lunes, 2 de septiembre de 2024

Rusia-Ucrania-OTAN: ninguna línea roja

 

Experto en comunicación, políticas culturales y autor de artículos sobre arte y cultura.


        A veces olvidamos que las personas, los pueblos, ven los acontecimientos a la luz de su propia historia, de su propia cultura, que a veces puede ser muy diferente. Por supuesto, esto se aplica a todo, y la guerra no es una excepción. Si tenemos en cuenta que la guerra es, en efecto, un conjunto de acontecimientos decididamente explosivos, no sólo desde el punto de vista de los hechos, sino también en sentido figurado, y, por tanto, extremadamente cambiante, sujeto a una dinámica constante y, en cierta medida, dotado de vida propia, es fácil comprender cómo una perspectiva cultural diferente se refleja inevitablemente no sólo en la percepción de la guerra, sino también en su conducción.

El arte occidental de la guerra, por ejemplo, está profundamente marcado por la idea de ataque, entre otras cosas porque prácticamente todas las guerras occidentales han sido históricamente guerras de expansión.




Desde el punto de vista occidental, por tanto, la guerra es predominantemente un asunto ofensivo. Europa, a lo largo de su historia, ha conocido básicamente tres grandes invasiones, ninguna de las cuales llegó a conquistarla por completo: la mongola, la islámica y la otomana. Por el contrario, ha llevado la guerra a todos los rincones del mundo, incluso a los más remotos.




Esta visión de la guerra está tan arraigada en nuestra cultura que nos resulta difícil concebir el acto bélico de otro modo. Y, sea cual sea el curso del conflicto, se concibe en torno a la idea de una acción decisiva. Desde la falange macedónica hasta el primer first strike nuclear, éste es el fil rouge del pensamiento militar occidental.

Desde la aparición de la potencia hegemónica Estados Unidos –que ha hecho del ataque el fundamento de toda su doctrina militar–, la concepción ofensiva de la guerra se ha reforzado, informando a todo el complejo militar-industrial y reflejándose a su vez en la cultura occidental, en su sentido común.

Sin ánimo de recapitular aquí cosas que ya se han dicho muchas veces, podría decirse en cierto sentido que el enfoque cultural ofensivo ha acabado imponiéndose hasta tal punto que, en ocasiones -y de forma cada vez más evidente-, la guerra no sólo ha asumido el papel de instrumento principal (no un instrumento, sino el instrumento), sino que ha acabado solapándose con los fines: la guerra ya no como instrumento para alcanzar objetivos, sino como objetivo en sí.




Aquí se da la paradoja de un afán milenario por alcanzar la máxima capacidad de acción decisiva, que luego se reifica en la acción por la acción; el principio clausewitziano (nunca suficientemente reiterado) de la guerra como instrumento para alcanzar de otro modo un resultado político se transmuta en un estado de guerra permanente, que ya no busca ni el acto decisivo ni la consecución de un objetivo político que esté más allá de la guerra.

Esto se debe en gran medida al hecho de que –precisamente– la guerra se ha convertido también (si no predominantemente) en un medio para alcanzar objetivos económicos, tanto o más que políticos. Es, en efecto, la apoteosis de la idea capitalista, precisamente en virtud del hecho de que no existe otra cadena de producción-consumo tan extensa y rápida. La voracidad de la guerra, en términos de consumo, no tiene parangón.




Esto es aún más evidente cuando se observan las guerras occidentales de la era contemporánea, en las que no sólo prevalece claramente el cálculo utilitarista, la evaluación coste/beneficio, sino que se llega a los límites de las guerras sin ningún objetivo (al menos claro), de las que uno se retira como de una mesa de póker, cuando simplemente ya no le apetece jugar. Guerras que duran décadas (y que cuestan cientos de miles de víctimas), y que se justifican con la consecución de un objetivo, y que de repente se dan por terminadas, sin haber logrado el objetivo declarado, y sin haber sufrido la derrota sobre el terreno. Uno piensa en Vietnam o Afganistán.

Sin embargo, la paradoja sigue sin resolverse. El enfoque cultural occidental sigue orientado hacia la idea de la guerra como acción ofensiva, y ello sigue inspirando las doctrinas militares y, por consiguiente, la articulación de las fuerzas armadas. Pero, al mismo tiempo, el focus se ha desplazado del factor resolutivo al consumo. La duración de la guerra ya no es (simplemente) el tiempo necesario para alcanzar los objetivos políticos, sino el adecuado a las necesidades del ciclo producción-consumo-producción.

El conflicto ruso-ucraniano, que dura ya treinta meses, es un observatorio privilegiado en innumerables aspectos, porque aquí se comparan no sólo diferentes sistemas de armas y diferentes doctrinas militares, sino también concepciones históricas y culturales de la guerra aún más diferentes. Lo cual, por supuesto, refleja de manera significativa no sólo la percepción de la guerra, sino también su conducción. Y no se trata sólo del hecho de que para Rusia esta guerra sea existencial (la existencia y la integridad de la nación rusa están amenazadas), mientras que para el Occidente colectivo sólo forma parte de una estrategia global para defender su hegemonía. La radical diferencia de perspectiva es tal que resulta difícil comprender -independientemente de cómo uno se posicione– el punto de vista ruso.

En primer lugar, hay que reiterar que el lanzamiento de la Operación Militar Especial en febrero de 2022, si bien en términos tácticos fue ofensiva, para los rusos, en términos estratégicos, fue un movimiento defensivo. Moscú percibió claramente el ascenso agresivo de la OTAN, que, si las partes se hubieran invertido, probablemente habría atacado ya en 2014.




Otro factor que tendemos a olvidar es el autoconocimiento.

Rusia sabe que es una nación muy rica en recursos y, por tanto, muy atractiva para un Occidente que, por el contrario, tiene relativamente pocos y siempre ha recurrido al saqueo de los ajenos. Pero también es consciente de sus propias debilidades, que incluso los fanáticos occidentales más acérrimos tienden a olvidar. Es un país inmenso (el más grande del mundo), con una superficie de aproximadamente 18 millones de kilómetros cuadrados (toda Europa tiene aproximadamente 10 millones), pero con una población de 146 millones (Europa nada menos que 745 millones).

Esto por sí solo ayuda a comprender dos cosas muy simples, pero no siempre tan evidentes como deberían ser: hay un enorme territorio que controlar (¡20.000 kilómetros de fronteras terrestres!), al tiempo que el potencial humano al que recurrir es muy limitado, lo que hace que sea doblemente complicado protegerlo, y es necesario preservar al máximo el recurso humano, incluso más valioso que para otras naciones precisamente porque es -relativamente- escaso.

(Desde esta perspectiva, el conflicto ucraniano es realmente rentable para Moscú. Aunque las pérdidas son bastante importantes (probablemente unos 100.000 hombres, incluso si se comparan con al menos 600.000 ucranianos), hay que tener en cuenta que, entre la población de las zonas anexadas y los refugiados de toda Ucrania, ha adquirido alrededor de diez millones de nuevos habitantes. Y, obviamente, más allá de esto está la adquisición de territorios particularmente ricos -a la vista de sus yacimientos mineros y no sólo-, la expansión del control sobre el Mar Negro y el aumento de su profundidad estratégica, cada vez más alejada de las principales ciudades).

Además, aunque Rusia es en realidad considerablemente más poderosa que Ucrania, en realidad ésta es sólo una especie de enorme compañía militar privada de la OTAN y, por lo tanto, la comparación no debería hacerse entre Moscú y Kiev, sino entre la Federación Rusa y los 36 países de la Alianza Atlántica (más otra docena de aliados de Estados Unidos).




Por tanto, estamos en presencia de un conflicto absolutamente simétrico. Y esto por sí solo es suficiente para explicar tanto la duración del conflicto como el hecho de que no se trata de una sucesión unilateral de éxitos para una de las partes; al contrario, es completamente normal que ambos bandos asesten golpes. De hecho, considerando la simetría del conflicto, es notable que los éxitos rusos sean mucho mayores que los ucranianos, tanto en cantidad como en calidad.

En este sentido, la reciente incursión de la OTAN y Ucrania en la región de Kursk no es, de hecho, nada extraordinario, aunque naturalmente, y por razones similares pero opuestas, ambas partes tienen interés en enfatizarla mucho.

Digamos que era fácilmente predecible. Poco después del inicio de la operación militar especial, tras la retirada de las tropas rusas de las regiones de Kiev y Sumy, yo mismo escribí que «en el noreste del país hay una larga línea fronteriza de unos cientos de kilómetros, que tras la retirada de las tropas rusas vuelve a estar en manos ucranianas. Y que, en consecuencia, ofrece la posibilidad de ataques en territorio ruso». Es obvio que el Estado Mayor ruso también sopesó esta eventualidad, y que evidentemente consideró más económico mantener una defensa flexible en ese tramo de frontera, creyendo sin embargo que podría intervenir más adelante, en lugar de fortificarla y/o destinando tropas más preparadas y entrenadas en mayor cantidad.

Además, como bien sabe Moscú, invitar al enemigo a atacar significa ponerlo en una posición en la que afrontará pérdidas más importantes, que es uno de los principales objetivos rusos.

Aunque, evidentemente, Kiev habla de 1.000 kilómetros cuadrados de territorio ruso conquistados, la realidad es muy distinta. Un intento, porque la penetración se debió principalmente a unidades del DRG (grupos móviles de reconocimiento y sabotaje) compuestas cada una por unas pocas docenas de hombres, que avanzaron en profundidad durante unos veinte kilómetros, a lo largo de un frente de unos cincuenta; y luego porque dentro de esta zona no hay una presencia sólida y generalizada de fuerzas ucranianas. Lo que en realidad se ha determinado, en todo caso, es la creación de una gran bolsa en territorio ruso, de unos veinte kilómetros de profundidad, que, tras la estabilización del frente, corre el riesgo de convertirse en una trampa para las fuerzas ucranianas. En cualquier caso, hay que reiterar que lo extraordinario no es la acción ucraniana, sino el hecho de que no haya ocurrido antes. Y, no en segundo lugar, que Rusia todavía tiene una profundidad estratégica infinitamente mayor, teóricamente incluso de 10.000 kilómetros.

Históricamente, en los tiempos modernos y contemporáneos, los ejércitos occidentales han llegado dos veces a Moscú, sólo para salir derrotados.

La misma pregunta respecto de las llamadas líneas rojas. Basta reflexionar un momento sobre ello, evitando el condicionamiento de los medios, para darse cuenta de que esto es un completo disparate: en la guerra, las líneas rojas simplemente no existen. Más aún en una guerra de este nivel. Se trata en gran medida de un minueto de propaganda entre las partes, ni más ni menos que la sucesión de suministros de nuevos sistemas de armas a Kiev.

En ambos casos –una nueva línea roja superada, un nuevo sistema de armas suministrado– ni el marco estratégico ni el táctico cambian, es pura y simple niebla de guerra, funcional al disimulo de los diferentes puntos de vista sobre el conflicto: para la OTAN, se trata de alcanzar algunos objetivos (clara separación de Europa de Rusia, subordinación económica de esta última a los intereses estadounidenses, inicio de un ciclo de producción bélica a gran escala, desgaste y desestabilización de la Federación Rusa…), mientras que para Rusia es defender su espacio vital. Ninguno de los dos quiere llegar ahora a un enfrentamiento directo.

Si la OTAN lo hubiera querido, habría tenido infinitas ventanas de oportunidad para atacar, incluso suponiendo que sintiera una necesidad apremiante de motivarlo ante los ojos de su opinión pública. Otro tanto si Rusia hubiera querido.

La cuestión es que ambos son conscientes de que, en términos estratégicos a largo plazo, el conflicto es inevitable, pero nadie está dispuesto a sostenerlo en este momento, en estas condiciones.

Lo que nadie sabe bien es si esta guerra durará lo suficiente como para convertirse en una verdadera guerra entre Rusia y Estados Unidos y la OTAN, o si terminará antes de que llegue el momento adecuado para el conflicto real.

Por el momento, parece que Estados Unidos se prepara, una vez más, para levantarse de la mesa. Después de Saigón y Kabul, se acerca el momento del bye bye, Kiev.

Fuente: El Viejo Topo

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