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sábado, 24 de mayo de 2025

Sin alternativa progresista

 

 Por Michael Roberts  
      Economista británico seguidor de la visión marxista de la sociedad.


Cada vez más economistas avisan de que el capitalismo nos lleva al desastre, por decirlo de una manera suave. Las diferencias están en cómo salir de la trampa: ¿modificando el capitalismo “de la nube” realmente existente o rompiendo la baraja?



     La semana pasada asistí a una conferencia de un día organizada por el Progressive Economy Forum (PEF). El PEF es un think tank económico británico de izquierdas que asesoró a la dirección laborista de Corbyn-McDonnell cuando estaban al frente del Partido Laborista británico. El objetivo del PEF es «reunir un consejo de economistas y académicos eminentes para desarrollar un nuevo programa macroeconómico para el Reino Unido». El consejo del PEF quiere «promover políticas macroeconómicas que aborden los retos modernos del colapso medioambiental, la inseguridad económica, las desigualdades sociales y económicas y el cambio tecnológico, y fomentar la aplicación de estas políticas colaborando con responsables políticos progresistas y mejorando la comprensión de la economía por parte de la ciudadanía». La única propuesta política concreta que pude encontrar en su declaración de intenciones es que el PEF «se opone a la austeridad y a la ideología y el discurso actuales del neoliberalismo, y hace campaña para poner fin a la austeridad y garantizar que nunca más se utilice como instrumento de política económica».


Sede del Progressive Economy Forum.

El exabogado Patrick Allen es el fundador, presidente y principal financiador del PEF. Considera que su tarea es «reunir a los mejores economistas progresistas y académicos afines del país para que se unan a los políticos progresistas con el fin de demostrar el fracaso del neoliberalismo y la inutilidad de la austeridad, y proporcionar políticas creíbles inspiradas en Keynes para lograr una economía estable, equitativa, verde y sostenible, libre de pobreza».

La mención específica de la economía keynesiana identifica claramente el origen del PEF. Se trata de una economía «progresista», no socialista y, desde luego, no marxista. Esto quedó claro en las numerosas intervenciones de los eminentes ponentes de la conferencia del PEF titulada «La política económica en la era de Trump». Todos los ponentes eran conocidos economistas keynesianos o poskeynesianos. El único atisbo de marxismo provino de un vídeo pregrabado con el que se inauguró la conferencia, en el que aparecía Yanis Varoufakis desde su casa en Grecia. Exministro de Finanzas del Gobierno griego de izquierda Syriza durante la crisis de la deuda de 2014-2015, Varoufakis se autodenomina «marxista errático», como él mismo se definió en una ocasión.


Política económica en la era de Trump.


En su breve discurso, esbozó su conocida tesis de que las fallas del capitalismo se deben a los desequilibrios globales en el comercio y los flujos de capital, y al desmoronamiento del imperialismo estadounidense en su intento por mantener su posición hegemónica como «minotauro global», consumidor de todo lo que se produce. También mencionó brevemente su última tesis de que el capitalismo tal y como lo hemos conocido ha muerto y ha sido sustituido por el «tecnofeudalismo» en forma de megacompañías tecnológicas y mediáticas estadounidenses, conocidas como los Siete Magníficos, que extraen «rentas de la nube» del resto del capitalismo. Las alternativas políticas de Varoufakis a este nuevo feudalismo percibido eran impulsar un banco «verde» que proporcionara crédito para inversiones destinadas a detener el calentamiento global, etc.; introducir más democracia en el lugar de trabajo corporativo; y proporcionar una renta básica universal para todos. No se mencionó la toma del control de los Siete Magníficos, o los principales bancos mundiales, de las empresas de combustibles fósiles.




Pero eso encajaba con el tema de la conferencia del PEF. Esta partía de la premisa de que el capitalismo tenía que «reorientarse», no sustituirse, y que había que limitar el «rentismo» y revisar la protección social. A continuación, se sucedieron una serie de ponentes que hablaron de los fracasos y las desigualdades del capitalismo «rentista» (PEF); o del capitalismo «extractivo» (Stewart Lansley) o «distópico» (Ozlem Onaran), como si estas variaciones hubieran sustituido al capitalismo «productivo» original, tal y como lo conocíamos en los años cincuenta y sesenta, que entonces funcionaba para todos, o al menos lo hacía si era gestionado por gobiernos que aplicaban políticas macroeconómicas keynesianas. Todo iba bien bajo la gestión global de las «instituciones de Bretton Woods» de la posguerra (el FMI, el Banco Mundial, la OMC, etc.). Solo cuando el neoliberalismo y el rentismo tomaron el relevo a partir de la década de 1980, el capitalismo se volvió destructivo y dejó de ser «progresista», con crisis, crecientes desigualdades, calentamiento global y conflictos mundiales emergentes.

No se explicó por qué este capitalismo «progresista» de la década de 1960 fue sustituido por el capitalismo neoliberal, extractivo y rentista actual. ¿Por qué los capitalistas y sus estrategas políticos cambiaron cosas que les funcionaban tan bien? No se mencionó el declive mundial de la rentabilidad del capital productivo en la década de 1970 y, por lo tanto, el cambio hacia la inversión financiera y la especulación; ni el traslado de la inversión del Norte Global por parte de las multinacionales hacia la explotación de la mano de obra en el Sur Global. Stewart Lansley presentó algunos datos alarmantes sobre la desigualdad de la riqueza desde la década de 1980 con el auge de los multimillonarios y las finanzas. «En los años de la posguerra, las élites financieras y económicas aceptaron, con renuencia, las políticas de igualación y los niveles de extracción de antes de la guerra disminuyeron. Una vez agotada la paciencia del capital, la extracción ha vuelto». Así pues, fue la «falta de paciencia» lo que provocó el cambio, y no la falta de rentabilidad.


Trabajadores en una mina artesanal de cobalto en Shabara, cerca de Kolwezi, en la República Democrática del Congo, el 12 de octubre de 2022.


Varios ponentes destacaron la forma en que el capital estadounidense se había apoderado de gran parte de la economía británica, convirtiéndola en lo que Angus Hanton denominó un «Estado vasallo» y lo que Will Hutton, economista y autor, consideró que había destruido el desarrollo técnico de la industria británica. Europa y el Reino Unido se estaban quedando cada vez más atrás con respecto a los niveles de productividad estadounidenses. Pero, ¿cuál fue la respuesta a esta toma de control estadounidense? Al parecer, fue el nacionalismo, no la nacionalización. Hanton: «compre británico»; Hutton, desarrolle un «banco empresarial británico», pero no nacionalicé los servicios públicos, los bancos y las grandes empresas que ahora son propiedad y están controlados por capital extranjero (principalmente estadounidense).

En otra sesión, los ponentes esbozaron los enormes desequilibrios en el comercio y los flujos de capital a nivel mundial, los signos del debilitamiento de la hegemonía estadounidense y del dólar como moneda internacional, y el auge de China como potencia económica rival. ¿Cuál era la respuesta a esto? Bueno, la esperanza de que tal vez el grupo BRICS+ pueda reducir los desequilibrios y restaurar el multilateralismo frente al nacionalismo impulsado por los aranceles de Trump.

En esta sesión, Ann Pettifor argumentó que las crisis del capitalismo eran el resultado de un endeudamiento excesivo (no se mencionaron las tendencias de los beneficios o la inversión) y que deberíamos fijarnos en el trabajo del economista izquierdista estadounidense y premio Nobel Joseph Stiglitz y en su reciente libro, «The road to freedom», en el que Stiglitz reitera su llamamiento a la creación de un «capitalismo progresista». «Las cosas no tienen por qué ser así. Hay una alternativa: el capitalismo progresista. El capitalismo progresista no es un oxímoron; efectivamente, podemos canalizar el poder del mercado para servir a la sociedad» (Stiglitz). Verán, el problema no es el capitalismo, sino los «intereses creados», especialmente entre los monopolistas y los banqueros. La respuesta es volver a los días del «capitalismo gestionado» que, según Stiglitz, existió en la edad de oro de los años cincuenta y sesenta. Stiglitz: «La forma de capitalismo que hemos visto en los últimos cuarenta años no ha funcionado para la mayoría de la gente. Tenemos que tener un capitalismo progresista. Tenemos que domesticar el capitalismo y reorientarlo para que sirva a nuestra sociedad. Ya sabe, no es la gente la que debe servir a la economía, sino la economía la que debe servir a la gente».

En otra sesión se debatieron las impactantes desigualdades de ingresos y riqueza. Curiosamente, algunos ponentes, como Ben Tippett, argumentaron que la introducción de un impuesto sobre el patrimonio en Gran Bretaña contribuiría poco a reducir la desigualdad o a proporcionar ingresos al Gobierno. El impuesto sobre el patrimonio no era una «solución milagrosa». Tippett tenía razón. Un impuesto sobre el patrimonio no resolvería la desigualdad ni proporcionaría fondos suficientes para la inversión pública. Pero nadie se preguntó: ¿por qué tenemos multimillonarios y una gran desigualdad en primer lugar? La desigualdad es el resultado de la explotación del trabajo por parte del capital antes de la redistribución. Los impuestos intentan redistribuir la riqueza o los ingresos después del hecho, con un éxito limitado.

En la misma línea, Josh Ryan-Collins nos dijo que construir más viviendas no resolvería la crisis de la vivienda en Gran Bretaña porque esta estaba impulsada por los bajos tipos hipotecarios (préstamos baratos) que solo aumentaban la demanda. Su respuesta: animar a las personas mayores con casas grandes a «reducir su tamaño» y liberar el parque inmobiliario existente para los compradores más jóvenes. Al parecer, un programa financiado por el Estado para construir viviendas de alquiler de propiedad pública, como se hizo con gran éxito en los años cincuenta y sesenta, no era la solución ahora.

Jo Michell arremetió contra las ridículas normas fiscales autoimpuestas que el Gobierno laborista está aplicando para «equilibrar las cuentas públicas». Pero se opuso a ellas únicamente porque eran demasiado «cortoplacistas». La implicación era que no existían alternativas radicales para aumentar los ingresos que evitaran que el Gobierno de Starmer siguiera adelante con la imposición de la austeridad fiscal mediante recortes previstos en las prestaciones a las personas mayores, los discapacitados y las familias.

El Banco de Inglaterra fue criticado por su mala gestión de la flexibilización cuantitativa y ahora de la restricción, que estaba generando unos costes equivalentes a 20 000 millones de libras para las finanzas públicas (Frances Coppola). Pero parecía que nadie estaba a favor de poner fin a la sumisión del Banco de Inglaterra a la City de Londres revirtiendo su supuesta «independencia». Verán, la función del Banco de Inglaterra era «preservar la estabilidad de los precios» (Frances Coppola), una visión extraña dado el fracaso total de los bancos centrales a la hora de gestionar el repunte inflacionista posterior a la COVID. Al parecer, mantener a los bancos centrales al margen del control democrático de los gobiernos elegidos garantizaba que ningún gobierno «derrochador» (aunque fuera elegido democráticamente) pudiera jugar con los tipos de interés, etc.., y provocar así una crisis financiera en los mercados. Al fin y al cabo, los mercados mandan y no se puede hacer nada al respecto, al parecer. La nacionalización de los principales bancos e instituciones financieras no figuraba en la agenda de ningún ponente.

En las sesiones finales se consideró una alternativa más amplia al capitalismo «rentista», «extractivo» o «distópico». Guy Standing, miembro del consejo del PEF y autor de «Precariado», planteó el riesgo creciente del fascismo y su amenaza para la «agenda progresista». Según su teoría, la clase obrera tradicional está siendo sustituida a nivel mundial y en Gran Bretaña por una clase «precaria» que no tiene trabajo fijo ni salarios y condiciones dignas y que está siendo «abandonada». Esta clase en crecimiento es receptiva a las ideas reaccionarias que la «plutocracia» pretende fomentar y promover, y existe un peligro real de colaboración de clases entre los extremadamente ricos y el precariado contra los «asalariados» (término que entiendo como la clase obrera tradicional). ¿Cuál es la respuesta?: acoger al precariado, dice Standing, en lugar de a la clase obrera; y desmantelar el «capitalismo extractivo», sustituyéndolo por los «bienes comunes». Standing no explicó realmente qué significaban los bienes comunes, aparte de su término histórico de «tierras comunales». ¿Se refería al socialismo? No estoy seguro, porque a lo largo de toda la conferencia no se pronunció ni una sola vez la palabra «socialismo» (que creo que es el verdadero significado de «bienes comunes»).

John McDonnell y Nadia Whittome son dos de los mejores políticos laboristas de izquierda de Gran Bretaña. McDonnell dijo en la conferencia que nunca había estado tan deprimido por la situación en Gran Bretaña y en el mundo en sus 50 años de carrera política. ¿Qué hacer? Debemos intentar que el gobierno de Starmer «vuelva al buen camino» y adopte políticas que ayuden a los trabajadores. En mi opinión, es una esperanza vana. Whittome también describió el terrible impacto del capitalismo en el país y en el extranjero. Pero, ¿cuál era la respuesta? ¿Acaso una mejor gestión del capitalismo? Quizás la respuesta la proporcionó el propio eslogan de William Beveridge en 1942, utilizado por el PEF en la documentación de la conferencia: «Un momento revolucionario en la historia del mundo es un momento para revoluciones, no para parches». ¡Cierto! Pero, por ahora, el PEF aboga por los parches.

Fuente: EL VIEJO TOPO

jueves, 22 de mayo de 2025

El falso dilema entre proteccionismo y libre comercio

 

 Por Luciana Ghiotto  
      Investigadora asociada del Transnational Institute (TNI) especializada en comercio e inversiones.



La política arancelaria del segundo mandato de Donald Trump como presidente de Estados Unidos representa una reconfiguración del comercio global y plantea serios desafíos para los movimientos contra los tratados de libre comercio en todo el mundo.


     El segundo gobierno de Donald Trump parece haber modificado el tablero del comercio global. La administración trumpista puso el foco en el libre comercio porque lo entiende como una práctica que ha dañado la hegemonía de Estados Unidos al generar desbalances comerciales con sus socios (especialmente China). Desde esa perspectiva, los altos aranceles podrían ayudar a recuperar parte del poderío industrial y económico perdido con la globalización. «La palabra más bonita del diccionario es arancel», decía Trump en 2024, y desde su asunción en enero hemos entendido que no estaba exagerando.




En este artículo nos proponemos examinar las políticas arancelarias de Trump desde una perspectiva crítica, trascendiendo las interpretaciones predominantes que las presentan como una ruptura radical con el orden económico global previo. Nuestra investigación se estructura en torno a tres objetivos fundamentales. Primero, desarrollar un análisis riguroso sobre la naturaleza, alcance e historicidad de las transformaciones generadas por las políticas arancelarias trumpistas, situándolas en la trayectoria más amplia de las relaciones entre Estado y capital en el capitalismo contemporáneo.

Segundo, problematizar críticamente la concepción dominante del «libre comercio», interrogando si las políticas proteccionistas actuales representan una verdadera ruptura con el paradigma librecambista o si constituyen, más bien, una reconfiguración de los mecanismos de acumulación dentro de la misma lógica sistémica. Tercero, examinar las implicaciones de estas transformaciones para los movimientos sociales que han articulado sus estrategias en torno a la crítica del libre comercio durante las últimas tres décadas, evaluando los desafíos que este nuevo escenario plantea para sus marcos interpretativos y prácticas políticas.

Sostenemos que una lectura crítica del momento actual resulta fundamental para repensar las estrategias de los movimientos sociales, particularmente en lo que respecta a su relación con los Estados nacionales y a las formas de construir solidaridades transnacionales efectivas. Las transformaciones en curso exigen reconsiderar tanto los sujetos políticos protagonistas de las resistencias como las escalas en que estas deben articularse para confrontar un sistema cuyas contradicciones se manifiestan simultáneamente en múltiples niveles.


Rupturas y continuidades en el modelo económico estadounidense


Las políticas proteccionistas de Trump no son una anomalía histórica sino un retorno a estrategias fundamentales en la construcción de Estados Unidos como potencia industrial. Contrariamente a la narrativa liberal dominante, este país desarrolló su economía bajo un intenso proteccionismo durante el siglo XIX, con aranceles que superaban el 40% hasta la Segunda Guerra Mundial. Lejos de representar una «desviación» del libre comercio, esta medida era una herramienta para gestionar asimetrías de poder económico, permitiendo a las potencias emergentes acumular capacidad industrial antes de competir globalmente. La Gran Depresión de 1930 intensificó el proteccionismo con la ley Smoot-Hawley, que elevó aranceles a niveles históricos. Esta crisis representó más que una recesión económica: fue una crisis orgánica del capitalismo donde el proteccionismo funcionó como mecanismo de emergencia para contener el cataclismo dentro de las fronteras nacionales y facilitar la reestructuración de las relaciones capital-trabajo.

El New Deal de Roosevelt supuso la masiva intervención estatal, con inversiones en infraestructura, subsidios industriales y regulación financiera, mientras la Segunda Guerra Mundial justificó una planificación económica centralizada que consolidó el complejo militar-industrial estadounidense. Tras la guerra, el capital de base estadounidense se internacionalizó, lentamente, pero sin pausa. La reconstrucción de Europa y su proceso de integración regional con la nueva Comunidad Europea promovió el aumento de la inversión extranjera directa a ese territorio. En ese mismo periodo se crearon en México las primeras maquiladoras con capital estadounidense, cuando en 1965 el gobierno mexicano implementó el Programa de Industrialización Fronteriza. Para 1970 ya existían 132 maquiladoras en la zona de frontera con Estados Unidos.

Paralelamente, durante estos años aumentaron las protestas sindicales en los países industrializados (con eventos como Mayo Francés y el Otoño Caliente italiano), expresando la insubordinación obrera a los dictados del capital y contribuyendo a la caída de la tasa de ganancia a principios de los años setenta. A este proceso deben añadirse también los procesos de lucha en América Latina, como el Cordobazo argentino, las huelgas del ABC paulista o la masacre estudiantil de Tlatelolco, todo en el contexto de la revolución cubana como horizonte de posibilidad de cambio sistémico.

La liberalización comercial se intensificó con la Ronda Kennedy del GATT (1964-1967), que incluyó no solo aranceles sino también barreras no arancelarias, expandiendo el ámbito regulatorio para satisfacer las necesidades de un capital que se volvía lentamente transnacional. Esta trayectoria culminó con la Ronda Uruguay (1986-1994) y la creación de la Organización Mundial del Comercio (OMC), que extendió radicalmente el alcance regulatorio a áreas como la propiedad intelectual, las inversiones extranjeras, los servicios y las compras gubernamentales.

En este proceso, Estados Unidos actuó como arquitecto principal, impulsando la liberalización en sectores en los que sus corporaciones tenían ventajas (servicios, propiedad intelectual, finanzas) mientras preservaba protecciones en áreas sensibles (agricultura, textiles, acero). Esta estrategia dual —«haz lo que digo, no lo que hago»— permitió al país norteamericano posicionarse como un defensor del libre comercio mientras mantenía elementos proteccionistas en su política doméstica, tales como subsidios encubiertos, compras gubernamentales discriminatorias y medidas antidumping.

Navegando esta dualidad, Estados Unidos se posicionó como el principal defensor y promotor del discurso y la práctica del libre comercio a escala global. Los distintos gobiernos emplearon su influencia diplomática, económica y militar para impulsar la liberalización en aquellos sectores donde sus corporaciones mantenían ventajas competitivas. La transformación del GATT en OMC y la expansión cualitativa del ámbito regulatorio que esto implicó respondió fundamentalmente a esta agenda impulsada por Estados Unidos y sus corporaciones transnacionales, que buscaban instrumentos jurídicos más fuertes para garantizar condiciones favorables para la penetración en los nuevos mercados.

La globalización como reestructuración cualitativa

Siguiendo esta línea, los años noventa no representaron el «nacimiento» de la globalización, sino una nueva disposición de las relaciones entre los Estados nacionales y el mercado mundial, caracterizada por la expansión geográfica de las relaciones capitalistas, el aumento de la inversión extranjera directa y la incorporación de nuevos territorios a los circuitos globales de acumulación. Este periodo no significó una ruptura absoluta con el pasado, sino que expresó una reconfiguración de las relaciones sociales capitalistas en respuesta a las contradicciones de los Estados de bienestar keynesianos.

El desplome soviético y la apertura china ofrecieron al capital acceso a vastos territorios con mano de obra barata, nuevos mercados y recursos estratégicos. Estos espacios ofrecían múltiples ventajas: enormes reservas de fuerza de trabajo disciplinada y de bajo costo, mercados potenciales para la venta de productos y servicios, oportunidades para inversiones de capital fijo en infraestructura, y acceso a recursos naturales estratégicos. Los capitales estadounidenses respondieron a estas transformaciones implementando una serie de estrategias de instalación en los nuevos territorios incorporados al mercado global. En China, adoptaron principalmente la forma de inversión productiva directa en sectores manufactureros intensivos en trabajo, instalando plantas en las Zonas Económicas Especiales.

Esta expansión geográfica de las empresas estadounidenses (y europeas) implicó la transformación cualitativa en la organización del capitalismo global. Facilitó la conformación de un entramado productivo transnacional que profundizaba el proceso de relocalización industrial iniciado en los años sesenta. Las cadenas globales de valor emergieron como la forma organizativa dominante, permitiendo a las corporaciones transnacionales fragmentar los procesos productivos y distribuirlos a través de múltiples territorios para maximizar las ventajas comparativas de cada territorio.

Este proceso económico tuvo su reflejo en un entramado jurídico específico, una nueva «arquitectura jurídica de la impunidad» para las corporaciones, al decir de Juan Hernández Zubizarreta. Esta arquitectura, compuesta por un conjunto de instituciones y tratados internacionales, generó una asimetría normativa articulada en torno a una idea básica: proteger a toda costa los negocios de las multinacionales mediante un ordenamiento jurídico internacional fundamentado en las reglas del comercio y la inversión.

Se conformó, entonces, una lex mercatoria compuesta por miles de normas: contratos de explotación y comercialización, tratados comerciales bilaterales y regionales, acuerdos de protección de las inversiones, políticas de ajuste y préstamos condicionados, laudos arbitrales, etc. Un derecho duro (hard law) (coercitivo y sancionador) que protege con fuerza los intereses empresariales. Y a este entramado se sumó también la creación, en 1995, de la Organización Mundial del Comercio (OMC), institución que reúne los objetivos del libre mercado y los vuelve regla para todos los Estados.

En definitiva, la globalización no está determinada solamente por la integración económica (aunque se trata de un elemento central) ni por las innovaciones tecnológicas (esenciales para la internacionalización) ni por el nuevo entramado jurídico (clave para otorgar seguridad a la propiedad privada). Todo esto define a la globalización, marcando una fase específica de la lucha entre capital y trabajo donde el capital buscó recomponer su dominación frente a las luchas obreras de los años sesenta que habían encarecido el precio del trabajo y reducido la ganancia.

Asimismo, todas las economías que se habían mantenido semicerradas en la posguerra, durante los Estados de bienestar, fueron conectadas en el mercado global. Ya no habría más lugar para economías nacionales autonomizadas, sino que se imponía ahora la regla del mercado. La globalización, entonces, representa una estrategia ofensiva del capital para escapar de las restricciones nacionales y disciplinar a la clase trabajadora mediante la amenaza constante de relocalización y precarización. La movilidad global del capital y la desregulación financiera que caracterizan esta etapa no son más que expresiones de la crisis de la forma tradicional de dominación capitalista y su intento desesperado por restaurar la rentabilidad.

¿Trump contra el libre comercio?

La política económica de la administración Trump marcó un quiebre significativo con el consenso bipartidista «globalizador» y en favor del libre comercio que dominó la política estadounidense durante cuatro décadas. Este «neoproteccionismo» representa una forma explícita de intervención estatal que defiende selectivamente a empresas con base en Estados Unidos ofreciéndoles protección contra los competidores extranjeros. Esto revela la verdadera naturaleza del proyecto económico trumpista: no un rechazo al neoliberalismo ni al libre comercio en sí mismos, sino una reconfiguración de las relaciones entre el Estado, las corporaciones y el mercado mundial, desarrollando un nacionalismo económico con fuerte impacto en la base electoral.

Los partidos Demócrata y Republicano habían convergido en su apoyo a políticas de libre comercio, desde el TLCAN bajo Clinton hasta el TPP con Obama. Trump rompió con esta tradición, calificando al TLCAN como «el peor tratado de la historia» y forzando su renegociación entre 2017 y 2018. Hay que reconocer que Trump no estaba tan errado: el TLCAN redujo empleos en sectores industriales clave de Estados Unidos, particularmente en estados del llamado «cinturón del óxido». Se estiman pérdidas de alrededor de 700 000 puestos de trabajo estadounidenses como resultado directo del acuerdo. Este fenómeno evidencia las contradicciones inherentes a la internacionalización del capital, donde la promesa de prosperidad generalizada chocó con la realidad de una redistribución desigual de costos y beneficios.

En su primer gobierno, Trump redobló la apuesta contra las instituciones del libre comercio. En 2017 boicoteó el Órgano de Solución de Diferencias de la OMC y retiró a Estados Unidos del TPP. A su vez, impuso aranceles a China, México, Canadá y la Unión Europea, e inició una guerra comercial con China desde 2018. El demócrata Joe Biden no modificó los aranceles impuestos por Trump, sino que los mantuvo y profundizó con iniciativas como la Ley de Reducción de la Inflación, la Ley de Chips y Ciencia, y políticas de Buy American, consolidando un nuevo enfoque proteccionista bipartidista.

El proteccionismo de Trump recupera una forma explícita de intervención estatal a favor de empresas con base administrativa en Estados Unidos, cobijándolas de la competencia internacional. Literalmente, los aranceles impuestos actúan como una coraza protectora, un escudo para amplios segmentos del capital estadounidense que habían perdido ventajas competitivas frente a rivales internacionales, especialmente empresas chinas. El objetivo de las políticas de Trump es, reforzar el poder de las corporaciones estadounidenses, no limitarlo.

Asimismo, este proteccionismo es selectivo: mientras defiende sectores industriales tradicionales, desregula el sector financiero y reduce impuestos al gran capital. Implementa altos aranceles para lograr un efecto positivo en sectores manufactureros tradicionales, pero simultáneamente ejecuta una agenda de desregulación financiera que desmantela el andamiaje regulatorio construido tras la crisis de 2008. En 2018, el gobierno de Trump terminó con la Ley Dodd-Frank que había sido aprobada en 2010 para reforzar las exigencias de capital de respaldo a los bancos, obligándolos a llevar a cabo test de resistencia anuales para mostrar su fortaleza y prohibía a las instituciones financieras dedicarse a actividades de alto riesgo con el dinero de sus clientes.

Por otra parte, la Ley de Recortes de Impuestos y Empleos (Tax Cuts and Jobs Act) de 2017 representó la mayor reforma fiscal en tres décadas y constituyó el logro legislativo más significativo del primer mandato de Trump. La pieza central de esta legislación fue la dramática reducción del impuesto federal sobre la renta corporativa del 35% al 21%, un recorte sin precedentes que transformó el panorama tributario empresarial estadounidense. Los legisladores republicanos argumentaron que un entorno fiscal más favorable incentivaría a las empresas a expandir sus operaciones en Estados Unidos y las haría más competitivas en el mercado global.

La drástica reducción del impuesto corporativo reveló una profunda contradicción en el núcleo de la política económica trumpista: mientras se implementaban aranceles y restricciones comerciales bajo el discurso de proteger a los trabajadores estadounidenses, se otorgaban enormes beneficios fiscales a las mismas corporaciones multinacionales que habían relocalizado empleo durante décadas. Esta contradicción aparente revela la verdadera naturaleza del proyecto: no se trata de un retorno al proteccionismo integral del siglo XIX o del período de sustitución de importaciones, sino de una reconfiguración del rol estatal dentro del capitalismo globalizado para defender selectivamente ciertos sectores mientras se mantienen y profundizan las ventajas para el capital financiero y las grandes corporaciones.

Lo que Trump consiguió fue sincerar la relación entre Estado y capital corporativo: abandonó la pretensión neoliberal de separación entre ambos, reconociendo de manera explícita que el poder estatal sigue siendo esencial para garantizar la rentabilidad del capital estadounidense en un contexto de creciente competencia internacional. El proteccionismo trumpista, en este sentido, no es una limitación del capitalismo estadounidense sino un intento de salvarlo de su crisis de rentabilidad y pérdida de ventajas competitivas, utilizando el poder estatal como escudo para preservar posiciones privilegiadas que ya no podían sostenerse mediante la pura competencia en los mercados globales.

La contradicción fundamental del proyecto económico de Trump radica en querer capturar los beneficios de la globalización (ganancias extraordinarias, dominio tecnológico, influencia geopolítica) mientras rechaza sus consecuencias inevitables: la relocalización productiva y los impactos negativos sobre el mercado laboral doméstico. El gobierno pretende reconciliar el nacionalismo económico del siglo XX con la realidad de corporaciones cuyo poder deriva precisamente de su capacidad para operar más allá de las fronteras nacionales. Esta tensión revela que el America First económico no puede materializarse mediante un simple retorno de la producción, sino que requiere una transformación radical de las lógicas de acumulación global que estas mismas corporaciones han construido durante décadas y de las cuales depende actualmente su posición dominante en la economía mundial.


Más allá del dilema: los movimientos anti-TLC en la encrucijada trumpista


Las organizaciones sociales que tradicionalmente se han opuesto a los TLC desde una crítica al neoliberalismo ahora enfrentan un dilema: oponerse frontalmente a las políticas comerciales de Trump podría interpretarse como una defensa implícita del statu quo neoliberal; apoyarlas significaría legitimar un proyecto que, aunque nombradamente contrario al libre comercio, está diseñado para fortalecer el poder del capital estadounidense sin cuestionar las relaciones sociales de explotación y desigualdad que le subyacen.

Pero Trump se ha apropiado de la retórica anti libre comercio desde un foco diferente a las campañas contra los tratados. Es cierto que algunos puntos de su argumento son similares: la crítica a la relocalización productiva, los impactos de los TLC sobre los trabajadores, la oposición a acuerdos como el TPP y las críticas del TLCAN y la OMC. Pero esto lo hace principalmente desde una matriz nacionalista-corporativa que no cuestiona las asimetrías fundamentales del orden económico global ni incorpora demandas de justicia ambiental o laboral internacional. Por el contrario, lo que Trump reivindica es un nacionalismo económico excluyente: su objetivo no es rediscutir el rol de las corporaciones estadounidenses, sino hacerlas nuevamente fuertes. Antes que «Make America Great Again», «Make US Corporations Great Again».

Esta situación revela una crisis más profunda en los marcos interpretativos tradicionales que planteaban «libre comercio vs. proteccionismo». Se evidencia ahora la necesidad de desarrollar un análisis más sofisticado que juegue en dos niveles: por un lado, una crítica del neoliberalismo y del libre comercio, pero, por otro, una crítica radical basada en el entendimiento de cómo funciona el capitalismo en su conjunto, y cómo el tema de comercio se entreteje con los temas financieros, ambientales, digitales, productivos, etc.

Lo que el trumpismo ha puesto en crisis es la mirada centrada en el nacionalismo económico que muchos movimientos sociales han sostenido desde los años noventa, cuando el foco era la crítica al neoliberalismo. La reivindicación de la centralidad del Estado y su capacidad regulatoria se convirtió en el eje articulador de proyectos progresistas que buscaban recuperar espacios de autonomía para las políticas públicas nacionales frente al avance de la globalización neoliberal. Sin embargo, esta estrategia política ha encontrado su límite en la profunda transformación estructural que el capitalismo global ha experimentado.

El problema fundamental es que estas políticas centradas en la recuperación de la soberanía económica nacional chocan inevitablemente contra la realidad de una interconexión económica global que ha reconfigurado las bases materiales de reproducción social. El neoliberalismo no fue simplemente un conjunto de políticas reversibles mediante la voluntad estatal, sino un proceso de reorganización profunda de las relaciones de producción a escala planetaria. Las economías nacionales fueron orgánicamente integradas en cadenas globales de valor, circuitos financieros transnacionales y redes tecnológicas que reducen drásticamente el margen de maniobra para experimentos económicos autonomizados.

En este contexto, los movimientos sociales que se oponen a los tratados de libre comercio enfrentan varios desafíos. La superación del nacionalismo metodológico constituye quizás el más importante y urgente, en tanto implica trascender una visión que ha estructurado tanto el análisis como la praxis política de numerosos movimientos populares durante décadas: la centralidad incuestionada del Estado-nación como articulador del horizonte utópico y como contenedor natural de los procesos sociales.

Esto no es meramente una cuestión ideológica ni un enamoramiento con los debates históricos dentro de las izquierdas sobre el rol del Estado en los procesos emancipatorios. La crisis de este enfoque refleja las transformaciones estructurales en el capitalismo. Frente a esta realidad, la reivindicación de la soberanía económica nacional como horizonte estratégico principal resulta insuficiente. Sin embargo, reconocer los límites del nacionalismo metodológico tampoco implica abrazar un internacionalismo abstracto que ignore las asimetrías de poder entre naciones y regiones, o que desconozca la importancia que los espacios nacional-estatales siguen teniendo como terrenos de disputa política. Se trata, más bien, de desarrollar perspectivas analíticas y estrategias políticas que puedan operar simultáneamente en múltiples escalas.

Desde los años noventa, el foco político puesto en los tratados de libre comercio ha permitido visibilizar los mecanismos concretos mediante los cuales el poder corporativo transnacional se institucionalizaba y expandía. La creación de alianzas transnacionales efectivas que superen las tentaciones del nacionalismo económico sin diluir las especificidades de cada contexto constituye otro reto significativo. Hoy, la solidaridad internacional requiere la identificación de la contradicción fundamental del capitalismo contemporáneo (la cual a menudo queda invisibilizada en los análisis políticos convencionales). Efectivamente, el libre comercio no es simplemente un conjunto de políticas erróneas, sino un mecanismo estructural que produce necesariamente sectores «sacrificables» cuya exclusión y precarización no es un efecto colateral, sino una condición constitutiva del modelo de acumulación global. Esta expulsión no podría corregirse mediante mejores políticas públicas dentro del mismo marco, sino que se ha vuelto una necesidad estructural del sistema.

Las comunidades afectadas por el extractivismo minero y petrolero constituyen los territorios que deben ser despojados para alimentar las cadenas globales de producción y consumo. Su desplazamiento y la destrucción de sus formas de vida no son «daños colaterales» sino requisitos operativos de la acumulación por desposesión que caracteriza al capitalismo contemporáneo. Del mismo modo, los trabajadores informales y autónomos que proliferan en las economías periféricas representan la materialización de un proceso donde el trabajo formal, regulado y con derechos laborales se convierte en una excepción histórica, no en la norma. La economía global requiere esta masa creciente de trabajo precarizado, disponible y desprovisto de protecciones sociales para mantener las tasas de ganancia.

Esta comprensión tiene efectos profundos sobre la construcción de solidaridades políticas. Significa que los movimientos sociales deben centrar su atención precisamente en estos sectores cuya opresión es constitutiva del sistema, no accidental. Las comunidades despojadas por el extractivismo, los trabajadores informalizados, los migrantes precarizados, las comunidades indígenas y campesinas amenazadas por megaproyectos: todos ellos expresan, en sus luchas concretas, las contradicciones fundamentales que el sistema no puede resolver mediante reformas parciales.

La solidaridad política debe construirse, entonces, no a partir de la promesa ilusoria de una inclusión plena en el capitalismo global, sino desde el reconocimiento de que la emancipación de estos sectores requiere necesariamente trascender la lógica misma del sistema que los sacrifica. La tarea, en síntesis, es transitar de una crítica al neoliberalismo hacia una crítica integral al capitalismo, comprendiendo que el libre comercio no es simplemente una «política equivocada» sino una expresión orgánica de las tendencias expansivas inherentes al capital como relación social.

La pregunta que se abre entonces es: ¿puede el movimiento trascender la dicotomía libre comercio/proteccionismo? ¿Es posible desarrollar una praxis internacionalista que reconozca los límites estructurales del nacionalismo económico sin caer en la resignación ante el poder del capital global? Esta crítica más profunda no implica abandonar la lucha contra los tratados de libre comercio, sino recontextualizarla en una comprensión más profunda de las dinámicas del capitalismo contemporáneo y en un proyecto de transformación radical que abarque simultáneamente las múltiples dimensiones de la dominación capitalista.

Una perspectiva integrada abriría posibilidades para una praxis más efectiva. No basta con oponerse a acuerdos específicos; es necesario construir modelos alternativos de relaciones económicas internacionales que cuestionen la propia lógica capitalista. Esto hará posible tender puentes entre distintos niveles de análisis, conectando las críticas a las cláusulas específicas de los TLC con cuestionamientos más profundos al sistema capitalista, al tiempo que permitirá ir más allá de los debates reduccionistas entre «nacionalismo económico» versus «globalismo neoliberal», reconociendo que ambos operan dentro de la misma lógica sistémica.

Fuente: JACOBIN

sábado, 10 de mayo de 2025

Aranceles y librecambio. El canario en la mina

 

 Por Raúl Radovich  
      Economista agrario.


     La gran complejidad de la vida en esta etapa del capitalismo en declive se combina con una tendencia a la simplificación por parte de los medios a la hora de abordar los problemas. Todo se reduce a un esquema binario dónde se establecen relatos que fijan quiénes son los buenos y quiénes son los malos, y donde hay una exigencia no explícita de que cada uno debe dar una respuesta unívoca colocándose a un lado u otro de una grieta que siempre tiende a convertirse en un precipicio infranqueable.



De esta forma, a pesar de que contamos con más medios que nunca, los debates, en lugar de hacerse más ricos y densos, se reducen a formatear la realidad de manera que el mensaje que se quiere transmitir aparezca como sentido común, mientras que cualquier opinión crítica queda como algo fuera de sitio. Es una copia de la prensa deportiva que tiene éxito al lograr convertir los argumentos propios en verdades indiscutibles. Una vez adoptada una posición, todo lo demás viene solo.

Aunque los hechos se suceden a una velocidad de vértigo, este esquematismo tiene una ventaja adicional que es la de amortiguar sus efectos de manera que los argumentos se acumulen para defender el relato oficial. Ese es el gran secreto de los medios de difusión, que apabullan para favorecer las tesis de los poderes dominantes¹. Al mismo tiempo que con la multiplicación de imágenes y sonidos nos contagian un ritmo similar a la veloz sucesión de los hechos, en cuanto al contenido nos aseguran la estabilidad que tranquiliza los espíritus con un mensaje que puede sintetizarse como “no te preocupes, no pasa nada, pase lo que pase nosotros estamos aquí para que tú puedas seguir con tu vida y no tengas necesidad de pensar”.

Eso explica que cuando realmente sucede algo importante como una pandemia, en lugar de generarse un gran debate sobre por qué sucede algo así, todo se reduce a un parte diario de víctimas y un calendario con las fechas para que aparezcan las soluciones.

En situaciones como la actual esta tendencia se potencia al máximo. Todo se reduce a fomentar el rearme o a elegir entre librecambismo y proteccionismo, como si el enfrentamiento entre las dos superpotencias por la hegemonía mundial, que de eso se trata, solo se redujese a la política arancelaria. En el conflicto actual, a pesar de la imagen agresiva de Trump, lo que está en juego no es tanto la recuperación del status anterior de la potencia declinante, sino aumentar la capacidad de EEUU para atenuar el ritmo de la caída de su participación en el mercado mundial. Para lograr ese objetivo los aranceles son solo herramientas, cuya magnitudes son totalmente flexibles, como lo ha demostrado hasta el cansancio Trump, en función de cada uno de los acuerdos posibles.

Dentro de esos acuerdos mucho más importante que los aranceles es tratar de salvar al dólar como referencia de las transacciones internacionales. Lo que interesa es disminuir el peligro de default de una deuda que ya alcanza los 35 billones (europeos) de dólares, con un déficit comercial y otro presupuestario en valores récord. Desde que Nixon abandonó el patron oro en los setenta para hacer frente a esas obligaciones EEUU contaba con la capacidad de imprimir dólares, y emitir deuda con el solo respaldo de la flota naval y las bases desparramadas por todo el mundo. Pero cuando China, secundada por Rusia y las principales economías no europeas a través de los BRICS, intenta crear una forma alternativa al dólar como medio de pago internacional y al mismo tiempo se convierte en el principal fabricante de buques de carga y Rusia en la primera potencia nuclear, las fuerzas se igualan y ante la imposibilidad del enfrentamiento nuclear es necesario potenciar el poder blando con un cambio de discurso, que a pesar de su aparente agresividad está buscando desesperadamente acuerdos. Teniendo en cuenta el escenario en su conjunto se ve algo muy distinto a lo que Trump quiere aparentar con su guerra de los aranceles.

En cuanto a Europa, hay que recordar que en el proyecto de lo que terminó siendo la Unión Europea, primaron dos principios relacionados entre sí. Primero: evitar nuevas guerras, básicamente entre Francia y Alemania, como las dos que terminaron convirtiéndose en conflagraciones mundiales. Y segundo: ir desmantelando todas las barreras comerciales en las que los estados europeos se habían apoyado para luchar entre sí antes de enfrentarse militarmente. A partir de un primer acuerdo sobre el carbón y el acero entre Alemania y Francia se fueron sucediendo una serie de acuerdos que terminaron en la actual supresión de aranceles y en la libre circulación de capitales entre los países miembros.

Al mismo tiempo, los países europeos como conjunto negociaron en las sucesivas rondas del GATT, organismo precursor de la Organización Mundial del Comercio, disminuciones de los aranceles para diferentes tipos de productos, llegando a acuerdos en distintas áreas con Tratados de Libre Comercio. Así se fueron consiguiendo rebajas en productos industriales y servicios.

Sin embargo, en la agricultura, contrariamente a la posición inglesa, cuyos pilares siempre se sustentaron en grandes propiedades y librecambio, se impusieron las tesis francesas generando un mercado común europeo basado en la defensa de las pequeñas propiedades y un fuerte proteccionismo, que a través de la Política Agraria Comunitaria ponía obstáculos a los productos agrarios de toda América.

Con la llegada de Trump el discurso oficial sobre el comercio internacional de la Administración estadounidense ha experimentado un giro de 180º al renunciar aparentemente a la política de libre mercado. No cabe duda que tal posición fue una excelente baza electoral ya que consiguió el apoyo de todos aquellos sectores afectados por la relocalización de las empresas industriales estadounidenses en el sudeste asiático. Pero ¿en qué medida las posiciones proteccionistas pueden considerarse parte del ADN de la actual política republicana?

Cuando Trump empezó a ejecutar su nueva política utilizó como principal arma la aplicación de aranceles con tasas variables en función, no de los productos, sino en relación a los países, lo cual es atípico ya que nunca es el total de la economía de un país lo que hay que proteger.

En un artículo anterior² explicamos cómo ese cambio estratégico de EEUU no era un capricho ni una imbecilidad del nuevamente elegido presidente. El cambio responde a la necesidad, ante el continuo retroceso de EEUU en la arena mundial y el crecimiento del papel de China, de tratar de buscar un acercamiento a través de negociaciones con Rusia para intentar alejarla de la alianza con China, al mismo tiempo que hace frente a un aumento de las inversiones en armamentos, sin que necesariamente se traduzca en nuevas guerras, y a una renovación de su industria y sus infraestructuras, que han quedado relegadas.

Para tratar de lograr ese objetivo Trump utiliza el arma de penalizar las importaciones, pero en función de sus resultados puede cambiar una y otra vez, dependiendo de la oposición que vaya encontrando. Hay que tener en cuenta que además de contentar a sus votantes, debe satisfacer las necesidades de los grandes grupos empresariales que no pertenecen como antaño a la industria manufacturera. Hoy las empresas que representan mejor el poder de EEUU son las tecnológicas dueñas de la nube que junto con el estado chino son los que controlan la información de los consumidores expresada en las redes sociales. Ahí está lo que Varoufakis denominó como tecnofeudalismo³: Amazon, Facebook, Google, Apple, los fondos de inversión, más Tesla y X, estas propiedad de Elon Musk, el segundo puesto en el gobierno de Trump encargado de la reforma del estado. Y Musk acaba de declarar que estaría de acuerdo con una situación en la que los aranceles tendieran a cero entre EEUU y Europa.

Si nos dejamos llevar por esa forma primitiva de presentar la película, sólo en un blanco y negro que tiende a simplificar todo, ¿cómo pueden convivir en las máximas esferas del gobierno un Presidente aplicando más del 100 % de aranceles a China y un gran recortador de los gastos estatales, que aboga por aranceles cero?

Ninguno de los dos está loco. Forma parte de su estrategia para mantener la parte del mercado mundial que todavía controlan.

Si analizamos cuáles son los sectores que dominan las grandes tecnológicas, vemos que todos han crecido y logrado su influencia gracias a financiación barata, la falta de control del estado y la disminución de impuestos y aranceles.

Veamos solo un ejemplo. Amazon facturó a escala mundial en 2024 más de 600 mil millones de euros, de los cuales la mitad fue ganancia bruta.⁴ Con tal nivel de ingresos y ganancias brutas “La filial europea de Amazon declaró unas pérdidas de 1.160 millones de euros en 2021, algo que no solo le ha permitido no pagar ni un euro en impuestos —en Luxemburgo, aunque sí en otros países—, sino que además ha recibido 1.000 millones en créditos fiscales”⁵ Es decir que una empresa de tal magnitud no paga impuestos en la Unión Europea gracias a la ingeniería financiera y la vista gorda por parte de Bruselas.

Que el proteccionismo de Trump no es un objetivo en sí mismo, sino más bien una herramienta, se refleja en que él dice que sus medidas son una respuesta a los obstáculos que pone el resto del mundo al libre comercio. Eso es cierto en parte, pero, cuando Von der Leyen, aceptando el reto, le ofrece erradicar todos los aranceles en los productos manufacturados entre Europa y EEUU, Trump contesta que no lo acepta. ¿Cuál es el argumento? Que es insuficiente porque debería extenderse a más productos. Y ahí apunta al lado débil del librecambismo europeo: los productos agrícolas, que como señalamos ha sido siempre la actividad más protegida. Pero Trump juega con las cartas marcadas. Cuando dice que EEUU tiene déficit comercial con casi todos los países, se olvida incluir los servicios, donde EEUU es tan potente.

Y ahí llegamos al punto de unión entre el “proteccionista” Trump y el tecnofeudalismo librecambista. Ante el escándalo de Amazon y el resto de empresas que con su ingeniería financiera no pagan impuestos, la Unión Europea amenaza buscando formas de poner orden estableciendo multas importantes para regular esas actividades.

Y, oh, qué casualidad, este elemento central en el conflicto, casi no aparece en la esfera pública. Mientras discutimos si son galgos o podencos, las negociaciones se harán a puerta cerrada en términos que nada tienen que ver con lo que los medios masivos de desinformación, difunden.

Así los grandes titulares se centran en los vaivenes diarios de las órdenes presidenciales sin atender a todo lo que está en juego. Para Europa el papel asignado por los poderes de EEUU es el de financiador del aumento de gastos militares, y el de comprador de la energía que se le dejó de adquirir a Rusia, objetivos ambos que se empezaron a cumplir con Biden. Pero existen otros objetivos tan importantes como estos.

Para recuperar algo de su capacidad industrial, la economía estadounidense necesita que empresas europeas exportadoras trasladen parte de su fabricación a territorio de EEUU para cubrir la demanda de los consumidores norteamericanos. Ya que es muy difícil que lo hagan empresas de otros países, bien porque sus salarios son muy bajos como en Vietnam o México, o porque tienen un know-how o logística más avanzada como en China. En ambos casos no hay incentivos suficientes para dejar los nichos ocupados, como bien lo demuestra el hecho de que a Musk ni se le ocurre abandonar China.

En las actuales negociaciones a puertas cerradas, igual que en el caso de Ucrania, las empresas tecnológicas de EEUU necesitan seguir contando con la complicidad de Bruselas. A pesar de su discurso contra la política trumpista, la Unión Europea coincide en el fondo con el objetivo de la nueva derecha de destruir los límites que ha conseguido la clase trabajadora europea a través de siglos de lucha.

No hay que tomarlo a broma cuando Elon Musk dice sin ruborizarse que los trabajadores deben trabajar 120 horas semanales. Que su empeño no es una bravuconada lo podemos ver cuándo Tesla⁶ no quiere aceptar la negociación salarial por convenio en Suecia, donde por cierto, ha encontrado la horma de su zapato. A pesar del silencio de la prensa europea, los obreros de Tesla llevan más de un año y medio de huelga para evitar que Musk logre su objetivo. Mientras éste ha recurrido a esquiroles extracomunitarios, los trabajadores que mantienen el conflicto, con tanta duración por primera vez en un siglo, han logrado el apoyo de compañeros relacionados con la fabricación y logística de Tesla.

Así como en las minas los canarios eran la señal del peligro que los gases significaban para los trabajadores, el no pago de impuestos y el no respeto de las leyes laborales por parte de los gigantes del tecnofeudalismo nos indican el futuro que nos espera si seguimos debatiendo la racionalidad de las medidas de Trump en lugar de estar atentos a cuando los canarios mueren en las minas. Todo nuestro futuro depende de la capacidad de organización de los trabajadores, movimientos sociales y ecologistas, para dar respuesta a escala europea a esta ofensiva profundamente reaccionaria que quiere retrotraernos a fines del siglo diecinueve.



Notas:

1 https://www.instagram.com/reel/DDP9kXYy_4A/?igsh=MTVnamE0bmplY3Rydw==

2 https://rebelion.org/la-racionalidad-del-imbecil/

3 https://www.ecologistasenaccion.org/335008/tecnofeudalismo-que-los-arboles-no-nos-impidan-ver-el-bosque/

4 https://m.macrotrends.net/stocks/charts/AMZN/amazon/gross-profit#:~:text=Amazon%20annual%20gross%20profit%20for,a%2014.01%25%20increase%20from%202021.

5 https://www.xataka.com/empresas-y-economia/amazon-ingreso-51-000-millones-euros-europa-2021-no-pago-euro-impuestos

6 https://www.eldiario.es/tecnologia/suecos-sabian-huelga-ano-medio-tesla-elon-musk-canario-mina_1_12205233.html



Fuente: Rebelión

domingo, 20 de abril de 2025

Jeffrey Sachs: «El nacimiento del nuevo orden internacional»

 

 Por Jeffrey D. Sachs   
      Economista de renombre mundial, es un líder en el campo del desarrollo sostenible.

El economista sostiene que el mundo multipolar sólo surgirá cuando el peso geopolítico de Asia, África y América Latina refleje su creciente importancia económica.


Detalle de 'Caminante sobre el mar de niebla', pintado por Casper David Friedrich alrededor de 1817.


El ocaso de la hegemonía occidental y el lento ascenso de un sistema multipolar analizado por Jeffrey Sachs. El profesor de la Universidad de Columbia cree que Asia, África y América Latina deben unir fuerzas para reformar las instituciones internacionales y crear un nuevo equilibrio global. Y concluye argumentando que, por su peso económico y diplomático, India es el candidato ideal para un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU.



     Escribiendo desde su celda como prisionero político en la Italia fascista después de la Primera Guerra Mundial, el filósofo Antonio Gramsci declaró la famosa frase: "La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer: en este interregno ocurren los más variados fenómenos mórbidos". Un siglo después, nos encontramos en otro interregno y los síntomas mórbidos están en todas partes. El orden liderado por Estados Unidos ha terminado, pero el mundo multipolar aún no ha nacido. La prioridad urgente es crear un nuevo orden multilateral que pueda preservar la paz y el camino hacia el desarrollo sostenible.

Estamos al final de una larga ola de la historia humana, que comenzó con los viajes de Cristóbal Colón y Vasco da Gama hace más de 500 años. Estos viajes marcaron el comienzo de más de cuatro siglos de imperialismo europeo, cuyo pináculo fue el dominio global británico desde el final de las guerras napoleónicas (1815) hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial (1914). Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se estableció como el nuevo hegemón mundial. Durante este largo período, Asia estuvo marginada: según estimaciones macroeconómicas ampliamente aceptadas, en 1500 Asia producía el 65% del PIB mundial, pero en 1950 esa proporción se había desplomado al 19% (a pesar de albergar al 55% de la población mundial).


Mapa de la máxima expansión de Europa, alcanzada en 1914.

En los 80 años transcurridos desde la Segunda Guerra Mundial, Asia ha recuperado su lugar en la economía global. Japón lideró el crecimiento en las décadas de 1950 y 1960, seguido por los cuatro “tigres asiáticos” (Hong Kong, Singapur, Taiwán y Corea) a partir de las décadas de 1960 y 1970, luego China (alrededor de 1980) y la India (alrededor de 1990). Hoy en día, según estimaciones del Fondo Monetario Internacional, Asia representa alrededor del 50% de la economía mundial.

El mundo multipolar nacerá cuando el peso geopolítico de Asia, África y América Latina corresponda a su creciente importancia económica. Este cambio necesario se ha retrasado porque Estados Unidos y Europa se aferran a prerrogativas obsoletas arraigadas en instituciones internacionales y mentalidades anticuadas. Incluso hoy, Estados Unidos intimida a Canadá, Groenlandia, Panamá y otros países del hemisferio occidental, amenazando al resto del mundo con aranceles y sanciones unilaterales que violan abiertamente las normas internacionales.

Asia, África y América Latina deben unirse para alzar sus voces colectivas y utilizar sus votos en la ONU para marcar el comienzo de un sistema internacional nuevo y equitativo. Una institución crucial que necesita reforma es el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, dada su responsabilidad única de mantener la paz según la Carta de las Naciones Unidas. Los cinco miembros permanentes (P5) –el Reino Unido, China, Francia, Rusia y los Estados Unidos– reflejan el mundo de 1945, no el de 2025. No hay escaños permanentes para América Latina o África, y Asia ocupa sólo uno de los cinco escaños, a pesar de albergar a casi el 60% de la población mundial. A lo largo de los años se han propuesto muchos nuevos miembros permanentes potenciales, pero el P5 se ha aferrado firmemente a sus posiciones privilegiadas.

Una reestructuración adecuada del Consejo de Seguridad seguirá frustrada durante años. Sin embargo, hay un cambio crucial en camino que beneficiaría al mundo entero: desde cualquier punto de vista, India, sin lugar a dudas, merece un asiento permanente. Dada su destacada trayectoria en diplomacia global, su admisión también elevaría una voz crucial en favor de la paz y la justicia mundiales.

La India es una gran potencia desde cualquier punto de vista: en 2024 superó a China como el país más poblado del mundo; es la tercera economía mundial más grande en términos de paridad de poder adquisitivo (17 billones de dólares), detrás de China (40 billones de dólares) y Estados Unidos (30 billones de dólares); Es la economía principal con mayor crecimiento, con una tasa anual del 6%; A mediados de siglo, su PIB (PPA) podría superar al de Estados Unidos. Es una potencia nuclear, innovadora en tecnologías digitales y cuenta con un programa espacial de vanguardia. Ningún otro candidato a un puesto permanente tiene credenciales comparables.

Lo mismo ocurre con su peso diplomático. El liderazgo de la India en el G20 en 2023 ha demostrado su capacidad para gestionar con éxito la cumbre, a pesar de las profundas divisiones entre Rusia y los países de la OTAN. India no sólo logró un consenso, sino que hizo historia al incluir a la Unión Africana como miembro permanente del G20.


El primer ministro indio, Narendra Modi, se reúne con el secretario general del Partido Comunista Chino, Xi Jinping, durante la 16ª cumbre BRICS en Kazán, Rusia, el 23 de octubre de 2024.

China se ha mostrado reticente a apoyar a India para un asiento permanente, protegiendo su posición única como única potencia asiática entre el P5. Sin embargo, sus propios intereses nacionales se beneficiarían del ascenso de la India, especialmente dados los esfuerzos desesperados y agresivos de Estados Unidos para bloquear el crecimiento económico y tecnológico de China con aranceles y sanciones.

Al apoyar a la India, China demostraría claramente que la geopolítica está evolucionando hacia un mundo verdaderamente multipolar. Incluso si comparte el puesto con un par asiático, ganaría un socio crucial para superar la resistencia de Estados Unidos y Europa al cambio. Si China apoyara a la India, Rusia estaría de acuerdo inmediatamente, mientras que Estados Unidos, el Reino Unido y Francia votarían a favor.

Los recientes excesos geopolíticos de Estados Unidos –abandonar la lucha contra el cambio climático, atacar los Objetivos de Desarrollo Sostenible e imponer aranceles unilaterales en violación de las normas de la OMC– reflejan los verdaderos “síntomas mórbidos” de un viejo orden moribundo. Es hora de dejar espacio para un orden internacional verdaderamente multipolar y justo.



Fuente: KRISIS