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viernes, 18 de julio de 2025

Más allá de lo de Torre Pacheco

 

 Por Pedro Costa Morata  
       Ingeniero, periodista y politólogo. Ha sido profesor de la Universidad Politécnica de Madrid. Premio Nacional de Medio Ambiente.


Los graves sucesos de Torre Pacheco en este julio ardiente que tantos cerebros ha alterado, tenían que suceder en la Región de Murcia, donde un agropoder basado en la explotación inclemente del campo, con sus trabajadores en primer lugar y también de su patrimonio natural básico (suelo, aguas, atmósfera) viene acumulando hechos e infamias sobre cuyas consecuencias son pocas las voces que se alzan y las instituciones que responden como hay que hacerlo y en el grado adecuado. Como suelo, recordaré que es el ecologismo político, pese a sus escasos efectivos y leve repercusión, la fuerza social que viene alertando sobre el empeño fatalista en el que se implica esta tierra, que ha de soportar una destrucción sistemática e inmisericorde de sus recursos naturales esenciales a manos de una agricultura y una ganadería intensivas y destructivas, que anuncian y determinan, por sus patologías de diverso tipo, futuros hacia ninguna (buena) parte.

Un camino que está jalonado de asaltos y atentados a manos de los verdaderos e intransigentes beneficiarios de esta deriva codiciosa, que han de agruparse en ese agropoder que impera de forma descarada y agresiva, poniendo de relieve que los poderes institucionales existentes son poco más que aparentes, siendo el entramado productivo y empresarial el que marca la pauta de un enrarecimiento global: sociopolítico y laboral, ecológico y moral. Para opinar sobre lo de Torre Pacheco me remitiré a lo que en otras ocasiones he escrito y pensado, ya que nuestra Región es fácil objeto de análisis político, económico y psicológico: sus vicios, que aumentan en espiral, se revelan cada día haciendo que nos avergoncemos -casi siempre con indignación y no pocas veces con alarma- de pertenecer a esta taifa aislada en la historia que ha devenido en agrocantón manejado por abusadores que no se cortan un pelo por invadir los terrenos de la delincuencia (la social y ecológica en primer lugar).

Así que, tratemos de ordenar el entorno conflictivo de lo de Torre Pacheco que, mostrando un episodio de racismo provocado por el expansivo y desinhibido mundo ultra, se ensaña con la población trabajadora magrebí que -solo estos fanáticos violentos parecen ignorarlo- sostienen y protagonizan una actividad agraria, de cuya toxicidad global, desde luego, no son responsables, sino víctimas laborales y ambientales en primera línea. Es absurdo pensar que una minoría extranjera en ambiente hostil (que es el español, racista profundo, como suele revelarse de cuando en cuando) va a adoptar actitudes provocativas frente a la mayoría, o dejarse envolver por una delincuencia relacionada con las diferencias étnicas o religiosas; por eso el incidente violento que se ha señalado como origen de los sucesos racistas tuvo que deberse a una delincuencia común (mora o cristiana) o, más bien, a una provocación organizada y prevista (evidentemente cristiana, aunque pueda utilizar a musulmanes).



Violentos en Torre Pacheco, “a la caza del moro” (BBC News).


De siempre los racistas, y concretamente los blancos (nosotros) tienen a cualquier inmigración como un peligro, principalmente por anunciarles una mezcla racial intolerable que vulnera la pretendida pureza étnica de los que así se consideran, sin pruebas. Y ni siquiera la consideración de la emigración española de toda la Historia les hace entender que solo se emigra a la fuerza y que nadie abandona su pueblo, su casa y su familia sino por estricta y apremiante necesidad, mereciendo por ello el mayor respeto y el trato generoso.

La presencia masiva de emigrantes en nuestros campos es consecuencia directa de la brutal e inmisericorde transformación en regadío de una región que por siglos se caracterizó por un secano discreto junto a espacios de huerta limitados por el recurso agua, siempre escaso y por ello bien aprovechado y origen de una cultura excepcional, en gran parte generada en el periodo murciano de dominio islámico. Este hecho debiera hacer reflexionar a esos violentos que persiguen emigrantes tanto por el color de su piel (el mismo, por cierto, que sobrevive en millones de murcianos y andaluces, marca de nuestro glorioso Al-Ándalus) como por su religión, tan respetable como la nuestra. Aunque sea verdad que esta observación, pese a constituir obviedad histórica y étnica, carece de valor y referencia para los alborotadores que provocan los tumultos que hemos vivido, tal es su debilidad y deformación mentales.

El trabajo en el regadío masivo e intensivo actual en nuestra Región implica condiciones de trabajo horrorosas que en ocasiones -ahí están las intervenciones de la Guardia Civil- rozan la esclavitud y que, sea por estas condiciones infames, sea por los bajísimos salarios, los ciudadanos españoles rechazan asumir: esto es lo que hace necesario el trabajo extranjero, y por eso le somos deudores. Así que tomemos nota: es la transformación del campo desde el secano austero y redentor (sobre todo por lo que tiene de garantía de futuro) hacia el regadío prometedor de ganancias ilegítimas (tan grande es su coste) y espejismos de desarrollo, lo que origina, como causa eminentemente económica, o socioeconómica, el creciente ambiente de violencias y amenazas en nuestra Lechugalandia. Y el generador de esas causas económicas es, inocultablemente, el Trasvase, técnica y provocadoramente llamado Acueducto Tajo-Segura, creación técnica e hidrológica que siempre ha disfrutado de la categoría de intocable, sea en sus caudales sea en su concepto. Una obra con ese halo de benefactora y modernizadora que conserva desde los más fastuosos tiempos del franquismo, aquel que, no sin sorpresa, decidió beneficiar al Sureste patrio (a costa del Centro ibérico). Y cuando escasas voces se han atrevido a criticarlo, sea por sus caudales sea por su concepto, feroces anatemas han caído sobre esos (poquísimos) atrevidos, siendo objeto de las más severas condenas desde todos los estratos regionales.

Nadie puede dudar que la economía agraria siempre ha basado sus avances -productividad, capacidad exportadora, etc.- en el regadío, aquí y en casi todo el mundo, pero la más sensata observación histórico-política establece y diferencia claramente el aprovechamiento local de los ríos en sus márgenes y áreas de influencia de las reconversiones a la fuerza de secanos alejados y sin tradición ni necesidad. Somos también los ecologistas los que, armados de una economía ecológica fortalecida en no menos de medio siglo de análisis y consolidaciones (más las comprobaciones de desastres ambientales relacionados con la economía estándar, la competitividad salvaje, la osadía ambiental, etc.), los que nos atrevemos a corregir las economías agrarias de tipo brutal, por entrópicas, insanas, generadoras de conflicto, fascistoides sin remedio y portadoras de espejismos que antes o después se deshacen y desencantan, mostrando su atroz cara oculta. Nadie debe ignorar que el capitalismo genera irremediablemente excesos que acaban transformándose en crisis de las que suele obtener ventaja, y este es el panorama del insaciable agro murciano. (Ahí tenemos el silencio habitual de nuestro empresariado, de predominio crematístico agrario, que no suele expresarse sobre la emigración, aunque su opinión sea siempre favorable con especial satisfacción si es ilegal, dado que todo esto influye directamente en la depresión de los salarios y la permisividad en el maltrato a esos trabajadores).


Lechugar en el litoral murciano (La Verdad).


Por supuesto que el racismo, como elemento primero y más visible del fascismo, es históricamente recurrente y trasciende del ambiente económico subyacente, sea este agrario, sea industrial. Por lo que la agricultura intensiva, y el Trasvase que en esta tierra la ha hecho posible, han de ser tomados como causas explicativas propias y específicas, digamos indirectas, pero no tan remotas, de la violencia en nuestros pueblos contra sus trabajadores del campo. No obstante, cabe adelantar que, siendo esta nuestra Región una república bananera de incompetentes y malvados, a un fascismo sucederá otro, igual o más venenoso y letal, igual o más injustificable en política o ética: nunca faltarán pretextos. La explicación del caso murciano no es posible, a más de tener en cuenta el elemento originario agro-económico, sin contemplar a Vox, de poder político creciente, como el catalizador de un ambiente malsano y “efecto llamada” para indeseables de todo el país, dados el integrismo y la xenofobia militantes de esta formación, que agravan los éxitos que cosechan como (legales) chantajistas de un PP que los necesita y no les pone resistencia.

Teniendo en cuenta estas causas y orígenes de la violencia en la Región de Murcia, quedan muy alicortas las esperanzas de que las soluciones frente a ellas vengan de la policía, los jueces o el poder político-administrativo: no, desgraciadamente, ya que estas instancias, a más de carecer de voluntad y hasta de capacidad analítica, son de hecho producto de todo ese entramado, que viene de atrás y que no ha hecho más que degradarse; y solo pueden actuar -la sociología y la política así lo indican- dentro de ese agropoder intocable y sometidas a él, pese a peligroso, en este agrocantón ilusorio, pese a catastrófico. En mi experiencia guardo algunas perlas que las autoridades policiales han proferido en mi presencia, al presentarles ciertos casos de delincuencia agraria: “Es que tienen mucho poder”, o “es que nadie quiere colaborar”. Y sobre las judiciales, basta ver cómo caminan las denuncias, sean ecologistas, vecinales o políticas, sobre los continuos abusos en el manejo del agua pública: lentas, descalabradas y generalmente dirigidas hacia el falaz, cobarde y provocativo archivado (que aquí no pasa nada).

La galería de personajes relacionados con los disturbios ha dejado, aparte de delincuentes y detenidos anónimos de momento, algunas figuras institucionales que no se han ganado el respeto debido, de los que aludiré a tres de ellos. El primero, por orden de dignidad, es el presidente Fernando López Miras, caído el tercer día sobre la escena del crimen para, tras sesuda meditación, comparecer ante las televisiones exhibiendo mendacidad sulfurosa tras sus recientes capitulaciones inmorales, de corte fascista, con los bandidos de Vox; y así, todo lo que tuvo que declarar sobre los incidentes es que el Ministerio de Interior debía poner orden en la ciudad (que él no tiene nada que hacer).


Antelo, justificando los disturbios de Torre Pacheco (El Correo Gallego).


El segundo es el esperpento de José Ángel Antelo, de aspecto mucho más magrebí que galaico, que fuera casi dos años vicepresidente en el Gobierno de don Fernando y que lleva desde su aparición en la escena pública encadenando mamarrachadas, una con otra, especialmente dirigidas hacia nuestra población trabajadora marroquí, dando que pensar si no sería un balonazo mal dado lo que alteró sus neuronas cuando, no hace tanto, jugaba a encestar. La realidad, sin embargo, parece más bien ser otra, y es que estamos ante un racista supremacista que atesora los rasgos más conocidos de esta patología: inculto, irresponsable, manipulador y embustero.

Y al tercero se le podía ver junto a Antelo, calladito y minimizado, con un niki verdoso de aquellos tiempos: era Alberto Garre, que aparecía mirando a la nada de su historial político, que empezó de ilustre desconocido, tuvo luego la chamba de ser designado como sucesor por el invicto presidente Valcárcel y, poniendo en valor su patetismo, fichó por Vox que era lo que el cuerpo le pedía, como destacado vástago del franquismo panocho.

Un muestrario, resumido pero ilustrativo, de lo que da en líderes esta mata espinosa y borde: catetos grisáceos extraídos de la vulgaridad política y llamados, por su radical ausencia de virtudes cívicas, a representar al fascismo murciano.



domingo, 2 de febrero de 2025

De la Ley, la Justicia y el Ecologismo (oda y notas a Teresa Vicente, heroína de la ILP del Mar Menor)

 

 Por  Pedro Costa Morata 
       Ingeniero, periodista y politólogo. Ha sido profesor de la Universidad Politécnica de Madrid. Premio Nacional de Medio Ambiente.


Por nada del mundo hubiera querido que llegara ese momento, pero me he encontrado a Teresa Vicente, profesora de la Facultad de Derecho y líder de la epopeya que ha sido abrirle camino a la Iniciativa legislativa Popular (ILP) del Mar Menor, seria y adusta conmigo al tropezarnos en esa Murcia pecadora con la política y entusiasta con la fe. Hablamos enseguida de su salud, ya que la vi tocada y apagada, más en lo psíquico que en lo físico, resultado de un esfuerzo continuado y contumaz que la ha llevado a algo parecido a la extenuación y que en cualquier caso le ha impuesto un receso con parón y (supongo) rearme para lo que queda por culminar. (Si hubieras empezado, Teresa, a los 26 años -me dije, sin decírselo- habrías aprendido a administrar con la necesaria mesura tus fervores, porque, oye, “muerto el perro se acabó la rabia”, y esto es un principio universal, zoológico y moral; así como a entender que en cuestiones medioambientales todo va o despacio o mal o peor, y que de los éxitos hay que desconfiar, y de algunos, incluso huir).


Teresa Vicente

Sin embargo, la falta de calidez de nuestro encuentro digo yo que se debería a que no ha podido disponer de mí como incondicional en sus tareas (Tu quoque, Petrus?, me parecía leer en sus ojos, habitualmente chispeantes y capaces de enrolar al más apático). Pero de que no me alinee vital o intelectualmente con sus tareas u objetivos no debe colegirse ninguna sintonía con esa patulea de carcas y casposos que -en su mayor parte desde el solárium judicial- obran por el descrédito de la ILP. No: yo pertenezco a otro periodo histórico y a otra educación ambiental, siempre con visión y perspectiva ecologistas, y esto me lleva con frecuencia a “ilustrar” con retazos de tiempo y praxis iniciativas como esta y ciertas conductas que no encajan en el marco de mis vivencias y conclusiones.


Manifestación en apoyo a la Inciativa Legislativa Popular en favor del Mar Menor

El primer aspecto de este desacuerdo -que no deberá ser ni agrio ni absoluto- atañe a la insuficiencia general y estratégica del marco normativo, es decir, la Ley, para contribuir al alivio de la naturaleza, siendo incapaz de evitar su degradación. Y paso a explicarme.

Teresa ha llegado a esto del medio ambiente algo tarde, aunque con notable arrojo. El drama del Mar Menor la ha afectado duramente, por lo que ha echado mano de lo que maneja y domina, que es además en lo que cree, y es el derecho, o sea, la fe en que una ley especial, o al menos, sin precedente, llenaría huecos, aliviaría desesperanzas y colmaría sus preocupaciones; todo lo cual la haría recobrar alguna calma tras sentirse tan íntimamente concernida. Esto lo ha hecho sin pasar antes por la -recomendable, incluso necesaria- lucha directa y la ruptura cruda con ese estado de cosas, y no ha echado mano de lo que sin duda le ofrecía la experiencia ecologista en España, sino que lo ha hecho como “descubriendo” una tragedia de decenios y respondiendo con sus armas y conocimientos disponibles, que son inevitablemente parciales y carecen de la visión general del problema (el marmenorense y el del planeta entero). En realidad, su aventura no es ecologista, pero a los efectos ni falta que hace, ya que es lo que es y vale y basta: una iniciativa jurídico-doctrinal de carácter ecológico, basándose en necesidades palpables, pero ignorando el fondo y la naturaleza de la lucha ecopolítica, en la que el elemento jurídico es uno de sus elementos, nunca el esencial. Acude a su especialidad y su voluntad y eso ya la honra suficientemente. Su tarea yo la hago sintonizar con ese movimiento actual, urgido de angustia colectiva por algo tan inquietante como es el cambio climático, pero que no deja de carecer de enfoque global y parece minimizar tantos otros problemas que también subrayan una evolución planetaria insensata.


Peces muertos en el Mar Menor

La lucha ecopolítica, la que enraizó en Europa y España en la década de 1970, contempló la envoltura jurídica muy en segunda instancia, optando por tener en cuenta, prioritariamente, la situación de desigualdad, cinismo y alienación que el capitalismo imperante establece y asegura, realidad en la que la naturaleza es objetivo obsesivo y víctima señalada. Es verdad que ya antes de que acabara la Dictadura, y con más insistencia en la Transición, se demandó a los poderes públicos la aprobación de una Ley General de Medio Ambiente, pero esto, que podía haber sido una conquista de papel, sin más, ni siquiera logró camelar a esos poderes, siempre reacios por desconfiados y sin convicción, sin conceder lo más mínimo al movimiento ecologista reivindicativo. Con la democracia esta petición creció, hasta diluirse en los años del desarme socialista, una vez que se comprobó que todas las Administraciones enfocaban este (magno) problema con ganas de darle salida provisional y sin conceder trascendencia alguna a las políticas ambientales, que, cuando merecen ese nombre, no dejan de ser subsidiarias del aparato productivo, que siempre es imperioso, arrogante y sistemáticamente demoledor.

También recuerdo cómo ante problemas de entidad, los abogados a los que recurríamos reconocían que de no haber movilización callejera sus recursos y demandas difícilmente prosperarían; y los ecologistas solíamos argüir que, sin acción judicial, nuestras intervenciones nunca tendrían éxito... Todo eso quedó olvidado por su escaso interés: el ecologismo es acción y conflicto, es decir, eminentemente sociopolítico, aunque también necesita del instrumento jurídico cuando sea evidente que este puede contribuir a esa lucha; pero su manejo es siempre incierto y demasiadas veces frustrante.

Digamos que, en una estrategia ecopolítica, en el caso del Mar Menor el objetivo más importante es -y sostengo que debe ser- actuar sobre las causas de su degradación, siendo de menor entidad práctica el incrementar la normativa, que ha de actuar siempre, por su propia naturaleza, sobre los efectos. Esto es un principio esencial ambiental y político, de lógica aplastante y que la experiencia respalda. Los ecologistas sabemos muy bien que actuar sobre los orígenes y focos del problema es siempre tan necesario como ingrato, y suele pagarse caro ya que ataca los fundamentos inamovibles y perversos del proceso económico, y en ese sentido leyes, reglamentos y decretos mueven a un gran escepticismo dado su sistemático incumplimiento (aquí y en Pekín) y la impunidad habitual que consiguen sus conculcadores.

Nadie debe esperar que la entrada en vigor de la ILP vaya a transformar y mejorar, per se y automáticamente, la situación del Mar Menor, ya que la suerte de la albufera está claramente en manos de empresas y administraciones conchabadas para martirizarlo, y que comulgan del mismo espíritu depredador habiendo conseguido, y depurado, una eficaz capacidad de manipulación de la realidad y de burla de la ley con asombroso e hiriente éxito. Esto debe valer como punto de partida para cualquier consideración del marco jurídico existente, y también para la ILP. Ni se debe creer que el principal problema del Mar Menor sea jurídico ni que la solución a sus problemas más acuciantes dependa de la legislación actual o futura; sino de una política económica bien distinta a la actual, que más bien es ausencia de política y que, como consecuencia, entrega el Campo de Cartagena sin control alguno al abuso y la codicia de un empresariado montaraz y sin el menor escrúpulo ambiental. Que si el Derecho como reivindicación llama a equívoco, las políticas ambientales, por cortas y forzadas en general, más resultan una burla que un esfuerzo de redención.

Por otra parte, la novedad jurídica, elegancia literal y oportunidad socioecológica de la ILP del Mar Menor en una región donde prospera una clase política deleznable, una burocracia administrativa desesperante, una casta judicial que difícilmente puede inspirar confianza y una comunidad científica distinguida por su autismo corporativo, ajenidad social y escasa trascendencia científica, puede parecer un lujo lindando con la extravagancia. No quiero que se ignore, ni mucho menos, que ya el 31 de mayo de 1980, en una Jornada celebrada en el Instituto Oceanográfico de Lo Pagán y a iniciativa del consejero socialista Juan Monreal y mía, la aportación ecologista consistió en el examen global de los problemas del Mar Menor, con explícita advertencia sobre los males que sobrevendrían con la entrada paulatina del funcionamiento del Trasvase, al conllevar inevitablemente una agricultura intensiva: ese texto lo redacté yo mismo por encargo y en representación de los tres grupos entonces existentes en la Región de Murcia: Anse, Grupo Ecologista Mediterráneo y Grupo Ecologista de la Región de Murcia (y se publicó en la revista Murcia, de la antigua Diputación Provincial, un año después).

El segundo aspecto a examinar en relación con la ILP, tras dar por sentado la insuficiencia e incluso marginalidad del Derecho positivo en el asunto del Mar Menor, ha de incidir en la necesidad de criticar el triple concepto que se nos suministra de la Justicia, como valor, como institución y como ejercicio, que son referencias poco menos que sagradas pero que en realidad -me estoy refiriendo a la Justicia- implican más una sumisión que un valor, más un laberinto que un órgano salvífico, más una rémora que la posibilidad de mejorar al mundo. Teresa Vicente no deberá creer en la Justicia, no ya porque suelen ser los profesionales del Derecho los que menos creen en ella y con razón, sino porque con solo acercarse a la idea, si bien parcial y específica, de justicia ecológica, se habrá percatado de la incapacidad que evoca y de los horrores que encubre. No obstante, el instrumento legislativo basa su existencia en esa fantasía de que la Justicia es, sin más, respetable e intocable.

En mi breve encuentro con Teresa aproveché para recomendarle una lectura de la que recientemente había disfrutado yo, Desconfiad de Kafka (2024), en la que el agudo ensayista francés Geoffroy de Lagasnerie trata de poner en su sitio la nada velada crítica que el autor checo hizo del abuso de los poderes políticos y judiciales hacia los ciudadanos, dejándolos inermes sin más razón, causa o -se diría- intención que la de mostrarse injusto y caótico. Todo esto lo prevé la teoría política, mal que le pese, cuando los Estados se corrompen y deshilvanan (y son llamados, como ahora se hace, fallidos).

De Lagasnerie parte de las más conocidas y desoladoras obras de Kafka -El proceso, El castillo...- y sus contenidos acusatorios hacia el poder en general, para proponernos que contemplemos a éste en su verdadera crudeza, que va más allá de los aspectos repulsivos con que la literatura kafkiana nos advierte y demuestra. Hasta advertirnos que “la sensibilidad kafkiana implica una especie de escapismo a través de la extrañeza que impide ver la maldad de lo cotidiano: que el poder se guía antes por la rigidez que por el anarquismo normativo”. Más claro: “que el sujeto de derecho no es el sujeto kafkiano, perdido en un mundo jurídico que no tiene normas y está dotado de poderes aterradores. Es un sujeto sobreexpuesto a una cantidad infinita de pequeños poderes cotidianos... El sujeto experimenta el poder a través de una hiper regulación de su existencia y de la sumisión sin descanso de su cuerpo y de su espíritu a los mecanismos disciplinarios”.

Es decir, que cuando señalamos -como hace Kafka- que el poder es injusto y que los humanos nos asfixiamos ante un derecho que no deja de contradecirse, esto parece implicar que la situación inversa sea algo bueno, es decir, “que un orden legal y estable no sería problemático... despertando en nosotros un deseo de vivir en un régimen en el que la ley esté escrita, bien fijada y sea pública”. Que no es la ausencia de ley lo que debe alarmarnos sino el que esto mismo “puede despertar en el sujeto un deseo de ley que lo ciega ante su naturaleza potencialmente coercitiva y nociva”. O sea, nada de un culto a la Ley.

A nuestros efectos, la reflexión debe llevarnos a una profunda desconfianza de la Justicia, ya que sus expresiones normativas dependen de un poder real que es oprobioso porque -después de crearlas en parlamentos controlados- las menosprecia y manipula; y también, y sobre todo, porque esta anomalía nos incita a proponer y exigir más reglamentaciones, incurriendo en muy desenfocadas deducciones. Y cuando tratamos de aplicar todo esto a la naturaleza y su conservación, no debe escapársenos que tanto el capitalismo en cuanto sistema socioeconómico, como el liberalismo como teoría o doctrina político-económica, son incompatibles con la conservación de la naturaleza, tanto por principio (ideológico) como por praxis (destructiva). Y en todas las formas que adquieren, incluyendo la socialdemócrata, la “preocupación ambiental” se queda corta y falseada, ya que las exigencias medioambientales son, para capitalismo y liberalismo, algo a combatir y desechar. Que la justicia liberal es la cuadratura del círculo, o sea, un oxímoron, total, un imposible.

Concluyendo, debiera quedar claro que mi postura y comentarios sobre la oportunidad y especificidad de la ILP corresponden a cuestiones de principio que quieren ser jurídicas y ecologistas, pero por sobre ambas, ecopolíticas. Porque la Justicia como valor incierto genera un Derecho que siempre será convención, para acabar en una Ley cuyos textos concretos son el resultado de las coyunturas político-electorales. Pero todo ello se establece y evoluciona en las garras de un capitalismo implacable en el fondo y la forma, que se ríe de todo ello y que produce o tolera leyes que ni respeta ni le inquietan; y que está acostumbrado a salir triunfante de cualquier desafío, incluyendo el ambiental. Solo la lucha ecopolítica puede hacerle frente porque descree de las superestructuras existentes y conoce al poder económico en sus entrañas y métodos, aceptando que los éxitos en defensa de la naturaleza son siempre relativos por parciales o temporales (además de escasos). Una vez más -oído, Teresa- el pensamiento y la acción deben asumir esa actitud tan realista, práctica y estimulante que es el ecopesimismo, así como su carácter neta y profundamente político.


Acto en defensa del Mar Menor y personas bañándose en sus aguas contaminadas

Así que mi apoyo a la ILP debe considerarse leal, siendo mis notas una llamada a la actitud radical y fundamentada (nada teórica), a lo que doy la máxima importancia, pero que en nada suponen una enmienda a la totalidad. Además, Teresa Vicente es un faro académico cuyos destellos justifican una universidad -la murciana y la española- tantas veces lejana e indiferente, cuando no mercenaria. Que a mí me gusta, y mucho, reflejar mi mirada en ojos como los suyos, cuyo chisporroteo, astral y juvenil, envían inteligencia, creación y decisión (además de ternura), y eso es lo que siempre espero recibir de quienes quiero y admiro.