la ermita de Quintanilla de las Viñas, en el viejo y noble alfoz de Lara (Burgos), que los siglos nos han transmitido incompleta (¡pero tan hermosa!) y de la que queda el crucero/transepto y el ábside, con el maravilloso detalle de los frisos (dos/tres) en todo su exterior, esculpidos con figuras vegetales y animales. Como viajero perseguidor de geografías desoladas, esta iglesita quedó en mi memoria con el complemento, empeño mío pese a resultar ajeno a lo visigótico, del cercano castillo de Lara (recuérdese la leyenda, y el romance, de los Siete infantes de Lara), del que queda para mayor aprecio un romántico muro enhiesto rodeado de ruinas; todo ello -ermita y castillo- a la sombra de una alargada y severa cresta caliza, tan castellana. Más el alegre detalle de encontrarme, en mi última visita, a la iglesia, 40 años posterior a la primera, que Javier, el guía diplomado de guardia, es el hijo de Javier el guía autodidacta que me abrió su puerta en 1973…
Las otras dos han sido “descubiertas” por mí mucho más recientemente. Una es la de Santa María de Melque, en las cercanías de Toledo, la capital visigoda, que fue complejo monástico agropecuario y que los musulmanes respetaron tras su invasión (que las crónicas subrayan que fue respetuosa), dando lugar a una comunidad religiosa transformada en mozárabe, y que acabó siendo fortaleza musulmana, dejándonos de recuerdo una soberana torre que culmina el cimborrio y caracteriza la imagen exterior de esta iglesia. Quedan -en paisaje quebrado, granítico, de encinar disperso y retamar pobre- los restos de las presas que se practicaron en los arroyos que rodean este emplazamiento para suministrar el agua necesaria; y el mito y el misterio de la Mesa de Salomón (mesa o cofre a modo de tesoro, o grial, de valor sagrado) que los historiadores más voluntariosos aseguran que, procedente de la Jerusalén arruinada en las guerras judías de los años 70-71, pasó a Roma y, saqueada esta por el godo Ataúlfo, habría acabado en Toledo y luego custodiada aquí por la comunidad monástica primeriza, tras peregrinar por las anteriores capitales visigodas: Tolosa y Barcelona.
De la última del grupo, Santa Lucía del Trampal, en la provincia de Cáceres, puedo justificar mi tardío descubrimiento porque ella misma fue identificada en 1980, por el historiador Juan Rosco y su esposa, María Luisa Téllez, y rescatada de la escombrera y su uso como corral. La reconstrucción pudo ser suficientemente fiel, quedando sus tres ábsides cuadrados como elementos arquitectónicos más peculiares (así como la duda, tan estimulante para los estudiosos, de si debe ser considerada como auténticamente visigótica o, dejando aparte finuras innecesarias, como meramente, “prerrománica”. Pues bueno). Me dio muy poco gusto que Miguel Valle, el guarda y guía, tuviera a bien reconocerme que no había leído un libro en su vida, y que todo lo había aprendido “oyendo a los que sabían”, pero se lo perdoné por lo cordial de la conversación. De esa incursión por tierra extremeña dejaré anotado que, aparte del alegre naranjal anexo, al que se atribuye origen musulmán, fueron las saludables chumberas del lugar con las que me tropecé lo que completó la satisfacción de mi visita, aunque no pudiera borrar de mi cabeza la masacre sufrida por las chumberas mediterráneas.