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domingo, 22 de septiembre de 2024

Colombia: El (golpe de) Estado y la Revolución

 

Periodista y editor. Trabaja en la revista colombiana Lanzas y Letras. Colabora en Página/12 y Tiempo Argentino.


Con un llamamiernto a la movilización popular, Petro responde a la amenaza de un golpe contra su gobierno.



     «A un golpe de Estado se le responde con una revolución», sentenció Gustavo Petro durante el Encuentro Nacional de Medios Alternativos, Comunitarios y Digitales que se realizó en Quindío, región del Eje Cafetero, el 12 de septiembre pasado. Tras describir las trabas permanentes que la oposición de derecha pone a su gobierno y la serie de amenazas contra su persona, el presidente de Colombia recordó la forma en que los militares chilenos derrocaron a Allende en 1973, dijo que en Colombia «no se puede repetir un 19 de abril de 1970 [cuando un fraude escandaloso impidió un gobierno popular] que nos llevó a una violencia por generaciones, al igual que sucedió con el asesinato de quien iba a ser presidente de Colombia, Jorge Eliecer Gaitán».

Alertó que ahora «quieren repetir la historia» y convocó al pueblo a resistir: «Aquí se va a defender el voto popular. No hay otra forma de detener un golpe de Estado si no es con una revolución del pueblo. El pueblo movilizado de manera generalizada, que no es una marcha más o llenar de nuevo la plaza de Bolívar, no. Es un pueblo que apunte al poder».




No es la primera vez que Petro denuncia el riesgo de un golpe de Estado, aunque hasta ahora no se le había escuchado convocar a una revolución popular. «Es cierto que hay informes de inteligencia que alertan sobre la planificación de atentados contra su vida; por eso él habla de Allende, de Gaitán, y se pone en esa línea», explica un funcionario del gobierno formado en la izquierda. «Y es cierto también que la oposición está en una actitud destructiva, con una violencia mediática y una obstrucción en el Congreso de cualquier iniciativa del gobierno. Pero un golpe de Estado, o “golpe blando” como también mencionó el presidente, requiere de otros factores, como la preparación de un recambio institucional abrupto, algo que en este país no es tan habitual», reconoce la fuente.

Una interpretación más plausible da el escritor y periodista Julio César Londoño: «No es un golpe blando, presidente, es un guarapazo [un golpe fuerte que deja inconsciente]». Y agrega que ninguno de los gobiernos anteriores «soportaron nunca una andanada de ataques y una coalición enemiga tan extraordinaria como la que enfrenta Gustavo Petro: casi todos los partidos, el grueso de la gran prensa, un fiscal rabioso, el Congreso, los banqueros y los empresarios no dejan pasar un día sin criticar las medidas del gobierno con una incansable artillería de falacias chapuceras».




Petro también trazó un paralelo entre los hechos previos al golpe de Estado que sufrió Salvador Allende en Chile en 1973 y la coyuntura colombiana, después de que el gobierno se viera jaqueado por un lock out de empresarios del transporte que la prensa opositora presentó como un paro de camioneros. En este caso, la confrontación se resolvió a los pocos días por medio de una negociación. Es cierto que hubo activismo de derecha en la medida, que fue sobredimensionada para dañar al gobierno lo más posible. Sin embargo, una cosa es un golpe de Estado y otra muy distinta una estrategia agresiva de desgaste.

«Tampoco es que el gobierno sea tan incómodo para las élites como para voltearlo», analiza un militante político que apoya al gobierno. Efectivamente, las ganancias empresariales siguen incrementándose; ni el sector financiero ni las multinacionales tienen de qué preocuparse, a juzgar por sus balances. «Apenas se están intentando reformas parciales… En cambio, si tumban al gobierno, eso sí sería un problema en este país», concluye.

¿Exagera Petro? ¿Busca victimizarse, sacar provecho de la situación? Más allá de los sectores orgánicos de la burguesía, es cierto que el paramilitarismo sigue activo y que la posibilidad de un atentado contra el primer presidente de izquierda de la historia de Colombia no se puede descartar. Seguramente su preocupación sea honesta. Aunque, tal vez, la exhortación siguiente suene un tanto extemporánea. De ser así, sería un problema: leer mal el cuadro de situación es el principio de toda mala planificación, y en la batalla en la que se encuentra inmerso el pueblo colombiano no se puede correr el riesgo de emitir un diagnóstico erróneo.


El paramilitarismo sigue activo en Colombia.

Anacronismos (una hipótesis)

Allende y Gaitán: el primero padeció un golpe de Estado clásico en Chile, en 1973, con los tanques en la puerta del Palacio de gobierno; el segundo fue víctima de un magnicidio en 1948 en Bogotá, para impedir la concreción de un gobierno popular.

Las referencias que elije Petro remiten a un pasado remoto bien distante de los tiempos que corren. Podría haber mencionado los intentos destituyentes contra Dilma Rousseff en Brasil, Fernando Lugo en Paraguay, Evo Morales en Bolivia o Hugo Chávez en Venezuela, todos ocurridos durante las primeras dos décadas de este siglo. Pero no: tal vez por su intención de medirse con la «historia grande» de este continente, Petro parece estar pensando en clave del siglo XX. ¿Es en esa misma clave que habla de una revolución popular?

El M-19, Movimiento 19 de Abril, fue el grupo armado en el que Petro tuvo su militancia juvenil y donde se formó política e ideológicamente. Debe su nombre a la fecha en que, en 1970, la oligarquía colombiana realizó un fraude de proporciones abrumadoras para burlar la voluntad popular. Así, la guerrilla de Petro surgió a la vida política defendiendo la democracia. El inicio de una lucha revolucionaria en nombre de los derechos democráticos del pueblo está en el ADN político del presidente de Colombia.




Pero en la década de 1970 había una cantidad considerable de sectores que veían posible el camino revolucionario: Cuba estaba cerca en tiempo y distancia, Nicaragua lograría una heroica revolución social antes de finalizar la década y en el continente proliferaban los movimientos de liberación nacional. En Colombia, el “Eme” (M-19) cosechaba adhesión popular a fuerza de acciones armadas en las ciudades y se sumaba al abanico de movimientos insurgentes encabezados por las FARC y el ELN.




En 2024, en cambio, cuesta encontrarle contexto al llamado de Petro a la revolución social. La arenga resulta algo extemporánea en un país que se hastió de escuchar la palabra revolución durante décadas en boca de las guerrillas —desprestigiadas y derrotadas en el caso de las FARC, aisladas en el caso del ELN— y, más recientemente, en boca del chavismo vecino, fuertemente demonizado por los medios de la derecha y por el caudaloso afluente de inmigrantes venezolanos que pueblan Colombia hablando pestes de la revolución bolivariana.

La política de paz que Petro defiende con convicción y acierto, en un país marcado por la violencia, es asumida por las mayorías populares como la contracara de lo que ahora plantea el presidente: tras setenta años de conflicto armado, en términos generales el pueblo no está demandando revolución —que implicaría más violencia—, sino paz (aun cuando valga la crítica a la falta de cambios estructurales que la acompañen). Tampoco parece haber un proceso de creciente movilización y radicalización de las masas que sustente una advertencia de ese calibre.

Más allá de eso, en la expresión de Petro hay un acierto: en el marco de estos regímenes electorales condicionados por el gran capital, en donde el poder económico maneja las burocracias legislativas y judiciales y no permite cambios estructurales, es genuino pensar en la defensa de la soberanía popular más allá de la camisa de fuerza de una democracia amañada, contraria a la voluntad del pueblo. Igual de acertado es proponer la movilización popular con el poder en la mira. Pocos dirigentes asumen esa audacia.




Colombia tal vez sea el mejor ejemplo en América Latina de los límites que determinan estas democracias liberales a cualquier intento de transformación social. Las clases dominantes lograron un diseño institucional estable desde hace al menos medio siglo, cuando las cúpulas de los partidos Conservador y Liberal sellaron el pacto al que denominaron Frente Nacional. Desde entonces se mantuvo la formalidad institucional, se alternaron distintos gobiernos y se mantuvo la división formal de poderes.

Eso no impidió la consolidación de un régimen oligárquico que, aún con elecciones periódicas de por medio, libró una verdadera guerra contra el pueblo, signada por masacres, fusilamientos masivos y desapariciones. Recién en 2022, como correlato de un proceso de movilizaciones y estallidos sociales, la candidatura de Gustavo Petro logró quebrar ese esquema. Sin embargo, aquel Estado moldeado por el pacto bipartidista de las clases dominantes, que tan estable resultó, continúa en pie y no permite que se cambie el rumbo ni se alteren los intereses que representa.

Si bien las derechas siguen apelando a violencias de distinto grado y distinto tipo, Colombia habilita pensar la siguiente hipótesis: estos regímenes de democracia formal, amoldados a los intereses de las grandes corporaciones económicas, pueden tolerar perder momentáneamente el control de los resortes gubernamentales con la confianza de que pronto los van recuperar.

Antes que un golpe de Estado que victimice a las fuerzas populares y dé argumentos a los sectores más radicales, les resulta más fácil, más útil y más inteligente desplegar una estrategia de desgaste permanente que arroje como resultado la imagen de un gobierno del «cambio» impotente, con un presidente desgastado por la imposibilidad de concretar las más modestas reformas (Petro tiene sus principales proyectos legislativos —la reforma fiscal, la laboral y la del sistema de salud— bloqueados hace tiempo en el parlamento).

«Hay que dejar que la izquierda haga lo suyo ahora, para que fracase de una vez y no vuelva nunca más», reflexiona una vecina del Park Way de Bogotá que tiene un cargo gerencial en una empresa multinacional.

Las dificultades de gestión del gobierno de Petro conviven con un estado de confusión en su base social de apoyo, mezcla de valoración de la voluntad presidencial con cierta desazón al ver que no se avanza. El protagonismo popular en las calles para garantizar los cambios, al que apela discursivamente cada tanto el presidente, no termina de verse plasmado, o al menos no en las dimensiones que haría falta para destrabar la situación política e ir por más.

Lo que vendrá

El panorama colombiano encaja bien con el clima de época que, en la última edición impresa de esta revista, Martín Mosquera denomina «fin de ciclo» en referencia al cierre de un largo ciclo de la izquierda global. Para el tiempo que se viene, propone Mosquera, conviene «asumir plenamente las características y tareas de un momento defensivo» para poder salir, lo antes posible, «mejor preparados para impulsar las luchas ofensivas del próximo período».

El desgaste al gobierno de Petro que fogonean las clases dominantes se monta bien sobre el momento de retroceso de las izquierdas a nivel global, del que Colombia no escapa ni del que puede escapar a fuerza de mera voluntad. Claro que, contando con los resortes del Estado con los que cuenta el pueblo colombiano a través del gobierno de Gustavo Petro, sería un error no apelar a todos los medios posibles para intentar avanzar.




La alianza entre el movimiento popular organizado y un gobierno que se muestra dispuesto a honrar el mandato del pueblo es un elemento altamente valorable. Tanto el presidente como una parte importante de las organizaciones y las fuerzas sociales están buscando sacar el mayor provecho, acumular de la mejor forma y librar todas las batallas posibles (sobre todo, las que se puedan ganar). Parte de esta táctica de acumulación se vio en el Encuentro de Medios Comunitarios y Alternativos en el que Petro hizo su arenga más encendida.

No parecen ser estos los tiempos de la revolución social, aunque bien advierte Enzo Traverso en su libro Melancolía de izquierda después de las utopías: «Siempre podemos consolarnos con el hecho de que las revoluciones nunca son ‘puntuales’, llegan cuando nadie las espera». Aun asumiendo esa incertidumbre, hay que repararse: cuando se despejen algunos desconciertos, se clarifiquen los caminos y se hayan consolidado las fuerzas y las broncas que ya se están acumulando ante el impedimento democrático, las batallas que Petro anuncia de seguro serán las que habrá que dar.


Fuente: Jacobin


sábado, 21 de septiembre de 2024

Lo que Salvador Allende temía

 

Periodista, escritora y política comunista italiana ya fallecida.


El 11 de septiembre de 1973, el presidente socialista de Chile, Salvador Allende, fue derrocado por un golpe militar respaldado por la CIA. En esta entrevista de 1971 con Rossana Rossanda, Allende expresó sus temores a la desestabilización interna y a la interferencia estadounidense.




        Más de cinco décadas después de su elección, Salvador Allende sigue siendo un icono del socialismo democrático. Ganó por poco las elecciones presidenciales de 1970 como líder de la coalición Unidad Popular, y lanzó un ambicioso programa de nacionalizaciones para poner a los trabajadores al frente de la economía. La reacción fue feroz, desde la fuga de capitales hasta el sabotaje. Señalando a Allende como enemigo acérrimo, el Presidente de EE.UU. Richard Nixon dijo en una reunión con el Consejero de Seguridad Nacional Henry Kissinger que su objetivo era «hacer gritar a la economía».




Nixon y Kissinger se salieron con la suya el 11 de septiembre de 1973, cuando el democráticamente elegido Allende fue derrocado en un golpe militar respaldado por la CIA. Tras la muerte de Allende, miles de socialistas, comunistas y activistas sindicales fueron asesinados por el régimen del general Augusto Pinochet, que pronto se convirtió en un campo de pruebas de la terapia de choque neoliberal. 




Sin embargo, antes de convertirse en un sombrío ejemplo de la voluntad de las élites de destrozar la democracia, el experimento de Allende fue en sí mismo un faro para la izquierda internacional.

Un año después del inicio de la presidencia de Allende, en octubre de 1971, Rossana Rossanda le entrevistó para el diario comunista italiano il manifesto. Su entrevista refleja la esperanza de la izquierda internacional en el experimento chileno, pero también la conciencia de lo frágil que era frente a la oposición del ejército. Como rezaba un sombrío y premonitorio subtítulo en il manifiesto de la época: «Si los militares vencen, no habrá un cambio de guardia en el palacio. Habrá una masacre».




Salvo por algunas divagaciones en los mítines, el discurso político en Santiago no tiene nada del cliché latinoamericano: poca retórica, uso moderado de adjetivos, una notable inclinación a ver los pros y contras y a no hipotecar excesivamente el futuro.

Chile parece estar expectante y cauteloso como un gato, en ningún caso dormido: si le preguntas a alguien -y puedes preguntarle a cualquiera, porque todo el mundo está «politizado», desde el intelectual al trabajador, del taxista a la vendedora- nadie te responderá categóricamente. Pero no porque el chileno sea, como nos encanta decir, de naturaleza «institucional» y por tanto tranquilo; sino porque sabe, y no lo oculta, que la situación es inestable.

El personaje más categórico que he conocido es el chileno por excelencia, el presidente, Salvador Allende Gossens; quien, como todos sus compatriotas, es mesurado en sus palabras, pero hoy, a un año (del momento, por así decirlo, de la conversación con Regis Debray) es concluyente en sus intenciones y pronósticos, porque debe jugar definitivamente sus cartas, y rápido.




He hablado extensamente con Allende durante un desayuno en el palacio presidencial. La entrevista nos la ofrecieron a Paul Sweezy, Michel Gutelman y a mi, invitados por dos universidades de Santiago a un seminario sobre «sociedades en transición».

Nuestra presencia había irritado tanto a los comunistas, que estos habían abandonado las obras del seminario y habían hecho un ataque extraordinariamente vulgar en su periódico no oficial, una especie de Paese Sera que se adorna con el nombre, de inspiración puramente nacionalista, de Puro Chile -definiéndonos a nosotros como «gringos ignorantes», «pekinistas» renegados y demases-. La invitación del presidente, que también tiene sólidos vínculos con el Partido Comunista de Chile, pretendía ser, por tanto, una lección de estilo: de hecho, no ignoró que ninguno de nosotros escatimaba en presentar sus dudas ni falseaba sus posiciones, aun cuando éramos invitados de su gobierno.

Unos minutos después de que nos habíamos sentado junto a la mesa, Allende me preguntó con una sonrisa —«¿Hay algo en este país que la convenza, camarada?». —«Lo que está intentando es importante, señor presidente…» ( me detiene de inmediato: —«No ‘señor Presidente’, compañero. Soy un compañero, como usted»). —«…pero de aquí al socialismo el camino todavía me parece largo». No es una respuesta que lo entusiasme, pero está de acuerdo: «Sí, es un camino difícil».

Pero no es un terreno en el que le interese quedarse, le importa que entendamos cómo se mueve, qué quiere, sobre todo la dimensión de las dificultades que enfrenta y sobre las que no tiende velos optimistas.

Nada más entrando a la sala donde lo estábamos esperando, en el modesto palacio presidencial, Allende, más pequeño, y de rostro más redondo y brillante que el que aparece en las fotografías, claramente cansado pero mostrando seguridad, se acercó directamente a nosotros: —«Gracias por venir, ustedes son líderes de opinión en sus países, para nosotros es de gran importancia que sepan e informen lo que es el Chile de hoy».

Y después de algunos coqueteos («Yo soy médico, hago de político a la fuerza») la conversación fue directo al grano.

Y comienza desde las dificultades actuales. —«¿También son de orden internacional?»—, «También», me responde. «Tenemos cuatro mil kilómetros de frontera, nadie puede procurar defenderlos todos. Nos encontramos aquí en el fondo del continente, solos. Y fastidiamos a muchos».

La referencia a Brasil, nombre que permanece tácito, es evidente, como es en todas partes de América Latina: fuerte, violento y expansionista, dirigió el golpe en Bolivia, quitando a Allende un posible polo de alianza. — «No pienso en un ataque militar. Pero es fundamental para nosotros no estar aislados. Fue Lanusse, el presidente argentino, quien me abrió las puertas de los países del pacto andino. Por supuesto -y me mira, ya que no ignora lo que piensan los exiliados políticos argentinos en Chile- él también tenía su interés en esta operación. Pero por el momento la mayor ventaja la hemos tenido nosotros».

Y tiene razón: al pactar con Lanusse se fortaleció frente a Estados Unidos y le quitó un posible argumento a la derecha chilena, que no había ocultado que contaba con los militares del inmenso país vecino, que comparte espalda con Chile mediante la Cordillera. —«Ahora podemos decir que estamos a salvo en el Cono Sur, incluso si el golpe de Estado en Bolivia llega a ser un asunto grave». Grave, pero incluso termina jugando a favor de Allende: el coronel Banzer desempolvando imprudentemente el antiguo reclamo boliviano de una salida al mar a expensas de Chile, de repente recrea la unidad del ejército alrededor del presidente, lo que sigue siendo el punto más incierto del diseño allendista.

¿Pero los estadounidenses? ¿Cómo valora Allende las declaraciones de Rogers tras la negación de indemnización a las minas nacionalizadas, un gesto de despecho o una amenaza real?

«Una amenaza real» dice «Es mucho más serio de lo que nadie, aquí y en otros lugares, parece darse cuenta».

Y reitera su argumentación, ya expresada en la corta respuesta al Departamento de Estado: Estados Unidos no se resigna a que un país quiera recuperar las riquezas que le han sido robadas, (sobre todo porque este gesto chileno constituye un peligroso precedente) y por eso descarga el chantaje en toda Latinoamérica. Pero, a diferencia de lo que afirma el semanario Newsweek y, un poco más hipócritamente, el gran diario santiaguino enemigo de Allende, El Mercurio, el gobierno de la Unidad Popular no solo no busca quebrantarse, sino que actúa con extrema cautela, apuntando solo profundamente donde, como en el caso de las minas, la ley está indiscutiblemente de su parte.

Toda la operación del conteo de las indemnizaciones a Anaconda y Kennecott, que se suponía iba a llegar a la escandalosa situación de: «No solo no te debemos nada, sino que eres tú quien aún nos debe unos cuatrocientos millones de dólares», se llevó a cabo tranquilamente, con el mínimo de uso de eslóganes y un máximo de cobertura por parte de expertos internacionales.

«Estados Unidos puede dañarnos mucho. Todos los repuestos para la industria del cobre provienen de Estados Unidos. Y así los reaccionarios pueden detener la producción de un día para otro».

«¿Va a ser así?» — «Esperemos que no. Necesitamos apoyo internacional para ello».

«¿Cuáles, pregunto, son las dificultades a corto plazo más graves?»

Aquí también una respuesta sin parafrasear: — «Abastecimiento y divisas». Chile siempre ha necesitado importar alimentos y artículos de consumo: los salarios aumentaron por un valor real que se calcula en alrededor del 40%, seguido de un aumento en la demanda de bienes de consumo. Y estos deben venir del exterior: cerca de trescientos millones de dólares este año, más el próximo. Después es necesario pagar una cuota de 360 millones de dólares anuales para cubrir la deuda externa, que ha aumentado dramáticamente con la nacionalización de las minas. Y no es ningún misterio que las reservas se están quedando pequeñas, ahora no superan los 100 millones de dólares.

«¿De verdad tiene que pagar?» El presidente me mira de reojo: —«Chile mantendrá la fe. Pagaremos». Son los grandes bancos del mundo, y es malo tenerlos como enemigos. Ambas voces prácticamente le quitan los ingresos a esa única fuente de divisas que es el cobre. —«Necesitamos créditos», explica Allende, y no pretende haberlos encontrado: «En este campo todo está abierto. Una vez abierto el problema con los países socialistas, estamos negociando, no se concluye nada, se discute todo».

Está Europa, pero está lejos y, como se enterarán más adelante, Fiat, que parecía interesada en facilitar las relaciones para una gran instalación en Chile, fue cubierta de repente por mil garantías gubernamentales. Está Alemania. Está Japón con todos esos millones y millones de dólares embarcados este verano: también los tendrá que poner en alguna parte. Y de hecho, también se ha presentado Japón como posibilidad.

Pero es claro que ningún país hoy, ante la ira norteamericana -y tal vez la incertidumbre sobre el destino interno de Allende- hasta ahora ha apuntado a una fuerte concesión de créditos a Chile, cuya industrialización no será cuestión de unos días y donde la reforma agraria costará más de lo que renta por un tiempo.

Incluso la cautela soviética es evidente. Que este es el problema número uno, Allende no lo oculta; así como la certeza, si lo resuelve, de regular todo lo demás con la izquierda y también con la derecha.

La derecha ahora está en desacuerdo con los demócratas cristianos. —«Están todos en contra, todos unidos en coalición». —«¿Tomic inicialmente se comportó de manera diferente?» —«Sí, pero hoy están todos del otro lado», dice, con rabia y amargura, respecto a lo que implican los límites de la oposición de derecha.

«El ejército, sin embargo, está neutralizado por el momento». El ejército chileno, me explica como todo el mundo en este país, no es el tradicional instrumento golpista; es la expresión de una clase media fuertemente institucionalizada. Sin embargo, a diferencia de otros, el camarada presidente no parece perderse en demasiadas ilusiones; dosifica los adjetivos, y se contenta por ahora con una «neutralidad». Por ello, para él es fundamental una política de compras en el exterior, que no aliene, mediante una restricción del consumo, a la clase media y no proporcione una base masiva para el nerviosismo de una derecha mucho más ramificada que el partido de Alessandri.

Sobre todo cuando se acerca un enfrentamiento por la famosa ley que delimita las áreas de intervención estatal. Allende se apresuró a nacionalizar industrias, rápidamente, antes de que huyera el grueso del capital; pero es obvio que bajo el granizo, ningún particular -salvo las pequeñas y medianas empresas, cubiertas- invierte nada más, y los demócratas cristianos tratan de definir -gracias a la relativa minoría de la Unidad Popular en el parlamento- hasta dónde puede llegar el gobierno con la expropiación. Luego propuso enumerar las áreas de posible intervención estatal, las de intervención mixta, las dejadas a particulares. Allende me explica el mecanismo y afirma que, si no se llega a un acuerdo, bloqueará la ley, con veto presidencial, si pasa en el parlamento y que presentará su propia ley mediante plebiscito. Esto se logra minimizando el margen de consenso de masas del oponente. Y el oponente lo sabe.

La partida se juega con plazos ajustados y la preocupación de Allende es evidente; mientras me habla, en voz baja y frases cortas -la mesa es demasiado grande para no dividirla en una serie de entrevistas a dos bandas, cada una con el vecino-, Allende come muy poco y no parece inclinado a diplomatizar nada. —«¿Cómo ves que se encuentra el espíritu de la gente?», me pregunta. Respondo que el país parece estar desprovisto de tensión: la mayor pasión está en el joven militante al que interpela el gobierno, y luego en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Una participación multitudinaria, básicamente no vista. —«Podemos movilizar a las masas cuando queramos». — «¿Pero no es importante que se movilicen? Si la situación es difícil, ¿no sería bueno que las masas tuvieran sus propios medios de intervención?» Aquí Allende no me sigue, aunque un momento después una sonrisa se asoma detrás de sus lentes, recordando que «la compañera es una ultraizquierdista».




«A las masas deben movilizarlas y organizarlas sus partidos; es asunto de estos. Hay partidos, sindicatos. ¿Cómo encontró al Partido Socialista?» — «Me pareció interesante, como una esponja que absorbe diferentes fuerzas, menos cerrada que el Partido Comunista y más capaz de reflejar las fuerzas en conflicto de una base política investida por una nueva situación»; Allende lo encuentra poco organizado y con razón.

Me dice que no tiene tiempo para lidiar con eso, a pesar de que asiste a una reunión del partido todos los miércoles y viernes. Pero está claro lo que más le preocupa, precisamente porque sale de su horizonte político, es decir, el esbozo de una presencia de masas o de clase, como la que impulsa el MIR con ocupaciones campesinas, que no está dentro de las reglas del juego político-institucional.




Estas masas, este MIR que puede escapar a un ritmo acordado, están -aunque no lo diga con todas las palabras- «neutralizados» o al menos «canalizados» a sí mismos. Y no es casualidad que me asegure que sus relaciones con el MIR son, a nivel personal, excelentes: su hija, Laura, que es médica -explica- tiene un hijo que es un cuadro del MIR y siempre tiene a sus hijos y compañeros, rondando su casa. En Chile, estos vínculos importan.

Sin embargo, después del desayuno, yo, un poco avergonzada de haber monopolizado al presidente, intentando alejarme y dejarlo a los demás, el acento cambia. El discurso recayó en el juicio que el propio Allende trajo unos días antes a uno de sus sobrinos miristas: —«¡Entiende, que sea mi sobrino no cuenta!». En El Rebelde, que es el periódico del MIR, dijo unas palabras más contra el ejército.




El presidente se enciende: — «No se juega con fuego. No toleraré provocaciones irresponsables. Si alguien cree que en Chile se daría un golpe militar como en otros países latinoamericanos, con un simple cambio de guardia aquí en La Moneda, está muy equivocado. Aquí, si el ejército se sale de la ley, es guerra civil. Es Indonesia. ¿Cree que los trabajadores permitirán que los saquen de las industrias? ¿Y los campesinos de las tierras? Habrá cien mil muertos, será un baño de sangre. No toleraré jugar con esto».

Realmente lo cree así; pero, una vez más, en cuanto a la relación con las masas, ve la única garantía en el tiempo que él mismo le da a la operación, en su estilo de «violencia legal», combinada con una rara habilidad para romper el frente enemigo. Toda iniciativa de clase más directa y elemental corre el riesgo de precipitar negativamente el equilibrio.

Dudo que el sobrino de Allende vaya a la cárcel; pero los ‘golpes en los dedos’ del MIR son ahora de rigor. Y así, cuando sea necesario, una ‘llamada al orden’ a los trabajadores. Cuando estamos a punto de partir, al cabo de dos horas y media, Allende dice que está presto a salir hacia el norte, hacia la inmensa mina de cobre de Chuquicamata, cuyos trabajadores han pedido un sensacional aumento de salario, de 50 a 70%. —«No se puede hacer. Yo sé lo voy a decir. ¿Y por qué se tienen que ir a la huelga? ¿Con quién están en guerra? Ahora son los dueños de la mina». — «Ellos no son los dueños, camarada presidente. Es el Estado». El doctor Allende me reprende, como si fuera uno de sus pacientes recalcitrantes: —«El pueblo es el amo». — «Bueno, camarada presidente …Lo es. ¡lo será!».

Un momento después, habiéndonos ya despedido, me devuelve la llamada. — «Sé que mañana irá a Concepción. Me alegro de ello. Es importante que veas a Concepción. Me gustaría que habláramos más tarde, con tranquilidad». El caso es que en Concepción la invitación viene de la universidad de mayoría mirista, y es allí donde el MIR ha organizado la toma de fundos.

Allende, que ya me ha sorprendido al demostrar estar informado de lo que es il manifiesto, cree en las virtudes del debate, quiere convencer, defender «su» Chile, su línea, conquistar a todos, incluidos los «ultraizquierdistas».

Pero no habrá «después» y nunca volveré a ver al doctor Allende.




Entre mi regreso de Concepción y mi partida solo hay un día; y la noche antes de que estallara un escándalo sensacional. La derecha agraria pensó, imprudentemente, en denunciar el «estatismo» del gobierno, que estaría socavando los valores de la propiedad y la iniciativa campesina, con motivo de la inauguración de la Feria Agropecuaria Latinoamericana, en presencia de ministros y embajadores.

Allende, que se suponía que debía estar presente, pudo ver el discurso de Benjamin Matte apenas una hora antes, una especie de Bonomi local que se creía, tal vez, encubierto por ser presidente de la institución para las relaciones con Cuba.

Enfurecido, el presidente no solo no fue a inaugurar la feria, sino que ordenó a Matte que leyese, antes de su discurso, una carta suya en la que sin rodeos le dice que es un irresponsable. La Feria se abrió en un ambiente indescriptible, con gente aplaudiendo frenéticamente la carta de Allende, Matte tratando de hablar en medio de silbidos y gritos de «¡momio, maricón!». Embajadores y ministros que se retiran, países amigos que cierran apresuradamente los pabellones.

Inmediato escándalo en los periódicos, en el consejo de ministros, una tormenta violenta con la Democracia Cristiana. Era imposible ver al presidente, y se entiende.

Pero este episodio también completa el retrato del personaje: es, quizá por eso, el terreno en el que es más fuerte, imbatible. La razón por la que amigos y enemigos, de derecha e izquierda, lo respetan. Hablan de él, «el Chicho», con una mezcla de cariño y despecho. Enumeran los defectos, pero con reservas.

Uno puede estar, como el MIR, en posiciones radicalmente diferentes, pero nadie le niega la determinación de un político de gran estatura; un viejo socialista que, a diferencia de la costumbre de socialistas y presidentes, en América Latina y en otros lugares, no claudicará.

El doctor Allende había intentado ya tres veces alcanzar la presidencia para realizar su experimento, ahora no lo negociará con nadie. Queda por ver la estabilidad interna de su proyecto: si está destinado a perdurar, o precipitarse hacia la derrota, o hacia esa revolución que Allende cree que ya ha hecho.





Epílogo, 18 de septiembre de 1973: «No llamar a Santiago»

Una semana después de que el general Pinochet y su junta se hicieran con el poder en un sangriento golpe de Estado, que tuvo como consecuencia la muerte de Allende, il manifesto llevaba un informe de una llamada telefónica con un camarada en la capital chilena, Santiago.


Anoche conseguimos por fin ponernos en contacto con Santiago. Llamamos al número de una casa de camaradas, y después de muchos intentos infructuosos por fin encontramos a alguien que lo atendiera. Fue una llamada dramática. Al otro lado de la línea estaba la mujer de un camarada, con la voz entrecortada por las lágrimas. Nos vimos incapaces de formular nuestras preguntas con palabras, tanto por nuestra ansiedad como por el miedo a comprometer a la persona que respondía. He aquí nuestra breve conversación, perturbada por las interferencias y repentinamente interrumpida al cabo de unos minutos.


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il manifesto: Cuéntanos cómo estás.
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Santiago: Sólo hay una palabra: Yakarta, Yakarta.
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il manifesto: ¿Siguen los combates?
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Santiago: La junta lo está aplastando todo. Pero Santiago está incomunicado. No sabemos qué pasa en el resto del país.
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il manifiesto: ¿Hay muchos muertos?
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Santiago: Es simplemente una masacre, una masacre. Ahora es casi simplemente una masacre. Han matado a miles de comunistas, de compañeros, de trabajadores.




    -
il manifiesto: ¿Puede decirnos quiénes?
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Santiago: Cientos de nuestros amigos personales han sido asesinados.
    -
il manifesto: ¿Qué planes tiene la Junta? ¿Ha declarado su línea política?
    -
Santiago: Los cuatro de la Junta son fascistas. Son fascistas. ¿Se ha entendido esto en Europa, en Italia? ¿Lo ha condenado todo el mundo?




    -
il manifesto: Sí, hay una condena general de la Junta, está aislada. Hay huelgas y manifestaciones. Toda la prensa denuncia la masacre.
    -
Santiago: Las fronteras no se abrirán de nuevo por ahora. Es imposible. Haz algo… 


(En este punto, la conexión se cortó. La llamada se hizo tomando precauciones especiales. Invitamos a los camaradas a no llamar a Santiago).


Fuente: Jacobin