Técnico
en seguimiento de fauna.
Autor del libro "El Gallipato (Pleurodeles waltl)".
La
durísima temporada de incendios forestales que están padeciendo
España, Portugal y Francia está movilizando a la opinión pública.
Las recientes declaraciones de Carlos Suarez-Quiñones, Consejero de
medio ambiente de la comunidad de Castilla y León, no han hecho sino
avivar las llamas dialécticas que ya devoraban las redes sociales.
De
sus respuestas a la SER y de la información vertida por los medios
de comunicación se extrae que las causas de este empeoramiento se
deben a la despoblación, a la política de protección de los
espacios naturales y al cese de actividades del primer sector de
producción agroganadera, entre otros factores. Toda la crítica
parece centrarse en los planteamientos ecologistas y
conservacionistas y en la demonización de la mal llamada maleza, que
no es sino el monte bajo y, especialmente, el sotobosque. Frente a
esta corriente de pensamiento aparentemente única, surgen voces de
profesionales del medio ambiente que llaman a la reflexión y al
estudio de los datos históricos. En este artículo, Juan Miguel de
la Fuente, técnico ambiental, especialista en seguimiento de fauna
(Pandion Estudios de Fauna y Medio Ambiente) y autor del libro
monográfico El Gallipato (Pleurodeles waltl) tratará
de contestar a las numerosas cuestiones que se plantean al respecto,
analizando los datos oficiales de los que se dispone.

¿Arde
el monte debido a la despoblación rural?
Contrariamente
a lo esbozado por los medios de comunicación no especializados, la
disminución de habitantes del medio rural no está ligada al aumento
de la superficie perdida por el fuego. En una contraposición de
datos, podemos ver que en 1985 el pico histórico de superficie
incinerada, desde que existen datos fiables, con 484.474 hectáreas
quemadas, se dio cuando la población rural aún era el 26% de la
población total. A partir de ese momento hay un evidente descenso en
el número de hectáreas quemadas (salvo años puntuales), como las
menos de 24.000 hectáreas del año 2018, coincidiendo con un censo
de la población rural más bajo, situándose por debajo del 20% de
los habitantes de España. Si analizamos estos datos, nos damos
cuenta de que la superficie arrasada por el fuego disminuye a lo
largo de la historia, al mismo tiempo que crece la despoblación
rural. No parece, por lo tanto, que tenga alguna relación con el
aumento de superficie quemada. Incluso, podría parecer lo contrario.
Según datos del MITECO, en la década de los 80 el número de
grandes incendios forestales fue más del doble que las dos
siguientes décadas.
Por
supuesto que los medios contra el fuego han cambiado mucho en estas
décadas. Equipos, vehículos y conocimiento han evolucionado mucho.
Y el músculo, potencia y profesionalidad, que puntualmente ofrece la
Unidad Militar de Emergencia (UME) también ha de ser tenido en
cuenta respecto a las estadísticas, desde que este cuerpo se fundó
en 2006, durante el primer gobierno de José Luis Rodríguez
Zapatero. Además, la implementación de sistemas digitales y
satelitales, así como otros medios de vigilancia y lucha activa,
como drones, han ayudado a que las cifras aterradoras de la
devastación de los incendios de los años 80 hayan disminuido
drásticamente. Pero aceptar esta idea, desmonta aún más el
concepto creado de que el fuego cabalga a lomos de la despoblación.
¿Arde
el monte porque no dejan pastorear?
Basta
con darse una vuelta por el monte para ver que se puede pastorear. De
hecho, no solo no está prohibido, sino que recibe ayudas directas e
indirectas de la Unión Europea, el Gobierno Central y las
Comunidades Autónomas. Además, estamos viendo incendios forestales
de grandes dimensiones en Ávila, provincia que reúne el 85% de la
trashumancia de todo el país, o en Málaga, que es el territorio
español con el mayor censo de cabras domésticas. De hecho, es en el
noroeste ibérico -la zona más afectada por incendios de manera
recurrente y de manera histórica- donde se concentra la mayor parte
de la ganadería extensiva. Una vez más, los datos y estadísticas
confirman esta realidad. Si miramos las causas de los incendios
forestales intencionados, vemos que los relacionados directamente con
el pastoreo suponen casi un 30%, solo por detrás de la quema
agrícola ilegal.
La
ganadería tradicional no es, por supuesto, un agente incendiario
sistemático. Lo es la gestión que hacen de los recursos naturales
un número indeterminado de ganaderos y la costumbre tradicional de
dar fuego al monte bajo – e incluso bosques- con el fin de obtener
espacios abiertos, facilitando así las labores de pastoreo. Al
respecto, ya el Ingeniero de Montes Santiago Pérez Argemí arranca
el VIII capítulo de su libro Las Hurdes, escrito en
1921, con esta contundente frase: “No puede ser más deplorable el
aspecto que nos ofrece las montañas hurdanas. La codicia e
ignorancia de los pastores han destruido la riqueza forestal,
quemando los árboles dejando limpias las superficies carbonizadas
(…) las llamas que destruyeron las semillas han consumido las
raíces que aprisionaban la tierra, han quemado el manjar de las
abejas y han abierto paso al pedregal, que avanza como ola de muerte
sobre la yerba destrozada”.
¿Arde
el monte por las leyes de los ecologistas?
Desde
los años 90, coincidiendo con el aumento de la conciencia sobre la
conservación del medio ambiente, la profesionalización del sector y
la renovación de leyes redactadas, cuando la gestión solo se
centraba en el rendimiento económico y no en el conocimiento
científico, la superficie forestal ha aumentado casi un 10% en
España. Contrariamente a lo dicho frecuentemente en medios de
comunicación y redes sociales, las gráficas indican, que, aun
habiendo aumentado la masa forestal, el total de la superficie
quemada ha disminuido en un 50%. La ampliación de esos espacios
forestales y la disminución del impacto de los fuegos está
directamente relacionada con las leyes de protección, conservación
y gestión de los recursos naturales.
Estas
leyes, que generalmente son atribuidas a los ecologistas, como si
estos fueran una entidad con capacidad legislativa, han sido escritas
e implementadas por los sucesivos gobiernos estatales. Estos
gobiernos, de uno u otro signo y en mayor o menor medida, han ido
aceptando que la defensa del medio natural es fundamental. La
protección de los ecosistemas, la defensa de la biodiversidad y el
cambio climático están, sin duda, sobre la mesa de los consejos de
ministros desde hace décadas. Pero son los gobiernos autonómicos,
en muchos casos, los responsables en ciertas materias medio
ambientales que inciden directamente sobre el tema que tratamos. Es
el caso de los dispositivos antiincendios, la delimitación de zonas
de pastoreo o las autorizaciones para la gestión de los recursos. Y
para quitar toda duda sobre el origen ecologista de las mencionadas
leyes, basta recordar que son gobiernos autonómicos como el Castilla
y León o el de Asturias, que se manifiestan públicamente a favor de
cazar especies estrictamente protegidas o en contra de los Parques
Nacionales, los que regulan sus espacios naturales y que no se les
puede tachar de ecologistas.
Como
se aprecia en la gráfica, casi el 70% de los incendios intencionados
son provocados por la quema para regeneración de pastos y las quemas
ilegales agrícolas. Ambas prácticas prohibidas por leyes creadas
para evitar los incendios forestales. ¿Son estas las leyes de los
ecologistas?
¿Arden
los bosques porque no se limpian?
No:
arden porque se les prende fuego. Los incendios naturales por rayos
suponen tan solo un 4% de los incendios totales. El resto se podría
evitar con más vigilancia, sanciones más duras y leyes que prohíban
pastorear, construir, cultivar o cazar durante décadas en zonas
quemadas para evitar la especulación posterior al siniestro.
Esto
no quiere decir que no haya que limpiarlo. Si hay cartuchos, restos
de plástico de la agricultura o cualquier otro tipo de basura hay
que limpiarlo y denunciarlo a las administraciones. Pero el matorral
y el sotobosque, lo que el desconocimiento hace que se le llame
maleza, forman parte del bosque. Son parte de la biodiversidad y de
ella dependen un sinfín de especies de animales y vegetales.
Eliminarlo sistemáticamente para que no se queme, sería como
eliminar los árboles para que no se quemasen. Más bien habría que
protegerlo.
¿Los
cazadores son los primeros que apagan los fuegos? ¿Antes se
gestionaba mejor? ¿Hay suficientes medios?
Preguntas
como estas y otras muchas más, lanzadas como afirmación, son las
que estos días aparecen continuamente en los medios. En ocasiones,
son ideas repetidas, como mantras tradicionales, transmitidos de unos
a otros y en los últimos tiempos amplificadas por las redes
sociales. Son parte de ese cúmulo de verdades dogmáticas que
dominan el conocimiento tradicional de lo rural. No podemos
solucionarlas todas, pero algunas se contestan por sí solas. Los que
apagan los fuegos son los bomberos. Si hay un incendio y te acercas a
ayudar, no te lo van a permitir. Es un trabajo de profesionales. No
obstante, se da por hecho que, cualquier ciudadano que vea un fuego
hará lo que esté en su mano, independientemente de su hobby.
Tampoco se debe llevar agua ni comida a los animales después de un
incendio. Los supervivientes buscarán nuevas zonas, pero si se les
ceba, no se marcharán y evitarán la regeneración de la superficie
calcinada. El buenismo y la visión Disney de algunos colectivos es
perjudicial para el medio ambiente en general, por lo que la gestión
debe estar en manos de profesionales, con formación y sin intereses
económicos.
Antiguamente
la gestión se basaba en el rendimiento económico, por lo que se
plantaban monocultivos, en muchos casos de especies pirófitas, a lo
que llamaban bosque y que son los que se queman sin control en la
actualidad. La evolución de los conocimientos sobre el medio
ambiente está haciendo que, poco a poco, se camine hacia una gestión
forestal sostenible, realizada por profesionales, que sirva para que
el número de hectáreas quemadas siga descendiendo, la masa forestal
crezca y se vayan reconvirtiendo los monocultivos en bosques de
verdad, donde la biodiversidad sea la que esquive los incendios de
forma natural, gracias a los cambios en la vegetación, que evitan
que se propague el fuego.
En
todo lo anterior, lo más importante son los medios de los que
disponemos para seguir luchando contra los incendios. Hace falta más
vigilancia, más sanciones y más duras, más profesionalización e
investigación y, sobre todo, que se empiece a dar a los bomberos
forestales el valor que se merecen. No consiste en abrir los
telediarios diciendo que son héroes, sino con sueldos y contratos
dignos, formación y medios materiales para hacer su trabajo con
todas las garantías de seguridad.
Quedan
muchas cuestiones y temas en el tintero, como la propiedad privada,
que en muchas ocasiones impide la gestión correcta de la zona, el
acceso a los dispositivos antiincendios o que los animales escapen
del fuego. Se necesitan mayor número de torres de vigilancia
antiincendios ocupadas por personal permanente en temporada alta,
caminos y pistas practicables y mantenidos durante todo el año, que
permitan el acceso adecuado en caso necesario. También acabar con la
descoordinación entre comunidades autónomas a la hora de aplicar
protocolos o dispositivos. Y, finalmente, que la realidad
medioambiental que nos ha tocado vivir esté presente en las mesas de
todos los políticos a la hora de tomar decisiones.
Fuente:
El
vuelo del
Grajo