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martes, 4 de febrero de 2025

Líderes latinoamericanos se oponen a Trump

 

      Geógrafo, politólogo y reggaetónólogo. Boricua en Sudamérica.


La beligerancia de Donald Trump hacia los líderes latinoamericanos plantea la posibilidad de una resistencia regional más concertada, que un bloque popular de izquierda estaría bien posicionado para liderar.


     Los primeros días de Donald Trump en el cargo demostraron que su anterior retórica aislacionista fue siempre una fachada. Sus declaraciones sobre la conquista de Groenlandia, la «reconquista» del Canal de Panamá y la invasión de México fueron noticia y parece que la administración Trump eliminó las formalidades del imperialismo «light» y abrazó plenamente la versión superdimensionada de Trump. Pero como suele pasar con todos los glotones, puede que se haya atragantado con más de lo que puede masticar.




El domingo, Trump se enzarzó en una disputa verbal con el presidente izquierdista de Colombia, Gustavo Petro, que se negó a aceptar un avión militar estadounidense con inmigrantes colombianos encadenados. Como el contenido de las publicaciones en redes sociales tanto de Trump como de Petro giró por los medios de comunicación estadounidenses, una gran parte de ellos proclamó a Trump como vencedor del intercambio y pasó rápidamente al siguiente escándalo. Sin embargo, si los medios de comunicación hubieran decidido prestar atención un poco más, habrían visto que el desafío público de Petro a Trump funcionó; que la administración Trump accedió a permitir que los inmigrantes regresaran a casa de manera digna y que decidió no aplicar ninguna de las sanciones con las que Trump había amenazado. Al día siguiente, los mismos colombianos que antes estaban encadenados llegaron a Bogotá sin esposas en el avión presidencial colombiano.




Los periodistas se apresuraron a entrevistarlos en cuanto bajaron del avión a la pista de aterrizaje. Las historias que contaron fueron un testimonio de la crueldad de la administración Trump y de la deshumanización de los migrantes que caracterizó a la política estadounidense durante el último año. Mientras muchos pasaban corriendo delante de las cámaras, una mujer con un niño en brazos se detuvo para contar su historia. Dijo que había cruzado el desierto de Sonora con su hijo cuando fue robada por coyotes y obligada a pasar hambre, solo para ser atrapada luego por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) y obligada a permanecer detenida. Para terminar, denunció que hay personas detenidas y desaparecidas, una frase que recuerda algunos de los días más oscuros de la historia de América Latina, cuando las dictaduras militares y los paramilitares desaparecían por la fuerza a elementos «indeseables» de la sociedad, ya fueran izquierdistas, sindicalistas, homosexuales, drogadictos, trabajadores sexuales o simplemente pobres que estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado.

Otro hombre, José Erick, solicitante de asilo, fue entrevistado por periodistas en el vestíbulo del aeropuerto y contó una historia similar, en la que cruzó el desierto y fue obligado a soportar la privación del sueño bajo custodia del ICE, una práctica que la periodista colombiana Diana Carolina Alfonso identifica como una forma de tortura, prohibida por el derecho internacional. Erick contó entonces la historia de cómo estaba buscando asilo para reunirse con el resto de su familia en Estados Unidos y escapar de la violencia, un problema que en Colombia es alimentado por las armas que se fabrican en Estados Unidos. A otro hombre se le pidió que respondiera a las acusaciones de Trump de que los que iban a bordo eran delincuentes. «Soy ingeniero mecatrónico, —respondió— Trump necesita mejor información sobre las personas que iban en ese avión».

El regreso de los inmigrantes, muy publicitado y en condiciones más humanas, puso de manifiesto para América Latina y el Caribe los horrores de la política interior y exterior de Trump. Para Petro, esta fue una victoria moral.


Deportados colombianos

El presidente Petro también sentó las bases de una coalición regional que podría superar las divisiones ideológicas y unir a la mayoría de América Latina en torno a una agenda común contra las amenazas de la administración Trump, incluyendo los aranceles. Esto tomó la forma de una reunión de emergencia de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) convocada en Honduras por la presidenta de ese país, Xiomara Castro. Aunque la reunión fue cancelada una vez que Colombia y Estados Unidos llegaron a un acuerdo, otros líderes mostraron su desprecio por el trato que Trump le da a sus ciudadanos.

Claudia Sheinbaum, la presidenta izquierdista de México, también fue noticia por su irónica respuesta a Trump, en particular en lo que hace a su propuesta de cambiar el nombre del Golfo de México por el de «Golfo de América». Ella respondió proponiendo que el continente de América del Norte cambiara su nombre por el de «América Mexicana», citando como prueba un mapa español de la época colonial.


Claudia Sheinbaum enviará carta a Google para aclarar lo del cambio de nombre del Golfo de México en Maps - Foto de Presidencia

En respuesta a la reciente aprobación por parte de Google del cambio de nombre propuesto por Trump, el Ministerio de Asuntos Exteriores de México envió una queja formal a la empresa, recordándoles que violaba el derecho internacional. Sin embargo, a pesar de un breve periodo de rechazo a un vuelo de deportación de la semana pasada, México fue diplomático en cuanto a sus planes para recibir a los migrantes. Aun así, si las cosas se calientan, podría negarle el uso de su espacio aéreo a la administración Trump, haciendo que sus vuelos de deportación a otros países sean extremadamente costosos.

La administración Trump no perdió el tiempo en cuanto a alejar a posibles aliados regionales, más allá de los gobiernos de extrema derecha de El Salvador y Argentina. Incluso el presidente de centro derecha de Panamá, José Raúl Mulino, se encontró en una posición incómoda después de que Trump le apuntara al país afirmando falsamente que el Canal de Panamá está en manos de China y que Estados Unidos podría tener que «recuperarlo». Mulino dejó en claro que estas declaraciones violan los Tratados Torrijos-Carter, que le devolvieron la soberanía del canal al pueblo panameño en 1999, tras casi un siglo de ocupación estadounidense.


Mulino asegura que el Canal de Panamá seguirá siendo siempre del país

El hecho de que Trump haya atacado a algunos de los aliados tradicionales de los Estados Unidos en la región podría empujar a sus líderes a reforzar las relaciones con China, Rusia y Europa, dándole impulso a una nueva ola de integración latinoamericana. La perspectiva de una respuesta concertada de América Latina contra la administración Trump, más allá de las divisiones entre izquierda y derecha, sigue siendo poco probable, pero la reciente agresión de Estados Unidos y un bloque popular de izquierda en la región la vuelven mucho menos remota. Ese bloque por sí solo podría ejercer una presión significativa sobre la actual administración estadounidense. Incluso cuando se logre la alternancia de los partidos en el poder, la inhumanidad de las recientes acciones de los Estados Unidos tardará en olvidarse.

Fuente: JACOBIN

domingo, 22 de septiembre de 2024

Colombia: El (golpe de) Estado y la Revolución

 

Periodista y editor. Trabaja en la revista colombiana Lanzas y Letras. Colabora en Página/12 y Tiempo Argentino.


Con un llamamiernto a la movilización popular, Petro responde a la amenaza de un golpe contra su gobierno.



     «A un golpe de Estado se le responde con una revolución», sentenció Gustavo Petro durante el Encuentro Nacional de Medios Alternativos, Comunitarios y Digitales que se realizó en Quindío, región del Eje Cafetero, el 12 de septiembre pasado. Tras describir las trabas permanentes que la oposición de derecha pone a su gobierno y la serie de amenazas contra su persona, el presidente de Colombia recordó la forma en que los militares chilenos derrocaron a Allende en 1973, dijo que en Colombia «no se puede repetir un 19 de abril de 1970 [cuando un fraude escandaloso impidió un gobierno popular] que nos llevó a una violencia por generaciones, al igual que sucedió con el asesinato de quien iba a ser presidente de Colombia, Jorge Eliecer Gaitán».

Alertó que ahora «quieren repetir la historia» y convocó al pueblo a resistir: «Aquí se va a defender el voto popular. No hay otra forma de detener un golpe de Estado si no es con una revolución del pueblo. El pueblo movilizado de manera generalizada, que no es una marcha más o llenar de nuevo la plaza de Bolívar, no. Es un pueblo que apunte al poder».




No es la primera vez que Petro denuncia el riesgo de un golpe de Estado, aunque hasta ahora no se le había escuchado convocar a una revolución popular. «Es cierto que hay informes de inteligencia que alertan sobre la planificación de atentados contra su vida; por eso él habla de Allende, de Gaitán, y se pone en esa línea», explica un funcionario del gobierno formado en la izquierda. «Y es cierto también que la oposición está en una actitud destructiva, con una violencia mediática y una obstrucción en el Congreso de cualquier iniciativa del gobierno. Pero un golpe de Estado, o “golpe blando” como también mencionó el presidente, requiere de otros factores, como la preparación de un recambio institucional abrupto, algo que en este país no es tan habitual», reconoce la fuente.

Una interpretación más plausible da el escritor y periodista Julio César Londoño: «No es un golpe blando, presidente, es un guarapazo [un golpe fuerte que deja inconsciente]». Y agrega que ninguno de los gobiernos anteriores «soportaron nunca una andanada de ataques y una coalición enemiga tan extraordinaria como la que enfrenta Gustavo Petro: casi todos los partidos, el grueso de la gran prensa, un fiscal rabioso, el Congreso, los banqueros y los empresarios no dejan pasar un día sin criticar las medidas del gobierno con una incansable artillería de falacias chapuceras».




Petro también trazó un paralelo entre los hechos previos al golpe de Estado que sufrió Salvador Allende en Chile en 1973 y la coyuntura colombiana, después de que el gobierno se viera jaqueado por un lock out de empresarios del transporte que la prensa opositora presentó como un paro de camioneros. En este caso, la confrontación se resolvió a los pocos días por medio de una negociación. Es cierto que hubo activismo de derecha en la medida, que fue sobredimensionada para dañar al gobierno lo más posible. Sin embargo, una cosa es un golpe de Estado y otra muy distinta una estrategia agresiva de desgaste.

«Tampoco es que el gobierno sea tan incómodo para las élites como para voltearlo», analiza un militante político que apoya al gobierno. Efectivamente, las ganancias empresariales siguen incrementándose; ni el sector financiero ni las multinacionales tienen de qué preocuparse, a juzgar por sus balances. «Apenas se están intentando reformas parciales… En cambio, si tumban al gobierno, eso sí sería un problema en este país», concluye.

¿Exagera Petro? ¿Busca victimizarse, sacar provecho de la situación? Más allá de los sectores orgánicos de la burguesía, es cierto que el paramilitarismo sigue activo y que la posibilidad de un atentado contra el primer presidente de izquierda de la historia de Colombia no se puede descartar. Seguramente su preocupación sea honesta. Aunque, tal vez, la exhortación siguiente suene un tanto extemporánea. De ser así, sería un problema: leer mal el cuadro de situación es el principio de toda mala planificación, y en la batalla en la que se encuentra inmerso el pueblo colombiano no se puede correr el riesgo de emitir un diagnóstico erróneo.


El paramilitarismo sigue activo en Colombia.

Anacronismos (una hipótesis)

Allende y Gaitán: el primero padeció un golpe de Estado clásico en Chile, en 1973, con los tanques en la puerta del Palacio de gobierno; el segundo fue víctima de un magnicidio en 1948 en Bogotá, para impedir la concreción de un gobierno popular.

Las referencias que elije Petro remiten a un pasado remoto bien distante de los tiempos que corren. Podría haber mencionado los intentos destituyentes contra Dilma Rousseff en Brasil, Fernando Lugo en Paraguay, Evo Morales en Bolivia o Hugo Chávez en Venezuela, todos ocurridos durante las primeras dos décadas de este siglo. Pero no: tal vez por su intención de medirse con la «historia grande» de este continente, Petro parece estar pensando en clave del siglo XX. ¿Es en esa misma clave que habla de una revolución popular?

El M-19, Movimiento 19 de Abril, fue el grupo armado en el que Petro tuvo su militancia juvenil y donde se formó política e ideológicamente. Debe su nombre a la fecha en que, en 1970, la oligarquía colombiana realizó un fraude de proporciones abrumadoras para burlar la voluntad popular. Así, la guerrilla de Petro surgió a la vida política defendiendo la democracia. El inicio de una lucha revolucionaria en nombre de los derechos democráticos del pueblo está en el ADN político del presidente de Colombia.




Pero en la década de 1970 había una cantidad considerable de sectores que veían posible el camino revolucionario: Cuba estaba cerca en tiempo y distancia, Nicaragua lograría una heroica revolución social antes de finalizar la década y en el continente proliferaban los movimientos de liberación nacional. En Colombia, el “Eme” (M-19) cosechaba adhesión popular a fuerza de acciones armadas en las ciudades y se sumaba al abanico de movimientos insurgentes encabezados por las FARC y el ELN.




En 2024, en cambio, cuesta encontrarle contexto al llamado de Petro a la revolución social. La arenga resulta algo extemporánea en un país que se hastió de escuchar la palabra revolución durante décadas en boca de las guerrillas —desprestigiadas y derrotadas en el caso de las FARC, aisladas en el caso del ELN— y, más recientemente, en boca del chavismo vecino, fuertemente demonizado por los medios de la derecha y por el caudaloso afluente de inmigrantes venezolanos que pueblan Colombia hablando pestes de la revolución bolivariana.

La política de paz que Petro defiende con convicción y acierto, en un país marcado por la violencia, es asumida por las mayorías populares como la contracara de lo que ahora plantea el presidente: tras setenta años de conflicto armado, en términos generales el pueblo no está demandando revolución —que implicaría más violencia—, sino paz (aun cuando valga la crítica a la falta de cambios estructurales que la acompañen). Tampoco parece haber un proceso de creciente movilización y radicalización de las masas que sustente una advertencia de ese calibre.

Más allá de eso, en la expresión de Petro hay un acierto: en el marco de estos regímenes electorales condicionados por el gran capital, en donde el poder económico maneja las burocracias legislativas y judiciales y no permite cambios estructurales, es genuino pensar en la defensa de la soberanía popular más allá de la camisa de fuerza de una democracia amañada, contraria a la voluntad del pueblo. Igual de acertado es proponer la movilización popular con el poder en la mira. Pocos dirigentes asumen esa audacia.




Colombia tal vez sea el mejor ejemplo en América Latina de los límites que determinan estas democracias liberales a cualquier intento de transformación social. Las clases dominantes lograron un diseño institucional estable desde hace al menos medio siglo, cuando las cúpulas de los partidos Conservador y Liberal sellaron el pacto al que denominaron Frente Nacional. Desde entonces se mantuvo la formalidad institucional, se alternaron distintos gobiernos y se mantuvo la división formal de poderes.

Eso no impidió la consolidación de un régimen oligárquico que, aún con elecciones periódicas de por medio, libró una verdadera guerra contra el pueblo, signada por masacres, fusilamientos masivos y desapariciones. Recién en 2022, como correlato de un proceso de movilizaciones y estallidos sociales, la candidatura de Gustavo Petro logró quebrar ese esquema. Sin embargo, aquel Estado moldeado por el pacto bipartidista de las clases dominantes, que tan estable resultó, continúa en pie y no permite que se cambie el rumbo ni se alteren los intereses que representa.

Si bien las derechas siguen apelando a violencias de distinto grado y distinto tipo, Colombia habilita pensar la siguiente hipótesis: estos regímenes de democracia formal, amoldados a los intereses de las grandes corporaciones económicas, pueden tolerar perder momentáneamente el control de los resortes gubernamentales con la confianza de que pronto los van recuperar.

Antes que un golpe de Estado que victimice a las fuerzas populares y dé argumentos a los sectores más radicales, les resulta más fácil, más útil y más inteligente desplegar una estrategia de desgaste permanente que arroje como resultado la imagen de un gobierno del «cambio» impotente, con un presidente desgastado por la imposibilidad de concretar las más modestas reformas (Petro tiene sus principales proyectos legislativos —la reforma fiscal, la laboral y la del sistema de salud— bloqueados hace tiempo en el parlamento).

«Hay que dejar que la izquierda haga lo suyo ahora, para que fracase de una vez y no vuelva nunca más», reflexiona una vecina del Park Way de Bogotá que tiene un cargo gerencial en una empresa multinacional.

Las dificultades de gestión del gobierno de Petro conviven con un estado de confusión en su base social de apoyo, mezcla de valoración de la voluntad presidencial con cierta desazón al ver que no se avanza. El protagonismo popular en las calles para garantizar los cambios, al que apela discursivamente cada tanto el presidente, no termina de verse plasmado, o al menos no en las dimensiones que haría falta para destrabar la situación política e ir por más.

Lo que vendrá

El panorama colombiano encaja bien con el clima de época que, en la última edición impresa de esta revista, Martín Mosquera denomina «fin de ciclo» en referencia al cierre de un largo ciclo de la izquierda global. Para el tiempo que se viene, propone Mosquera, conviene «asumir plenamente las características y tareas de un momento defensivo» para poder salir, lo antes posible, «mejor preparados para impulsar las luchas ofensivas del próximo período».

El desgaste al gobierno de Petro que fogonean las clases dominantes se monta bien sobre el momento de retroceso de las izquierdas a nivel global, del que Colombia no escapa ni del que puede escapar a fuerza de mera voluntad. Claro que, contando con los resortes del Estado con los que cuenta el pueblo colombiano a través del gobierno de Gustavo Petro, sería un error no apelar a todos los medios posibles para intentar avanzar.




La alianza entre el movimiento popular organizado y un gobierno que se muestra dispuesto a honrar el mandato del pueblo es un elemento altamente valorable. Tanto el presidente como una parte importante de las organizaciones y las fuerzas sociales están buscando sacar el mayor provecho, acumular de la mejor forma y librar todas las batallas posibles (sobre todo, las que se puedan ganar). Parte de esta táctica de acumulación se vio en el Encuentro de Medios Comunitarios y Alternativos en el que Petro hizo su arenga más encendida.

No parecen ser estos los tiempos de la revolución social, aunque bien advierte Enzo Traverso en su libro Melancolía de izquierda después de las utopías: «Siempre podemos consolarnos con el hecho de que las revoluciones nunca son ‘puntuales’, llegan cuando nadie las espera». Aun asumiendo esa incertidumbre, hay que repararse: cuando se despejen algunos desconciertos, se clarifiquen los caminos y se hayan consolidado las fuerzas y las broncas que ya se están acumulando ante el impedimento democrático, las batallas que Petro anuncia de seguro serán las que habrá que dar.


Fuente: Jacobin