domingo, 2 de febrero de 2025

De la Ley, la Justicia y el Ecologismo (oda y notas a Teresa Vicente, heroína de la ILP del Mar Menor)

 

 Por  Pedro Costa Morata 
       Ingeniero, periodista y politólogo. Ha sido profesor de la Universidad Politécnica de Madrid. Premio Nacional de Medio Ambiente.


Por nada del mundo hubiera querido que llegara ese momento, pero me he encontrado a Teresa Vicente, profesora de la Facultad de Derecho y líder de la epopeya que ha sido abrirle camino a la Iniciativa legislativa Popular (ILP) del Mar Menor, seria y adusta conmigo al tropezarnos en esa Murcia pecadora con la política y entusiasta con la fe. Hablamos enseguida de su salud, ya que la vi tocada y apagada, más en lo psíquico que en lo físico, resultado de un esfuerzo continuado y contumaz que la ha llevado a algo parecido a la extenuación y que en cualquier caso le ha impuesto un receso con parón y (supongo) rearme para lo que queda por culminar. (Si hubieras empezado, Teresa, a los 26 años -me dije, sin decírselo- habrías aprendido a administrar con la necesaria mesura tus fervores, porque, oye, “muerto el perro se acabó la rabia”, y esto es un principio universal, zoológico y moral; así como a entender que en cuestiones medioambientales todo va o despacio o mal o peor, y que de los éxitos hay que desconfiar, y de algunos, incluso huir).


Teresa Vicente

Sin embargo, la falta de calidez de nuestro encuentro digo yo que se debería a que no ha podido disponer de mí como incondicional en sus tareas (Tu quoque, Petrus?, me parecía leer en sus ojos, habitualmente chispeantes y capaces de enrolar al más apático). Pero de que no me alinee vital o intelectualmente con sus tareas u objetivos no debe colegirse ninguna sintonía con esa patulea de carcas y casposos que -en su mayor parte desde el solárium judicial- obran por el descrédito de la ILP. No: yo pertenezco a otro periodo histórico y a otra educación ambiental, siempre con visión y perspectiva ecologistas, y esto me lleva con frecuencia a “ilustrar” con retazos de tiempo y praxis iniciativas como esta y ciertas conductas que no encajan en el marco de mis vivencias y conclusiones.


Manifestación en apoyo a la Inciativa Legislativa Popular en favor del Mar Menor

El primer aspecto de este desacuerdo -que no deberá ser ni agrio ni absoluto- atañe a la insuficiencia general y estratégica del marco normativo, es decir, la Ley, para contribuir al alivio de la naturaleza, siendo incapaz de evitar su degradación. Y paso a explicarme.

Teresa ha llegado a esto del medio ambiente algo tarde, aunque con notable arrojo. El drama del Mar Menor la ha afectado duramente, por lo que ha echado mano de lo que maneja y domina, que es además en lo que cree, y es el derecho, o sea, la fe en que una ley especial, o al menos, sin precedente, llenaría huecos, aliviaría desesperanzas y colmaría sus preocupaciones; todo lo cual la haría recobrar alguna calma tras sentirse tan íntimamente concernida. Esto lo ha hecho sin pasar antes por la -recomendable, incluso necesaria- lucha directa y la ruptura cruda con ese estado de cosas, y no ha echado mano de lo que sin duda le ofrecía la experiencia ecologista en España, sino que lo ha hecho como “descubriendo” una tragedia de decenios y respondiendo con sus armas y conocimientos disponibles, que son inevitablemente parciales y carecen de la visión general del problema (el marmenorense y el del planeta entero). En realidad, su aventura no es ecologista, pero a los efectos ni falta que hace, ya que es lo que es y vale y basta: una iniciativa jurídico-doctrinal de carácter ecológico, basándose en necesidades palpables, pero ignorando el fondo y la naturaleza de la lucha ecopolítica, en la que el elemento jurídico es uno de sus elementos, nunca el esencial. Acude a su especialidad y su voluntad y eso ya la honra suficientemente. Su tarea yo la hago sintonizar con ese movimiento actual, urgido de angustia colectiva por algo tan inquietante como es el cambio climático, pero que no deja de carecer de enfoque global y parece minimizar tantos otros problemas que también subrayan una evolución planetaria insensata.


Peces muertos en el Mar Menor

La lucha ecopolítica, la que enraizó en Europa y España en la década de 1970, contempló la envoltura jurídica muy en segunda instancia, optando por tener en cuenta, prioritariamente, la situación de desigualdad, cinismo y alienación que el capitalismo imperante establece y asegura, realidad en la que la naturaleza es objetivo obsesivo y víctima señalada. Es verdad que ya antes de que acabara la Dictadura, y con más insistencia en la Transición, se demandó a los poderes públicos la aprobación de una Ley General de Medio Ambiente, pero esto, que podía haber sido una conquista de papel, sin más, ni siquiera logró camelar a esos poderes, siempre reacios por desconfiados y sin convicción, sin conceder lo más mínimo al movimiento ecologista reivindicativo. Con la democracia esta petición creció, hasta diluirse en los años del desarme socialista, una vez que se comprobó que todas las Administraciones enfocaban este (magno) problema con ganas de darle salida provisional y sin conceder trascendencia alguna a las políticas ambientales, que, cuando merecen ese nombre, no dejan de ser subsidiarias del aparato productivo, que siempre es imperioso, arrogante y sistemáticamente demoledor.

También recuerdo cómo ante problemas de entidad, los abogados a los que recurríamos reconocían que de no haber movilización callejera sus recursos y demandas difícilmente prosperarían; y los ecologistas solíamos argüir que, sin acción judicial, nuestras intervenciones nunca tendrían éxito... Todo eso quedó olvidado por su escaso interés: el ecologismo es acción y conflicto, es decir, eminentemente sociopolítico, aunque también necesita del instrumento jurídico cuando sea evidente que este puede contribuir a esa lucha; pero su manejo es siempre incierto y demasiadas veces frustrante.

Digamos que, en una estrategia ecopolítica, en el caso del Mar Menor el objetivo más importante es -y sostengo que debe ser- actuar sobre las causas de su degradación, siendo de menor entidad práctica el incrementar la normativa, que ha de actuar siempre, por su propia naturaleza, sobre los efectos. Esto es un principio esencial ambiental y político, de lógica aplastante y que la experiencia respalda. Los ecologistas sabemos muy bien que actuar sobre los orígenes y focos del problema es siempre tan necesario como ingrato, y suele pagarse caro ya que ataca los fundamentos inamovibles y perversos del proceso económico, y en ese sentido leyes, reglamentos y decretos mueven a un gran escepticismo dado su sistemático incumplimiento (aquí y en Pekín) y la impunidad habitual que consiguen sus conculcadores.

Nadie debe esperar que la entrada en vigor de la ILP vaya a transformar y mejorar, per se y automáticamente, la situación del Mar Menor, ya que la suerte de la albufera está claramente en manos de empresas y administraciones conchabadas para martirizarlo, y que comulgan del mismo espíritu depredador habiendo conseguido, y depurado, una eficaz capacidad de manipulación de la realidad y de burla de la ley con asombroso e hiriente éxito. Esto debe valer como punto de partida para cualquier consideración del marco jurídico existente, y también para la ILP. Ni se debe creer que el principal problema del Mar Menor sea jurídico ni que la solución a sus problemas más acuciantes dependa de la legislación actual o futura; sino de una política económica bien distinta a la actual, que más bien es ausencia de política y que, como consecuencia, entrega el Campo de Cartagena sin control alguno al abuso y la codicia de un empresariado montaraz y sin el menor escrúpulo ambiental. Que si el Derecho como reivindicación llama a equívoco, las políticas ambientales, por cortas y forzadas en general, más resultan una burla que un esfuerzo de redención.

Por otra parte, la novedad jurídica, elegancia literal y oportunidad socioecológica de la ILP del Mar Menor en una región donde prospera una clase política deleznable, una burocracia administrativa desesperante, una casta judicial que difícilmente puede inspirar confianza y una comunidad científica distinguida por su autismo corporativo, ajenidad social y escasa trascendencia científica, puede parecer un lujo lindando con la extravagancia. No quiero que se ignore, ni mucho menos, que ya el 31 de mayo de 1980, en una Jornada celebrada en el Instituto Oceanográfico de Lo Pagán y a iniciativa del consejero socialista Juan Monreal y mía, la aportación ecologista consistió en el examen global de los problemas del Mar Menor, con explícita advertencia sobre los males que sobrevendrían con la entrada paulatina del funcionamiento del Trasvase, al conllevar inevitablemente una agricultura intensiva: ese texto lo redacté yo mismo por encargo y en representación de los tres grupos entonces existentes en la Región de Murcia: Anse, Grupo Ecologista Mediterráneo y Grupo Ecologista de la Región de Murcia (y se publicó en la revista Murcia, de la antigua Diputación Provincial, un año después).

El segundo aspecto a examinar en relación con la ILP, tras dar por sentado la insuficiencia e incluso marginalidad del Derecho positivo en el asunto del Mar Menor, ha de incidir en la necesidad de criticar el triple concepto que se nos suministra de la Justicia, como valor, como institución y como ejercicio, que son referencias poco menos que sagradas pero que en realidad -me estoy refiriendo a la Justicia- implican más una sumisión que un valor, más un laberinto que un órgano salvífico, más una rémora que la posibilidad de mejorar al mundo. Teresa Vicente no deberá creer en la Justicia, no ya porque suelen ser los profesionales del Derecho los que menos creen en ella y con razón, sino porque con solo acercarse a la idea, si bien parcial y específica, de justicia ecológica, se habrá percatado de la incapacidad que evoca y de los horrores que encubre. No obstante, el instrumento legislativo basa su existencia en esa fantasía de que la Justicia es, sin más, respetable e intocable.

En mi breve encuentro con Teresa aproveché para recomendarle una lectura de la que recientemente había disfrutado yo, Desconfiad de Kafka (2024), en la que el agudo ensayista francés Geoffroy de Lagasnerie trata de poner en su sitio la nada velada crítica que el autor checo hizo del abuso de los poderes políticos y judiciales hacia los ciudadanos, dejándolos inermes sin más razón, causa o -se diría- intención que la de mostrarse injusto y caótico. Todo esto lo prevé la teoría política, mal que le pese, cuando los Estados se corrompen y deshilvanan (y son llamados, como ahora se hace, fallidos).

De Lagasnerie parte de las más conocidas y desoladoras obras de Kafka -El proceso, El castillo...- y sus contenidos acusatorios hacia el poder en general, para proponernos que contemplemos a éste en su verdadera crudeza, que va más allá de los aspectos repulsivos con que la literatura kafkiana nos advierte y demuestra. Hasta advertirnos que “la sensibilidad kafkiana implica una especie de escapismo a través de la extrañeza que impide ver la maldad de lo cotidiano: que el poder se guía antes por la rigidez que por el anarquismo normativo”. Más claro: “que el sujeto de derecho no es el sujeto kafkiano, perdido en un mundo jurídico que no tiene normas y está dotado de poderes aterradores. Es un sujeto sobreexpuesto a una cantidad infinita de pequeños poderes cotidianos... El sujeto experimenta el poder a través de una hiper regulación de su existencia y de la sumisión sin descanso de su cuerpo y de su espíritu a los mecanismos disciplinarios”.

Es decir, que cuando señalamos -como hace Kafka- que el poder es injusto y que los humanos nos asfixiamos ante un derecho que no deja de contradecirse, esto parece implicar que la situación inversa sea algo bueno, es decir, “que un orden legal y estable no sería problemático... despertando en nosotros un deseo de vivir en un régimen en el que la ley esté escrita, bien fijada y sea pública”. Que no es la ausencia de ley lo que debe alarmarnos sino el que esto mismo “puede despertar en el sujeto un deseo de ley que lo ciega ante su naturaleza potencialmente coercitiva y nociva”. O sea, nada de un culto a la Ley.

A nuestros efectos, la reflexión debe llevarnos a una profunda desconfianza de la Justicia, ya que sus expresiones normativas dependen de un poder real que es oprobioso porque -después de crearlas en parlamentos controlados- las menosprecia y manipula; y también, y sobre todo, porque esta anomalía nos incita a proponer y exigir más reglamentaciones, incurriendo en muy desenfocadas deducciones. Y cuando tratamos de aplicar todo esto a la naturaleza y su conservación, no debe escapársenos que tanto el capitalismo en cuanto sistema socioeconómico, como el liberalismo como teoría o doctrina político-económica, son incompatibles con la conservación de la naturaleza, tanto por principio (ideológico) como por praxis (destructiva). Y en todas las formas que adquieren, incluyendo la socialdemócrata, la “preocupación ambiental” se queda corta y falseada, ya que las exigencias medioambientales son, para capitalismo y liberalismo, algo a combatir y desechar. Que la justicia liberal es la cuadratura del círculo, o sea, un oxímoron, total, un imposible.

Concluyendo, debiera quedar claro que mi postura y comentarios sobre la oportunidad y especificidad de la ILP corresponden a cuestiones de principio que quieren ser jurídicas y ecologistas, pero por sobre ambas, ecopolíticas. Porque la Justicia como valor incierto genera un Derecho que siempre será convención, para acabar en una Ley cuyos textos concretos son el resultado de las coyunturas político-electorales. Pero todo ello se establece y evoluciona en las garras de un capitalismo implacable en el fondo y la forma, que se ríe de todo ello y que produce o tolera leyes que ni respeta ni le inquietan; y que está acostumbrado a salir triunfante de cualquier desafío, incluyendo el ambiental. Solo la lucha ecopolítica puede hacerle frente porque descree de las superestructuras existentes y conoce al poder económico en sus entrañas y métodos, aceptando que los éxitos en defensa de la naturaleza son siempre relativos por parciales o temporales (además de escasos). Una vez más -oído, Teresa- el pensamiento y la acción deben asumir esa actitud tan realista, práctica y estimulante que es el ecopesimismo, así como su carácter neta y profundamente político.


Acto en defensa del Mar Menor y personas bañándose en sus aguas contaminadas

Así que mi apoyo a la ILP debe considerarse leal, siendo mis notas una llamada a la actitud radical y fundamentada (nada teórica), a lo que doy la máxima importancia, pero que en nada suponen una enmienda a la totalidad. Además, Teresa Vicente es un faro académico cuyos destellos justifican una universidad -la murciana y la española- tantas veces lejana e indiferente, cuando no mercenaria. Que a mí me gusta, y mucho, reflejar mi mirada en ojos como los suyos, cuyo chisporroteo, astral y juvenil, envían inteligencia, creación y decisión (además de ternura), y eso es lo que siempre espero recibir de quienes quiero y admiro.


1 comentario:

  1. Totalmente certerad tus palabras y yu traducción positiva del excelente texto de nuestra amiga Teresa. Y bien la necesidad imperiosa de una lucha ecopolítica bien irganizada y sin tregua con los datos qye tenemos de nuestro pasado. Es urgente esta lu ha porque el sistema liberal no ve más qye dinero y vulgaridad en resoluciones que no valen para el final de una laguna xruelmente olvidada. Contad conmigo en el grupo o grupos ecologistas para dar forma ecopolítica a leyes y pensamientos qye queramos poner en cabeza dee un ejército ecologista que haría necesaria una lucha a los poderes oficiales y a una justicia qye mira para otra parte leyes y ecólogosgracias por teresa uy pedro y vayamos a esa ecopolítica. Como cada día van los ecologistas como modelo político. Ejemplo último cien mil personas en la ría de arousa contra la trama capitalista de comprar fincas y eucaliptos y contaminar el ulla y hundir la comarca con fábricas de celulosa. Ess un ejemplo. Como aquel de 1974 en Cabo Cope.

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