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martes, 29 de octubre de 2024
domingo, 1 de septiembre de 2024
“El tren vive su mejor momento” (el ministro Puente, provocando)
Respingos de la calor (6 de 10)
Sin duda tenemos un problema con el ministro de Transportes, Óscar Puente que, a más de exhibir un estilo dialéctico y político desafiante, y por tanto imprudente y arriesgado, demuestra no conocer el asunto principal que le está estallando entre las manos, que es el ferrocarril español, que arrastra una crisis eminentemente política, a la que políticos sin talla ni estilo no pueden contribuir más que a su empeoramiento.
Vamos a ver. Óscar Puente se ha permitido decir, como arma arrojadiza contra sus críticos en una comparecencia en el Congreso de los Diputados, que “El tren vive en España el mejor momento de su historia”, con lo que ha querido decir, pero sin expresarlo bien, que el tren vive un momento estupendo para sus enemigos, es decir, los saqueadores de lo público, los tontos en política y el imbatible complejo de la carretera, ese triángulo del petróleo, el asfalto y los vehículos a motor con sus accidentes mortales, sus contaminaciones, su gasto público sin fondo, etc. Un poder, siempre en auge, que manipula y determina a un ferrocarril minimizado, mangoneado y antisocial.
Nuestro ministro, en modo triunfal, se debe referir al AVE, que transporta un número creciente de viajeros y con puntualidad muy estimable, y hace como que ignora que (1) conecta entre sí solo ciudades importantes, (2) induce cierre de líneas y estaciones allá por donde se construye, (3) es rentable en ciertas líneas y tramos, pero no en todos, y según algunos nunca podremos pagar el coste de su infraestructura, y (4) sus accidentes (Santiago de Compostela, 2013: 78 muertos, masacre sin precedentes) e incidentes técnicos ponen en evidencia que a su tecnología hay que temerla más que admirarla.
Puente añadió, en esa comparecencia en la que sus críticos no lo superaron en nivel técnico ni político, que “los españoles se sienten satisfechos con su tren”, un dato que se habrá obtenido entre los usuarios del AVE, viajeros de la España de primera categoría. Porque si la encuesta la hace en la España de segunda categoría lo normal es que la respuesta sea más bien irreproducible. Me refiero a esos españoles que perdieron el tren entre Madrid y Ciudad Real cuando entró en servicio el primer AVE (en 1992, a la Sevilla de aquellos sevillanos en el poder), lo que implicó la eliminación de la línea de 1879 y el cierre de sus 175 km con quince estaciones (o sea, pueblos); o el cierre en 2022 de la línea de Madrid a Valencia por Cuenca, tan reciente como de 1947, con unos 250 km y 22 estaciones clausuradas desde Aranjuez; o ese mismo año, cuando se cerró a los viajeros la línea Cartagena a Albacete, de 1865, por Cieza y Hellín, con 180 km y 17 estaciones eliminadas, otros tantos pueblos, a los que se les dejó con un palmo de narices a cambio de trazar 70 kilómetros de AVE de Murcia a Alicante, para llegar a Madrid tras ir haciendo eses por media España. Estos españoles ninguneados según avanza el AVE victorioso, no se sienten satisfechos ni con el súper tren ni con la pandilla de antisociales en cuyas manos viene cayendo desde hace decenios. Toda esa gente sin tren ha de recurrir al coche o el bus para los trayectos que antes hacían en tren, aumentando el tráfico por carretera, la contaminación y el riesgo, en abierta contradicción con el propio nombre del Ministerio de Transportes, que también lleva, añadido, el falso y ridículo título de “Movilidad Sostenible”, que hay que tener cuajo para llamar así a un ente en el que son la carretera y su enjambre de empresas e intereses los que se llevan el gato al agua. (¿No será este sector/lobby de la carretera el que traza los planes del AVE?).
Porque, en efecto, la “función social” del AVE (Puente no ha caído en ello) resulta en vestir a Juan para desnudar a Pedro: un ejercicio netamente antisocial, que la historia reciente debe atribuir a los socialistas, que ya se marcaron aquel punto de sabia racionalidad cuando en 1985 el ministro de Transportes Enrique Barón (del Gobierno de Felipe González) sacó el hacha para eliminar casi 1.800 km de líneas de tren de viajeros (con 900 km desmantelados para siempre); líneas que, siendo altamente estratégicas e integradoras, resultaban, ¡ay!, carentes de esa rentabilidad económica que sólo saben medir tecnócratas neoliberales. En Francia, víctima de la misma pasión por rentabilizar el tren, pero con una red ferroviaria que duplica la española (para una superficie nacional solo un 10 por 100 superior), los protestones advierten que, al igual que está pasando con la recuperación de cientos de líneas de tranvías urbanos, no hace mucho eliminadas porque estorbaban la expansión del automóvil en las ciudades, pronto habrá que hacerlo con decenas de líneas férreas finiquitadas, aunque esto ya comportará un alto coste.
Estos tecnócratas anti tren aprovechan su insania antisocial para hacer liberalismo ejemplar, y por eso (1) entregan las líneas más rentables del AVE a la competencia extranjera (que ya hay que ser tontos), e incluso crean un tren propio, el AVLO, para hacerse la competencia a sí mismos; y (2) lo mismo hacen con el escasísimo tráfico de mercancías, privatizando sus servicios rentables. Alegan que estas medidas de liberalización y de libre competencia vienen marcadas desde la Unión Europea, como si no supieran que Bruselas lleva años saltándose masivamente las medidas liberalizadoras que propugna, con -dice la prensa- 27.000 medidas intervencionistas desde 2019. A estos dirigentes incompetentes sólo les faltaba eso: hacer el tonto por europeístas.
Tampoco parecen reconocer que la hora del AVE ya pasó, con su canto de cisne en 2008 y la trascendente crisis financiera desatada. Y les da lo mismo verse envueltos en sobrecostes abrumadores, reducciones de doble vía a vía única (en todo el despliegue del norte, hacia Asturias y Cantabria), prolongación inacabable de proyectos (¡la Y vasca!) y daños ambientales inasumibles (como en el túnel de Pajares), hacia los que la operadora de infraestructuras ferroviarias, ADIF, trata de escabullirse. Así, ¡oh, maravilla!, resulta que España, ya dispone de casi 4.000 km de vías del AVE, superando al Japón pionero de la alta velocidad (3.147 km), Francia (2.735 km), Alemania (1.631 km)… El ministro Puente seguro que considera esto como la prueba más evidente del maravilloso momento que vive nuestro tren, y de los emprendedores que son él y su gente del Ministerio, sin que parezca muy capaz de mirarse a sí mismo con lealtad política y calificar sus chorradas como debiera.
Al parecer, en su arrolladora comparecencia ante flojillos diputados de la oposición a los que devoró el impetuoso Puente, el sobrado ministro abroncó a sus críticos con un “me ha faltado escuchar aquello de que con Franco los trenes iban mejor”, metiéndose en un jardín de esos que vienen identificando al ministro como frivolón y un tanto bocazas, ya que el ferrocarril de aquellos tiempos llegaba a casi toda España con sus 15.000 km de líneas, escasas pero bien aprovechadas (¡y tanto, los usuarios de aquellos años de 1960 lo recordamos muy bien!), y resolvía las necesidades de la movilidad de los españoles con muy bajo coste y una accesibilidad mayor que la de ahora, cuando pueblos y ciudades ven cómo pierden el tren de sus hábitos e historia. Lo de circular a 300 km/h no responde a demanda social alguna, es una imposición tecnológica y arrastra la pérdida de servicios accesibles, la desintegración territorial y la segregación de los ciudadanos. Era el año de gracia de 1986 y el Plan General de Ferrocarriles trazaba un futuro para nuestro tren muy progresivo, asequible y social, pero ese mismo año surgió en el horizonte el tren de alta velocidad francés, con la perspectiva de la Expo de Sevilla y la entrega por París de ciertos presos de ETA, y nuestros socialistas se enajenaron y perdieron el sentido (la sensatez).
Tengo todavía otro reproche que lanzarle a Oscar Puente, que es de Valladolid, ciudad muy ferroviaria, en la que el discurrir de los trenes con parada en la histórica estación de Campo Grande hacia todo el norte de España siempre ha sido un hermoso y distraído espectáculo para la vista y el conocimiento. Pero, como candidato a alcalde ya se dejó ganar por esa maldita especie de que “el tren estrangula el futuro de la ciudad”, reconstituida y agudizada por la expansión del AVE, y nos ha dejado un video sin desperdicio en el que promete -ante notario, dice- a sus futuros electores que de ganar la alcaldía se encargaría de soterrar las vías de esa inmensidad férrea del Valladolid actual. No se planteó -como hubiera sido propio de un alcalde de cierta ambición social- el encargarse con prioridad de frenar el crecimiento macrocefálico de Valladolid, cáncer urbanístico de la Meseta Norte, contribuyendo con estilo de político capaz y sensible a suavizar ese exilio de la buena gente que sigue abandonando sus casas y pueblos en las desvalidas y desesperanzadas tierras de Castilla y León; no. Demostró, por el contrario, dejarse influir por esa desvergonzada filosofía del “estrangulamiento” de las ciudades que hace recaer sobre el (pobre) tren un castigo atroz, aun sabiendo, como todo el mundo sabe, que son los ubicuos y exigentes coches los que lo provocan, y rindiéndose ante esa campaña, generalmente de prensa, que movida por el dinero y la publicidad de los constructores prefigura apetitosas operaciones de especulación urbanística en la que incurren, con muy parecido descaro, los tecnócratas rentabilizadores de RENFE/ADIF y los (casi) siempre predispuestos alcaldes.
A este cronista le ha gustado siempre ver a los trenes entrar y salir de las estaciones de España, y siente un nublado en su corazón cuando asiste al soterramiento inútil de vías y estaciones, que atribuyen la calidad de villano al tren, cuando no es ni justo ni realista. Esto es de aplicación general a las estaciones importantes, por donde los trenes no pasan de largo. Porque hay casos -también motivados por el nefasto AVE- en que lo justo es soterrar las vías, como debiera hacer ADIF en Navalmoral de la Mata, por ejemplo, por donde la mayoría de los trenes futuros de alta velocidad camino de Cáceres, Badajoz o Lisboa no pararán, machacando al pueblo con la alta velocidad y unos muros salvajes que pretenden “proteger” del tren a la villa y su gente, humillando a un pueblo que se las arreglaba con su tren anterior.
De todo lo cual infiero que Óscar Puente carece de ese “·espíritu ferroviario” que han compartido durante casi dos siglos entregados trabajadores de la red y usuarios agradecidos cuyas demandas se limitaban a puntualidad y comodidad progresivas, pero sin mermas ni cantinelas de forofos de la tecnología: que con ir a 140/160 km/h se llega a todos los sitios antes que con el coche o el bus, pero con las indiscutibles ventajas de muy reducidos impactos humanos, ambientales y financieros. Ese es el tren social, es decir, civilizado, solidario y de futuro: lo del AVE es, en realidad, todo lo contrario.
En un magnífico y oportuno monográfico, “Les batailles du rail” (Le Monde Diplomatique, col. “Manière de Voir”, nº196, agosto-septiembre de 2024), que reúne más de una veintena de trabajos de análisis de la realidad ferroviaria francesa e internacional, uno de los autores califica de “ferrovicide” (p. 95) al cierre de líneas regionales en Francia, y otro, aludiendo al desmantelamiento del sistema ferroviario sueco, en otro tiempo considerado uno de los más fiables e igualitarios del mundo, considera que se trata de un “grand brigandage” (p. 42): bandidismo sin disimulos, para entendernos.
Exacto, señor ministro. Así que haga el favor de no volver a pronunciar esa “boutade” de que “el tren vive su mejor momento en España”, y deje de provocar.
domingo, 11 de agosto de 2024
¡Que nos devuelvan el tren!
Respingos de la calor (3 de 10)
Mis últimas indagaciones sobre la situación del “espíritu ferroviario” de los murcianos me ha alarmado por no encontrarlo, en absoluto, capaz ni decidido a afrontar los despojos y humillaciones que describen a las políticas de RENFE y ADIF para nuestra tierra. Afectadas ambas por el “virus del AVE”, y logrado el encantamiento que esta rapaz mecánica produce en tantos españoles, incluidos los murcianos, la mala ralea de los tecnócratas del transporte nos prepara estragos importantes a los que hay que hacer frente.
Al AVE hay que “dirigirse” destacando su naturaleza rapaz, exclusivista, cara y absurda, por lo que constituye una agresión social de primera magnitud. Por eso deja, a su paso, líneas de ferrocarril cerradas o desmanteladas, y decenas de pueblos y ciudades sin servicio, teniendo la gente que recurrir al automóvil y al autobús para trasladarse. Con el trazado radial y esquelético de las vías del AVE por la Península, este tren incrementa los tráficos interurbanos por carretera, así como -inevitablemente- los de larga distancia. Anula, así, una de las ventajas tradicionales -e imbatibles- del tren como alternativa a la carretera. Circulando a 300 km/h, y queriendo competir con el avión, el AVE lo rompe y envilece todo en cuanto a modo de transporte, desequilibra el territorio, vulnera el carácter eminentemente social del tren, produce impactos ambientales demoledores y nos regala, como resumen, un pan como unas hostias.
La Región de Murcia, de dirigencia política inepta y malvada, y de opinión pública endeble y secuestrada, ha caído en la trampa del AVE gozosa y confiadamente, sin tener más referencia “sociopolítica” que el acceder a lo que otros ya tienen, quejándose como siempre de ser “la última”, de ir “detrás de Alicante” y de ser “menospreciada por Madrid”. La consecuencia de esta tontuna colectiva -desapego, pueblerinismo-, tan ampliamente compartida, ha sido perder el tren en la línea estructural Murcia-Albacete, por Cieza y Hellín, y en el histórico ramal a Águilas. En su lugar, se ha decidido “reforzar” el eje mediterráneo y llevar a los viajeros por un periplo geográfico absurdo, fiando el objetivo a la velocidad y considerando que a 300 km/h las distancias no cuentan ni el consumo de energético que conllevan. (Ese engendro arquitectónico antiestético, caótico y sublunar, que revela a la nueva estación subterránea de Murcia, se empareja perfectamente con la procacidad global con que la región se relaciona con el ferrocarril).
Porque cuando el criterio rector es la velocidad y no la distancia ni la geografía, el resultado ambiental ha de ser funesto inevitablemente. Y ahí está el itinerario Madrid-Murcia por Alicante, Albacete y Cuenca, que es una producción tecno-económica (pero de dirección política) digna de profesionales descerebrados de la ingeniería y pervertidos de la economía (y, en ambos casos, analfabetos ambientales). El AVE evidencia, además, que los tiempos no han introducido ninguna mejora en conocimiento o voluntad en la política de transportes, pese al esfuerzo singular de crítica propositiva realizado en la década de 1970 cuando, contra la dictadura decrépita el paradigma de la ordenación del territorio esgrimido por los ecologistas mantenía la esperanza de un futuro cercano con dirigentes políticos mejorados.
Junto a la eliminación del itinerario más directo y sensato entre Murcia y Madrid, la otra ofensa que los murcianos parecen dispuestos a encajar es la que se cierne sobre Águilas, es decir, ese ramal histórico de la empresa británica The Great Southern of Spain Railway Company Limited, en funcionamiento desde 1890 hasta que hace dos años quedara sin servicio junto con el tramo Murcia-Lorca-Almendricos, como efecto de las obras del futuro AVE desde Murcia hacia Almería. Estas obras y estos planes, vinculados con la extensión del AVE (por una línea ruinosa de necesidad entre Lorca y Almería) amenazan el enlace ferroviario de Águilas, pese a las “originarias” promesas de ADIF que, conociendo el aire economicista de sus rectores, no deben tenerse por serias ni sinceras.
Y en este ambiente más que sospechoso de futura agresión de ADIF al pueblo de Águilas y su historia, hay que contemplar la alegre actitud de su alcaldesa actual, que cree estar negociando con ADIF un plan que ninguna de las dos partes quiere revelar porque ni está claro ni se acomete con lealtad. Así, la alcaldesa socialista de Águilas espera que se recupere el ramal ferroviario, ahora desde Pulpí, a escasos 15 km de Águilas, con una nueva estación netamente separada de las -históricas, meritorias e incluso grandiosas- instalaciones ferroviarias de lo que fue cabeza técnica de la Great Southern, estación que, medio negociada con propietarios de la periferia aguileña, se ubicaría en un lugar nuevo y remoto. Y las vías y las todavía extensas propiedades de la actual ADIF pasarían a ser bocado apetitoso de promotores y constructores. Más o menos relacionados con esta conspiración está el relativo fomento de actos de recuerdo y reconocimiento del pasado ferroviario aguileño, haciendo justicia a aquellos ingleses y aquellas espectaculares obras de ingeniería mientras se prepara la ruptura y desintegración del tren respecto de ese pasado, que los politicastros de hoy han decidido convertirlo en un tiempo inútil y que hay que “superar”. Así que se ensalza el pasado para adormecer la opinión pública y cercenar el futuro.
La alcaldesa no sabe, ni tiene interés en sospechar, que lo que puede estar tramando ADIF es descartar ese ramal y esa conexión ferroviaria de Águilas con la red nacional, proponiendo una solución consistente en un servicio de autobuses que enlacen la futura estación de Pulpí con Águilas, dando por finalizada de un plumazo la historia ferroviaria de Águilas. Porque ADIF, con el estilo despótico que ha acuñado bajo el imperio de la alta velocidad, pretende que ciudadanos e instituciones se allanen ante sus proyectos de infraestructuras del AVE sin decir ni mu: tan necesario y estratégico para el país considera que es ese maldito tren. Y RENFE, igualmente manejada por tecnócratas desalmados, incultos y antisociales, se permite desarticular el territorio, en sus bases fundamentales y de mayor alcance social, por sus santos objetivos de llevar el tren loco a los cuatro sitios que considera rentables.
Los tecnócratas del ferrocarril actual parecen ignorar que ni RENFE ni ADIF ni el ferrocarril les pertenece, y que su función es la de depositarios responsables del cumplimiento de un fin eminentemente social. Y ni se plantean el inconmensurable coste global de la inseguridad de las carreteras (bueno, sí es mensurable: estamos hablando de un 2/3 por 100 del PIB), que es algo que ridiculiza los argumentos de la falta de rentabilidad de ciertas líneas ferroviarias, pero esta es una reflexión social que estos tecnócratas ni huelen. Y tampoco sienten que el sistema ferroviario pertenece a la ciudadanía, no solamente en cuanto pobladores de un país que necesita disponer de un sistema integrado, lo más denso posible, de líneas férreas y sus servicios correspondientes, sino porque la construcción del mismo la han realizado, durante casi dos siglos, las manos de la ciudadanía trabajadora, y porque sus miles de empleados han dedicado su vida laboral a facilitar el movimiento -las relaciones humanas y los afectos, la actividad económica y los negocios- dentro del país construyendo ese “espíritu ferroviario”, eminentemente descrito como actitud de entrega, para que todo eso funcionara, aun con dificultades técnicas y presupuestarias ajenas totalmente a su papel laboral y social. Esta reflexión, que no entra en la cabeza de los tecnócratas, es, sin embargo, el núcleo de la argumentación en favor del tren útil social y ambientalmente. Que la propiedad pública, al menos en este caso, no está asignada a un cuerpo de tecnócratas o políticos intermediarios entre un poder abstracto y una sociedad más abstracta aún, sino que es cosa que nos toca y pertenece a cada uno de los ciudadanos de este país, con nombres y apellidos.
Pero nuestros políticos dirigiendo el transporte, y esos tecnócratas con la misión de rentabilizarlo, se dedican a engañarse a ellos mismos, a maltratar nuestra inteligencia y a malgastar los recursos públicos: son unos auténticos traidores al pueblo y a la patria, y hay que encontrar la forma de, primero, castigarlos con el desprecio de la gente, segundo, enviarlos a un centro ad hoc de reeducación sobre costes comparativos del transporte (incluyendo los ambientales), a ver si se enteran, y, tercero, inhabilitarlos definitivamente para cualquier empleo o puesto públicos, por su alta peligrosidad social.
Con mi nieto Pedro, al que saludaban los maquinistas con un pitido al verlo tantas noches conmigo, entusiasmado, al paso del último tren, recorro las vías silenciosas y cubiertas de hierba y herrumbre, pero que lo atraen de una forma que me emociona, como conjurándolas a que recobren su vida y su futuro. El no entiende muy bien -tampoco yo- eso de que las obras del AVE nos tendrán sin tren durante cinco años, y me pregunta que por qué no hay tren. El otro día, al llegar a casa se lanzó sobre un folio y me dibujó el tren, el maquinista, el paso a nivel y un texto, “Quiero que vuelva el tren”, al que respondí, para mi caletre, con una enfurecida promesa. Cada uno a su manera, ambos nos juramentamos para conseguir que nos devuelvan el tren, nuestro tren, por donde siempre circuló, siguiendo la sabiduría de aquellos profesionales amantes del tren cuyo recuerdo se quiere ennoblecer, precisamente, para disimular la necedad de sus enemigos de ahora.