Filósofo,
escritor y profesor de Filosofía Moral en la Universidad de Milán.
Colabora con numerosos periódicos y revistas.
El
profesor de Filosofía Moral de la Universidad de Milán entra en el
debate sobre la guerra y el rearme con una lectura muy crítica del
capitalismo. Según el análisis de Andrea Zhok, el libre mercado,
para sobrevivir, requiere un crecimiento continuo. Cuando el
crecimiento se detiene, el sistema entra en crisis. Y las soluciones
tradicionales –innovación tecnológica, explotación de la fuerza
de trabajo, expansión de los mercados– ya no son suficientes.
Desde esta perspectiva, argumenta Zhok, la guerra se convierte en el
último recurso, ofreciendo al sistema económico un mecanismo de
destrucción, reconstrucción y control social.
“Carga de los lanceros”, obra de Umberto Boccioni pintada en 1915 para celebrar una acción durante la Primera Guerra Mundial.
1.
La
esencia del capitalismo
La
conexión entre capitalismo y guerra no es accidental sino
estructural y estrecha. Aunque la literatura autopromocional del
liberalismo siempre ha intentado explicar que el capitalismo,
traducido como “comercio dulce”, era una vía preferencial hacia
la pacificación internacional, en realidad esto siempre ha sido una
flagrante falsedad. Y esto no es porque el comercio no pueda ser un
medio de paz –puede serlo–, sino porque la esencia del
capitalismo NO es el comercio, que es sólo uno de sus posibles
aspectos.
La esencia del
capitalismo consiste en un solo punto. Se trata de un sistema social
idealmente acéfalo, es decir, idealmente sin liderazgo político,
pero guiado por un único imperativo categórico: el aumento del
capital en cada ciclo de producción. El corazón ideal del
capitalismo es la necesidad de que el capital rinda, es decir, de
aumentar el capital mismo. La dirección de este proceso no está en
manos de la política –y mucho menos de la política democrática–,
sino de los poseedores del capital, de los sujetos que encarnan las
necesidades de las finanzas.
Es importante entender
que el punto crucial para el sistema no es que “siempre haya más
capital” en el sentido objetivo, es decir, que la cantidad de
dinero aumente cada vez más; Incluso puede contraerse temporalmente.
Lo que importa es que siempre debe existir la perspectiva general de
un aumento del capital disponible. En ausencia de esta perspectiva
–por ejemplo, en una condición persistente de “estado
estacionario” de la economía–, el capitalismo deja de existir
como sistema social, porque falta el “piloto automático”
representado por la búsqueda de salidas para la inversión.
El punto debe
entenderse puramente en términos de PODER. En el capitalismo, una
determinada clase detenta el poder y lo ostenta como la persona
encargada de la gestión del capital hacia el crecimiento. Si se
pierde la perspectiva de crecimiento, el resultado es técnicamente
REVOLUCIONARIO, en el sentido específico de que la clase que detenta
el poder debe cederlo a otros –por ejemplo a un liderazgo político
impulsado por principios o ideas rectoras, como ha sido más o menos
siempre el caso a lo largo de la historia (perspectivas religiosas,
perspectivas nacionales, visiones históricas). El capitalismo es el
primer y único sistema de vida en la historia de la humanidad que no
busca encarnar ningún ideal ni tiende a ir en ninguna dirección
específica. Aquí se podría abrir una discusión interesante sobre
la conexión entre capitalismo y nihilismo, pero queremos centrarnos
en otro punto.
El mensaje “Capitalismo = guerra” en una pared en Bergen, Noruega.
2.
La "tendencia a la caída de la tasa de ganancia"
En la naturaleza del
sistema está implícita una tendencia que Karl Marx examinó por
primera vez con el nombre de "tendencia de la tasa de ganancia a
caer". Es un proceso intuitivo. Por un lado, como hemos visto,
el sistema nos exige buscar constantemente el crecimiento,
transformando el capital en inversión que genere más capital. Por
otra parte, la competencia interna al sistema tiende a saturar todas
las opciones de incrementar el capital, realizándolas. Cuanto más
eficiente sea la competencia, más rápida será la saturación de
lugares donde obtener ganancias. Esto significa que con el tiempo el
sistema capitalista genera estructuralmente un problema de
supervivencia para el propio sistema.
El capital disponible
crece constantemente y busca usos “productivos”, es decir,
capaces de generar intereses. El crecimiento del capital está
vinculado al crecimiento de las perspectivas de crecimiento futuro
del capital, en un mecanismo de autorreforzamiento. Es sobre la base
de este mecanismo que nos encontramos en situaciones como la anterior
a la crisis de las hipotecas subprime, cuando la capitalización en
los mercados financieros globales era 14 veces el PIB mundial. Este
mecanismo produce la tendencia constante hacia las “burbujas
especulativas”. Y este mismo mecanismo produce la tendencia a las
llamadas "crisis de sobreproducción", expresión común
pero impropia, pues da la impresión de que hay un exceso de producto
disponible, cuando el problema es que hay demasiado producto sólo en
relación con la capacidad media de comprarlo.
Constantemente,
inevitablemente, el sistema capitalista se encuentra enfrentando
crisis generadas por esta tendencia: masas crecientes de capital
presionan para ser utilizadas, en un proceso exponencial, mientras
que la capacidad de crecimiento es siempre limitada. Para que una
crisis se sienta, no es necesario que el crecimiento se detenga,
basta con que no esté a la altura de la creciente demanda de
márgenes. Cuando esto sucede, el capital –es decir, los poseedores
del capital o sus administradores– comienza a agitarse cada vez
más, porque su propia supervivencia como poseedores del poder está
en riesgo.
3. La
búsqueda frenética de soluciones
A medida que se acerca
la compresión de márgenes, comienza una búsqueda frenética de
soluciones. En la versión autopromocional del capitalismo, la
solución principal sería la "revolución tecnológica",
es decir, la creación de una nueva perspectiva prometedora de
generar ganancias a través de una innovación tecnológica. La
tecnología es realmente un factor que aumenta la producción y la
productividad. Si también aumenta los márgenes de beneficio es una
cuestión más compleja, porque no basta con que haya más producto
para que el capital aumente, sino que es necesario que haya más
producto COMPRADO.
Esto significa que los
márgenes pueden realmente crecer en presencia de una revolución
tecnológica sólo si el aumento de la productividad se refleja
también en un aumento general del poder adquisitivo (salarios), lo
que no es tan obvio. Pero incluso donde esto sucede, las
“revoluciones tecnológicas” capaces de aumentar la productividad
y los márgenes no son tan comunes. A menudo lo que se presenta como
una “revolución tecnológica” se sobreestima enormemente en su
capacidad de producir riqueza y termina siendo sólo una
reorientación de las inversiones que genera una burbuja
especulativa.
A la espera de que se
produzcan revoluciones tecnológicas que reabran la esfera de los
márgenes, la segunda dirección en la que se busca una solución
para recuperar márgenes de beneficio es la presión sobre la fuerza
de trabajo. Esta presión puede manifestarse en la compresión
salarial y de muchas otras formas que aumentan el área de
explotación del trabajo. La reducción directa de los salarios
nominales es una forma que se adopta sólo en casos excepcionales;
Más frecuentes y fáciles de gestionar son la falta de recuperación
de la inflación, la “flexibilización” del trabajo para reducir
los “tiempos muertos”, la “rigorización” de las condiciones
de trabajo, los despidos de personal, etc.
“El mecánico y la bomba de vapor”, fotografía de Lewis Hine.
Este
horizonte de presión presenta dos problemas. Por una parte, difunde
el descontento, con la posibilidad de que éste derive en protestas,
disturbios, etc. Por otra parte, la presión sobre la fuerza de
trabajo, especialmente en la dimensión salarial, reduce el poder
adquisitivo medio, y con ello se corre el riesgo de iniciar una
espiral recesiva (menores ventas, menores beneficios, mayor presión
sobre la masa salarial para recuperar márgenes, consecuente
reducción de las ventas de productos, etc.).
Una forma colateral de
ganar márgenes se da con las “racionalizaciones” del sistema de
producción, que conceptualmente está a medio camino entre la
innovación tecnológica y la explotación de la fuerza de trabajo.
Las «racionalizaciones» son reorganizaciones que, por así decirlo,
liman las «ineficiencias» relativas del sistema. Esta dimensión
reorganizativa de hecho casi siempre repercute en un empeoramiento de
las condiciones de trabajo, que se vuelven cada vez más dependientes
de las necesidades impersonales de los mecanismos del capital.
Un horizonte final de
soluciones se presenta cuando la esfera del comercio exterior entra
en la ecuación. Aunque en principio los puntos anteriores agotan los
lugares donde los márgenes de ganancia pueden crecer, en realidad
tomando en consideración el ámbito exterior, las mismas
oportunidades de ganancias se multiplican debido a las diferencias
entre países. En lugar de un aumento tecnológico interno, se puede
acceder a un aumento tecnológico externo a través del comercio. En
lugar de comprimir la fuerza laboral nacional, se podría lograr
acceso a mano de obra extranjera barata, etc.
4. La
disminución de las ganancias
La fase actual de la
corta y sangrienta historia del capitalismo que estamos viviendo se
caracteriza por el desvanecimiento progresivo de todas las
perspectivas importantes de ganancias. Siempre habrá lugar para
“revoluciones tecnológicas”, pero no con una frecuencia que
pueda seguir el ritmo de las masas de capital infinitamente
crecientes que presionan para convertirse en ganancias. Siempre habrá
espacio para una mayor compresión de la fuerza laboral, pero el
riesgo de crear condiciones para la revuelta o reducir el poder
adquisitivo generalizado plantea límites claros. En cuanto al
proceso de globalización, ha llegado a sus límites y ha iniciado un
proceso de regresión relativa; la posibilidad de encontrar
oportunidades externas diferentes y mejores que las nacionales se ha
reducido drásticamente (hay que considerar que cuanto más se
extienden las cadenas productivas, más frágiles son y más costos
de transacción adicionales pueden aparecer).
La crisis de las
hipotecas subprime (2007-2008) marcó el primer punto de inflexión,
llevando a todo el sistema financiero mundial al borde del colapso.
Para salir de esa crisis se utilizaron dos palancas. Por un lado,
existe una fuerte presión sobre el ámbito laboral, con pérdida de
poder adquisitivo y empeoramiento de las condiciones laborales a
nivel mundial. Por otra parte, se produce un aumento de las deudas
públicas, que a su vez constituyen una restricción indirecta
impuesta a los ciudadanos y a los trabajadores y se presentan como
una carga que debe compensarse.
La manifestación de Occupy Wall Street el 8 de octubre de 2011 en Washington Square Park, ciudad de Nueva York.
La crisis del Covid
(2020-2021) marcó un segundo punto de inflexión, con
características no muy diferentes a las de la crisis subprime.
También en este caso, los resultados de la crisis han sido una
pérdida media de poder económico de las clases trabajadoras y un
aumento de la deuda pública.
Tanto en la crisis de
las hipotecas subprime como en la del Covid, el sistema aceptó una
reducción general temporal de las capitalizaciones globales, con el
fin de reabrir nuevas áreas de beneficios. En general, el sistema
financiero emergió de ambas crisis en una posición comparativamente
más fuerte en relación con la población que vive de su propio
trabajo. El aumento de la deuda pública es en realidad una
transferencia de dinero desde la disponibilidad del ciudadano medio a
los cupones de los tenedores de capital.
Cabe señalar que,
para desactivar los espacios de disputa y oposición entre trabajo y
capital, el capitalismo contemporáneo ha presionado con todas sus
fuerzas para crear un corresponsalismo en algunos estratos de la
población, ricos pero lejos de contar para nada en términos de
poder capitalista. Al obligar a la gente a adquirir pensiones
privadas, pólizas de seguros con intereses y empujarlos a utilizar
sus ahorros en alguna forma de bonos gubernamentales, intentan (y
logran) crear una capa de la población que se siente "involucrada"
en el destino del gran capital. Estos estratos de población actúan
como “zonas de amortiguación”, reduciendo la disposición
promedio a rebelarse contra los mecanismos del capital.
La situación actual,
sobre todo en el mundo occidental, es pues la actual. El gran capital
necesita acceder a áreas de ganancias más amplias y continuas para
sobrevivir. Las poblaciones de los países occidentales han visto
erosionadas sus condiciones de vida, tanto en términos estrictamente
de poder adquisitivo como en términos de capacidad de
autodeterminación, viéndose cada vez más atadas a una
multiplicidad de limitaciones financieras, laborales y legislativas,
todas ellas motivadas por la necesidad de "racionalizar" el
sistema.
Las posibilidades de
encontrar nuevas áreas de ganancias en el extranjero se han reducido
drásticamente a medida que el proceso de globalización ha llegado a
sus límites. Esta es la situación a la que se enfrentan hoy los
grandes accionistas. En su opinión, es urgente encontrar una
solución. ¿Pero cuál?
5.
«Una palabra aterradora y fascinante: ¡guerra!»
Cuando en el canon
occidental aparecen las guerras mundiales, es decir, los dos mayores
acontecimientos de destrucción bélica de la historia de la
humanidad, suelen aparecer bajo la bandera de unos culpables bien
definidos: los «nacionalismos» (sobre todo el alemán) para la
Primera Guerra Mundial, las «dictaduras» para la Segunda Guerra
Mundial. Rara vez se reflexiona que estos acontecimientos tienen como
epicentro el punto más avanzado de desarrollo del capitalismo
mundial y que la Primera Guerra Mundial ocurrió en el auge del
primer proceso de "globalización capitalista" de la
historia.
Sin entrar aquí en
una exégesis de los orígenes de la Primera Guerra Mundial, es sin
embargo útil recordar cómo la fase que la precedió y la preparó
puede situarse perfectamente en un marco que podemos reconocer. A
partir de 1872 aproximadamente se inició una fase de estancamiento
en la economía europea. Esta fase da un impulso decisivo a la
búsqueda de recursos y mano de obra en el extranjero, principalmente
bajo las formas de imperialismo y colonialismo.
Todos los grandes
momentos de crisis internacionales que prepararon la Primera Guerra
Mundial, como el incidente de Fashoda (1898), son tensiones en la
confrontación internacional por el acaparamiento de áreas de
explotación. El primer gran impulso para el rearme en la Alemania
guillermina fue crear una flota capaz de desafiar el dominio inglés
de los mares (que es un dominio comercial).
“Calle de Praga”, pintura de 1920 de Otto Dix que representa a soldados mutilados durante la Primera Guerra Mundial.
Pero ¿por qué la
guerra debería representar un horizonte para la solución de las
crisis generadas por el capital? La respuesta, en este punto, es
bastante sencilla. La guerra representa una solución ideal a las
crisis de “caída de la tasa de ganancia” en cuatro aspectos
principales.
En primer lugar, la
guerra se presenta como un impulso no negociable para obtener
inversiones masivas que puedan revivir una industria sin vida. Los
grandes contratos públicos en nombre del “deber sagrado de
defensa” pueden lograr extraer los últimos recursos públicamente
disponibles para volcarlos en contratos privados.
En segundo lugar, la
guerra representa una gran destrucción de recursos materiales, de
infraestructura y de seres humanos. Todo esto, que desde el punto de
vista del intelecto humano común es una desgracia, desde el punto de
vista del horizonte de inversión es una perspectiva magnífica. De
hecho, se trata de un acontecimiento que “hace retroceder el reloj
de la historia económica”, eliminando esa saturación de
perspectivas de inversión que amenaza la existencia misma del
capitalismo. Después de una gran destrucción, se abren espacios
para inversiones fáciles, que no requieren ninguna innovación
tecnológica: carreteras, ferrocarriles, acueductos, casas y todos
los servicios relacionados. No es casualidad que desde hace algún
tiempo, mientras hay una guerra en curso, desde Irak hasta Ucrania,
estemos asistiendo a una carrera preliminar para conseguir contratos
para la reconstrucción futura. La mayor destrucción de recursos de
todos los tiempos –la Segunda Guerra Mundial– fue seguida por el
mayor auge económico desde la Revolución Industrial.
En tercer lugar, los
grandes poseedores de capital, es decir, capital financiero,
consolidan comparativamente su poder sobre el resto de la sociedad.
El dinero, al ser virtual por naturaleza, permanece intacto ante
cualquier destrucción material importante (siempre que no se trate
de una aniquilación planetaria).
En cuarto y último
lugar, la guerra congela y detiene todos los procesos de revuelta
potencial, todas las manifestaciones de descontento desde abajo. La
guerra es el mecanismo definitivo, el más poderoso de todos, para
“disciplinar a las masas”, colocándolas en una condición de
subordinación de la que no pueden escapar, so pena de ser
identificadas como cómplices del “enemigo”.
Por todas estas
razones, el horizonte bélico, aunque por el momento esté lejos del
ánimo predominante entre las poblaciones europeas, es una
perspectiva que debe tomarse extremadamente en serio. Cuando hoy
algunos dicen –con razón– que no existen premisas culturales y
antropológicas para que la sociedad europea se prepare seriamente
para la guerra, me gusta recordar cuando –olfateando los ánimos de
las masas– Benito Mussolini pasó en pocos años del pacifismo
socialista a la famosa conclusión de su artículo en el Popolo
d'Italia,
del 15 de noviembre de 1914: «El grito es una palabra que nunca
habría pronunciado en tiempos normales y que en cambio elevo en voz
alta, a todo pulmón, sin fingimiento, con fe segura, hoy: una
palabra temible y fascinante: ¡guerra!».
Fuente:
KRISIS