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miércoles, 25 de junio de 2025

Del Nord Stream a Irán: geopolítica de un imperio en declive

 

 Por Irene Calvé,   
      Gerente de Programa, Alianzas de Acceso a la Energía, Energía Sostenible para Todos (SEforALL).

      Físico, matemático y experto en Energía del CSIC.

Y

      Guionista, periodista y activista en Extinction Rebellion y València en Transició.


El ‘fracking’ estadounidense solo puede sobrevivir si el precio del barril de petróleo sube mucho. Y eso depende, en buena medida, de las decisiones que tome Teherán


     El petróleo se está agotando y, con él, se agota también la ficción de un imperio sostenido a base de rentas energéticas. En concreto, el fracking –la técnica que permitió a Estados Unidos convertirse en exportador neto de hidrocarburos– está comenzando su declive. Washington lo sabe, y está dispuesto a hacer lo que sea para estirar unos años más esa supremacía energética. Por eso, el ataque a Irán no es un desliz, sino un movimiento estratégico: necesitan que el petróleo suba de precio para que el fracking vuelva a ser rentable, aunque eso implique incendiar Oriente Medio. Porque no se trata de ganar, sino de no hundirse todavía.




Desde que en 1972 llegó al máximo de producción convencional, EEUU ha sido un país dependiente de las importaciones de petróleo. Pero todo cambió con el auge del fracking: una tecnología agresiva que permitió explotar yacimientos no convencionales, arañando gotas dispersas en rocas porosas a fuerza de reventarlas a pura presión (de ahí el término “fracking”). Gracias a esta tecnología, EEUU pasó de ser un importador masivo de hidrocarburos a convertirse en el mayor productor mundial de petróleo y gas natural (dejando atrás a Arabia Saudita y a Rusia) y el mayor exportador mundial de gas natural y gasolina. Es cierto que consiguió más que abastecer sus necesidades de gas natural (EEUU continúa siendo un país muy carbonífero, así que no usa tanto gas para la producción de electricidad), pero nunca dejó de comprar petróleo, aunque las importaciones cayeron de más del 60% a menos del 40% actualmente. En todo caso, EEUU se ha vuelto demasiado dependiente del fracking para garantizar la estabilidad de la economía productiva. Sin embargo, los sweet spots del fracking hace tiempo que se agotaron, y todo apunta a que el declive terminal de la producción comenzará en los próximos años.


Extractores de petróleo.

¿Por qué, entonces, montar este caos, si igualmente el fracking tiene los días contados? No estamos hablando de una estrategia sostenible a largo plazo, sino de una huida hacia adelante alimentada por tipos de interés bajos, estímulos financieros y petróleo caro. Una economía entera reconfigurada para vender energía fósil al mundo, especialmente en un contexto de declive del petróleo convencional.

Pero, como hemos dicho, ese milagro está llegando a su fin. El fracking tiene un problema físico: es intensivo en energía y materiales, económicamente costoso y se agota rápidamente (al cabo de cinco años la mayoría de los pozos cierran). Desde hace tiempo se alerta de que los mejores pozos están cerrando, que las proyecciones han sido infladas, y que muchos campos ya han entrado en declive. Desde 2022, el fracking en Estados Unidos ha entrado en una fase crítica. Uno de cada tres pozos ha cerrado, y la actividad perforadora ha caído a mínimos no vistos en años, con apenas 442 equipos operativos en todo el país. Esta crisis está directamente relacionada con la caída del precio del petróleo, que ha tocado fondo recientemente, por debajo del umbral de rentabilidad para el fracking, estimado – con cierta dosis de optimismo – entre 60 y 65 dólares por barril. A diferencia de ciclos anteriores en los que la OPEP –y en particular Arabia Saudí– restringía la producción para estabilizar precios, ahora ha optado por mantener una producción bastante elevada. La estrategia saudí, según algunos analistas, busca expulsar del mercado a competidores con mayores costes de extracción, como el fracking estadounidense, y recuperar cuota de mercado perdida. Esta ofensiva petrolera, combinada con una demanda débil –los aranceles de Trump han hecho mucho daño– no solo ha tumbado el precio del crudo, sino que también ha devuelto a la OPEP a una posición central en el control del mercado, poniendo a EEUU en una encrucijada: o fuerza una subida del precio global –mediante inestabilidad o bloqueo de suministro en otras regiones– o asume su lenta pérdida de hegemonía energética y económica. En este contexto, el fracking estadounidense solo puede sobrevivir si el precio del barril de petróleo sube mucho. Y aquí entra la Tasa de Retorno Energético (TRE).


Plataforma petrolífera en las costas de Groenlandia.

La TRE mide cuánta energía se obtiene por cada unidad de energía invertida en la extracción. El petróleo convencional llegó a tener, a principios del siglo XX, TREs de hasta 100:1, es decir, por cada unidad de energía invertida se obtenían 100, una relación que hacía posible todo el desarrollo industrial del siglo XX. En cambio, el fracking nació ya con rendimientos mucho menores, entre 6:1 y 12:1 en sus inicios, y hoy ha caído hasta el rango de 3:1 o incluso menos a medida que los pozos envejecen y se agotan rápidamente. Es como recoger manzanas: al principio bastaba con alargar el brazo para alcanzar las que cuelgan en las ramas bajas, usando muy poca energía (alta TRE), pero ahora solo quedan las del extremo superior del árbol, que requieren esfuerzo y riesgo, y puedes acabar consumiendo más kilocalorías para cogerlas que las que las propias manzanas te aportan. Aunque el fracking siga siendo rentable si el precio del barril sube, desde el punto de vista físico se aproxima al absurdo: extraer energía gastando casi la misma cantidad, o incluso más. Pero el capitalismo no funciona según criterios científicos. Funciona por el valor de cambio: si el precio del barril sube lo suficiente, cualquier aberración energética se vuelve negocio. De ahí la paradoja: una técnica energéticamente absurda puede sobrevivir si los mercados permiten venderla cara (y hay otras fuentes para apuntalarla, o se extrae energía embebida de otro sitio, por ejemplo, no manteniendo infraestructuras). La economía capitalista degrada sistemáticamente la TRE porque no extrae energía para sostener la vida, sino para alimentar el ciclo de acumulación. Y ese ciclo hoy depende, literalmente, de provocar guerras.

La implicación es brutal. Estados Unidos no puede permitirse volver a ser un importador neto de petróleo. No solo por razones energéticas, sino porque toda su arquitectura económica reciente se ha basado en convertirse en una suerte de “emirato fósil”: exportador de energía, receptor de renta internacional, sostén artificial de su hegemonía militar. El crecimiento económico derivado del fracking ha sostenido regiones enteras, sobre todo en estados como Texas, Dakota del Norte o Nuevo México. Todo ello mientras su industria productiva sigue de capa caída desde la crisis de 2008, que mantiene la manufactura muy por debajo de los niveles de hace 30 años y con una parte de la industria intensiva en energía dependiente de precios bajos del crudo. El turismo internacional –uno de los grandes motores no energéticos– se ha desinflado desde la pandemia y no ha remontado a niveles ni siquiera de prepandemia, con un marcado empeoramiento en 2025 debido a tensiones políticas y medidas migratorias restrictivas. Por último, la agricultura aún sigue siendo competitiva en exportaciones, pero enfrenta problemas estructurales como la concentración, las sequías crecientes y, por supuesto, la dependencia del petróleo. El fracking no era un mero complemento para Estados Unidos; era su apuesta y su tabla de salvación.

Pero ahora que los pozos se están agotando, ¿existe algún tipo de plan? Evidentemente, no; existe únicamente la lógica electoralista cortoplacista propia de las “democracias liberales”: no centrarse en una solución sostenible, sino en retrasar las consecuencias de lo inevitable hasta después de agotar la legislatura. Por eso hicieron saltar por los aires el Nord Stream: para forzar a Europa a depender del gas estadounidense, aunque se vendiese más caro. Por eso también, en las negociaciones comerciales, EEUU condicionó la retirada de aranceles a que la UE consumiera ingentes cantidades de energía fósil made in USA (en concreto 350.000 millones de dólares). Esos movimientos no fueron anecdóticos: forman parte de una guerra comercial y energética planificada para sostener el precio del crudo y estirar el tiempo antes de confrontar la realidad material: Estados Unidos dejará de ser un gran exportador de hidrocarburos (principalmente, gas natural y gasolina).


Fuga de gas de los oleoductos Nord Stream en el Mar Báltico, el 29 de septiembre de 2022.

Y ahora llega Irán. Una pieza clave, porque si Teherán responde al asesinato de sus militares bloqueando el Estrecho de Ormuz –por donde pasa casi el 20% del petróleo mundial, que representa el 40% de las exportaciones mundiales del oro negro–, el precio del crudo se dispararía.


Un petrolero cruza el estrecho de Ormuz.

Justo lo que necesita el fracking estadounidense. ¿Representa una solución a largo plazo? En absoluto. ¿Y una solución para este mandato? Tal vez. Esa es la lógica desesperada: si el fracking vuelve a respirar unos años, se gana tiempo, se salvan elecciones, se sostiene el dólar, se aplaza la caída.

La alternativa –no hacer nada– implicaría mantener precios bajos del petróleo, lo que haría económicamente inviable seguir explotando el fracking en muchos de los campos clave. Eso significaría, en términos prácticos, una aceleración de la desindustrialización, especialmente en los estados del interior y del sur, ya devastados por décadas de deslocalización, abandono y declive de la inversión pública. La pérdida del fracking dejaría a muchos territorios sin su última fuente de empleo directo e indirecto. La tensión social escalaría: una población armada, empobrecida, políticamente polarizada y con una fe menguante en las instituciones podría ser el caldo de cultivo para estallidos violentos, revueltas locales o incluso una guerra civil difusa. Esta no es una hipótesis apocalíptica lanzada al azar: sectores del propio Departamento de Defensa norteamericano y del establishment energético han advertido de que la desestabilización interna por el colapso energético es uno de los principales riesgos estratégicos a medio plazo. El fin del fracking no es simplemente una cuestión económica: es una amenaza existencial para la arquitectura política, territorial y militar de Estados Unidos.

Así que la disyuntiva es clara: si no hacen nada, el colapso llegará desde dentro. Si actúan, pueden desatar una escalada global, pero al menos retrasan su propia caída. Puede que Oriente Medio arda. Puede que la guerra se descontrole. Pero eso es un precio asumible si sirve para sostener artificialmente el valor de cambio de su energía fósil. Mientras tanto, la TRE sigue cayendo. El planeta se calienta. La energía útil se agota. Pero el capital, como un zombi ciego, solo responde a la rentabilidad inmediata, aunque eso implique dinamitar las bases de la vida.

Frente a esa lógica suicida, urge una ruptura: poner la energía al servicio de la vida y no del mercado, entender que la transición energética solo puede basarse en reorganizar radicalmente nuestra relación con la energía, con la producción, con el planeta. Utilizar el valor de uso y no el de cambio.

Y en esa disyuntiva brutal –hundirse solo o incendiar el mundo–, el imperio, una vez más, ha hecho su elección.


Fuente: ctxt

martes, 17 de junio de 2025

La segunda guerra civil USA

 

 Por Andrea Zhok  
      Profesor de filosofía en la Universitá degli Studi de Milán y colabora habitualmente en distintos medios de italianos de izquierda.


Como dice el chiste, en EEUU no ha habido nunca un golpe de estado porque no hay embajada estadounidense. Pero es cierto que el ejército allí ha sido utilizado antes contra su población. Eso sí, lo más probable es que, por ahora, la cosa no pase a mayores. Por ahora.


     Los enfrentamientos que se están produciendo en Estados Unidos entre los detractores del ICE (Immigration and Customs Enforcement) y las fuerzas del orden enviadas por el presidente Trump representan el embrión de esa «segunda guerra civil americana» que lleva tiempo rondando en el horizonte. Si desemboca en un conflicto civil en toda regla o si, por el contrario, se apaga, es lo que veremos en las próximas semanas, pero es importante observar su significado radical.




No se trata simplemente de la contestación de una normativa contra la inmigración clandestina. Las líneas políticas que se enfrentan aquí son, con bastante claridad, herederas directas de las líneas de contraste de la Guerra de Secesión (1861-1865).

En la Guerra de Secesión, el Sur, agrícola, estaba vinculado a una visión política y económica intrínsecamente conservadora, telúrica, identitaria, mientras que el Norte, industrial o en vías de industrialización, se proyectaba en una dimensión progresista, en rápida evolución.

En cuanto a las relaciones interétnicas, la divergencia no podía ser más clara: el Sur seguía anclado en una perspectiva en la que la esclavitud sedentaria y hereditaria desempeñaba un papel económico fundamental, mientras que el Norte, gracias al rápido proceso de industrialización, seguía atrayendo a una amplia población migratoria procedente de Europa, que constituía su fortuna.

En la segunda mitad del siglo XIX, la esclavitud era un anacronismo y las relaciones de poder entre las zonas urbanas industriales y las zonas agrícolas favorecían totalmente a las primeras. La supremacía del norte era un hecho. Pero un siglo y medio después, el auge del urbanismo industrial, convertido en economía financiera, está en plena crisis; la libre circulación de la mano de obra, que siempre ha sido una característica de los Estados Unidos, genera más problemas de los que puede resolver la contribución económica de los trabajadores baratos.

En este momento, los frentes de la Guerra de Secesión se reaparecen, pero con nuevas funciones históricas. La línea divisoria ya no es tan clara entre el norte y el sur geográficos, sino entre las grandes áreas urbanas, vinculadas a la internacionalización financiera y con un electorado predominantemente demócrata, y la provincia profunda, que busca protección económica y la recuperación de una identidad perdida, y vota mayoritariamente republicano.

Es evidente que esta fractura es objetivamente profunda y se percibe como tal en Estados Unidos. Se ve en la radicalización del enfrentamiento en el plano institucional, donde, por ejemplo, la alcaldesa de Los Ángeles y el gobernador de California alimentan constantemente una retórica de «democracia contra dictadura», apoyando de hecho el carácter subversivo y anticonstitucional de las decisiones de la presidencia.

A su vez, Trump tiene fácil trabajo para dar la vuelta a las acusaciones, acusando a las instituciones californianas de actividades subversivas e insurreccionales. Esta fractura se está propagando rápidamente en todos los principales centros urbanos del país: Seattle, Chicago, Filadelfia, etc., donde las autoridades demócratas apoyan esta lectura de «choque de civilizaciones».

Dudo que los políticos con intereses profesionales sólidos, alcaldes, gobernadores, diputados, etc., estén dispuestos a una confrontación arriesgada en el momento en que Trump recurra a la Ley de Insurrección, que confiere al presidente el poder de utilizar el ejército y la guardia nacional para tareas policiales.

Pero no es nada seguro que, una vez evocada en una parte de la población la imagen de un choque vital entre concepciones de la civilización, en el que no hay margen para el compromiso con la otra parte, se consiga volver a meter el ganado en los corrales.

Si estuviéramos en otro lugar, los medios de comunicación estarían discutiendo sobre una «revolución de colores» contra el poder establecido y a favor de los valores de la libertad y la democracia. Pero, a diferencia de las habituales «revoluciones de colores» en otros países del mundo, aquí falta un elemento decisivo: el papel de financiación y coordinación de los estadounidenses. (Solo podemos imaginar lo que pasaría aquí si, como en 2014 en Ucrania, el equivalente ruso o chino de la entonces portavoz del Departamento de Estado de EE. UU., Victoria Nuland, distribuyera alimentos y financiación, o arengara a la multitud de insurrectos en Los Ángeles…).


Fuente: EL VIEJO TOPO

jueves, 5 de junio de 2025

¿Caerá la democracia en Estados Unidos?

 

 Por Adam Przeworski  
      Profesor de Ciencia Política y uno de los principales teóricos y analistas de temas relacionados con la democracia y la economía política.


El autor refleja en estas reflexiones su temor a que EEUU se convierta en una autocracia y confiesa que le resulta difícil evitar las analogías con Hitler


Donald Trump compareciendo ante los medios de comunicación en abril de 2025.


     Decidí tomar nota de mis pensamientos a medida que transcurrían los acontecimientos, escribiendo un diario. He estado leyendo sobre las reacciones de ciudadanos alemanes ante el ascenso del nazismo y me llamó la atención su dificultad para comprender en qué podían desembocar los acontecimientos que vivían a diario. En retrospectiva, sabremos lo que pasó, analizaremos todo y los sucesos cobrarán sentido, todo se habrá definido. Podremos concluir, como Amos Elon (The Pity of It All), que lo que ocurrió no era inevitable, que la historia podría haber tomado un rumbo diferente. Sin embargo, prospectivamente, solo podemos sentir miedo o albergar esperanzas, y no sabemos con cuál quedarnos. Tengo oscuros presentimientos, pero es lo único que tengo. Así que mi único propósito es informar sobre lo que en el futuro acabará siendo un análisis retrospectivo, dejando constancia de mis reacciones viscerales ante los acontecimientos diarios a medida que suceden.

Martes, 11 de febrero de 2025

He pasado buena parte de mi vida, cincuenta años, pensando en los regímenes políticos, clasificándolos, estudiando su dinámica y sus consecuencias. Y me siento perdido. Intento encontrar categorías en las que adscribir la situación actual y precedentes históricos de los que extraer algo de claridad. Fracaso en ambas empresas.

Las medidas, anunciadas o ya adoptadas, se suman a un cambio revolucionario de la relación entre el Estado y la sociedad. El objetivo inmediato de la Administración de Trump es reducir el tamaño del Gobierno y utilizar la lealtad como criterio exclusivo de servicio público: el control total del aparato del Estado es, por cierto, el instrumento de todos los gobiernos revolucionarios. El segundo objetivo es reducir drásticamente el alcance y la magnitud de los servicios gubernamentales al ámbito de las instituciones privadas y a los particulares.




A lo largo de los años he desarrollado una teoría sobre las condiciones en las que las democracias procesan en libertad y paz los conflictos que surgen en la sociedad. De hecho, mi nombre está asociado a una frase que escribí hace unos treinta y cinco años, a saber: “Democracia existe cuando los partidos pierden las elecciones”. Pensé que las condiciones necesarias para que las elecciones procesen pacíficamente los conflictos son que los gobiernos elegidos no hagan que la derrota electoral resulte demasiado costosa para los perdedores en cada momento, lo que supone que esos gobiernos actuarán de forma “moderada”, y que no excluyan la posibilidad de ser destituidos en las elecciones, de manera que la derrota sea temporal, no permanente. Las elecciones no logran mantener la paz cuando originan transformaciones revolucionarias, algo bien confirmado en la historia (salvo que el gobierno utilice la fuerza física, claro).

Asimismo, hay estudios estadísticos que demuestran que las democracias sobreviven en países con una renta per cápita elevada y en los que hay costumbre de alternancia pacífica en el poder mediante elecciones. Cuando aplico este modelo estadístico a EEUU, con su renta y sus veintitrés alternancias partidistas pasadas en el cargo de presidente, descubro que la probabilidad de que la democracia muera en EEUU es de 1 en 1,8 millones de países-año: es decir, cero.




Por lo tanto, mis resultados analíticos y estadísticos no me permiten comprender los acontecimientos que se desencadenan hora tras hora. No se me ocurre ningún marco teórico ni precedente histórico que pueda servir para suscitar ninguna expectativa sobre lo que está a punto de ocurrir. ¿Está muriendo la democracia en Estados Unidos?

Miércoles, 12 de febrero de 2025

La base de la autopercepción estadounidense sobre su sistema político es que se trata de un país que obedece al “Estado de derecho” (rule of law). Conceptualmente es una construcción inestable. Como observó Ignacio Sánchez-Cuenca, “la ley no puede gobernar. Gobernar es una actividad, y las leyes no pueden actuar”. “Estado de derecho” sólo puede significar que todos, gobierno incluido, obedezcan las leyes.




La relación entre democracia y Estado de derecho tiene lugar a través de  dos instituciones: gobiernos y tribunales. Se trata de una relación supeditada a las previsibles consecuencias electorales. Los gobiernos han de obedecer a los jueces porque temen que, de lo contrario, perderían las elecciones, de modo que la ley manda. Sin embargo, los gobiernos pueden creer que ganarían las elecciones desobedeciendo a los jueces: así ocurrirá cuando una mayoría no quiera que los gobiernos sigan el dictado de los jueces. En este caso, se violaría el Estado de derecho, pero mientras las acciones del gobierno estén motivadas por el miedo a perder las elecciones, el sistema sigue siendo democrático, “iliberal” pero democrático.

Como ya observó el vicepresidente Vance, los tribunales carecen de instrumentos para hacer cumplir sus sentencias. Por esta razón Montesquieu pensaba que el poder judicial es el menos eficaz. Actuar contra las universidades de “élite” es una medida popular y probablemente no tiene coste electoral, quizás todo lo contrario. Entonces, ¿ignorarán descaradamente a los tribunales?




Cambiando de tema. El Partido Demócrata ha estado casi mudo durante las últimas semanas. Actúa como si no hubiera nada importante en juego. Además, salvo Elisabeth Warren, su reacción visceral fue salir en defensa de la política gubernamental menos popular, es decir, la ayuda exterior. Hay que reconocer que se encuentran en una situación difícil. Los republicanos acaban de ganar unas elecciones, están aplicando su programa electoral y, hasta ahora, la opinión pública no se ha vuelto contra ellos. Resistirse a las nuevas políticas puede parecer antidemocrático: al fin y al cabo, el gobierno sólo está haciendo lo que los gobiernos recién elegidos tienen la prerrogativa de hacer.

Están surgiendo algunas protestas en la calle pero, teniendo en cuenta la experiencia de Nixon, no sé qué pensar de las consecuencias. Mi temor es que, a menos que sean realmente masivas, sólo sirvan de pretexto para una represión selectiva, que confirmaría el lenguaje de Trump cuando habla de “enemigos internos”. Además, pueden desembocar en un aumento de la violencia descentralizada que sería tolerada por el FBI y el Departamento de Justicia. Hay que tener en cuenta que, por ahora, dichas organizaciones únicamente están siendo purgadas y reorganizadas. Sin embargo, no puedo evitar pensar que lo peor está por llegar, es decir, que reprimiran enérgicamente a los oponentes políticos.

Jueves, 13 de febrero de 2025

Algunas reflexiones sobre la ofensiva antiinmigrante. Antes de que Trump asumiera el cargo, yo, como muchos otros, creía que sus declaraciones eran una mera estrategia de campaña. Teniendo en cuenta la dependencia de la mano de obra inmigrante por parte de varios sectores de la economía estadounidense, así como los costes y la logística de las deportaciones masivas, esperaba que Trump llevara a cabo algunas maniobras muy visibles y ya. Ahora pienso que quizá haya sido demasiado optimista.

Intento mantenerme alejado de las reacciones emotivas, pero no puedo evitarlo. Conozco a una familia que emigró de un país latinoamericano hace dos décadas y ahora tiene hijos nacidos en Estados Unidos. Todos viven aterrorizados. Todos los días, cuando el padre se va a trabajar, sus hijos le dan un fuerte abrazo ante el temor de que no vuelva a casa. En las escuelas de Nueva York se enseña a los niños qué hacer si vuelven a casa y sus padres no están. Yo soy inmigrante, desde hace varias décadas ciudadano estadounidense, pero pasé por algo parecido, pues en un par de ocasiones se denegó el derecho a permanecer en el país y, habiéndome marchado, también se me impidió regresar. Sé lo que se siente en las entrañas, aunque mis desventuras palidezcan en comparación con el terror que viven millones de personas en este momento.

Viernes 14 de febrero de 2025

Trump anunció una nueva política arancelaria, “recíproca”. Esta medida fue duramente atacada por un artículo de opinión en The Wall Street Journal: “Los aranceles recíprocos no tienen sentido”. El subtítulo explica por qué: “¿En qué beneficia al interés nacional estadounidense dejar que otros países decidan qué aranceles pagamos?”. Bloomberg, Financial Times y The Wall Street Journal parecen escépticos con las políticas económicas de Trump, pero la bolsa se mantiene estable. Me resulta desconcertante.

Creo que entiendo el atractivo del trumpismo para los hombres blancos. La visión de la sociedad en la que todas las personas de origen europeo son opresoras no tiene mucho sentido. Díselo a un hombre blanco de cincuenta años que no encuentra trabajo tras el cierre de la única fábrica de su ciudad. Díselo a millones de hombres blancos que sobreviven día a día con el salario mínimo. Diles que “ellos” son los responsables de la injusticia racial del pasado. ¿Quiénes son “ellos”? ¿Sus abuelos que emigraron de algún pueblo europeo abandonado para pavimentar las calles por las que ahora caminamos? ¿Los abuelos que fueron asesinados por organizar sindicatos? ¿Sus descendientes, que intentan desesperadamente escapar del destino de sus padres? ¿Son “ellos” los responsables?




Así pues, nunca me cautivó la imagen de la sociedad que generaron las políticas de DEI [Diversidad, equidad, inclusión]. Pero el ataque de Trump contra ellas, el lenguaje vituperable, el rencor, me recuerdan mi vida bajo el comunismo. Cuando vivía en Polonia, el gobierno comunista censuraba las palabras “élite” (porque la usaba Milovan Djilas para criticar a los partidos comunistas) o “burocracia” (porque la usaba León Trotsky para referirse a los bolcheviques). Ahora las agencias gubernamentales estadounidenses han generado largas listas de palabras que se usan para cancelar proyectos de investigación.

Está claro que los cuadros trumpistas creen que deben actuar de forma inmediata e indiscriminada. No están abiertos a ninguna discusión. Y están dispuestos a utilizar el poder que tienen sin ningún escrúpulo. Queda por ver a dónde llevará esto. Hasta ahora, el instrumento de coacción ha sido el dinero. ¿Utilizarán la represión política?

Lunes, 17 de febrero de 2025

Me ha llamado la atención un comentario de Pete Buttigieg, alguien a quien realmente respeto. Dijo: “Si quisieras reducir el despilfarro, el fraude y el abuso, darías más poder a los inspectores generales” (en lugar de despedirlos). Esto, obviamente, es cierto, pero lo que me impresionó es que esta no refleja bien la magnitud de la ofensiva de Trump o Musk. Lo que pretenden es destruir el gobierno, no retocarlo con reformas institucionales. ¿Se da cuenta el Partido Demócrata de la magnitud de los problemas?

Actualmente, por todo el país, están teniendo lugar varias manifestaciones en la calle. Me pregunto si Trump reaccionará ante ellas y, en caso afirmativo, cómo.

Miércoles, 19 de febrero

La purga continúa: la Administración Federal de la Vivienda, varias instituciones dependientes de Salud y Servicios Sociales, la NSF, el IRS (Servicio de impuestos internos), la Administración Federal de Aviación. Sigo sin saber si los NIH (Institutos nacionales de la salud) están distribuyendo fondos para las subvenciones ya concedidas en cumplimiento de una orden judicial. Todo son habladurías.

Me desconcierta que Trump y sus acólitos –ayer el senador Ted Cruz– presenten su actuación como una lucha contra la “propaganda neomarxista de la guerra de clases”. Obviamente no tienen ni idea de lo que “marxista” o “neomarxista” significan. “Guerra de clases” podría ser marxismo. Pero el “neomarxismo” no tiene que ver con la clase, sino con la raza y el género. El enemigo ideológico que Trump, Putin y el partido polaco PiS comparten es la ideología de género.




¿Qué quiere Trump? Todavía no he oído ni leído una respuesta convincente. Quizá sea ésta una de las causas de su fortaleza. Ezra Klein observó en uno de sus podcasts que Trump carece de los mecanismos inhibitorios que todos los políticos tienen.

¿Su objetivo es enriquecerse personalmente? ¿Es aniquilar a quienes percibe como enemigos? ¿Se limita a escuchar los aplausos? Quizás deberíamos interpretar sus palabras al pie de la letra cuando se declara a sí mismo “El Rey” (en el tuit de ayer sobre una zona de tráfico en Nueva York). Según esta interpretación, el objetivo de Trump sería establecer un control personal completo sobre el gobierno, a todos los niveles. La voluntad de obedecer es el único criterio exigido al personal del gobierno. Las agencias gubernamentales implementan lo que a él se le antoje en cualquier momento, sin impedimentos por parte del Congreso o los tribunales. Su poder es absoluto.

Intento no buscar analogías en Hitler, pero me resulta difícil evitarlas. (Me baso aquí en historiadores, pero esto no es un artículo académico, así que me limito a citar sus nombres pero no proporciono referencias exactas). Según Hans Frank, jefe de la Asociación de Abogados Nazis, “el Derecho Constitucional en el Tercer Reich es la formulación legal de la voluntad histórica del Führer”. Richard Evans comenta que “la palabra de Hitler, ..., era por tanto ley, y podía anular todas las leyes existentes”. Cuando un tribunal alemán declaró inocente al pastor Niemöller, Hitler hizo que la Gestapo volviera a detenerlo, anunciando que “ésta es la última vez que un tribunal alemán va a declarar inocente a alguien a quien yo he declarado culpable”. Según la Wikipedia, “ya en 1935, un tribunal administrativo prusiano había dictaminado que las acciones de la Gestapo no estaban sujetas a revisión judicial. El oficial de las SS Werner Best, que fue jefe de asuntos jurídicos de la Gestapo, resumió esta política diciendo: ‘Mientras la policía cumpla la voluntad de los dirigentes, actúa legalmente’”.

La pretensión de Trump de legitimar todas sus acciones es que ganó las elecciones y sigue gozando del apoyo popular. También lo era la de Mussolini, que afirmaba retrospectivamente que “estrictamente hablando, ni siquiera fui un dictador porque mi poder de mando coincidía perfectamente con la voluntad de obedecer del pueblo italiano” (un comentario a un periodista, Ivanoe Fossani, en marzo de 1945). Los límites al poder pueden ser institucionales o únicamente electorales. A pesar de su pretensión, Mussolini no estaba dispuesto a enfrentarse a unas elecciones competitivas. Trump parece dispuesto a ignorar las barreras institucionales. ¿Está dispuesto a obedecer el veredicto de las urnas?

Jueves, 20 de febrero

Para hacer balance de dónde creo que estamos, necesito organizar mis esperanzas y temores.

Primero las esperanzas.

Los malos resultados económicos combinados con la erosión de los servicios públicos deben reducir el apoyo popular a Trump. Y luego está la bomba de relojería a la que me refería antes: unos cientos de miles de empleados públicos que habrán perdido su empleo.

Disensiones internas. Si la economía entra en recesión, las disensiones florecerán. El papel de Musk puede ser el primer objeto de discordia. La alianza entre Trump y Musk no puede ser estable, por lo que es probable que estalle un conflicto entre ellos, con Vance del lado de Musk. No estoy seguro de quién ganaría.




Nótese que no tengo esperanzas sobre el Congreso o los tribunales, así que mis esperanzas se concentran en las elecciones de mitad de mandato. Aquí vienen mis temores.

El Partido Demócrata es extremadamente impopular y está dividido sobre qué estrategia adoptar. Pero supongamos que una mayoría está dispuesta a votar a candidatos demócratas sólo para oponerse a lo que está ocurriendo. Un pequeño cambio es suficiente para cambiar el control de la Cámara y sólo uno ligeramente mayor para el del Senado. Así que vuelvo a las preguntas que me atormentan: ¿Las personas del entorno de Trump están dispuestas a celebrar unas elecciones limpias? Si no es así, ¿qué son capaces de hacer para asegurarse la victoria pase lo que pase?

Aún no hemos visto represión política, pero puede que solo sea “aún”.

Hasta aquí llego. No reacciono a las noticias, repletas de desastres, sino que pienso en el futuro. Crecí bajo una dictadura pero nunca imaginé que podría morir bajo otra. Hoy contemplo esta posibilidad.

Viernes, 21 de febrero

Escribir estas notas me está deprimiendo demasiado. Además, fuera hace un frío tremendo y el cielo está gris. Con todo, hay algunos signos de esperanza.

Los sondeos de opinión. Según la última encuesta de Gallup, el margen de aprobación general de Trump (aprobar-desaprobar) está en -6 puntos: en inmigración -6, en asuntos exteriores -9 y en economía -11. La CNN informa de que la diferencia entre “ha ido demasiado lejos” y “más o menos bien” o “no lo bastante lejos” es de 5 puntos con respecto a la valoración del “uso del poder presidencial y del órgano ejecutivo”, mientras que la diferencia a favor de “no lo bastante” es de 77 puntos con respecto a “intentar reducir el precio de los productos básicos”. Según el blog 538 (FiveThirtyEight), hasta ayer, el 48,2 % de los encuestados tenía una opinión desfavorable de Donald Trump, y el 46,5 % favorable. Otra encuesta: El 84 % de los encuestados, incluido el 79 % de los republicanos, dice que la administración Trump debe acatar las sentencias de los tribunales federales.

Domingo, 23 de febrero

He tenido una larga discusión por Zoom con dos amigos. Ambos creen que las barreras institucionales, los sistemas de separación de poderes, sean cuales sean, no pueden impedir que un órgano ejecutivo que pretenda monopolizar el poder triunfe. Me recordaron algo que el difunto Guilllermo O'Donnell dijo hace cuarenta años en un seminario que impartimos juntos: “No se puede detener un golpe de Estado con un artículo de la Constitución”. Pero si esto es cierto, ¿por qué son tan raras las “tomas del poder ejecutivo”, los autogolpes? ¿Por qué los jefes del ejecutivo se contienen en su búsqueda del poder? ¿Por qué respetan las normas institucionales?

Todos los gobernantes deben delegar, por lo que deben elegir a sus portavoces. En esta elección se enfrentan a una disyuntiva entre lealtad y competencia. Los representantes leales no son necesariamente los más competentes. En China, donde esta elección ha sido objeto de una extensa bibliografía, se resumía como “Rojo contra experto”. Los “rojos” ejecutan ciegamente las órdenes. Ejemplo: el secretario de Agricultura acaba de cancelar una conferencia sobre biodiversidad porque la “diversidad” está relacionada con el DEI. Pero a veces tienen que tomar decisiones, y son unos incompetentes incapaces de hacerlo con criterio. Confiar únicamente en la lealtad genera malos resultados.

Incluso los “gobernantes depredadores”, aquellos que buscan maximizar los ingresos gracias a su cargo, pueden estar mejor con una parte menor de un pastel más grande que con una parte mayor de uno más pequeño. Por lo tanto, necesitan incitar la cooperación de todos aquellos que contribuyen a hacer el pastel más grande: banqueros y bomberos, científicos y albañiles. Y para facilitar esa cooperación, han de refrenar sus instintos depredadores. Tienen que moderarse.

Estos son los fundamentos de por qué, en mi opinión, la mayoría de los gobernantes, democráticos o autocráticos, se reprimen en la búsqueda del poder absoluto. Como todas las teorías, mi explicación puede ser cierta o no. Pero la pregunta que plantea es “¿Por qué ahora?”. Se piense lo que se piense del sistema institucional estadounidense, ha sobrevivido 250 años. Entonces, ¿se ha quebrado algo ahora? ¿Ya no hay “necesidad de cooperación”? ¿O es que esta gente simplemente se ha vuelto loca?

Lunes, 24 de febrero

El caos se está volviendo abrumador. Musk emitió una orden en la que exigía a todos los empleados del gobierno que enumeraran en cinco puntos lo que hicieron la semana anterior, con fecha límite esa misma noche bajo amenaza de despido.

Una lección de Polonia. En el momento en que todo se politiza, restaurar las instituciones democráticas se hace difícil. Cuando Ley y Justicia (PiS) estaba en el poder en Polonia, llenó todas las instituciones, incluidos los tribunales y los medios de comunicación, con sus partidarios. Cuando perdió las elecciones, todo el mundo era partidista, por lo que encontrar personas competentes no partidistas era difícil y el nuevo gobierno sólo pudo volver a llenar todas las instituciones de nuevo con sus partidarios. Cuando la lealtad se convierte en el único criterio, incluso las personas competentes se vuelven partidistas.

Empiezo a pensar que Trump ha olvidado que tiene que gobernar. En su página web parece que se dedica a jugar al golf, a pronunciar largos discursos sobre sí mismo y a vomitar mensajes inanes. Su mente divaga en direcciones dispares. Para sus acólitos debe de ser difícil adivinar lo que realmente quiere. Hasta ahora, el gobierno lo dirige Musk. Pero pronto llegará el momento de aprobar un presupuesto, elevar el techo de la deuda y evitar la paralización del gobierno. Estas cuestiones requieren un planteamiento coherente. ¿Será capaz de hacerlo?

Martes 25 de febrero

Otra interpretación de Trump es que gobierna el país como si fuera un terreno privado. El término “patrimonialismo” lo acuñó Max Weber y se atribuyó a Trump en un libro de Hanson y Kopstein. Destituir a todos los que están en posición de controlar la corrupción es sin duda una prueba a favor de esta opinión.

Mercado de valores: S&P baja un 0,47%, Nasdaq baja un 1,35%, Dow sube un 0,37%. Sigo los índices bursátiles porque todavía tengo la intuición de que la primera oposición efectiva puede venir de los mercados bursátiles.

Viernes, 28 de febrero

Nos encontramos en la siguiente situación: tal vez reaccionar ahora sea demasiado pronto, pero quizá, cuando pensemos que ha llegado el momento, sea demasiado tarde. Puede que sea demasiado pronto porque resistirse al gobierno recién elegido podría parecer antidemocrático. Oponerse a algunas de las políticas del nuevo gobierno es normal en una democracia. Sin embargo, encontrar el momento de oponerse fuera del marco institucional, en las calles y mediante otras formas de desobediencia civil, es una decisión estratégica difícil. Quizás ahora sea demasiado pronto y quizás en algún momento sea demasiado tarde.


Fuente: CTXT