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viernes, 9 de mayo de 2025
La lucha contra la central nuclear proyectada en la Marina de Cope: en los orígenes del nacimiento del movimiento ecologista en España
viernes, 2 de mayo de 2025
El apagón no tiene quien lo explique
Aún coleaban las chanzas que levantó la propuesta de la Unión Europea por recomendar a los ciudadanos comunitarios que se vayan dotando de un kit de supervivencia que nos sostenga vivos, al menos durante tres días, en caso de guerra (que es por lo que apuestan estos líderes europeos nuestros, necios y agresivos, y a lo que nos negamos a poner fecha), cuando se abatía sobre españoles y portugueses un apagón eléctrico espectacular, sin precedentes, sin fácil explicación y como una inquietante advertencia sobre las traiciones del progreso aun en tierras desarrolladas y francamente privilegiadas.
Lo que nos obligó a dejar de lado la broma y a pensar seriamente, no sólo en ir haciéndonos con ese kit salvífico tan cariñosamente recomendado, sino de completarlo con algunas novedades del desarrollo tecnológico más avanzado, es decir, una vela, unas cerillas y una radio a transistores, lo que nos retraería, a los españoles, a los entrañables años de 1950, cuando la luz se iba cada dos por tres y había que disponer de quinqués de petróleo, candiles de aceite y velas eucarísticas para poder hacer frente a la recurrente adversidad.
Transcurridas las doce horas del desorden, con sus pérdidas globales (incluyendo algunas humanas), nada fáciles de evaluar, se ha abatido sobre el país, la clase política y los medios de comunicación la inevitable -urgente, justa, procedente- indagación sobre las causas del desastre y los responsables del mismo, desplegándose un colorido espectáculo de ideas y puyas, ocurrencias y navajazos.
A ver si ordeno el material y no me equivoco: las eléctricas dicen que si la demanda cayó que ellas no han sido, con los del PP de incondicionales lacayos; Vox, que el culpable es el Gobierno y sus maniobras de ocultación de crímenes oprobiosos; politiquillos de izquierda, pasándose de listos, que hay que nacionalizar la electricidad, como si la propiedad fuera determinante y la experiencia no hubieran demostrado hasta la saciedad que en estas cuestiones de redes y sistemas complejos la tecnocracia domina de forma absoluta e indiscutida (y que los tecnócratas, ya se sabe, carecen de color ideológico, resultando, sin más, peleles sometidos a la tiranía tecno-económica); politiquillos de derechas, reivindicando las nucleares (sin reconocer que nunca conseguirían imponerlas a sus ciudadanos: disparos, pues, de pólvora -oportunista- del rey); y los expertos, ¡ah, los expertos!, pues según de qué pie cojeen, lo natural. Veamos unos cuantos ejemplos y actitudes.
Beatriz Corredor, presidenta de Red Eléctrica, aleja con verbo sobrado la posibilidad de que sea responsable el organismo de control de la red, que tan dignamente preside, y trata de alejar cualquier sospecha sobre las empresas (ya que el rebote contra ella sería inmediato). Y a la sugerencia de si va a dimitir, ha contestado que “en esta casa se ha trabajado bien, así que no voy a dimitir”. Pues claro. Veo oportuno recordar que Corredor fue ministra de Vivienda con Zapatero, cuyos éxitos incontestables (vista la situación de la vivienda en España) habrán debido constituir méritos suficientes para colocarla de jefa de Red Eléctrica, con más de medio millón de euros de salario al año (¡Cómo va a dimitir esta registradora de la Propiedad, ignara en voltios, vatios y hercios!).
Ignacio Sánchez Galán, amo de Iberdrola, ha dicho que las empresas eléctricas hacen lo que les manda Red Eléctrica (¡toma ya, presidenta Corredor!) y no responde cuando le señalan que la caída de la demanda se produjo “en el suroeste” del país, léase Extremadura, donde las plantas fotovoltaicas se han disparado últimamente y donde uno de los dos reactores de Almaraz estaba parado (todo ello en una geografía dominada por Iberdrola).
Pedro Sánchez dice que no descarta ninguna hipótesis, supongo que con la esperanza de poder endosarle a Putin el mochuelo, y junto con su OTAN perspicaz se relame de gusto de solo pensarlo, esparciendo unas dudas maliciosas que han favorecido la credulidad del pueblo rusófobo, como yo comprobé en el bar del que soy parroquiano al iniciarse el apagón.
Antonio Turiel, científico experto en energía y crítico de moda (que me parece que ha optado por un rumbo de agotamiento y que le propongo evite), apunta con criterio y carga contra la improvisación y la falta de rigor con que se ha llevado a cabo la “explosión” de las renovables, dejando de lado las precauciones tecnológicas necesarias: “falta de estabilizadores”, dice, que impedirían oscilaciones excesivas de la frecuencia estándar; ya que inundar el sistema de energía renovable, que es caracterizada y eminentemente variable, es un riesgo permanente para tensión y frecuencia, como se estudia en primero de Electricidad; y no se priva de añadir, cuando le han tirado de la lengua, que “el apagón es producto de la codicia de las empresas eléctricas” (¡qué nos va a contar Turiel a los antinucleares de los 70 y los 80, los del “periodo clásico”).
Total, que entre los interesados cuya misión es entorpecer la investigación, los políticos que toman el evento como preciosa ocasión de desenfundar el puñal, los expertos que creen que las soluciones de esta vida son científico-técnicas y los ecologistas vendidos a sus fuentes de financiación, hay que buscar con lupa el rastro del crimen, con el riesgo de seguir, por el barullo noticiero y las neblinas de la mente, pistas falsas y culpables aparentes.
No obstante, en esta como en tantas coyunturas la metodología del análisis ha de ser siempre la misma: acudir a las cuestiones de principio, a los fundamentos profundos, pero básicos, del cataclismo, y a no temer quedar fuera del estúpido cortejo de quienes proponen enmendar los yerros con los mismos hilos con que se han generado: ¿que el problema es de naturaleza tecnológica? ¡pues más tecnología, hombre, que es que no había suficiente!
Es esta, en consecuencia, una oportunidad perdida para ese núcleo de esperanza, resistente entre tanta tontería: el ecologismo avispado y oportuno, al que respalda una realidad inconsistente y una racionalidad mentirosa, y de cuya tradición y núcleo transformador surge el clamor contra la creciente complejidad de los sistemas sociotécnicos y la obsesiva centralización de la actividad y la vida social; lo que es singularmente cierto en el sector eléctrico. En efecto, la dimensión y rigidez de las grandes centrales, sobre todo las nucleares, la discrecionalidad abusiva del sector privado y la opción oficial por la agresividad ecológica (¿por qué llaman transición ecológica a lo que no es más que simple estímulo antiecológico con derroche, falacia y desmadre?). Pues nada de esto he podido apreciar, y aunque solo he dispuesto de la opinión oficial de la organización Ecologistas en Acción, siento que el ecologismo político necesario, el desacomplejado y acusador, no ha comparecido como debiera, y ha hecho mutis por el foro.
Abundaré, pues, en el caso de Ecologistas en Acción, que debieran recordar que solo el ecologismo posee la clave del papel social y ecológico de la energía, muy especialmente la eléctrica, y cuya opinión debiera haber sido la más certera, a la vez que dura y concreta; pero se han descolgado con una nota que muy bien podría haberla emitido el Ministerio de Transición Ecológica (al que están enfeudados, como si fueran un órgano lateral adscrito y dependiente). Y se callan que llevan años apoyando sin fisuras (y hasta con fiereza y espíritu inquisitorial) la inundación del país por energías renovables, declarando como dogma primerísimo que son la esencia, o piedra filosofal, de la lucha climática. A destacar, en esa nota, una mini alusión a las “microrredes…”, sintetizándolas como “acercar la producción a los puntos de consumo” lo que, siendo correcto e iluminador, no ha hecho mover ni un dedo a esta organización en su favor, dando cobertura sin embargo, dentro de su mismo seno, a forofos y codiciosos negociantes de las renovables y sus estudios de impacto.
Insisto en eso de las “microrredes”, elemento tan marginal en la nota de estos ecologistas que más bien debieron ahorrárselo: creo que remiten a lo que este cronista llama “comarcalización energética, y que explicó en 1980 con ocasión de un interesante ciclo celebrado en Zaragoza (Instituto Mediterráneo, Aula Dei) sobre “Electrificación rural y energías alternativas”. Era una ocasión tan oportuna como discreta, cuando estaba claro que la oleada de grandes centrales nucleares era un disparate desde todos los puntos de vista, incluyendo el funcional de la red, y que la racionalidad definitiva, es decir, la estabilidad y la seguridad, debían venir de la descentralización geográfico-energética, con interconexiones, desde luego, pero con la garantía sistémica de que los previsibles problemas técnicos o energéticos quedarían confinados a un área limitada y manejable, sin extenderse a toda la red. Posteriormente, en esta misma línea de racionalidad (que no debe ocultar nunca la oportunidad y sensatez que conlleva el eslogan radicalmente ecologista de que “lo pequeño es hermoso”) otros han llamado a este enfoque de organización de la red eléctrica “distribución eléctrica”, con más o menos el mismo sentido: dotar al territorio de redes locales -comarcales, regionales- que supongan la máxima cercanía y aprovechamiento de las energías naturales (no necesariamente renovables) a la demanda.
Otro elemento de juicio, que resulta tabú entre tanto moderno alienado, es que la informatización de todo añade riesgos adicionales nunca sufridos, que al combinarse con la obsesión de la centralización induce fragilidad y vulnerabilidad irremediables: de ahí que apagones como este resulten inevitables. Solo los ignorantes e incapaces de tener en cuenta las limitaciones (y perversiones) de la tecnología, puesta casi siempre al servicio de los negocios y no de la sociedad, pueden esperar mejoras netas de su aplicación irrestricta en el proceso productivo (cuando suele consistir en aplicaciones ambiguas, inseguras o peligrosas).
Porque, si rechazamos el oportunismo pernicioso de llamar renovables a las energías que siempre fueron consideradas -sobre todo por los ecologistas- como energías alternativas, tendremos que ceñirnos al profundo significado y la exigencia socioecológica de estas energías, que es estimular y adaptarse a una sociedad alternativa, que muestre signos y perspectivas de viabilidad y supervivencia, no como la que rige. Porque no es otra la función social y ética del ecologismo: proponer vías de convivencialidad y de imbricación con la naturaleza, apelando con insistencia y dureza a que los avances tecnológicos han de desenvolverse siempre -para que no traicionen y machaquen- “a la medida del hombre” (y de la mujer, habría que añadir hoy…), dando esperanzas en un mundo en el que sus dirigentes insisten en llevarnos al despeñadero. Por eso, la verdadera racionalidad energética (no la de los farsantes del MITECO y de sus beneficiarios) es seña originaria, prístina e irrenunciable del ecologismo como movimiento sociopolítico de innegociable carácter ético.
Y como telón de fondo, aunque resulte inaccesible a tanto zoquete surgido de la política, los negocios, la industria o la ciencia y la tecnología, recuérdese una y otra vez que no podemos seguir creciendo y creciendo, y mucho menos en consumo energético, llenándolo todo de voltios, vatios y amperios, y haciendo del sistema económico una insaciable máquina devoradora de energía, absurdamente compleja y peligrosamente frágil.
Sépase, pues, que apagones como este y otras desgracias generadas por el complejo científico-técnico, se repetirán, si no con más frecuencia, sí con mayor potencia devastadora.
domingo, 13 de octubre de 2024
Bueno, pues todavía hay quien habla de progreso
Respingos de la calor (10 de 10)
Mi recomendación, queridos amigos y queridas amigas, es que manden callar, o le dirijan una mirada de abierta e inteligible conmiseración, cuando alguien en su presencia les hable del progreso en el que vivimos o del progreso que nos espera. Muéstrense como militantes activos del descreimiento hacia esa palabreja, no ya por lo bajo que ha caído su prestigio secular, sino por el daño que nos causa como soporte de un inmenso engaño en lo económico, lo cultural, lo político y lo moral.
Con un “No hay progreso en la Historia”, titulaba un periódico, hacia 1996, la entrevista que se le hacía al escritor argentino Ernesto Sábato, que antes de novelista había sido ingeniero nuclear. Lo que me sirvió de empujón para ir poniendo en claro mi idea sobre ese asunto, tras haber salido “tocado” de mi lucha antinuclear y la crítica que, como consecuencia, fui extendiendo -en temática y en el tiempo- a las realidades y pretensiones de la técnica y la ciencia como encarnación más perversa -ambas en fusión- del manido progreso. Una idea o actitud que, para ir desarrollándola con la mayor seguridad (intelectual) posible, vinculé con la sistemática destrucción del medio ambiente. Porque, ¿quién puede creer en serio en el progreso, que es esencialmente una mirada al futuro, si nuestras sociedades se emplean sin tregua a arruinar el aire que respiramos, el agua que bebemos, el suelo del que nos alimentamos y tantos recursos naturales esenciales para la vida en el planeta, presente o futura? A esto, que venía constituyendo la esencia de mi ideología ecopolítica, llamé ecopesimismo, cuyo análisis minucioso y desarrollo metodológico encuadré en mis cursos de Doctorado de esos años; esta fue la gozosa ocasión en la que mi indagación (que, recogida en un grueso trabajo de curso, titulé El ecopesimismo. Apunte histórico-ideológico y bibliográfico) me llevó a comprobar que la mayoría de los pensadores y filósofos de tendencia social, o no han creído nunca en el progreso o lo han matizado tanto que con ello han conseguido abrir sucesivas perspectivas de más amplia y fructífera demolición del concepto y sus contenidos, desvirtuándolos sin remedio.
Y, afectado por la coyuntura política mundial de estos meses, en la que la agresividad de ese Estado imposible, pero tan dañino, que es Israel, no duda en encaminar al mundo hacia la catástrofe y el Armagedón, quiero completar mis “diez respingos de la calor” con esta llamada hacia la indignación por la guerra y los belicosos, y la conciencia de que este instinto destructor y genocida (que no es exclusivo del sionismo, desde luego) es la prueba más palpable de que cuanto trata del progreso -como idea ilustrada y ñoña, pretendidamente racionalista y evidentemente irreflexiva- es pura filfa. Porque el agravamiento de los ‘peligros de la guerra y la guerra misma desde que creíamos estar a salvo cuando acabó la Guerra Fría y Occidente se desembarazó del comunismo como rival estratégico, también niega cualquier progreso, qué duda cabe. Aquí quiero destacar la erosión que las tragedias íntimas, aparentemente nimias, de la vida ordinaria, producen en nosotros y en nuestra posición frente al mundo y el futuro, no pudiendo aferrarnos a ningún indicio, realista, de que tal progreso exista o se perfile. Es estúpido eso de decir, o pensar, que “Ya se arreglará esto en el futuro”.
Meditaba yo, so la calor y los sudores climáticos y políticos, sobre ese sentimiento de pérdidas (y escasas ganancias, como no sea en chorradas necias o infantiles...) que vivimos cada día y que afecta sobre todo a las espirituales que, aun siendo inmateriales, son seguramente las más dolorosas. Y asomado en la noche a mi acera (la “baldosa”, en murciano declinante), que contemplaba hueca y silente, añoraba las ristras de vecinos en sus sillas recostadas sobre la pared, en incesante conversación y ruidoso intercambio de bromas y novedades que podían alcanzar de un extremo a otro de la calle (mi calle es modesta, y se conoce como “callejón”), combatiendo el sofoco con humor y evasión. Y me dejaba llevar -con cierto y perverso regodeo en mi desazón, lo reconozco- por ese sentimiento que roe, haciéndonos sufrir por el despojo de retazos mínimos e íntimos, pero esenciales, de la vida ordinaria, buena y sin pretensiones; y de tener que encajar retrocesos en cadena, directos, agravados... Siendo lo peor de todo que nos acostumbramos demasiado fácilmente a ese proceso y lo sufrimos porque no sabemos cómo evitarlo ni creemos, en fin, que eso sea posible: son percepciones y sentimientos que arruinan nuestro cerebro y malean nuestra voluntad, degradándonos de arriba abajo.
En ese mismo nivel, el de los quebrantos del alma, hemos de enfrentarnos con un minucioso, generalizado e infatigable mal hacer… Y no necesitamos haber recibido clases especiales de estética para horrorizarnos del mal gusto que nos rodea y agobia, en las actuaciones que alteran el paisaje urbano o rural, en el nuevo comercio desalmado, en las políticas antisociales que -sin excepción- se nos administran como pasos indiscutibles de progreso y bienestar… cuando en realidad nos muestran ese camino, tan decidido, de demolición de lo mejor vivido, que se nos convierte en irrecuperable. Y no nos cuesta tanto apreciar, bajo el tumulto, el aspecto que suelen ofrecer todos esos objetivos implacables a que nos adhiere ese mal gusto: lo “económico”, lo apresurado… ¡lo funcional! El eslogan de la época parece ser este: “Pudiéndolas hacer mal, ¿por qué se han de hacer las cosas bien?”.
Calculemos qué ventajas nos proporcionan las grandes superficies que, con el bebedizo de “tenerlo todo a mano” e incluso de “estar las cosas más baratas”, nos han despojado del comercio cercano y familiar (y los mercados municipales), arruinando innumerables negocios y empleos para, a cambio, obligarnos a salir en coche al extrarradio, y condenarnos a picotear entre estantes, aumentar el consumo de lo innecesario y rendir cuentas a unas empleadas que a malas penas pueden ocultar su cansancio y su hastío (y de las que sospechamos su situación de semi esclavitud). Una semi esclavitud que se extiende por casi todos los sectores, en especial la hostelería, el gran comercio y el campo, ante la que los poderes públicos, que dicen combatirla, apenas pueden constatar éxito decisivo (o sistémico) alguno
Dudo mucho que la ciudadanía, si es mínimamente reflexiva, considere que todo esto se inscribe en la línea del progreso. Como tampoco creo que así haya de considerarse esa tendencia, camino de la consolidación, que ya atrapa a nuestros médicos y médicas que, mientras escuchan el relato de nuestros síntomas y achaques permanecen escondidos tras la pantalla del ordenador, reproduciéndolos en el teclado y, seguidamente, recibiendo por escrito y automáticamente la receta de la máquina -química, industrial, burocrática…- para lanzarla contra el paciente. Convénzase: pronto no serán necesarios ni médicos ni ciencia médica ni facultades de Medicina. Serán los algoritmos los que trabajen. Está al caer que también las sentencias de los tribunales se emitan atendiendo a las capacidades de los inventos informáticos, tras introducirles los datos del delito y la legislación vigente…
Por cierto que, insistiendo en esto de la salud, no se crean (casi) nada de lo que se nos muestra y anuncia como progreso científico-técnico de la medicina y el tratamiento de la enfermedad, por más que nos alivie o nos salve de trances indeseables, que bajo estas apariencias las enfermedades no hacen más que incrementarse y agravarse, en gran medida debido a la intromisión perversa de la ciencia y la tecnología en nuestra sociedad y en nuestras vidas: un círculo vicioso en el que siempre habrá de “ganar” el empuje malsano y tóxico original: las causas contra la salud aumentan y asustan, sin que preocupen gran cosa, y las soluciones científico-técnicas se aplican al negocio, floreciente y prometedor, de actuar sobre los efectos. Faltaban la murga y los alardes de la Inteligencia Artificial, de la que solo el entusiasmo empresarial y político con que es bendecida nos hace adivinar la dimensión de las humillaciones y canalladas que nos deparará. No lo dude y hágame caso: maldígala ya.
La negación del progreso se establece, también y con facilidad, si atendemos al espectáculo de la educación y la cultura, para lo que solamente quiero llamar la atención sobre nuestros pequeños, niños y adolescentes en particular, y sobre algo a lo que hay que atribuir la máxima importancia: si nuestros hijos y nietos no leen, como sucede ya generalmente, en consecuencia serán siempre deficientes en la escritura, la expresión y el raciocinio, mostrando de alguna manera la pobreza mental que entraña no ejercitar la imaginación. Es esta, en primer lugar, una gran responsabilidad de maestros y profesores, pero estos ya pertenecen a una generación de escasas e incidentales lecturas, y ya han sido víctimas de lo audiovisual y la informática crematística en la educación. Es prudente pensar que el sistema educativo, velozmente degenerado, tiene como objetivo que niños y jóvenes “progresen” por la vía de la pobreza cultural y, en consecuencia, moral y política.
Muy directamente conectada con la tecnología en expansión (que muchos tecnólogos, como este humilde crítico, no reconocen como verdadera tecnología, sino como mero “cachivachismo para alienados”), está la presencia, en amenaza y en acto, de los mil y un colapsos que azotan el mundo entero, empezando por nuestro micro mundo personal y atemorizado: que nuestro ordenador se niegue de pronto a marcar una sola palabra o a suministrarnos la información que más nos urge, nos maltrata pero no impide que el mundo siga dando vueltas; peor es que incidencias de la misma naturaleza impidan trabajar a las urgencias médicas, detengan trenes y pasajeros durante horas en mitad de un túnel, perturben el tráfico de cientos de aeropuertos o provoquen alarmas en sistemas militares enfrentados y que esperan cualquier señal, aunque sea falsa, para enzarzarse entre sí y y buscarnos la perdición. Esta tecnología, tenida por integradora (pero que solo lo es en términos de productividad económica y financiera) hace inevitablemente vulnerable a la sociedad y fragiliza el funcionamiento de sus servicios más esenciales: menudo logro y menudo progreso. La globalización informática y la intercomunicación, cuyos beneficios se han impuesto sin consulta a los más afectados ni la reflexión vigorosa necesaria de políticos e intelectuales (es alarmante la abundantísima grey de este tipo que proclama su admiración por estos “avances” o, como mucho, opina que “todo depende de cómo se use…”), consigue imponerse a la gran borregada universal, que carece de armas para afrontarla.
Y qué decir de la constante erosión de los salarios, o sea, del empobrecimiento relativo (puesto que la diferencial con el coste de la vida y el impulso consumista crecen sin cesar), y del progreso social con que se nos muestra la incorporación al trabajo de la mujer. Una entrada en el proceso productivo que, siendo generalmente tan alienante -proletarizado, forzado, insípido- como el del hombre, nos hace olvidar que los hogares han ido necesitando dos salarios para vivir igual, sobre poco más o menos, que cuando disponían de uno solo. Lo que no es más que una muestra de la fortísima degradación de lo laboral, que incluso se ensaña con el trabajo femenino, humillándolo, sin que este abuso evidente se resuelva.
No habrá de extrañar, pues, que en esta situación tan deprimente la desafección política cause estragos, principalmente entre los jóvenes que, percibiendo en su propia carne las negras perspectivas que los acechan -estudios sin salida profesional, vivienda inasequible, dependencia del hogar y los padres…- muestran su cabreo votando (cuando lo hacen) a esos oportunistas y mamarrachos que exhiben su ideología ultra como remedio para todos los males de la sociedad y, desde luego, de la política. Quedó muy atrás eso de que ser joven era ser crítico y exigente, o sea, de izquierdas; lo siguiente ha sido la impugnación hacia cuanto viven y experimentan, optando en lo político por el rechazo.
A más de las guerras, renovadas e inextinguibles -casi siempre emprendidas por nuestro mundo capitalista hegemónico y desvergonzado, para mayor gloria de sus valores, o sea, de sus negocios-, el panorama del mundo nos angustia con el espectáculo atroz de esos millones de humanos que buscan sobrevivir huyendo de un sitio a otro, sin hogar ni perspectivas… Que son recibidos -cuando no se les rechaza- de la peor manera posible, lo que nos obliga a meditar sobre el verdadero significado de esos (nuestros) “valores occidentales”, y el porqué de que se encaminen hacia nuestros países, siempre a la fuerza y con desesperación, tantos miserables jugándose la vida.
Sin dar de lado a la angustia climática, que se dice afecta sobre todo a los jóvenes, que multiplican sus grupos y acciones a base de una rabia incontenida bajo la que, sin embargo, no es fácil observar que subyazca la ideología política o ecologista correspondiente: la amenaza climática ha de combatirse no solo con ira sino, sobre todo, con conocimiento, argumentos, organización y apuntando bien a los causantes, tanto directos como lejanos, así como a nosotros mismos y nuestras pautas de vida, por antiecológicas.
Riámonos, por no llorar, ante cierta avalancha de “descubrimientos”, en realidad, vistosos signos de “progreso regresivo” con que los medios de comunicación pretenden sorprendernos e incluso insuflarnos valor y optimismo, vista la descomposición general de nuestro mundo y costumbres. Como que -cito titulares literales- “la calle mejora la salud mental de los niños”, como tímida condena del vicio infantil del teléfono móvil y sus juegos, que eliminan el contacto entre los niños, con los juegos de siempre. O los beneficios de “la convivencia intergeneracional”, encontrando, ¡oh!, que nuestros mayores son más felices en su casa y con sus familiares que en las residencias geriátricas y sus atentos servicios racionalizados. O que -cambiando de lo humano a lo urbano y vivencial- “el modelo de ciudad más sostenible arroja mayores tasas de mortalidad”, como si no se supiera que la ciudad moderna, apretada y fría, es receta de soledad, angustia y ruina humanas.
Pero no me extiendo más, ni creo que haga falta. Sí quiero que mi mensaje anti progreso sea recibido con interés y estimule su incomodidad frente a la idea y sus falacias, rebelándose contra ese angustioso proceso de pérdidas, sí, pero inquiriendo por las causas.