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viernes, 4 de julio de 2025

Yo acuso

 

 Por Antonio Turiel  

      Físico, matemático y experto en Energía del CSIC.


*En vísperas de la tormenta que destruirá la ciudad de Barcelona.


      Acuso a las administraciones, pasadas y actuales, que en medio del caos climático creciente, decidieron que no era un tema lo suficientemente importante como para tomar medidas adecuadas para prepararnos.




Pero acuso principalmente al actual Govern de la Generalitat y al actual consistorio de l'Ajuntament de Barcelona de vivir de espaldas a los crecientes signos del peligro. Los acuso por ser los que conozco mejor, pero también acuso con ellos a todos los gobiernos municipales, autonómicos y del estado español, por la misma temeridad e imprudencia.

Cuando tenemos, ahora mismo, un mar Mediterráneo con una temperatura superficial 3 grados superior a la que tenía en 1980, y en algunas zonas llegando a 5 grados. Cuando estamos sufriendo una de las peores olas de calor marina, en extensión, duración y amplitud, en el Mediterráneo Occidental.

Cuando sufrimos una terrible DANA en la ciudad de Valencia hace 8 meses, lo cual pudo ser tan destructiva, entre otros motivos, por un mar anómalamente cálido, que proporcionó más energía y más agua precipitable a las tempestades.

Cuando los estudios recientes nos muestran que la tasa de calentamiento global se ha multiplicado por cuatro durante la última década y que se está alterando completamente la circulación del océano y la atmósfera, con consecuencias que aún no somos capaces de anticipar. 

Cuando se están ignorando todos los avisos de la comunidad científica, de los grupos ecologistas, de la payesía y de la ciudadanía en general, que dicen que así no, que por aquí no.

Por todo eso, yo les acuso.

Yo les acuso de promover obras que solo sirven para acrecentar el desastre, como la ampliación del aeropuerto de Barcelona o el desbroce de amplias zonas para el paso de nuevas líneas de alta tensión para la evacuación de una hipotética energía eléctrica renovable que no tiene demanda. Simplemente porque solo son capaces de pensar en hacer negocios como siempre, cuando nuestro mundo ha cambiado para siempre y es algo completamente diferente ahora mismo.

Yo les acuso de, a pesar de tener, en este mismo momento, avisos meteorológicos muy claros, como la actual ola de calor y los nada alentadores pronósticos para las próximas semanas, de no haberse lanzado a una campaña de protección de la población, sobre todo la más vulnerable.

Yo les acuso de no haberse preparado para una necesidad masiva de refugios bioclimáticos, y máxime en una situación de interrupción del servicio eléctrico después de una catástrofe. Y de no haber previsto cómo ofrecer agua, alimentos, cobijo y asistencia médica oportuna en medio de la catástrofe prevista.

Yo les acuso de no haber previsto, ni para Barcelona ni para ninguna otra parte, de medidas para disminuir las pérdidas humanas en caso de grandes avenidas, de no haber estudiado qué zonas serían más vulnerables, qué edificios o calles se hundirían.

Yo les acuso de no haber gobernado para la mayoría, para la gente que les ha escogido para representarles.

Pero, por encima de todo, yo les acuso de todas y cada una de las muertes que podían haber evitado y no quisieron evitar por primar una visión miope centrada en el beneficio económico de unos pocos.

Y mi rencor será eterno por el dolor de todas esas personas a las que conozco y que quiero, y que perderán la vida porque ustedes estaban más pendientes de complacer al rico que de servir a los ciudadanos. 


* No hay que tomar esa frase inicial, impactante, al pie de la letra. Obviamente, la tempestad no llegará mañana, si no en un período indefinido de tiempo aunque en todo caso no será de muchos años. Y por supuesto Barcelona no quedará completamente destruida, pero sí que sufrirá daños importantes que la afectarán durante años (o hasta que la siguiente tormenta haga aconsejable ir abandonando cosas). Por último, quizá Barcelona tenga suerte en el futuro más inmediato y sea otra ciudad la que reciba el castigo: poco importa.


Fuente: The Oil Crush

martes, 14 de enero de 2025

En defensa de la caña de río, tras su condena

 

      Ingeniero, periodista y politólogo. Ha sido profesor de la Universidad Politécnica de Madrid. Premio Nacional de Medio Ambiente.

Así, de pronto, como suele suceder con los grandes descubrimientos de la Historia, se ha extendido que la caña de río (Arundo donax, de latinajo) es mala en general, por lo que hay que erradicarla ya. Que esa dócil, útil y familiar caña que tantas y tan importantes funciones ha desempeñado durante siglos resulta que -porque viene de Asia y alcanzó el mundo mediterráneo en época desconocida, seguramente muy remota- ha sido declarada especie invasora por la Unión Europea, tan celosa, ella, de su integridad físico-ambiental (compatible con su obsesión con un desarrollo económico entusiásticamente antiecológico), por lo que manda que se la agobie, acorrale y, finalmente, elimine de tan exquisito territorio.

Cuando, para mi dolida sorpresa, he sabido que esta sentencia de muerte iba en serio a raíz de la última riada de Valencia y el aireo de sus perjuicios, no he podido evitar la rememoración de esa caña en nuestra vida y pasado, y también me he preocupado en conocer más de ella y de sus muchos usos. Y en primer lugar he contemplado aquellas techumbres de cañizo y yeso, generalizadas en las regiones mediterráneas y perfectamente bioclimáticas (como la original de mi propia casa, luego, ay, renovada en clave anticlimática), las cercas, cobijos, tambanillos y usos múltiples en el campo y los cultivos; leyendo además ese numeroso listado de utilidades, que han desaparecido del recuerdo y la práctica, y que abarcan desde ciertos usos alimenticios humanos y ganaderos hasta la descontaminación de suelos, aplicaciones químicas y energéticas... todo ello puesto entre paréntesis debido al abandono de su presencia activa en la vida social, primordialmente agraria: a destacar que el abandono de tantos aprovechamientos ha desequilibrado su presencia en nuestros cauces, llevándola a ser percibida claramente como excesiva.


El Segura a su paso por Murcia, de ribera plastificada.

A lo que tengo que añadir entrañables recuerdos de los caballos de caña con que los chiquillos de mi calle y barrio reproducíamos las aventuras y batallas de las (pocas) películas que veíamos, siempre de guerra, desde luego; y si eran cañas de buen espesor, también nos valían como fusiles y trabucos eficaces y duraderos; el ramal en un caso y la bandolera en el otro lo resolvíamos con guita de esparto, y tan felices.

No me queda, por otra parte, nada claro que, como se arguye, en caso de inundación más o menos violenta, la caña resulte menos eficaz que otras especies para frenar sus daños y consecuencias, siendo necesario tener en cuenta sus especificidades positivas. El caso es que no he querido refrenar un impulso instintivo a defender a la acosada caña, seguro de que necesita ayuda en lo que veo para ella un muy negro trance, porque me escama lo que entiendo como un (demasiado) repentino odio hacia ella. Y no descarto que se la haya designado como chivo expiatorio para alejar la atención desde los políticos y las técnicas responsables de la política de aguas (que, naturalmente, incluye la protección y adecuación de cauces, dominios fluviales y redes hidrográficas en general). O sea, que creo que me voy a poner a defender a la caña ahora perseguida, aun a costa de tener que afrontar a científicos y técnicos, con sus argumentos de valor, no digo que no, pero que surgen ahora tras siglos de silencio y conformidad; a estos no les tengo miedo, y no dudaré en darles caña. Porque sospecho que, al menos en parte, este novedoso rigor científico encubre al delito político, y este ya sé yo bien señalarlo y condenarlo. Mi amigo Marià Martí, biólogo director durante años del Parc Natural de Collserola del área metropolitana barcelonesa, y colaborador mío en varios trabajos profesionales sobre el territorio catalán, ya me ha advertido de algunos de los problemas de la caña y de sus desventajas frente a otras especies riparias propiamente celtíberas, así que estoy avisado y prevenido (además de agradecido). Así que me adheriré a una “sociobotánica de la adaptación secular de especies”, para entender mejor todo esto.

Desde que en Cieza un día me fue mostrada la tenacidad de la caña cuando la querían eliminar -por corte y asfixia- en la ribera del Segura, con la idea de trazar un paseo “limpio” a su paso por la ciudad, me impresionó ver cómo sobrevivía y su rizoma tenaz humillaba a los plásticos felones que pretendían acogotarla, poniendo en evidencia la estupidez de orlar los ríos con escollera y la demagogia de los “paseos fluviales” (que, como los “marítimos”, suelen ser empeño necio de nuestros alcaldes, que se creen con derecho a maltratar la orilla del mar para darse lustre público atacando la belleza natural de la línea litoral). Aprendí, de buena pedagogía, la simbiosis que ahí se formaba sobre el combate del Segura y su cañaveral; y desde aquel momento, de mi descubrimiento de la potencia y los derechos del agua fluyente, mis vínculos atávicos con la caña se han fortalecido, agradeciéndolo a quienes me dieron aquella primera lección sobre el padre Segura (muy oportuna para un costeño obsesionado por el litoral y poco más).


El Segura por Cieza: la caña se abre paso por la escollera y el plástico.

Por otra parte, desde que vengo oyendo que la caña de río es una especie invasora indeseable, y así lo establece desde 2013 el Catálogo Español de Especies Exóticas Invasoras, minimizando su asentamiento y adaptación de siglos a nuestra geografía, he evocado el caso de otra especie brillantemente ajena, como es el castaño del norte (Castanea sativa), especialmente presente en el viejo Reino de León y, más todavía en el Bierzo; su origen se ha señalado en tiempos del dominio romano, pero a nadie se le ha ocurrido decretar su erradicación. También me he acordado de la impresión, con rechazo, que me produjo el declarar non grato y abatible sin más al “toro de Osborne”, cuando Josep Borrell, viniéndose arriba como ministro de Obras Públicas y Transportes, aprobó un decreto en 1994 contra la publicidad en las carreteras y no cayó -rígido de mente, insensible ecológico, jacobino en general- en que el caso merecía consideración aparte. Un cierto y acertado clamor permitió in extremis que se indultara a unas docenas de aquel “toro de nuestros horizontes lejanos y legendarios, de silueta mayestática y ruborizante” (escribía yo entonces, en su defensa), y triunfó la excepción justificada sobre el anatema ciego y devorador.

Niego, cuando menos, y me opongo a que eso de “acabar con los cañaverales en los ríos” adquiera urgencia o justificación suficiente alguna, por más que tantos se empeñen en ello. Antes hay otras tareas a acometer, mucho más necesarias, objetivas y, desde luego, evidentes, es decir, marcar las prioridades con criterios de sensatez y no a empujones según modas o consignas. Y empezar por eliminar a los ingenieros de Caminos Canales y Puertos de las Confederaciones Hidrográficas y vetarles el acceso a cargos ministeriales decisivos (muy especialmente, a ministros), dada su neta deformación académica respecto del agua, el territorio, el medio ambiente y la vida (términos y referencias inexistentes o mal estudiados en su curricula), así como su vicioso apego al privilegio gremial que les sigue reservando el acceso a determinados espacios y regalías administrativas. Y de permitir, y prever, el acceso a esas administraciones, tercas y nocivas, de profesionales formados en disciplinas de muy otro tipo que el dictado en esas Escuelas de Ingeniería del ladrillo y el asfalto: o sea, antropólogos, sociólogos, filósofos, algún biólogo... en fin, gente de mente abierta, amplia cultura, sensibles y capaces, no alienados por la técnica y sus falacias. Sin excluir a los ecologistas y los poetas que, aun no procediendo de hormas académicas identificables, poseen una visión y una iluminación plenamente holísticas, lo que los capacita para entender adecuadamente cuanto se refiere al recurso de recursos: el agua.

Frente al arrebato exterminador hacia la Arundo de nuestras vidas y geografías mi rebeldía esgrime también una profunda desconfianza hacia gran número de directivas europeas que, so capa de beneficiar al medio ambiente, en realidad están determinadas y redactadas con un objetivo poco disimulado y claramente menos noble, que es estimular el negocio y la actividad económica: filosofía radical y global que inspira a la Europa comunitaria desde su creación, y que está firmemente asentada en su “política ambiental” (aunque tantos, incluidos muchos ecologistas, ni lo vean ni lo quieran ver). Para la UE este momento histórico de un medio ambiente calamitoso que empeora cada día a manos de sus políticas de desarrollo económico, adquiere categoría primerísima entre las “oportunidades de negocio”, y de ahí su entusiasta dedicación a aprobar normas que creen y promuevan negocios relacionados con la alarma climática, el envenenamiento de las aguas, la desaparición de especies, etcétera. Porque tenemos que enterarnos de una vez por todas de que el objetivo de la política ambiental comunitaria es la expansión de un sector prometedor entre los prometedores, no la protección de la naturaleza, que es considerada, de hecho y también de derecho, como excepcional objeto de explotación y de rentabilidad económica.

Por lo que el destinar como objetivo de restauración biológica/botánica las márgenes fluviales y la red hidrológica en toda la vertiente mediterránea y otras áreas de ecología semejante, antes o después tenía que figurar entre los (hipócritas, maleados) objetivos de política ambiental, y no deberá extrañar que a numerosas empresas de servicios se les haga la boca agua al contemplar ese panorama, en realidad ilimitado, de proyectos y encargos sobre un proceso destructivo especialmente atractivo, dado su alto coste. Y ya presenciamos la avidez de empresas de servicios y sus equivalentes, con el habitual “apoyo científico” que tantas veces se porta en mercenario, así como la visiblemente creciente presencia de organizaciones ecologistas orientadas (y desviadas) a los negocios.


Experimentos de asfixia de la caña en el Segura moratallense.

Así, no ha hecho falta que se produjera el drama hidrológico de Valencia, inscrito en la historia trágica de nuestras cuencas mediterráneas cuando, en nuestros pagos, los avispados de Anse ya estaban manos a la obra con la “renaturalización” de un tramo del Segura calasparreño y de otro en la propia capital murciana, financiados, respectivamente, por el Ministerio para la Transición Ecológica y por Coca-Cola (en este caso, sin el menor pudor, a lo antiecológico y antiético: vamos ya). Y Ecologistas en Acción, en su decidido camino de imitación de Anse y sus éxitos eco-económicos (pero sin la técnica crematística ya practicada por sus admirados compas, que llevan años en el negocio), lanzaba un ambicioso proyecto de lo mismo para un tramo de 750 metros del Segura a su paso por Murcia: se supone que pretendiendo, aunque secreta y sobre todo ingenuamente, que les tocara a ellos.


Escaso cañaveral en la vegetación de ribera del Segura calasparreño.

Para este ecologismo, degenerado y escandaloso, rige cada vez menos subrepticiamente el principio de “dar caña y poner el cazo”, auténtica y muy genuina especie reivindicativa de los últimos tiempos, y neto producto de su institucionalización oportunista: se ataca a las administraciones hostiles y se salva a las afectas, a las que se les pide, y se obtiene, recompensa económica, sea como contrato, sea como subvención. Y esto, el ecologismo moral, único aceptable, debe marcarlo como impostura.

Vean, amigos míos, tras este inicial examen de la cuestión de la entrañable caña, que creíamos parte cuasi eterna, afectuosa y servicial de nuestras vidas, cómo ha ido cayendo en desgracia y ha sido condenada, por alóctona, a ser sustituirla por especies autóctonas; y cuánto el asunto da y debe dar de sí. Porque si hay que erradicar a nuestra caña, tenemos ante nosotros miles de kilómetros de cañaverales a abatir, es decir, millones de euros a repartir. Nada más natural que tantos intereses, legítimos o no, decidan lanzarse sobre ellos.

viernes, 27 de diciembre de 2024

El peligroso y conveniente optimismo de las élites

 

Por Juan Bordera, Antonio Turiel, Fernando Valladares y Alejandro Pedregal.


      Juan Bordera. Guionista, periodista y activista en Extinction Rebellion y València en Transició.

      Antonio Turiel. Investigador científico en el Instituto de Ciencias del Mar del CSIC.

      Fernando Valladares. Científico y profesor de universidad interesado en ecología y preocupado por el cambio global.

      Alejandro Pedregal. Activista climático y crítico de política internacional.



Hannah Ritchie, divulgadora de referencia de Gates y Musk, ofrece “soluciones” al paradigma emergente del decrecimiento, que cuestiona calificándolo de “innecesario”


Hannah Ritchie, durante su charla TED.  YouTube (TED)


     Las personas que seguimos con desasosiego la situación climática del planeta Tierra sabemos que, en el mejor de los casos, el punto de no retorno está muy cerca. Es física básica, en realidad. El balance radiativo de la Tierra está aumentando exponencialmente por las emisiones de gases de efecto invernadero y por el deshielo creciente, dos fenómenos que se realimentan.




Se acaba de registrar el récord de extensión mínima de hielo tanto en el Ártico como en el hielo marino global para estas fechas. Mientras, James Hansen, uno de los científicos del clima más respetados por su trabajo, advierte de que los modelos han estado infraestimando la situación por no tener en cuenta el efecto de los aerosoles –que estamos retirando– en la temperatura oceánica. Pero saber todo esto no nos desanima; al contrario, nos empuja para actuar aún con más convicción. Quizá porque sabemos que esto no va de ganar o perder, sino de cuánto de lo uno y de lo otro. De qué porcentaje podemos salvar. No es una disyuntiva binaria made in Hollywood en la que, o salvamos todo lo construido, o lo perdemos todo al final de la película. Lo que nos desanima es más bien el exceso de optimismo que se desprende de la mayoría de las propuestas y análisis de la situación, que convenientemente omiten los detalles anteriores, generando una parálisis tranquilizante que lo acaba inundando todo y a (casi) todos.


Las calles de Larisa, en Grecia, completamente inundadas tras el paso de la tormenta Daniel.  Wikimedia Commons

Decía el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, que la humanidad estaba abriendo las puertas del infierno con la dejadez respecto al caos climático. Y en la periferia de la ciudad de Valencia acabamos de comprobar cuánta razón tenía. Sintiéndolo mucho, las posibilidades de más eventos catastróficos van a aumentar en los próximos años, especialmente en lugares como el mar Mediterráneo, que está 4ºC por encima de la temperatura esperable para esta época del año.


Imágenes captadas por el satélite US Landstat-8 de Valencia el 8 de octubre (izq.) y el 30 de octubre, durante la DANA (dcha.).  USGS, procesado por la ESA.

Los patrones de estaciones, de corrientes atmosféricas y marinas, se están desestabilizando, y seguirán haciéndolo mientras nos mintamos sobre las dos cosas más cruciales de este reto planetario: la dimensión del problema y las “soluciones” que hemos ingeniado para frenarlo. Con esas mentiras nos medicamos la ansiedad creciente y, sobre todo, toleramos mejor el no estar actuando en consecuencia.

Además de enfrentar a negacionistas de la realidad y de la ciencia más elemental, también tenemos que enfrentar que una buena parte de la gente, que comprende el caos climático que ya hemos generado, prefiere mentirse antes de asumir que muy probablemente no haya solución de tipo técnico. Y es que eso les deja desnudos ante una realidad dura de tragar: no hay solución dentro de la búsqueda de crecimiento perpetuo del mismo sistema capitalista que generó el problema.

No hay solución dentro de la búsqueda de crecimiento perpetuo del mismo sistema capitalista”

Cuando la élite empieza a venderte optimismo, tiembla

Un caso flagrante de “optimismo de la conveniencia” nos lo ofrece Hannah Ritchie, autora de Not the end of the world y divulgadora de referencia de Bill Gates y Elon Musk, que la financian abiertamente, como ella misma reconoce en esta entrevista en la que la periodista Rachel Donald la desmonta punto por punto. Su trabajo ofrece todo un despliegue de “soluciones” que, según ella, ya existen, como contrapeso al paradigma emergente del Decrecimiento, que cuestiona insistentemente calificándolo de “innecesario: no solucionará nuestros problemas”.




Recientemente se ha viralizado un vídeo breve en el que Ritchie condensa parte de su conveniente discurso: como ha habido soluciones técnicas en el pasado a problemas graves, afirma, seguro que las habrá por siempre jamás. Añádanle unas cuantas tergiversaciones aderezadas con medias verdades sobre logros en descarbonización y desacoplamiento entre emisiones y crecimiento económico, sin mencionar que los pocos países que algo han logrado, lo han hecho deslocalizando sus industrias mientras las emisiones globales siguen creciendo, y ya está. Ya tienen su receta optimista para todos los públicos que puede venderse en cualquier medio respetable sin ser cuestionada.

Sus estadísticas son toda una fantasía: se apoyan sobre períodos muy extensos sin tener en cuenta que ha sido precisamente en los últimos 20 años cuando las cosas han empezado a torcerse más seriamente.

Lo más tramposo del discurso de Ritchie es que, si se critica su sesgo en la presentación de los datos, siempre responde igual: ¿pero no has visto el progreso que ha habido en el siglo XX? ¿Progreso? Será para unos pocos… entre los que están aquellos que la financian. Progreso alimentado por un consumo acelerado de recursos, con los combustibles fósiles en el centro, y gestionado desde la extrema desigualdad sobre el trabajo barato y el expolio material de las periferias geográficas y sociales. Seguramente sin la avaricia desmedida de unos pocos, ese “progreso” habría sido otra cosa, bastante mejor.

Otra de las características de su discurso es compartida con los negacionistas climáticos: el “cherry picking”, o escoger los datos que favorecen su posición mientras ignora aquellos que la cuestionan y hasta la desmontan por completo. Algunos de ellos con implicaciones muy graves. Por ejemplo, muestra lo ventajoso en ocupación del territorio y bajas emisiones de la energía nuclear, pero olvida el problema de gestionar miles de toneladas de residuos radiactivos de alta actividad durante miles de años o que la extracción de uranio está cayendo a un ritmo acelerado por agotamiento geológico (un 23% desde 2016).

En realidad, el vídeo entero está plagado de puntos ciegos deliberados: los impactos ambientales del coche eléctrico van más allá de las emisiones de CO2; los recursos que hay en el subsuelo de materiales críticos para la transición no son las reservas (lo verdaderamente extraíble), y estas no equivalen a la producción que, por limitaciones técnicas y físicas, se puede extraer cada año; y así podríamos seguir y seguir, pero un texto como este tiene que tener límites también.

El discurso de Ritchie –y de tantos otros– quiere proyectar la imagen de un control ficticio”

Lo verdaderamente peligroso del discurso de Ritchie es que es una banalización de una discusión técnica compleja, seria e intensa que desde hace años mantienen académicos de especializaciones muy diversas, desde la geología, la física o la química, hasta la economía o la sociología. Un debate con muchas aristas que, hasta ahora, lo único que ha dejado claro es que no hay ni se va a dar ninguna transición rápida y económicamente viable. Todo apunta que lo que va a suceder es más bien todo lo contrario: un cúmulo de dificultades y desastres de todo orden que nos exponen ante el mayor reto de nuestra historia, en el que, literalmente, nos va la vida. Ante una situación así, más peligrosa aún que la inacción es la creencia de que se va en la dirección correcta cuando se va en la contraria.

En realidad, el discurso de Ritchie –y de tantos otros– quiere proyectar la imagen de un control ficticio, una fantasía de datos que, puestos en línea, demostrarían que todo va bien bajo el capitalismo global, con el fin último de no cuestionar el mismo sistema que nos está llevando al matadero. Aún hay vidas que se pueden sacrificar antes de aceptar que este orden debe acabarse con una transición planificada y lo más democrática posible.

Una última pista definitiva para los que aún queden algo despistados por su ilusionante discurso: la plataforma que difunde su vídeo esta vez es Big Think, un canal de difusión de contenidos financiado nada más y nada menos que por Peter Thiel, uno de los seres más peligrosos que pueblan este planeta que se desangra, aquí tienen un perfil más amplio de este capitalista militante. Pero da igual que sea evidente su sesgo de élite. Mucha gente está viralizando su vídeo. El virus del optimismo bien financiado es lo que tiene: hasta a nosotros nos encantaría creer que Hannah Ritchie y sus seguidores tienen razón.


Peter Thiel

El problema es que, si no tienen razón –que no la tienen–, seguir ese camino asfaltado por los futuristas, que hace un siglo creerían en el progreso sin fin y en este siglo creen en la transición sin fisuras, nos aparta la mirada de soluciones más simples, pero más difíciles de ver y de asumir porque no tienen apenas luces de neón que las anuncien. Soluciones que van, además, en contra de lo que mucha gente quiere creer para poder dormir mejor por las noches. Temporalmente, eso sí. Hasta que llegue el siguiente desastre climático, o el siguiente conflicto bélico en busca de esos recursos que, para los optimistas, nos siguen sobrando, aunque por lo que sea los países nos seguimos pegando por ellos sin cuartel. Una transición es posible e imprescindible, pero dentro de unos límites materiales reales que necesitamos definir con precisión para no equivocar el rumbo.

Fuente: ctxt

martes, 26 de noviembre de 2024

De Bannon a Musk: la década que convirtió la desinformación en la nueva normalidad

 

Jefe de sección de Ciencia, Tecnología y Salud y Bienestar. Cofundador de MATERIA, sección de ciencia de EL PAÍS.

El impacto de la industria de la mentira, la crisis de los medios y la agenda política de las redes sociales han generado una tormenta perfecta en las democracias que arrasa la relación de la ciudadanía con la información y la realidad.


Elon Musk junto a Donald Trump durante el lanzamiento del sexto vuelo de prueba del cohete Starship en Brownsville (Texas, EE UU), el 19 de noviembre de 2024.


La verdadera oposición son los medios”, sentenció Steve Bannon mientras era jefe de estrategia de la Casa Blanca, en 2018, durante el primer mandato de Donald Trump. “Y la forma de lidiar con ellos es inundar el terreno con mierda”. Bannon señaló el camino y hoy Trump vuelve a la presidencia de Estados Unidos surfeando esa misma ola, esta vez agitada por su nuevo estratega jefe, Elon Musk, dueño de la red social X. “Ahora la prensa sois vosotros”, les dice a sus fieles tuiteros el magnate sudafricano que, como Bannon, desprecia a los medios y lo embarra todo: más de la mitad de sus tuits durante la campaña fueron “engañosos”, según la CBS. Los dos saben que hoy lo único importante es la narrativa, la guerra cultural. Con una diferencia: el cenagal informativo de entonces pilló por sorpresa al mundo, desde Reino Unido a Filipinas, cuando el uso político de herramientas como Facebook y WhatsApp generó una disrupción política inesperada. Pero ese ciclo disruptivo ya acabó: hoy es lo cotidiano. “No creo que la desinformación vaya a desaparecer”, afirma Sander van der Linden, experto de la Universidad de Cambridge, “lamentablemente, es la nueva normalidad”.

El caudal de mentiras tóxicas vivido en España tras las más de 200 muertes de la dana en Valencia confirma que vivimos en el mundo soñado por Bannon y Musk. Los bulos circulan sin freno por los móviles, las redes sociales diseminan veneno, los medios no parecen fiables y la ciudadanía, polarizada y desorientada, señala con el dedo al de enfrente acusándole de mentir. Porque el ecosistema informativo, más que nunca, ha dejado a la sociedad sin una realidad compartida sobre la que construir consensos o discusiones fructíferas. Como explica Renée DiResta, de la Universidad de Georgetown, tenemos una verdad cosida a medida para cada persona: “La colisión entre la maquinaria de propaganda y la fábrica de rumores ha creado una epistemología de ‘elige tu propia aventura’: algún medio ya ha escrito la historia que deseas creer; algún influencer está demonizando al grupo que odias”.

Los especialistas en desinformación coinciden en que lo sucedido con la dana no es casual, sino la consecuencia inevitable del nuevo sistema informativo que ha quedado tras dos lustros asediado por la doctrina Bannon. Tras las riadas, en dos semanas se concentró el mismo volumen de patrañas que se sufrieron en dos años de pandemia. “Nunca habíamos visto algo tan explícito y coordinado, pero lo vamos a ver más veces”, advierte Clara Jiménez, que lleva una década combatiendo mentiras al frente de Maldita. “La maquinaria de la desinformación ahora tiene más músculo, pero también tiene más adeptos, más gente escuchando esas cosas con normalidad”, desarrolla la periodista. El torrente de apoyos recibidos por Iker Jiménez tras varios días —o años— difundiendo bulos es una prueba descorazonadora. “En la última década, hemos visto asentarse la disfunción normalizada de la desinformación de nuestra sociedad”, ahonda Raúl Magallón, de la Universidad Carlos III. “Primero surgió en torno a la política, luego con la inmigración y más tarde, con la pandemia, con discursos anticientíficos. Y todo se ha condensado con la dana, que ha sido una tormenta perfecta. Además, las narrativas desinformadoras han bajado de escala a los adolescentes”, añade. La relación de los más jóvenes con la realidad y la información se está cocinando en este escenario confuso.


Steve Bannon llega a una audiencia en el Tribunal Penal de Nueva York, tras ser excarcelado, el 12 de noviembre de 2024.

Es imposible identificar un momento concreto en el que nació este nuevo universo distorsionado, pero empezó a gestarse antes de que se hablara ingenuamente de posverdad. Bannon, al frente del portal ultra Breitbart, se dio cuenta de que había un público que demandaba realidades alternativas. E incorporó a su manual lo sucedido en 2014 durante el Gamergate, cuando una horda machista acosó desde las redes a las mujeres del mundo de los videojuegos. El que sería jefe de campaña de Trump descubrió que se podían dominar disputas políticas desde internet, activando con odio el comportamiento tribal e inundando las redes con ejércitos de trolls, según explica Joan Donovan, de la Universidad de Boston: “Bannon descubrió cómo enlazar lo superficial con lo profundo de una forma inédita, lo que le dio una influencia descomunal en la política de EE UU”. Los medios no supieron gestionar a Trump ni lo que significaba.

En esos años, las plataformas digitales, desde Google y Youtube hasta Facebook y Twitter, ganaron a los medios la batalla de la atención. Y también la de los ingresos, devorando casi por completo la tarta de la publicidad. Mientras la prensa se desangraba con cierres y despidos masivos, y las pocas cabeceras supervivientes se rendían a producir contenidos virales para las redes, esas mismas compañías tecnológicas desataban la fuerza de los algoritmos sobre los usuarios para mantener su crecimiento exponencial. Sin prestar atención a las consecuencias. Y empezaron a suceder cosas incomprensibles.




Uno de cada cuatro estadounidenses creyó que había sido una farsa la masacre de Sandy Hook, donde mataron a balazos a 26 personas, después de que el agitador Alex Jones comenzara en 2014 a alentar esa mentira para disparar sus ingresos. Un hombre acudió armado a una pizzería de Washington D. C. en 2016 convencido de que allí se ocultaba una trama de pederastia gestionada por políticos demócratas, el conocido Pizzagate. Las banderas de los seguidores de QAnon, una teoría de la conspiración horneada en las redes hasta convertirse en un culto sectario, ondeaban triunfales en el asalto al Capitolio de EE UU en enero de 2021. “QAnon no habría existido sin el inadvertido reclutamiento algorítmico en Facebook (...). En su peor versión, Twitter creó turbas y Facebook fomentó sectas”, escribe DiResta en su libro Invisible rulers (poderes invisibles).

El ruido que provocaron esos escándalos —como el intento de manipulación de voto de Cambridge Analytica, en cuya junta se sentaba Bannon— quedó en el pasado, así como el propósito de enmienda de los emperadores de Silicon Valley. Tras la terrible crisis de reputación de las redes sociales, sus dueños se disculparon y prometieron reformas a los políticos de medio mundo. Pero esa era ya pasó. “Ya no pido perdón”, sentenció Mark Zuckerberg en septiembre. Meta, X, TikTok y YouTube revocaron las políticas que habían prohibido la desinformación tras la covid o los discursos extremistas tras el asalto al Capitolio. Tras la dana, “las principales plataformas digitales y redes sociales no implementaron acciones relevantes y específicas para hacer frente a la crisis de desinformación”, denuncia Maldita en un informe. Los bulos y el odio circulan de nuevo sin freno.

La dieta informativa de tiktoks y titulares en redes, con vídeos sin contexto, sin documentar y sin voces autorizadas, no tiene proteína. Así es más difícil presentar la veracidad de la información. El buen periodismo debe inmunizarse para no contagiarse con el mal hacer y las prisas”, resume Loreto Corredoira, al frente del Observatorio Complutense de Desinformación. Un fenómeno muy llamativo en la emergencia de la gota fría fue que entre los miles de testimonios que recogían las televisiones, a veces los damnificados repetían ante la cámara bulos surgidos de las cloacas de Telegram, y después ese vídeo volvía a difundirse desde los canales de desinformación como un éxito, como una prueba. “En un contexto de máxima incertidumbre y miedo, emergen los bulos, la batalla cultural, los relatos alternativos”, explica Magallón, “y la dana ha activado esas disfuncionalidades gracias a la falta de confianza en los medios y a unas redes sociales convertidas en un actor político con agenda propia”.


Donald Trump rodeado por los miembros de su Consejo de Tecnología, incluidos de izquierda a derecha el director ejecutivo de Apple, Tim Cook, el director ejecutivo de Microsoft, Satya Nadella, y el director ejecitivo de Amazon, Jeff Bezos. 

Esto último es clave: las grandes tecnológicas llevaban meses acercándose a Trump. Jeff Bezos, jefe de Amazon y dueño del Washington Post, impidió que su periódico apoyara a Kamala Harris. Musk quiso convertir en escándalo que la anterior dirección de Twitter hubiera trabajado junto con el Gobierno de EE UU para frenar mentiras durante la pandemia; ahora, ha puesto su plataforma en manos de la maquinaria electoral republicana sin sonrojarse lo más mínimo. “El hombre más rico del mundo, dueño de su propia red de comunicación que llega a cientos de millones al instante, es una amenaza que los Estados deben vigilar”, señala Donovan, fundadora del Instituto de Estudios Críticos de Internet y autora de Meme wars (guerras de memes).

Te dicen ‘nosotros poseemos la verdad y los medios te mienten’. Lo dice Musk, que no se tapa, pero también muchos otros. En España hay partidos políticos con ese discurso, famosos e influencers diciéndolo. Gota a gota, año a año, insistiendo en este mensaje”, señala Clara Jiménez. Y advierte: “Ese relato ha terminado calando en mucha gente, había cuajado hace mucho: estamos mucho más afectados de lo que creemos”.

El terreno era fértil, pero hay culpables: personas interesadas que plantan las semillas para la producción masiva de falsedades. ¿El objetivo? En muchos casos, el dinero, como señalaba un editorial de Nature: “El modelo de publicidad en línea, basado en subastas automatizadas de espacios publicitarios, ha impulsado la producción de desinformación, ya que muchos sitios que difunden falsedades se benefician de los clics en los anuncios”. Hay competencia entre los influencers de los bulos, ya sea por streaming o redes: a mayor barbaridad, más relevancia; cuanta más visibilidad, mayores ingresos. Y en muchos casos la avaricia coincide con la agenda política. “El modelo actual de influencers y algoritmos crea incentivos perversos para la circulación de desinformación”, advierte Van der Linden, autor de dos libros recientes sobre este problema (La psicología de la desinformación e Infalible).

La fábrica de engaños no descansa hasta dar en la diana, lanzando sin parar memes y mentiras para que alguna triunfe. Es lo que ocurrió tras el asesinato, este verano, de unas niñas en Southport (Reino Unido): una cuenta en X publicó que el criminal era un refugiado musulmán llamado Ali Al-Shakati y lo difundió toda la maquinaria del odio, engrasada como nunca. El Parlamento británico ha citado a Musk a declarar por la difusión de esas mentiras, que ya habían incendiado los ánimos y las calles para cuando se supo la verdad. Porque la industria del engaño siempre se afana en llenar los vacíos informativos con sus narrativas. No siempre les funciona: pocas semanas después de Southport, Alvise Pérez lo intentó tras la muerte de un niño en Mocejón (Toledo), pero no logró provocar esa reacción. En las elecciones estadounidenses, se pusieron en circulación millones de falsedades y cuajó una muy peculiar: los inmigrantes haitianos se están comiendo los perros y gatos domésticos de los vecinos de Springfield (Ohio). “La desinformación puede lanzar mil contenidos sin mucho esfuerzo y esperar a ver cuál se pega, qué narrativa engancha en el discurso: lanzo mil soldados a la batalla y alguno llega a la meta”, indica Jiménez. Como explica DiResta, un periodista puede tardar un par de días en investigar y publicar el desmentido sobre algo así: “Eso es una eternidad en la era de las redes sociales, para cuando se publica su versión de los hechos, los poderes invisibles ya han pasado a otra cosa”.




Pero para que la mentira llegue a la meta, hay un factor decisivo: las élites. Como repite una y otra vez Rasmus Kleis Nielsen, especialista del Instituto Reuters de Oxford: “La desinformación a menudo viene desde arriba”. La industria del bulo los libera sin parar, pero un reclamo absurdo como el de los gatos de Ohio solo cuajó de verdad cuando Musk, Trump y J.D. Vance se lo apropiaron. “Los estudios demuestran que la mayor parte de la desinformación viene de superesparcidores que, en el ámbito político, suelen ser las élites de los partidos”, asegura Van der Linden. El bulo del 11M, en tiempos más analógicos, cuajó entre la población de derechas porque la dirección de El Mundo y la del Partido Popular así lo decidieron. Trump apareció en su primera campaña en el show de Alex Jones, el de la conspiración de Sandy Hook, para alabar su “magnífica reputación”. Kamala Harris se reía de su rival cuando dijo lo de los haitianos durante su debate electoral, aunque a determinado nivel ya daba igual que fuera mentira. Vance reconoció que probablemente era falso, pero que lo importante era diseminar la narrativa (xenófoba): “No os dejéis disuadir”, tuiteó el futuro vicepresidente, “que fluyan los memes de gatos”. Les funcionaba como metáfora, para transmitir la idea de fondo: los inmigrantes son peligrosos y sus costumbres alteran el modo de vida americano. Finalmente, en casos como este, logran secuestrar el debate público.

¿Y por qué funcionan esas narrativas, aunque sepamos que son falsas? Porque las plataformas deliberada o fortuitamente, explotan a la perfección la psicología humana. Todavía se están tratando de entender todos los mecanismos, pero los estudios más recientes muestran que cuando no hay algoritmo las redes también son tóxicas y que incluso difundimos la desinformación a sabiendas. Porque es más poderoso el afán de pertenencia al grupo: al ver un reclamo dudoso, pero que beneficia a nuestra tribu, no se activa el cerebro reflexivo sino el social, pensando en qué dirán los míos. Al diseminar la foto falsa de un haitiano con un animal doméstico, nuestro bando se regocija y el contrario se indigna: win win, doble victoria.

Pero el fenómeno de la desinformación sigue siendo increíblemente complejo y ni siquiera los especialistas se ponen de acuerdo al acotarlo. El Chicago Tribune publicó en la pandemia este titular: “Un médico ‘sano’ murió dos semanas después de recibir la vacuna de la covid; las autoridades sanitarias investigan por qué”. El enunciado era correcto desde los hechos y lo publicó un periódico de calidad. Pero la industria del bulo lo aprovechó para sacarlo de contexto en Facebook y difundir su discurso antivacunas en el momento de mayor incertidumbre: ese titular se vio más de 50 millones de veces en EE UU. Esa y otras publicaciones similares provocaron que tres millones de estadounidenses dejaran de vacunarse, según un estudio publicado en Science. La clave la ofreció en esa misma revista científica la investigadora Kate Starbird, de la Universidad de Washington: “La desinformación no es una pieza de contenido. Es una estrategia”.

Falta mucho por aprender: en los últimos años se han publicado innumerables trabajos sobre el fenómeno, pero solo el 1% se ha realizado en entornos de la vida real y analizando el comportamiento posterior, tangible, de los individuos. Y no ayuda que los políticos polaricen el término, critican los expertos, al apropiarse de la agenda contra la desinformación. Sucedió hace años con el término “fake news”, que Trump lanzó sin parar contra los periodistas. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, habló de la “máquina del fango” refieriéndose únicamente a medios de derechas y solo cuando le afectó personalmente, cuando abrieron diligencias previas contra su mujer por tráfico de influencias. Y durante la crisis de la dana, tanto los partidarios de Sánchez como de Carlos Mazón han hablado de bulos y desinformación en contextos de críticas legítimas. El 80% de los españoles lo considera un problema y el Consejo de Seguridad Nacional lo incluye entre las principales amenazas.

Exactamente el mismo día en que se desataban las riadas en Valencia, el 29 de octubre, Steve Bannon salía de la cárcel tras cuatro meses entre rejas por desacato al Congreso. Se sentía más “empoderado” que nunca, dijo, y “concentrado en la victoria” de los republicanos. Volvió a esparcir mentiras en su podcast y, una semana después, Trump volvió a ganar. Pero ya no fue una sorpresa: venció sin sobresaltos. Solo un síntoma más de la nueva normalidad.


Fuente: El País