Así, de pronto, como suele
suceder con los grandes descubrimientos de la Historia, se ha
extendido que la caña de río (Arundo
donax, de
latinajo) es mala en general, por lo que hay que erradicarla ya. Que
esa dócil, útil y familiar caña que tantas y tan importantes
funciones ha desempeñado durante siglos resulta que -porque viene de
Asia y alcanzó el mundo mediterráneo en época desconocida,
seguramente muy remota- ha sido declarada especie invasora por la
Unión Europea, tan celosa, ella, de su integridad físico-ambiental
(compatible con su obsesión con un desarrollo económico
entusiásticamente antiecológico), por lo que manda que se la
agobie, acorrale y, finalmente, elimine de tan exquisito territorio.
Cuando, para mi dolida
sorpresa, he sabido que esta sentencia de muerte iba en serio a raíz
de la última riada de Valencia y el aireo de sus perjuicios, no he
podido evitar la rememoración de esa caña en nuestra vida y pasado,
y también me he preocupado en conocer más de ella y de sus muchos
usos. Y en primer lugar he contemplado aquellas techumbres de cañizo
y yeso, generalizadas en las regiones mediterráneas y perfectamente
bioclimáticas (como la original de mi propia casa, luego, ay,
renovada en clave anticlimática), las cercas, cobijos, tambanillos y
usos múltiples en el campo y los cultivos; leyendo además ese
numeroso listado de utilidades, que han desaparecido del recuerdo y
la práctica, y que abarcan desde ciertos usos alimenticios humanos y
ganaderos hasta la descontaminación de suelos, aplicaciones químicas
y energéticas... todo ello puesto entre paréntesis debido al
abandono de su presencia activa en la vida social, primordialmente
agraria: a destacar que el abandono de tantos aprovechamientos ha
desequilibrado su presencia en nuestros cauces, llevándola a ser
percibida claramente como excesiva.

El Segura a su paso por Murcia, de ribera plastificada.
A lo que tengo que añadir
entrañables recuerdos de los caballos de caña con que los
chiquillos de mi calle y barrio reproducíamos las aventuras y
batallas de las (pocas) películas que veíamos, siempre de guerra,
desde luego; y si eran cañas de buen espesor, también nos valían
como fusiles y trabucos eficaces y duraderos; el ramal en un caso y
la bandolera en el otro lo resolvíamos con guita de esparto, y tan
felices.
No me queda, por otra
parte, nada claro que, como se arguye, en caso de inundación más o
menos violenta, la caña resulte menos eficaz que otras especies para
frenar sus daños y consecuencias, siendo necesario tener en cuenta
sus especificidades positivas. El caso es que no he querido refrenar
un impulso instintivo a defender a la acosada caña, seguro de que
necesita ayuda en lo que veo para ella un muy negro trance, porque me
escama lo que entiendo como un (demasiado) repentino odio hacia ella.
Y no descarto que se la haya designado como chivo expiatorio para
alejar la atención desde los políticos y las técnicas responsables
de la política de aguas (que, naturalmente, incluye la protección y
adecuación de cauces, dominios fluviales y redes hidrográficas en
general). O sea, que creo que me voy a poner a defender a la caña
ahora perseguida, aun a costa de tener que afrontar a científicos y
técnicos, con sus argumentos de valor, no digo que no, pero que
surgen ahora tras siglos de silencio y conformidad; a estos no les
tengo miedo, y no dudaré en darles caña. Porque sospecho que, al
menos en parte, este novedoso rigor científico encubre al delito
político, y este ya sé yo bien señalarlo y condenarlo. Mi amigo
Marià Martí, biólogo director durante años del Parc Natural de
Collserola del área metropolitana barcelonesa, y colaborador mío en
varios trabajos profesionales sobre el territorio catalán, ya me ha
advertido de algunos de los problemas de la caña y de sus
desventajas frente a otras especies riparias propiamente celtíberas,
así que estoy avisado y prevenido (además de agradecido). Así que
me adheriré a una “sociobotánica de la adaptación secular de
especies”, para entender mejor todo esto.
Desde que en Cieza un día
me fue mostrada la tenacidad de la caña cuando la querían eliminar
-por corte y asfixia- en la ribera del Segura, con la idea de trazar
un paseo “limpio” a su paso por la ciudad, me impresionó ver
cómo sobrevivía y su rizoma tenaz humillaba a los plásticos
felones que pretendían acogotarla, poniendo en evidencia la
estupidez de orlar los ríos con escollera y la demagogia de los
“paseos fluviales” (que, como los “marítimos”, suelen ser
empeño necio de nuestros alcaldes, que se creen con derecho a
maltratar la orilla del mar para darse lustre público atacando la
belleza natural de la línea litoral). Aprendí, de buena pedagogía,
la simbiosis que ahí se formaba sobre el combate del Segura y su
cañaveral; y desde aquel momento, de mi descubrimiento de la
potencia y los derechos del agua fluyente, mis vínculos atávicos
con la caña se han fortalecido, agradeciéndolo a quienes me dieron
aquella primera lección sobre el padre Segura (muy oportuna para un
costeño obsesionado por el litoral y poco más).

El Segura por Cieza: la caña se abre paso por la escollera y el plástico.
Por otra parte, desde que
vengo oyendo que la caña de río es una especie invasora indeseable,
y así lo establece desde 2013 el Catálogo Español de Especies
Exóticas Invasoras, minimizando su asentamiento y adaptación de
siglos a nuestra geografía, he evocado el caso de otra especie
brillantemente ajena, como es el castaño del norte (Castanea
sativa),
especialmente presente en el viejo Reino de León y, más todavía en
el Bierzo; su origen se ha señalado en tiempos del dominio romano,
pero a nadie se le ha ocurrido decretar su erradicación. También me
he acordado de la impresión, con rechazo, que me produjo el declarar
non grato
y abatible sin más al “toro de Osborne”, cuando Josep Borrell,
viniéndose arriba como ministro de Obras Públicas y Transportes,
aprobó un decreto en 1994 contra la publicidad en las carreteras y
no cayó -rígido de mente, insensible ecológico, jacobino en
general- en que el caso merecía consideración aparte. Un cierto y
acertado clamor permitió in
extremis
que se indultara a unas docenas de aquel “toro de nuestros
horizontes lejanos y legendarios, de silueta mayestática y
ruborizante” (escribía yo entonces, en su defensa), y triunfó la
excepción justificada sobre el anatema ciego y devorador.
Niego, cuando menos, y me
opongo a que eso de “acabar con los cañaverales en los ríos”
adquiera urgencia o justificación suficiente alguna, por más que
tantos se empeñen en ello. Antes hay otras tareas a acometer, mucho
más necesarias, objetivas y, desde luego, evidentes, es decir,
marcar las prioridades con criterios de sensatez y no a empujones
según modas o consignas. Y empezar por eliminar a los ingenieros de
Caminos Canales y Puertos de las Confederaciones Hidrográficas y
vetarles el acceso a cargos ministeriales decisivos (muy
especialmente, a ministros), dada su neta deformación académica
respecto del agua, el territorio, el medio ambiente y la vida
(términos y referencias inexistentes o mal estudiados en su
curricula),
así como su vicioso apego al privilegio gremial que les sigue
reservando el acceso a determinados espacios y regalías
administrativas. Y de permitir, y prever, el acceso a esas
administraciones, tercas y nocivas, de profesionales formados en
disciplinas de muy otro tipo que el dictado en esas Escuelas de
Ingeniería del ladrillo y el asfalto: o sea, antropólogos,
sociólogos, filósofos, algún biólogo... en fin, gente de mente
abierta, amplia cultura, sensibles y capaces, no alienados por la
técnica y sus falacias. Sin excluir a los ecologistas y los poetas
que, aun no procediendo de hormas académicas identificables, poseen
una visión y una iluminación plenamente holísticas, lo que los
capacita para entender adecuadamente cuanto se refiere al recurso de
recursos: el agua.
Frente al arrebato
exterminador hacia la Arundo
de nuestras vidas y geografías mi rebeldía esgrime también una
profunda desconfianza hacia gran número de directivas europeas que,
so capa de beneficiar al medio ambiente, en realidad están
determinadas y redactadas con un objetivo poco disimulado y
claramente menos noble, que es estimular el negocio y la actividad
económica: filosofía radical y global que inspira a la Europa
comunitaria desde su creación, y que está firmemente asentada en su
“política ambiental” (aunque tantos, incluidos muchos
ecologistas, ni lo vean ni lo quieran ver). Para la UE este momento
histórico de un medio ambiente calamitoso que empeora cada día a
manos de sus políticas de desarrollo económico, adquiere categoría
primerísima entre las “oportunidades de negocio”, y de ahí su
entusiasta dedicación a aprobar normas que creen y promuevan
negocios relacionados con la alarma climática, el envenenamiento de
las aguas, la desaparición de especies, etcétera. Porque tenemos
que enterarnos de una vez por todas de que el objetivo de la política
ambiental comunitaria es la expansión de un sector prometedor entre
los prometedores, no la protección de la naturaleza, que es
considerada, de hecho y también de derecho, como excepcional objeto
de explotación y de rentabilidad económica.
Por lo que el destinar como
objetivo de restauración biológica/botánica las márgenes
fluviales y la red hidrológica en toda la vertiente mediterránea y
otras áreas de ecología semejante, antes o después tenía que
figurar entre los (hipócritas, maleados) objetivos de política
ambiental, y no deberá extrañar que a numerosas empresas de
servicios se les haga la boca agua al contemplar ese panorama, en
realidad ilimitado, de proyectos y encargos sobre un proceso
destructivo especialmente atractivo, dado su alto coste. Y ya
presenciamos la avidez de empresas de servicios y sus equivalentes,
con el habitual “apoyo científico” que tantas veces se porta en
mercenario, así como la visiblemente creciente presencia de
organizaciones ecologistas orientadas (y desviadas) a los negocios.
Experimentos de asfixia de la caña en el Segura moratallense.
Así, no ha hecho falta que
se produjera el drama hidrológico de Valencia, inscrito en la
historia trágica de nuestras cuencas mediterráneas cuando, en
nuestros pagos, los avispados de Anse ya estaban manos a la obra con
la “renaturalización” de un tramo del Segura calasparreño y de
otro en la propia capital murciana, financiados, respectivamente, por
el Ministerio para la Transición Ecológica y por Coca-Cola (en este
caso, sin el menor pudor, a lo antiecológico y antiético: vamos
ya). Y Ecologistas en Acción, en su decidido camino de imitación de
Anse y sus éxitos eco-económicos (pero sin la técnica crematística
ya practicada por sus admirados compas, que llevan años en el
negocio), lanzaba un ambicioso proyecto de lo mismo para un tramo de
750 metros del Segura a su paso por Murcia: se supone que
pretendiendo, aunque secreta y sobre todo ingenuamente, que les
tocara a ellos.
Escaso cañaveral en la vegetación de ribera del Segura calasparreño.
Para este ecologismo,
degenerado y escandaloso, rige cada vez menos subrepticiamente el
principio de “dar caña y poner el cazo”, auténtica y muy
genuina especie reivindicativa de los últimos tiempos, y neto
producto de su institucionalización oportunista: se ataca a las
administraciones hostiles y se salva a las afectas, a las que se les
pide, y se obtiene, recompensa económica, sea como contrato, sea
como subvención. Y esto, el ecologismo moral, único aceptable,
debe marcarlo como impostura.
Vean, amigos míos, tras
este inicial examen de la cuestión de la entrañable caña,
que creíamos parte cuasi eterna, afectuosa y servicial de nuestras
vidas, cómo ha ido cayendo en desgracia y ha sido condenada, por
alóctona, a ser sustituirla por especies autóctonas; y cuánto el
asunto da y debe dar de sí. Porque si hay que erradicar a nuestra
caña, tenemos ante nosotros miles de kilómetros de cañaverales a
abatir, es decir, millones de euros a repartir. Nada más natural que tantos intereses, legítimos o no, decidan lanzarse sobre ellos.