Sin duda tenemos un
problema con el ministro de Transportes, Óscar Puente que, a más de
exhibir un estilo dialéctico y político desafiante, y por tanto
imprudente y arriesgado, demuestra no conocer el asunto principal que
le está estallando entre las manos, que es el ferrocarril español,
que arrastra una crisis eminentemente política, a la que políticos
sin talla ni estilo no pueden contribuir más que a su empeoramiento.
Vamos a ver. Óscar Puente
se ha permitido decir, como arma arrojadiza contra sus críticos en
una comparecencia en el Congreso de los Diputados, que “El tren
vive en España el mejor momento de su historia”, con lo que ha
querido decir, pero sin expresarlo bien, que el tren vive un momento
estupendo para sus enemigos, es decir, los saqueadores de lo público,
los tontos en política y el imbatible complejo de la carretera, ese
triángulo del petróleo, el asfalto y los vehículos a motor con sus
accidentes mortales, sus contaminaciones, su gasto público sin
fondo, etc. Un poder, siempre en auge, que manipula y determina a un
ferrocarril minimizado, mangoneado y antisocial.
Nuestro ministro, en modo
triunfal, se debe referir al AVE, que transporta un número creciente
de viajeros y con puntualidad muy estimable, y hace como que ignora
que (1) conecta entre sí solo ciudades importantes, (2) induce
cierre de líneas y estaciones allá por donde se construye, (3) es
rentable en ciertas líneas y tramos, pero no en todos, y según
algunos nunca podremos pagar el coste de su infraestructura, y (4)
sus accidentes (Santiago de Compostela, 2013: 78 muertos, masacre sin
precedentes) e incidentes técnicos ponen en evidencia que a su
tecnología hay que temerla más que admirarla.
Puente añadió, en esa
comparecencia en la que sus críticos no lo superaron en nivel
técnico ni político, que “los españoles se sienten satisfechos
con su tren”, un dato que se habrá obtenido entre los usuarios del
AVE, viajeros de la España de primera categoría. Porque si la
encuesta la hace en la España de segunda categoría lo normal es que
la respuesta sea más bien irreproducible. Me refiero a esos
españoles que perdieron el tren entre Madrid y Ciudad Real cuando
entró en servicio el primer AVE (en 1992, a la Sevilla de aquellos
sevillanos en el poder), lo que implicó la eliminación de la línea
de 1879 y el cierre de sus 175 km con quince estaciones (o sea,
pueblos); o el cierre en 2022 de la línea de Madrid a Valencia por
Cuenca, tan reciente como de 1947, con unos 250 km y 22 estaciones
clausuradas desde Aranjuez; o ese mismo año, cuando se cerró a los
viajeros la línea Cartagena a Albacete, de 1865, por Cieza y Hellín,
con 180 km y 17 estaciones eliminadas, otros tantos pueblos, a los
que se les dejó con un palmo de narices a cambio de trazar 70
kilómetros de AVE de Murcia a Alicante, para llegar a Madrid tras ir
haciendo eses por media España. Estos españoles ninguneados según
avanza el AVE victorioso, no se sienten satisfechos ni con el súper
tren ni con la pandilla de antisociales en cuyas manos viene cayendo
desde hace decenios. Toda esa gente sin tren ha de recurrir al coche
o el bus para los trayectos que antes hacían en tren, aumentando el
tráfico por carretera, la contaminación y el riesgo, en abierta
contradicción con el propio nombre del Ministerio de Transportes,
que también lleva, añadido, el falso y ridículo título de
“Movilidad Sostenible”, que hay que tener cuajo para llamar así
a un ente en el que son la carretera y su enjambre de empresas e
intereses los que se llevan el gato al agua. (¿No será este
sector/lobby
de la carretera el que traza los planes del AVE?).

Estación de Cieza, ahora cerrada, en la línea Murcia-Albacete.
Porque, en efecto, la
“función social” del AVE (Puente no ha caído en ello) resulta
en vestir a Juan para desnudar a Pedro: un ejercicio netamente
antisocial, que la historia reciente debe atribuir a los socialistas,
que ya se marcaron aquel punto de sabia racionalidad cuando en 1985
el ministro de Transportes Enrique Barón (del Gobierno de Felipe
González) sacó el hacha para eliminar casi 1.800 km de líneas de
tren de viajeros (con 900 km desmantelados para siempre); líneas
que, siendo altamente estratégicas e integradoras, resultaban, ¡ay!,
carentes de esa rentabilidad económica que sólo saben medir
tecnócratas neoliberales. En Francia, víctima de la misma pasión
por rentabilizar el tren, pero con una red ferroviaria que duplica la
española (para una superficie nacional solo un 10 por 100 superior),
los protestones advierten que, al igual que está pasando con la
recuperación de cientos de líneas de tranvías urbanos, no hace
mucho eliminadas porque estorbaban la expansión del automóvil en
las ciudades, pronto habrá que hacerlo con decenas de líneas
férreas finiquitadas, aunque esto ya comportará un alto coste.

Estos tecnócratas anti
tren aprovechan su insania antisocial para hacer liberalismo
ejemplar, y por eso (1) entregan las líneas más rentables del AVE a
la competencia extranjera (que ya hay que ser tontos), e incluso
crean un tren propio, el AVLO, para hacerse la competencia a sí
mismos; y (2) lo mismo hacen con el escasísimo tráfico de
mercancías, privatizando sus servicios rentables. Alegan que estas
medidas de liberalización y de libre competencia vienen marcadas
desde la Unión Europea, como si no supieran que Bruselas lleva años
saltándose masivamente las medidas liberalizadoras que propugna, con
-dice la prensa- 27.000 medidas intervencionistas desde 2019. A estos
dirigentes incompetentes sólo les faltaba eso: hacer el tonto por
europeístas.
Tampoco parecen reconocer
que la hora del AVE ya pasó, con su canto de cisne en 2008 y la
trascendente crisis financiera desatada. Y les da lo mismo verse
envueltos en sobrecostes abrumadores, reducciones de doble vía a vía
única (en todo el despliegue del norte, hacia Asturias y Cantabria),
prolongación inacabable de proyectos (¡la Y vasca!) y daños
ambientales inasumibles (como en el túnel de Pajares), hacia los que
la operadora de infraestructuras ferroviarias, ADIF, trata de
escabullirse. Así, ¡oh, maravilla!, resulta que España, ya dispone
de casi 4.000 km de vías del AVE, superando al Japón pionero de la
alta velocidad (3.147 km), Francia (2.735 km), Alemania (1.631 km)…
El ministro Puente seguro que considera esto como la prueba más
evidente del maravilloso momento que vive nuestro tren, y de los
emprendedores que son él y su gente del Ministerio, sin que parezca
muy capaz de mirarse a sí mismo con lealtad política y calificar
sus chorradas como debiera.
Al parecer, en su
arrolladora comparecencia ante flojillos diputados de la oposición a
los que devoró el impetuoso Puente, el sobrado ministro abroncó a
sus críticos con un “me ha faltado escuchar aquello de que con
Franco los trenes iban mejor”, metiéndose en un jardín de esos
que vienen identificando al ministro como frivolón y un tanto
bocazas, ya que el ferrocarril de aquellos tiempos llegaba a casi
toda España con sus 15.000 km de líneas, escasas pero bien
aprovechadas (¡y tanto, los usuarios de aquellos años de 1960 lo
recordamos muy bien!), y resolvía las necesidades de la movilidad de
los españoles con muy bajo coste y una accesibilidad mayor que la de
ahora, cuando pueblos y ciudades ven cómo pierden el tren de sus
hábitos e historia. Lo de circular a 300 km/h no responde a demanda
social alguna, es una imposición tecnológica y arrastra la pérdida
de servicios accesibles, la desintegración territorial y la
segregación de los ciudadanos. Era el año de gracia de 1986 y el
Plan General de Ferrocarriles trazaba un futuro para nuestro tren muy
progresivo, asequible y social, pero ese mismo año surgió en el
horizonte el tren de alta velocidad francés, con la perspectiva de
la Expo de Sevilla y la entrega por París de ciertos presos de ETA,
y nuestros socialistas se enajenaron y perdieron el sentido (la
sensatez).
Tengo todavía otro
reproche que lanzarle a Oscar Puente, que es de Valladolid, ciudad
muy ferroviaria, en la que el discurrir de los trenes con parada en
la histórica estación de Campo Grande hacia todo el norte de España
siempre ha sido un hermoso y distraído espectáculo para la vista y
el conocimiento. Pero, como candidato a alcalde ya se dejó ganar por
esa maldita especie de que “el tren estrangula el futuro de la
ciudad”, reconstituida y agudizada por la expansión del AVE, y nos
ha dejado un video sin desperdicio en el que promete -ante notario,
dice- a sus futuros electores que de ganar la alcaldía se encargaría
de soterrar las vías de esa inmensidad férrea del Valladolid
actual. No se planteó -como hubiera sido propio de un alcalde de
cierta ambición social- el encargarse con prioridad de frenar el
crecimiento macrocefálico de Valladolid, cáncer urbanístico de la
Meseta Norte, contribuyendo con estilo de político capaz y sensible
a suavizar ese exilio de la buena gente que sigue abandonando sus
casas y pueblos en las desvalidas y desesperanzadas tierras de
Castilla y León; no. Demostró, por el contrario, dejarse influir
por esa desvergonzada filosofía del “estrangulamiento” de las
ciudades que hace recaer sobre el (pobre) tren un castigo atroz, aun
sabiendo, como todo el mundo sabe, que son los ubicuos y exigentes
coches los que lo provocan, y rindiéndose ante esa campaña,
generalmente de prensa, que movida por el dinero y la publicidad de
los constructores prefigura apetitosas operaciones de especulación
urbanística en la que incurren, con muy parecido descaro, los
tecnócratas rentabilizadores de RENFE/ADIF y los (casi) siempre
predispuestos alcaldes.

A este cronista le ha
gustado siempre ver a los trenes entrar y salir de las estaciones de
España, y siente un nublado en su corazón cuando asiste al
soterramiento inútil de vías y estaciones, que atribuyen la calidad
de villano al tren, cuando no es ni justo ni realista. Esto es de
aplicación general a las estaciones importantes, por donde los
trenes no pasan de largo. Porque hay casos -también motivados por el
nefasto AVE- en que lo justo es soterrar las vías, como debiera
hacer ADIF en Navalmoral de la Mata, por ejemplo, por donde la
mayoría de los trenes futuros de alta velocidad camino de Cáceres,
Badajoz o Lisboa no pararán, machacando al pueblo con la alta
velocidad y unos muros salvajes que pretenden “proteger” del tren
a la villa y su gente, humillando a un pueblo que se las arreglaba
con su tren anterior.
Protesta en Madrid por el Muro del AVE en Navalmoral de la Mata.
De
todo lo cual infiero que Óscar Puente carece de ese “·espíritu
ferroviario” que han compartido durante casi dos siglos entregados
trabajadores de la red y usuarios agradecidos cuyas demandas se
limitaban a puntualidad y comodidad progresivas, pero sin mermas ni
cantinelas de forofos de la tecnología: que con ir a 140/160 km/h se
llega a todos los sitios antes que con el coche o el bus, pero con
las indiscutibles ventajas de muy reducidos impactos humanos,
ambientales y financieros. Ese es el tren social, es decir,
civilizado, solidario y de futuro: lo del AVE es, en realidad, todo
lo contrario.
En un magnífico y oportuno
monográfico, “Les batailles du rail” (Le
Monde Diplomatique,
col. “Manière de Voir”, nº196, agosto-septiembre de 2024), que
reúne más de una veintena de trabajos de análisis de la realidad
ferroviaria francesa e internacional, uno de los autores califica de
“ferrovicide” (p. 95) al cierre de líneas regionales en Francia,
y otro, aludiendo al desmantelamiento del sistema ferroviario sueco,
en otro tiempo considerado uno de los más fiables e igualitarios del
mundo, considera que se trata de un “grand brigandage” (p. 42):
bandidismo sin disimulos, para entendernos.
Exacto, señor ministro.
Así que haga el favor de no volver a pronunciar esa “boutade” de
que “el tren vive su mejor momento en España”, y deje de
provocar.