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en
su memoria.
A pesar
de sus muchas diferencias, las formaciones de izquierda que han
avanzado políticamente en Europa en los últimos años -Syriza,
Podemos, el Bloque de Izquierda portugués, el movimiento que se ha
cohesionado en torno a Jeremy
Corbyn
dentro y fuera del Partido Laborista- tienen en común una
perspectiva estratégica clave. Se trata de una orientación
explícita hacia la conquista del poder gubernamental por medios
electorales -para formar, es decir, un «gobierno de izquierdas»-,
complementada en cierta medida por la movilización
extraparlamentaria, con el fin de aplicar una serie de reformas
socialdemócratas de izquierdas que al menos algunas corrientes
dentro de estas formaciones consideran, en cierto sentido, «de
transición».
Son
los grupos y movimientos que operan sobre la base de esta amplia
perspectiva estratégica los que más eficazmente han sido capaces de
aprovechar y articular un estado de ánimo popular antiausteridad, y
su ascenso ha obligado a la izquierda radical en Europa a
enfrentarse, por primera vez en muchos años, a problemas concretos
de estrategia en relación con la conquista y el ejercicio del poder
político. De hecho, la victoria de Syriza
en las elecciones generales de 2015 planteó la cuestión en términos
muy inmediatos de cómo, y en qué medida, el poder del Estado
capitalista podría ser utilizado para fines socialistas.
Este
giro hacia cuestiones de poder gubernamental y orientación
estratégica en relación con el Estado capitalista manifestó, como
Leo
Panitch
y Sam
Gindin
han señalado, un marcado cambio de énfasis en la izquierda radical
«de la protesta a la política»[1]
que a su vez reflejaba un cambio más profundo en las coordenadas
fundamentales de la coyuntura política y económica.
El
foco de la lucha, por tanto, se alejó de las manifestaciones
«antiglobalización» y contra la guerra que habían definido la
organización de la izquierda radical durante los primeros años del
siglo XXI en condiciones de expansión capitalista «globalizadora»
hacia un nuevo énfasis en las posibilidades de ganar poder
directamente para resistir y revertir la embestida del ajuste
capitalista en la era de crisis y austeridad posterior a 2008.
Sin
embargo, aunque este cambio de énfasis supuso una novedad en algunos
aspectos, en otros, por supuesto, representó un retorno a una de las
controversias más antiguas del pensamiento socialista. De hecho, el
debate en torno al enfoque estratégico de estas formaciones –
Syriza
en particular – se enmarcó a menudo en términos de la clásica
controversia reforma/revolución y las orientaciones opuestas en
relación con el poder del Estado capitalista marcadas por los
antagonistas clave en esa confrontación: Bernstein,
Luxemburgo,
Lenin
y Kautsky.
Mientras
que el ascenso de Syriza
y su triunfo electoral pueden haber parecido inicialmente reivindicar
la orientación estratégica general de las formaciones de izquierda
ascendentes, su capitulación final a las demandas de severa
austeridad de «la
Troika»[2]
proporcionó un estímulo a los críticos socialistas revolucionarios
del «reformismo» o «reformismo de izquierdas» de Syriza
[3].
De
hecho, la decepcionante actuación de Syriza
en el gobierno se convirtió en la ocasión para la reafirmación de
los axiomas leninistas[4]
en relación con la necesidad de permanecer estrictamente
independiente del Estado capitalista en lugar de tratar de utilizarlo
como una herramienta de transformación socialista y el imperativo
asociado de buscar, en cambio, «aplastarlo» por medio de una
estrategia de «doble poder» que conduzca a la insurrección
revolucionaria en términos generales en la línea de la revolución
bolchevique.
Está
claro que la crítica leninista del reformismo no carece de mérito
en relación con las limitaciones, presiones y obstáculos impuestos
por el «estatismo parlamentario», como dice Paul
Blackledge[5].
Como señalan otros críticos revolucionarios en el mismo sentido que
Blackledge, las fuerzas que intentan utilizar el Estado existente
para fines socialistas tienden a encontrarse con una lógica en la
que se encuentran asumiendo la responsabilidad de gestionar
el
capitalismo, en lugar de desafiarlo
seriamente,
por muy radicales que hayan sido sus intenciones originales.
De
hecho, esta crítica resonó estrechamente con la trayectoria
política de Syriza
ya que, al acercarse a la victoria electoral, moderó gradualmente
sus propuestas políticas para presentarse como un partido de
gobierno viable a los ojos de los medios de comunicación y luego, al
llegar al poder, se retractó de la mayoría de sus promesas
restantes antes de capitular finalmente a la agenda de austeridad de
la «Troika».
El
problema con la crítica leninista, sin embargo, es que, por muy
acertado que fuera su diagnóstico de las limitaciones impuestas por
el «estatismo parlamentario» de Syriza,
siguió siendo incapaz de ofrecer una alternativa concreta creíble y
los grupos políticos que se adhirieron a esta orientación
estratégica (como Antarsya)
fueron en gran medida ignorados, sin ganar nada ni remotamente
parecido al grado de apoyo que Syriza
fue capaz de reunir a medida que se acercaban a la presidencia.
De
hecho, mientras que la trayectoria de Syriza se asemejaba
demasiado al patrón típico de la política reformista, la
marginación de la política leninista en Grecia, y por lo tanto la
irrelevancia práctica de su alternativa estratégica, era aún más
predecible, dado que las ideas leninistas nunca han ganado nada
cercano al apoyo de masas en ningún país capitalista «avanzado».
Así,
después de la experiencia de Syriza, la izquierda radical
parece estar atrapada en un callejón sin salida estratégico. Está
atrapada entre una estrategia electoral de reforma, por un lado, que,
si bien puede galvanizar claramente el apoyo de masas, parece incapaz
de liberarse de los límites estructurales del «estatismo
parlamentario» y una estrategia revolucionaria, por el otro, que
tiene muy poca resonancia entre los trabajadores de hoy y
probablemente nunca la tuvo más allá de las condiciones específicas
de Rusia en 1917.
El
objetivo de este documento es señalar una salida a este callejón
sin salida: una perspectiva estratégica que resuene con la
orientación general de las formaciones de izquierda que han cobrado
impulso recientemente y que también navegue por una ruta que evite
los callejones sin salida gemelos del reformismo y el leninismo.
En
lo que sigue, primero expongo con más detalle los términos del
actual callejón sin salida estratégico de la izquierda radical,
antes de señalar una corriente minoritaria de pensamiento dentro de
Syriza que ha esbozado una perspectiva estratégica
alternativa que no era ni directamente reformista ni revolucionaria y
que podría, si se hubiera aplicado, haber trabajado con el viento de
la dinámica política concreta en Grecia a medida que Syriza se
acercaba y tomaba el poder con el fin de radicalizar esta dinámica
desde dentro.
También
es una perspectiva, sugiero, que tendría tracción en otros países
en los que la izquierda radical se acercara al poder en
circunstancias más o menos similares. A continuación, sostengo que
esta perspectiva embrionaria puede enriquecerse y desarrollarse
recurriendo a los recursos teóricos desarrollados a finales de los
años sesenta y setenta, cuando los pensadores radicales intentaban
lidiar con acontecimientos similares.
El
impasse
estratégico:
dos formas de mala fe
socialista
Podría
decirse que no hay nada particularmente nuevo sobre el callejón sin
salida estratégico de la izquierda radical hoy en día; es sólo que
este predicamento se ha hecho sentir con mayor intensidad tras la
debacle de Syriza.
De hecho, en su estudio de la historia del movimiento socialista
europeo, One
Hundred Years of Socialism
(Cien años de socialismo)[6],
Donald
Sassoon
sugiere que la izquierda socialista siempre
ha
estado atrapada en una especie de doble vínculo. Sassoon presenta el
dilema en términos de una brecha insalvable entre, por un lado, el
«estado final» del socialismo y, por otro, las demandas inmediatas
del presente – como él dice, una «escisión entre “el objetivo
final” y la “lucha cotidiana”, entre el corto plazo y el medio
y largo plazo, existió en todo el movimiento socialista»[7].

Los
términos del problema, brevemente, son que no hay forma realista de
avanzar directamente hacia el «objetivo final», pero el proceso de
atender a los problemas inmediatos -mejorar los peores efectos del
capitalismo mediante reformas- tiende a llevar a la incorporación
dentro de un sistema que tiene límites estructurales definidos y
mecanismos sistémicos integrados para imponerlos (fuga de capitales,
presión inflacionista, crisis de balanza de pagos, por ejemplo).
Teóricos
como Fred
Block
y Adam
Przeworski[8]
han descrito estos límites en términos de «confianza empresarial».
Este es el principal mecanismo estructural que tiende
sistemáticamente a bloquear los intentos de transformar el
capitalismo fundamentalmente desde dentro. Está arraigado en el
control capitalista sobre la función de inversión, que proporciona
a la clase capitalista lo que en la práctica es poder de veto sobre
cualquier política gubernamental que socave la dominación
capitalista.
De
esta manera, cualquier gobierno que introduzca medidas que socaven
seriamente (o amenacen con socavar seriamente) la acumulación de
capital pronto se enfrentará a una grave crisis de desinversión,
fuga de capitales, ataques a la moneda, etc. y, por lo tanto, se verá
sometido a una enorme presión para revertir esas medidas [9].
Así,
cualquier gobierno que prefiera evitar una crisis tan aguda y que, de
hecho, no esté preparado para enfrentarse e intentar expropiar al
gran capital en una confrontación total y enormemente arriesgada -lo
que, por definición, no hacen los que están comprometidos con un
proceso gradual y pacífico de transición al socialismo- se
encontrará con que hay límites definitivos a la reforma.
Desarrollando
las implicaciones de este doble obstáculo, podríamos decir que la
forma reformista de intentar resolver el problema del poder de veto
capitalista sobre las reformas que tienden a socavar la rentabilidad
capitalista consiste esencialmente en patear el objetivo final hacia
la maleza. El reformismo, es decir, se ocupa de las reformas
inmediatas dentro del sistema que no desafían los límites
capitalistas, mientras que, a lo sumo, defiende de palabra la idea de
una eventual transición al socialismo en algún momento
indeterminado del futuro.
Puede
invocarse una nebulosa conexión entre las reformas inmediatas y el
objetivo final haciendo referencia a una vía de transformación
gradual e incremental del sistema, pero el proceso en el que las
reformas del sistema
se convierten en transformación
del
sistema -en el que la cantidad se transforma en calidad- suele
describirse sólo muy vagamente. Así, para el reformismo, el
objetivo socialista es siempre-no todavía, justo en el horizonte,
relegado a un futuro perpetuamente pospuesto. Se trata, por supuesto,
de una especie de mala fe.

Es
demasiado fácil identificar esta evasión característica del
reformismo en algunas de las ideas de figuras intelectuales clave
asociadas con Syriza.
Es más obvio, quizás, en los comentarios de Yanis
Varoufakis
en 2013 en los que consideraba que la tarea inmediata de la izquierda
era «salvar al capitalismo europeo de sí mismo», dado que
«simplemente no estamos preparados para cubrir el abismo que abrirá
un capitalismo europeo en colapso con un sistema socialista que
funcione» [10].
También
se puede ver – cualesquiera que sean los méritos del sofisticado
argumento que presenta – en el argumento de Costas
Douzinas
en relación con la difícil situación de Syriza
en el poder de que la izquierda debe operar en «tres temporalidades
diferentes» una vez que entra en el gobierno [11].
Es
decir, argumenta que un gobierno de izquierdas debe operar en «el
tiempo del presente», cuando se ve obligado a ofrecer concesiones y
a «poner en práctica aquello contra lo que lucharon», mientras que
al mismo tiempo se esfuerza por activar otras dos temporalidades: una
a medio plazo en la que busca crear el espacio para poner en práctica
un «programa paralelo» que comprenda «políticas con una clara
dirección de izquierdas» y una temporalidad a mucho más largo
plazo que es «el tiempo de la visión radical de izquierdas».
Esto
se parece mucho a una elaborada racionalización de la capitulación
en el presente con referencia a medidas «paralelas» vagamente
definidas que de alguna manera expresan fidelidad a la intención
socialista transformadora a largo plazo diferida.
Sin
embargo, esta mala fe reformista también tiene un reflejo
revolucionario: una «resolución» del dilema que no es realmente
una resolución. Se trata de evitar el problema de los límites
estructurales de la reforma y el riesgo que conlleva de incorporarse
como un mero gestor del sistema repudiando cualquier responsabilidad
de asumir el poder gubernamental dentro del capitalismo y, en su
lugar, achacarlo todo a una especie de deus
ex machina,
un semimilenarismo, en el que la revolución (siempre vagamente
esbozada, algo necesario ya que el concepto de «la revolución»
tiende a funcionar como una especie de solución mágica a todos los
grandes problemas de la transición) surge como de la nada. Esta
misteriosa irrupción revolucionaria, sin embargo, nunca llega del
todo. Una vez más, se trata de una especie de mala fe[12].
Esto
no quiere decir, por supuesto, que los leninistas sean incapaces de
presentar alguna visión de los contornos generales de un
acontecimiento revolucionario. Es decir, sin embargo, que esta visión
sigue siendo en aspectos clave bastante etérea.
Me
explico. Típicamente, la secuencia revolucionaria leninista se
concibe en términos similares a los siguientes:[13]
la lucha obrera crea instituciones de tipo soviético que, en una
situación de doble poder, se federan e integran cada vez más en un
embrión de estado obrero y que, tras la insurrección revolucionaria
y la «destrucción del estado burgués», se convierten en las
instituciones democráticas a través de las cuales se ejerce la
«dictadura del proletariado».
Sin
embargo, hay dos problemas importantes -dos áreas de evasión-
inherentes a este típico esbozo del proceso revolucionario. El
primero de ellos es que las frases «aplastamiento del Estado
burgués» y «dictadura del proletariado» se emplean, la mayoría
de las veces, como generalidades, son piezas de fraseología que
pasan por alto los problemas mientras pretenden ser soluciones a esos
problemas. ¿Qué
significa exactamente
«acabar con el Estado»? ¿Cómo funciona exactamente la «dictadura
del proletariado» y cuáles son las formas institucionales
específicas que debería adoptar?
Como
señala Nicos
Poulantzas,
estas frases eran para Marx y Engels a lo sumo «señales» que
indicaban problemas
(la
naturaleza de clase del Estado, la necesidad de una etapa de
transición hacia el proceso de «marchitamiento» del Estado, otra
señal)[14]
pero que desde entonces se han transformado en la ortodoxia marxista
en respuestas aparentemente definitivas en sí mismas a esos mismos
problemas.
La
segunda área de evasión es que nunca está del todo claro cómo las
cosas pasan de la situación actual dentro de las democracias
burguesas a una en la que un escenario revolucionario entra en la
agenda inmediata. Por supuesto, es cierto que los leninistas tienden
a proponer que la revolución emerge orgánicamente de las luchas
prácticas de los trabajadores por reformas, pero sigue habiendo algo
de salto misterioso aquí. ¿Cómo surge concretamente
una
situación revolucionaria de doble poder de las luchas cotidianas de
la clase obrera?
La
cuestión pesó especialmente en el momento álgido de las luchas de
los trabajadores griegos contra la austeridad. Después de todo,
Grecia en ese momento era seguramente el escenario de las luchas
populares más intensas vistas en Europa durante décadas, y sin
embargo no surgió nada parecido a las instituciones soviéticas, y
mucho menos una situación que tendiera al doble poder.
Panagiotis
Sotiris
ha señalado a este respecto que la izquierda revolucionaria nunca ha
logrado cerrar la «distancia» entre su enfoque en las tácticas y
luchas cotidianas, por un lado, y «una defensa abstracta de la
estrategia revolucionaria», por otro [15].
De hecho, sugiere además que esta invocación abstracta de la
intención revolucionaria tiende a funcionar más «en términos de
identidad que de práctica»; es decir, el estatus revolucionario
putativo de los grupos leninistas funciona en su mayor parte como una
marca retórica de diferenciación de los competidores reformistas (o
de los que son considerados como tales) mucho más de lo que indica
la posesión de cualquier perspectiva desarrollada sobre cómo, en
realidad, poner en marcha un proceso revolucionario. La sustancia
concreta de la estrategia revolucionaria sigue estando, en el mejor
de los casos, vagamente definida.
Sin
embargo, subyace a estos problemas de estrategia, en mi opinión, un
problema más profundo de teoría en relación con la
conceptualización del poder estatal. La orientación estratégica
leninista tradicional está arraigada, como hemos visto, en la
opinión de que el Estado capitalista no puede ser utilizado en una
medida significativa por las fuerzas socialistas para fines
socialistas. Los límites estructurales impuestos por la forma
institucional y las funciones sistémicas del Estado capitalista son
tan estrechos que cualquier intento de utilizar ese aparato tendrá
necesariamente el efecto de reforzar la hegemonía burguesa. Así
pues, desde el punto de vista leninista, el Estado capitalista no
puede ser utilizado (directamente) para fines socialistas (aunque se
le puedan imponer exigencias desde el exterior): debe ser enfrentado
y destruido.
El
texto fundamental aquí, por supuesto, es El
Estado y la Revolución de
Lenin. Las diversas tensiones y lagunas de este texto son bien
conocidas[16].
Sin embargo, el problema fundamental de El
Estado y la revolución,
en
mi opinión, es -como ha elucidado Erik
Olin Wright[17]–
que Lenin expone lo que en general es una visión altamente
funcionalista del Estado capitalista. Como sugiere Wright, Lenin
trata las características organizativas del Estado como
conceptualmente subordinadas a la cuestión de su función
estructural. Es decir, Lenin está mucho menos interesado en
identificar los mecanismos institucionales específicos a través de
los cuales se reproduce la hegemonía burguesa dentro y a través del
Estado, que en argumentar que el Estado desempeña necesariamente una
función particular determinada por la estructura de clases en la que
está inserto el Estado.
El argumento de Lenin se basa en última
instancia en la afirmación como axioma de la opinión que extrae de
Marx de que el Estado es «un órgano del dominio de clase, un órgano
para la opresión de una clase por otra»[18].
Sin embargo, esta línea de razonamiento, en sí misma, explica muy
poco sobre cómo, precisamente, el Estado desempeña la función que
se le ha asignado y sobre qué base está obligado necesariamente en
cada caso y en todo momento a desempeñar esta tarea.
El razonamiento
de Lenin también conlleva una lógica esencialista en la que se
asume que el Estado es totalmente y en todos los aspectos burgués
hasta la médula; como dice Nicos Poulantzas, según el punto de
vista leninista, «el Estado no está atravesado por contradicciones
internas, sino que es un bloque monolítico sin fisuras de ningún
tipo»[19].
Si, después de todo, el Estado es meramente un órgano para la
represión de una clase específica por otra, entonces no puede ser
utilizado en ninguna medida por la clase que debe reprimir. De esto
se deduce que las fuerzas políticas que pretenden hacer avanzar el
poder de la clase obrera no pueden hacer otra cosa en relación con
el Estado que enfrentarse a él, «aplastarlo» y sustituirlo por un
aparato completamente nuevo.
Esta
es una visión del poder del Estado capitalista, sin embargo, que
tiene poco que ofrecer en términos de orientación política
práctica en ausencia de cualquier órgano emergente de contrapoder
soviético. Proporciona pocos recursos a la hora de pensar cómo
enfrentarse a las formas, instituciones y tradiciones de actividad
política y expresión democrática realmente establecidas y
arraigadas en las democracias liberales avanzadas. En las
circunstancias actuales -que por supuesto no se parecen en nada a las
circunstancias en las que Lenin escribió El
Estado y la Revolución-
ésta es una perspectiva que simplemente refuerza la parálisis
estratégica y el anhelo de una situación de poder dual que siempre
está por caer del cielo y que caracteriza al leninismo actual.
Ciertamente,
este análisis proporcionó a los grupos revolucionarios poca
tracción política en el contexto de las luchas populares a medida
que se desarrollaban e intensificaban en Grecia. Lo que surgió,
orgánicamente, de las luchas cotidianas de la clase obrera griega no
fue una tendencia hacia la confrontación directa con el sistema
estatal existente como tal (aunque, por supuesto, hubo confrontación
en la calle con determinados aparatos represivos del Estado griego),
sino un movimiento más o menos espontáneo hacia el apoyo a la idea
de un gobierno de izquierda que operara dentro de las instituciones
parlamentarias existentes como el siguiente paso concreto en el
proceso de lucha en ese país.
Mientras
que Syriza
captó con éxito esta dinámica (de hecho ayudó a galvanizarla),
otras organizaciones de la izquierda fueron incapaces de relacionarse
con ella. De hecho, como indica Antonis
Davanellos,
mientras que el eslogan «¡Por un gobierno de izquierdas!»
planteado por Syriza
en 2012 resonó profundamente entre los trabajadores (y ayudó a
impulsarla en su camino hacia la victoria en 2015) Antarsya y el KKE
(el Partido Comunista de Grecia) -atrapados en la lógica de un
rechazo más o menos leninista de cualquier estrategia de intentar
tomar el poder gubernamental dentro de las instituciones burguesas
existentes- sólo pudieron responder «haciendo propaganda de varios
programas, que incluían posiciones sobre todas las cuestiones
excepto la crucial: ¿Cómo íbamos a afrontar la urgente situación
actual?”[20].
O como dijo Sotiris:
En
un periodo en el que los eslabones débiles de la cadena abrían la
posibilidad de combinar un gobierno de izquierda radical con formas
de poder popular desde abajo, e iniciar realmente una secuencia
revolucionaria muy original, la posición de importantes segmentos de
la izquierda anticapitalista en Europa era prácticamente que no se
podía hacer nada[21].
En
efecto, estos segmentos simplemente esperaron a que Syriza
fracasara para poder decir «se los dije» sin ofrecer ninguna
alternativa plausible.
Syriza,
de hecho, fracasó en el poder, pero al menos su fracaso fue un
fracaso de cierta importancia, en lugar del fracaso preventivo de
rechazar efectivamente en primer lugar la posibilidad misma de tomar
el poder y empezar realmente a enfrentarse a problemas concretos de
transformación social. De hecho, el mensaje de Syriza
y su planteamiento de aprovechar los movimientos sociales, tratar de
articularlos en un proyecto político coherente y orientarse hacia el
gobierno resonaron entre la población griega precisamente porque
Syriza estaba dispuesta, por imperfecta que fuera, a afrontar
la cuestión del poder político en lugar de esquivarla.
Alexis Tsipras
De
hecho, parece razonable suponer que tal perspectiva también
resonaría entre los trabajadores en condiciones de lucha exacerbadas
en otras situaciones, ciertamente mucho más que la (no) alternativa
leninista. Parece probable, es decir, que si surgen más desafíos
serios de la izquierda en un futuro previsible, tomarán un camino
muy similar al recorrido inicialmente por Syriza. Ciertamente,
como hemos visto, todos los demás movimientos de izquierda que han
avanzado recientemente comparten esta orientación general. La clara
dinámica orgánica de la radicalización contemporánea en toda
Europa allí donde logra impulso es hacia la formación de gobiernos
de izquierda de reforma radical. Así pues, parece que no tenemos más
opción, nos guste o no, que intentar trabajar con esta dinámica e
identificar los recursos estratégicos que nos permitan radicalizarla
desde dentro.

La
cuestión clave aquí es, por supuesto, si sería posible escapar del
doble obstáculo de Sassoon. Es decir, ¿es posible navegar entre los
dos escollos del gradualismo infinito, en el que el objetivo final se
deja de lado una y otra vez, por un lado, y del anhelo de que se
materialice un acontecimiento revolucionario vagamente concebido y
perpetuamente retrasado, por otro? Sostengo que Syriza y su
base de apoyo podrían haber seguido ese camino si se hubiera
obtenido un equilibrio de fuerzas diferente dentro de ese partido y
movimiento y si se hubieran tomado diferentes opciones, decisiones y
apuestas disponibles, guiadas por una perspectiva estratégica
presente entre los elementos minoritarios dentro de Syriza.
Un
camino no tomado: la perspectiva de la Plataforma de Izquierda
Como
coalición de fuerzas relativamente amplia (incluso tras la
disolución formal de los grupos participantes en un partido unitario
en 2013) Syriza
comprendía una serie de corrientes y perspectivas estratégicas
diferentes, algunas de las cuales ofrecían una valoración mucho más
radical de las posibilidades inherentes a la llegada al poder de un
gobierno de izquierdas en Grecia que la perspectiva más típicamente
reformista mantenida por Tsipras,
Varoufakis y gran parte del núcleo dirigente.
Yanis Varoufakis
Para aquellos
asociados con la Plataforma de Izquierda, como Stathis
Kouvelakis
por ejemplo, la perspectiva de un gobierno de Syriza
planteaba la posibilidad de una dialéctica entre las actividades de
los representantes electos dentro del Estado y las luchas sociales
desde abajo. Kouvelakis esperaba que Syriza
en el poder tomara iniciativas para «abrir un espacio para la
movilización social»[22]
y catalizara así una ola renovada y radicalizada de movilización
popular que proporcionara una base de apoyo al Gobierno y al mismo
tiempo lo empujara a enfrentarse a la resistencia de «la Troika»,
obligándolo a cumplir sus promesas.
Esta
dialéctica, se preveía, interactuaría con una segunda dinámica en
la que el programa de reformas del gobierno pronto lo llevaría a una
confrontación directa con las fuerzas del capital nacional e
internacional, necesitando así una mayor radicalización de este
programa -y de las luchas populares en su apoyo- si se quería llevar
a cabo y defender esas reformas iniciales. Esta dinámica de
revolución permanente, según Kouvelakis:
se
ajustaría, en mi opinión, a un patrón bastante familiar en la
historia de los procesos de cambio social y político, en los que la
dinámica de la situación, impulsada por supuesto por la presión de
la movilización popular, empuja a los actores (o al menos a algunos
de ellos) más allá de su intención inicial[23].
Este
proceso dialéctico de radicalización tendría sus raíces en un
programa inicial de políticas relativamente «modestas» y, de
hecho, sólo podría comenzar a partir de él. De hecho, la
característica que definía el programa de Syriza
cuando entró en el gobierno era que se correspondía con las
necesidades y demandas inmediatas y apremiantes de los griegos de a
pie: empleo, mejores salarios, alimentos y vivienda asequibles,
etcétera. Fue precisamente debido a esta correspondencia que el
programa de Syriza
resonó con tanto éxito entre los votantes griegos, llevando al
partido a la victoria en las elecciones generales de 2015 y poniendo
así el cambio real en la agenda de una manera que las demandas
revolucionarias pretendidamente «radicales» pero totalmente
abstractas con poca tracción política nunca pudieron.
Sin embargo,
también estaba claro para los ideólogos de la Plataforma de
Izquierda que, a pesar del pragmatismo eminentemente razonable y
sobrio del programa del partido, estas medidas, si se aplicaban,
pronto chocarían con los límites de lo que el capital europeo y sus
representantes políticos aceptarían. En este sentido, el programa
de Syriza
situaba con éxito lo que Slavoj
Žižek
ha llamado un «punto de lo imposible»[24],
es decir, algo en el campo de la política o la economía que «puedes
(en principio) hacer pero de facto no puedes o no debes hacerlo –
eres libre de elegirlo a
condición de que no lo elijas realmente»[25].
Žižek sugiere que avanzar en este «punto de lo imposible» tiene
una especie de efecto desmitificador que revela los límites de un
sistema y las relaciones de falta de libertad y dominación que lo
sustentan.

La
visión de militantes como Kouvelakis, por tanto, era que si se
llevaban a cabo estas reivindicaciones «hasta el punto de lo
imposible», una lucha por reformas «modestas» dentro del
capitalismo se convertiría orgánicamente en una lucha cada vez más
consciente y abiertamente anticapitalista. Además, se esperaba que
este proceso tuviera una «capacidad expansiva» internacional,
desencadenando una «enorme ola de apoyo por parte de amplios
sectores de la opinión pública en Europa»[26],
extendiendo así potencialmente esta ola de lucha radical a otros
estados de la periferia sur de la UE, e incluso a su núcleo.
Está
claro que el liderazgo de Syriza
hizo poco para poner en marcha la dialéctica que Kouvelakis y otros
habían previsto. De hecho, en una perspicaz reflexión sobre la
experiencia de Syriza
en el gobierno [27],
Kouvelakis señala que lo que se había intentado y había fracasado
en Grecia era una estrategia totalmente diferente y que, como tal, la
visión estratégica de la Plataforma de Izquierda seguía sin
ponerse a prueba. Es imposible saber, por supuesto, si esta
perspectiva, de haberse puesto en práctica, habría tenido éxito,
pero sin duda Kouvelakis cree que si hubiera prevalecido una
perspectiva estratégica diferente entre las fuerzas dirigentes de
Syriza, la llegada al poder de un gobierno de izquierdas en Grecia
podría haber abierto un proceso de cambio social radical en ese país
y más allá[28].
Es
más, esta perspectiva estratégica parece ofrecer la perspectiva de
una salida al callejón sin salida estratégico identificado por
Sassoon, es decir, parece proporcionar una posible ruta para salvar
el abismo entre las demandas inmediatas y el objetivo final de la
transformación socialista, entre la reforma y la revolución.
Además, este enfoque estratégico resuena con la dinámica orgánica
de los levantamientos de izquierda contemporáneos hacia la formación
de gobiernos de izquierda, nos proporcionaría una forma de trabajar
con esta dinámica para radicalizarla desde dentro. No obstante, el
planteamiento estratégico formulado por Kouvelakis sigue siendo
bastante esquemático; es evidente que queda mucho por hacer para
reflexionar seriamente sobre las posibilidades y los límites de una
reforma radical.
De hecho, esto puede ser una cuestión de cierta
urgencia dada la volatilidad de la actual coyuntura política. No
está fuera de los límites de lo razonable creer que podemos ver una
formación política muy similar a Syriza acercarse al
gobierno en los próximos años, ya sea en Europa o más allá. Sin
embargo, hoy en día hay una ausencia llamativa de este tipo de
reflexión en la izquierda.
Sin
embargo, sugiero que es útil a este respecto recurrir a los recursos
producidos en lo que fue en cierto modo una coyuntura muy similar,
cuando una serie de corrientes políticas y pensadores se vieron
obligados a enfrentarse a muchas de las mismas cuestiones urgentes
sobre las posibilidades del poder gubernamental en el contexto de una
profunda y prolongada crisis capitalista. En concreto, podemos
basarnos en las ideas que se impusieron a finales de los años
sesenta y setenta.
En este periodo hubo un intento de pensar de forma
creativa más allá de las ortodoxias estériles, y de trascender la
polaridad del reformismo frente a las perspectivas de poder dual
redux de
1917. Gran parte de este pensamiento se articuló en torno al
concepto de «reforma estructural», intentando trazar las
posibilidades de utilizar el poder del Estado capitalista para
preparar el terreno político para una ruptura radical con el
capitalismo.
Este tipo de planteamiento arraigó en diversas
formaciones políticas y hubo varias iteraciones de la idea general
de reforma estructural. Probablemente se asoció más estrechamente
con el pensamiento estratégico de grupos como el PSU (Partido
Socialista Unificado) y el CERES (Centro de Estudios, Investigación
y Educación Socialistas) en Francia, y con corrientes
«eurocomunistas de izquierda» dentro del fenómeno más amplio del
eurocomunismo que se afianzó en el PCI, PCE y PCF (respectivamente,
el Partido Comunista Italiano, el Partido Comunista de España y el
Partido Comunista Francés) en particular, ya que estos grupos
intentaron lidiar con la compleja cuestión de cómo formular una
estrategia revolucionaria aplicable y adecuada a las condiciones
encontradas en las sociedades capitalistas «avanzadas».
Sin
embargo, dos figuras en particular (una de las cuales se asocia
comúnmente con el eurocomunismo de izquierdas y la otra tuvo un
impacto significativo en el PSU) proporcionan recursos conceptuales y
teóricos especialmente valiosos a este respecto: Nicos Poulantzas y
André Gorz.
Veamos algunas de las ideas clave de estos dos pensadores con el fin
de extrapolar recursos útiles para una estrategia gubernamental de
izquierdas en la actualidad.
La
«vía revolucionaria hacia el socialismo democrático» de Nicos
Poulantzas
En
el último capítulo de su último libro, considerado el mejor de
todos, Estado,
poder, socialismo,
Poulantzas expone algunas ideas para una «vía democrática al
socialismo» (o lo que él llama, quizá de forma bastante
provocativa, la «vía revolucionaria al socialismo democrático» en
su fascinante
entrevista/conversación
de 1977 con el que fuera revolucionario leninista Henri
Weber)
[29].
Esta perspectiva estratégica se deriva de la teoría del poder del
Estado capitalista que formula en la parte principal del libro.
El
punto de partida básico de Poulantzas en Estado,
poder, socialismo
(a
diferencia de su teoría anterior, y también del enfoque de Lenin)
es que las prácticas, actividades y estructuras institucionales del
Estado no pueden leerse simplemente en términos funcionales, es
decir, el método tautológico de razonamiento en el que la función
estructural del Estado de reproducir la hegemonía de clase de la
burguesía se identifica primero y luego se toma, en sí misma, como
explicación suficiente para el desempeño exitoso de este
imperativo.
Nicos Poulantzas
En
su lugar, Poulantzas sostiene que el Estado debería conceptualizarse
en términos análogos a la conceptualización del capital de Marx.
Analiza el Estado, es decir, como una relación social. Simplificando
mucho,
el Estado es, en efecto, un reflejo o expresión material siempre
cambiante del equilibrio de fuerzas de clase, la acumulación
institucional
de
los efectos acumulativos de las luchas de clase pasadas. Como tal, es
un terreno de luchas atravesado por el antagonismo social. La
estructura y la organización interna del Estado (lo que Poulantzas
denomina su «materialidad institucional») y, de hecho, sus
actividades y funciones específicas, son constantemente disputadas,
modificadas y remodeladas por las luchas entre clases y fracciones de
clase.
De
esto se deduce, por supuesto, que el Estado no es un aparato
monolítico unificado, sino un conjunto fracturado de aparatos,
plagado de contradicciones y fisuras. Tampoco es un aparato
totalmente controlado por la burguesía o que represente
exclusivamente sus intereses. Las luchas de la clase obrera
atraviesan la materialidad institucional del Estado, configurando y
reconfigurando sus estructuras y, por lo tanto, el poder de la clase
obrera siempre se manifiesta e integra en cierta medida en el Estado
y sus intereses se reflejan en aspectos de la política estatal.
Las
divisiones de clase internas del Estado se hacen más evidentes
cuando los trabajadores del sector público se declaran en huelga,
pero también está claro que la política estatal se moldea en
respuesta a las presiones de clases en pugna que se ejercen sobre
ella, incluidas las presiones que emanan de la clase trabajadora. Es
difícil explicar la provisión de medidas de «bienestar», por
ejemplo, sin hacer referencia a los intereses, demandas y
movilización de la clase trabajadora [31](incluso
si estas medidas están subordinadas a los imperativos de la
acumulación de capital).
Esto
no quiere decir que el Estado sea una entidad meramente pasiva: como
señala Alexander Gallas, para Poulantzas, el término «condensación
material» no sólo implica que el Estado refleja las relaciones de
clase, sino también que tiene efectos que configuran activamente
estas relaciones [32].
Esto tiene varias dimensiones, pero la idea central del argumento de
Poulantzas es que a través de un proceso de lo que Bob Jessop ha
denominado «selectividad estructural»[33],
el Estado tiende a organizar la hegemonía general de la clase
capitalista (mientras desorganiza a la clase obrera) bajo el
liderazgo de un «bloque en el poder» constantemente rearticulado y
reorganizado.
Sin embargo, el análisis de Poulantzas sugiere que
esta tendencia a organizar la hegemonía burguesa es exactamente eso,
una tendencia
y
nada más. Es siempre contingente, vulnerable y nunca una conclusión
inevitable. De hecho, la manifestación del poder de la clase obrera
en el disputado terreno del Estado conlleva la amenaza de que las
fuerzas de izquierda puedan construir poderosos «centros de
resistencia» dentro de los aparatos del Estado con el fin de
desbaratar la hegemonía burguesa y reutilizar el poder del Estado,
dentro de unos límites y restricciones definidos, para promover
objetivos socialistas.
Aunque
ciertamente no está exento de dificultades o preguntas sin
respuesta, Estado,
poder, socialismo
presenta
un análisis extraordinariamente rico y sofisticado del Estado
capitalista como un lugar de poder en disputa que es muy superior al
enfoque leninista que, como hemos visto, gira en torno a la visión
de que el Estado es simplemente un órgano de represión de clase.
Nos permite dar cuenta de las evidentes contradicciones y tensiones
que atraviesan el Estado moderno al tiempo que -en contra de los
supuestos socialdemócratas y liberales de la «neutralidad»
esencial del Estado- sitúa al Estado como un conjunto de aparatos
«políticos» firmemente arraigados en el contexto «económico» de
las relaciones de producción capitalistas.
Además,
la teorización de Poulantzas del «carácter amplio, complejo,
desigual y lleno de contradicciones del poder estatal como poder de
clase, como condensación material de estrategias y resistencias de
clase», como señala Sotiris, abre y «hace necesaria una concepción
más compleja de la práctica revolucionaria»[34]. Famosamente,
Poulantzas rechaza la concepción leninista tradicional del
«escenario de poder dual» por considerarla inadecuada para las
democracias capitalistas avanzadas, ya que opera, argumenta, sobre el
supuesto básico de que el Estado capitalista es una especie de
fortaleza impenetrable -el «instrumento» de la burguesía- que debe
(y puede) ser rodeado y asediado por fuerzas totalmente externas a él
antes de ser finalmente asaltado y arrasado[35].
De hecho, su análisis del Estado como condensación material de las
relaciones sociales de fuerza deja claro que ninguna estrategia
política podría eludirlo: todas las luchas sociales se articulan
por definición en relación con el campo del poder estatal.
El
esbozo que hace Poulantzas de la «vía revolucionaria al socialismo
democrático» en la última parte del libro se extrapola
directamente de este análisis. Se basa en la posibilidad de que las
grietas, fisuras y contradicciones internas dentro del disputado
terreno del Estado puedan ser amplificadas y explotadas por las
fuerzas socialistas.
De nuevo, simplificando mucho, la idea de este
enfoque estratégico es combinar la lucha dentro del Estado
-conquistando posiciones de fuerza dentro de los órganos
representativos y «centros de resistencia» (y Poulantzas tiene
claro que una parte necesaria de esto debe ser la elección de un
gobierno de izquierdas)- con una lucha paralela de las masas
populares fuera del Estado (es decir, en relación con el Estado)
«dando lugar a toda una serie de instrumentos, medios de
coordinación, órganos de poder popular… estructuras de democracia
directa en la base»[36].
Para Poulantzas, existe una compleja
relación dialéctica entre estos dos procesos.
La lucha a distancia del Estado ayuda a modificar la relación de
fuerzas de clase dentro de sus aparatos, transforma su «materialidad
institucional» y abre espacio para una mayor experimentación con
formas de autogestión, mientras que la conquista de posiciones de
fuerza dentro del Estado proporciona una especie de escudo protector
para esa experimentación, en parte porque neutraliza, perturba y
divide los centros centrales del poder burgués dentro de él.
Poulantzas
tiene claro que el «camino revolucionario hacia el socialismo
democrático» no puede ser un camino suave y gradualista de
transformación generalmente tranquila. Por el contrario, debe
incorporar «una etapa
de verdaderas rupturas,
cuyo clímax -y tiene que haberlo- se alcanza cuando la relación de
fuerzas en el terreno estratégico del Estado se inclina del lado de
las masas populares»[38].
Poulantzas es bastante franco en su entrevista con Weber al afirmar
que no sabe si este proceso implicaría «una
gran
ruptura» o, de hecho, una «serie de rupturas»[39].
Sin embargo, tiene claro que «el momento de la confrontación
decisiva» pasaría por
el
Estado. Es decir, es poco probable que adopte la forma de un
movimiento popular «enfrentándose al Estado… en
bloque» (como
en la concepción clásica de la revolución basada en el doble
poder):
provocaría
una diferenciación dentro de los aparatos estatales, una
polarización por parte del movimiento popular de una gran fracción
de estos aparatos. Esta fracción, en alianza con el movimiento, se
enfrentará a los sectores reaccionarios y contrarrevolucionarios del
aparato estatal respaldados por las clases dominantes[40].
El
proceso revolucionario, por tanto, no implica el «aplastamiento»
del Estado como tal, sino, como mucho, el «aplastamiento» de
determinados aparatos (algo parecido a la observación de Engels en
su introducción a la edición de 1891 de La
guerra civil en Francia de
que el proletariado tendría que «cortar» los «peores lados» del
Estado) junto con la reconfiguración radical y la democratización
de otros aparatos y su creciente articulación con órganos de
democracia directa.
De hecho, Poulantzas insiste en que sólo un
planteamiento de este tipo podría poner en marcha una transformación
del Estado que tendiera a su eventual «desaparición»[41].
Hay muchas cosas en la estrategia de Poulantzas que quedan formuladas
de forma bastante imprecisa, pero, en mi opinión, no parece que se
deba a una evasión deliberada. Por el contrario, Poulantzas es
bastante franco, especialmente en su entrevista con Weber, al afirmar
que sigue sin estar seguro de los detalles de cómo se desarrollaría
el amplio proceso de transición que prevé. Sin embargo, sigue sin
estar seguro precisamente porque no cree que sea posible saberlo de
antemano.
De hecho, su perspectiva se basa en una lúcida -y, de
nuevo, abiertamente declarada- comprensión de la inevitable
incertidumbre de
la propia empresa socialista. Al fin y al cabo, no hay planos ni
estrategias infalibles; sólo existe, como insiste Poulantzas en
repetidas ocasiones, el conocimiento de una serie de «señales» y
lecciones del pasado que señalan las diversas trampas del camino que
debemos tratar de sortear. Como dice en Estado,
poder, socialismo:
«La historia no nos ha dado todavía una experiencia exitosa de la
vía democrática al socialismo: lo que nos ha proporcionado -y no es
poco- son algunos ejemplos negativos que hay que evitar y algunos
errores sobre los que reflexionar»[42],
y nada más que eso.
También
es lúcido y directo sobre los dilemas y riesgos que conlleva una
estrategia de este tipo, sobre todo el peligro de que la burguesía y
los aparatos represivos del Estado recurran a la represión
contrarrevolucionaria y la gran posibilidad de que el proceso
degenere en un mero reformismo socialdemócrata. La única prevención
contra tales peligros sería «el apoyo continuo a un movimiento de
masas fundado en amplias alianzas populares» vinculado a
«transformaciones radicales del Estado»[43].
En otras palabras, la aplicación plena y consecuente de la
estrategia esbozada por Poulantzas generaría por sí misma la mejor
defensa contra estos peligros latentes. Sin embargo, no puede haber
garantías. El «camino revolucionario hacia el socialismo
democrático» nunca podría considerarse un «camino real, llano y
libre de riesgos»; lo que ocurre es que, para Poulantzas, no hay
otra opción realista que, como dice en las muy francas líneas
finales de su libro, «mantenernos tranquilos y marchar derechos bajo
los auspicios y la dirección de la democracia avanzada»[44].
El
enfoque innovador y clarividente de Poulantzas constituye, en
palabras de Sotiris, «el intento más avanzado de repensar la
política revolucionaria no en términos de “artículos de fe”,
sino de comprensión real de la compleja materialidad del poder
político en las formaciones capitalistas avanzadas»[45]. Está
claro que su pensamiento -que representaba un cambio drástico
respecto a la perspectiva leninista más ortodoxa sobre la transición
a la que se aferró en gran parte de su obra anterior- fue, al menos
en parte, impulsado y moldeado (como se puso de manifiesto en la
entrevista con Weber)[46]
por acontecimientos políticos concretos en Francia: el creciente
acercamiento entre el PS (Partido Socialista) y el PCF y su
formulación conjunta del Programa Común para un gobierno de
izquierdas en la década de 1970[47]. [47]
Es decir, la perspectiva que desarrolla en Estado,
poder, socialismo parece
haber estado significativamente condicionada por el movimiento real
de las cosas y la urgencia del momento: la necesidad apremiante de
pensar más allá de las ortodoxias estratégicas que proporcionaban
poca influencia teórica o práctica y de interrogarse, en cambio,
sobre las posibilidades concretas de una situación en la que un
gobierno de izquierdas llegara al poder.
Existen
aquí claros paralelismos con la situación actual y, de hecho, el
pensamiento de Poulantzas resuena estrechamente con la dinámica
orgánica de la radicalización contemporánea en Europa y con el
esbozo de Kouvelakis del camino que podría haber tomado Syriza. Como
tal, Poulantzas nos proporciona recursos útiles para la coyuntura
actual. En particular, su análisis nos permite fundamentar una
perspectiva de gobierno de izquierdas en una sofisticada explicación
del poder del Estado.
Su teoría nos muestra cómo y por qué el
Estado, como lugar de poder en disputa, constituye un terreno
potencialmente fértil en el que centrar una estrategia de
transformación y, de hecho, por qué sería imposible en cualquier
caso negarse a comprometerse con este terreno en algún sentido
significativo. Además, su análisis revela la importancia crucial de
tratar de transformar las estructuras internas del Estado e indica
cómo las luchas de masas a distancia del Estado, junto con la
intervención directa de las fuerzas socialistas dentro de él,
podrían tener este efecto.
André
Gorz y la reforma estructural
Mientras
que Poulantzas proporciona un esbozo de los contornos generales de
una estrategia de reforma radical por parte de un gobierno de
izquierdas, enraizada en un rico análisis del poder del Estado
capitalista, deberíamos recurrir al pensamiento ligeramente anterior
de André Gorz sobre la reforma estructural o «reforma no
reformista» que esboza en Strategy
for Labour
[48]
y
Socialism
and Revolution
[49]
para
añadir más detalles a nuestra emergente perspectiva de gobierno de
izquierdas. Gorz proporciona, en particular, una conceptualización
más elaborada de la necesaria dinámica de interacción entre el
gobierno y el movimiento de masas y de los tipos de reformas sobre
los que debe pivotar dicho proceso.
El
pensamiento de Gorz, al igual que el de Poulantzas, se formuló en
una coyuntura específica en la que un gobierno de Unión Provisional
de la Izquierda en Francia era una clara posibilidad. Escribió su
ensayo clave sobre «Reforma y Revolución»[50],
publicado posteriormente en Socialism
and Revolution,
inmediatamente después de mayo de 1968, un acontecimiento que muchos
creían entonces que podría haber derrocado a De Gaulle y llevado al
poder a un gobierno de izquierdas «excepcional» en una especie de
situación prerrevolucionaria [51].
Es
evidente que Gorz pensaba que podría repetirse una situación
similar e intenta, en este ensayo, reflexionar sobre lo que podría
lograr un gobierno de este tipo, impulsado por oleadas de
movilización popular, y cómo podría orientarse en la dirección de
una transformación social radical.
El
argumento de Gorz parte de la observación de que tanto el reformismo
tradicional como el leninismo[52]
son callejones sin salida estratégicos. Por un lado, el reformismo
no reconoce que «la burguesía nunca abandonará el poder sin luchar
y sin verse obligada a hacerlo por la acción revolucionaria de las
masas»[53],
mientras que, por otro, la estrategia revolucionaria tradicional se
basa en la idea errónea de que es posible una transición
insurreccional más o menos inmediata
al
socialismo.
André Gorz
La salida a este dilema, sugiere Gorz, es rechazar la
suposición predominante de que reforma y revolución son
alternativas necesariamente contrapuestas y captar, en cambio, la
posibilidad de una unidad dialéctica entre ambas. De hecho, debemos
entender, argumenta, que la revolución sólo puede surgir orgánica
y dialécticamente a través de un proceso de lucha por la reforma.
Así pues, los socialistas necesitamos una estrategia transitoria de
reforma que nos proporcione un puente desde la condición actual
hasta una situación en la que la revolución sea realmente posible.
Tal
estrategia debe basarse en el punto de vista de que la conciencia
revolucionaria socialista sólo puede construirse a través de un
proceso pedagógico de «lucha de masas por objetivos factibles que
se correspondan con la experiencia, las necesidades y las
aspiraciones de los trabajadores»[54].
Al principio, lo «factible» se limitará, por necesidad, a medidas
de reforma dentro del capitalismo, pero a medida que la clase obrera
participa en la lucha, las implicaciones anticapitalistas de sus
necesidades y aspiraciones se revelan gradualmente.
Al mismo tiempo,
a través de su experiencia de lucha, la clase obrera aprende sobre
su capacidad de «autogestión, iniciativa y decisión colectiva» y
puede tener «un anticipo de lo que significa la emancipación»[55].
Así, la lucha por la reforma puede ayudar a preparar psicológica,
ideológica y materialmente a la clase obrera para la toma
revolucionaria del poder; puede tener el efecto de «crear
las condiciones,
tanto objetivas como subjetivas, en las que la acción revolucionaria
de masas se hace posible y en las que la burguesía puede verse
comprometida y derrotada en una prueba de fuerza»[56].
Esta
estrategia se basa en la observación de que la movilización «para
la conquista del poder y del socialismo -términos abstractos que ya
no sirven por sí mismos para movilizar a las masas- debe pasar por
la “mediación” de objetivos intermedios y movilizadores»[57]
que ayuden
en
la formación y educación de las masas, haciendo posible que vean el
socialismo no como algo en el más allá trascendental, en un futuro
indefinido, sino como la meta visible de una praxis ya en marcha; no
una meta que las masas deban desear abstractamente, sino a la que
apuntar mediante objetivos parciales en los que se prefigura[58].
Gorz
tiene claro que este proceso depende de la elección de un gobierno
de izquierdas; después de todo, la clase obrera necesita un
instrumento político que dirija la realización de estas reformas.
Este, para Gorz, debe ser un gobierno cuya perspectiva no se limite a
una mera «reforma reformista». Como dice Gorz en Strategy
for Labor,
una
«reforma reformista es aquella que subordina sus objetivos a los
criterios de racionalidad y viabilidad de un sistema dado»[59].
En cambio, las «reformas no reformistas» o reformas estructurales
están diseñadas para romper con esta lógica. Como explica en
Socialism
and Revolution:
Lo
que en la práctica distingue una política de reformas genuinamente
socialista del reformismo de tipo… «socialdemócrata» es… en
primer lugar, la presencia o ausencia de vínculos orgánicos entre
las diversas reformas, en segundo lugar, el ritmo y el método de su
aplicación y, en tercer lugar, la determinación, o ausencia de
determinación, de aprovechar el desequilibrio creado por las
reformas iniciales para promover nuevas acciones perturbadoras[60].
Mientras
que las «reformas reformistas» están diseñadas para insertarse en
el sistema capitalista sin perturbarlo significativamente, las
reformas estructurales pretenden deliberadamente romper el
«equilibrio» del sistema. Cada reforma de este tipo aporta
beneficios concretos a la clase trabajadora, pero también abre la
posibilidad de nuevos cambios.
De hecho, precisamente porque
desestabilizan el capitalismo, cada reforma estructural requiere la
aplicación de nuevas medidas para hacer frente a los efectos de esta
desestabilización, medidas que en sí mismas van en contra de la
lógica del capitalismo y que, por tanto, a su vez, estimularán
nuevas reformas y así sucesivamente en una dinámica radicalizadora
de cambio acumulativo. Las reformas estructurales, señala Gorz,
deben verse como «medios y no como fines, como fases dinámicas de
una lucha progresiva, no como puntos de parada»[61].
Gorz
sugiere que el ímpetu que subyace a la dinámica de la reforma
estructural fluirá en parte significativa de la resistencia burguesa
que encontrará cada reforma. La reacción de la clase capitalista a
cada reforma -expresada, por ejemplo, a través de la fuga de
capitales- puede tener el efecto de radicalizar aún más las bases
del movimiento al darse cuenta de que las reformas iniciales son
insuficientes y deben ir seguidas de otras medidas de cambio de mayor
alcance.
De este modo, la inevitable reacción de la burguesía ante
la intromisión socialista en su poder y sus privilegios puede
utilizarse como arma contra ella. Finalmente, Gorz sugiere que el
movimiento de masas debe llegar a la conclusión de que la reforma no
es suficiente y que es necesaria una ruptura revolucionaria.
Sin
embargo, el ímpetu también fluye del creciente empoderamiento del
movimiento fuera del Estado. Gorz sugiere que la ampliación y
consolidación del poder popular y las formas de democracia directa
desarrollarán la confianza del movimiento de masas en relación con
sus propias capacidades de autogobierno, aumentando así su apetito
por una mayor capacitación democrática y animándole a presionar a
sus líderes y representantes para que impulsen y profundicen el
proceso de reforma estructural.
De hecho, Gorz subraya que una
condición
sine
qua non
de
un proyecto de reforma estructural es que los cambios que introduzca
tengan su origen en iniciativas populares. En términos más
concretos, un programa de reforma estructural incluiría, por tanto,
medidas para fomentar, implantar y potenciar los órganos de
democracia directa en las comunidades y en los lugares de trabajo.
Intentaría desmercantilizar los servicios colectivos y ejercer un
control democrático sobre la economía a través de formas de
control de los trabajadores, la formulación y aplicación de «planes
alternativos» de los trabajadores para la producción (socialmente
útil) y a través de la socialización de la función de inversión,
por ejemplo.
Aunque
la principal fuerza motriz para el desarrollo de la dinámica de la
reforma estructural vendría «desde abajo», Gorz no imagina, sin
embargo, que este proceso pueda desarrollarse de forma totalmente
espontánea. La razón
de ser de
esta estrategia, como hemos visto, fluye de la observación de que la
conciencia socialista y las capacidades democráticas revolucionarias
entre la clase obrera deben construirse y alimentarse en la lucha,
pero Gorz tiene claro que «el desarrollo dialéctico de la lucha
presupone una intención socialista ya existente» entre «la
vanguardia del movimiento obrero y entre sus dirigentes»[63].
La
tarea de esta capa organizada (que incluiría, por supuesto, a los
representantes en el gobierno) sería guiar el proceso de
radicalización del movimiento, planificar las reformas a aplicar y
garantizar que cada medida se integre en un conjunto estratégico
global. Como dice Gorz, su papel principal sería «graduar los
objetivos, elevar la lucha a un plano constantemente superior y fijar
objetivos “intermedios”, allanando el camino al poder obrero, que
deben ser necesariamente superados tan pronto como se hayan
alcanzado»[64].
No obstante, se trataría de una vanguardia que trataría de abolirse
a medida que se desarrollaran las capacidades democráticas del
pueblo y que trataría de transferir el poder de las cumbres del
Estado burgués a los órganos emergentes de la democracia popular.
Habiendo «desencadenado o estimulado un movimiento de masas»,
señala Gorz, esta dirección debe tratar de «disolverse en él» y,
simultáneamente, liquidar las instituciones existentes del poder
estatal, sustituyéndolas por «los órganos de autogobierno y
autoadministración que la base soberana ha desarrollado para la
perpetuación de su soberanía» [65].
Al igual que Poulantzas, Gorz intenta aquí reflexionar sobre el
proceso de «extinción del Estado» tal y como podría ser llevado a
cabo por un movimiento que tratara de utilizar el poder del Estado
para crear las capacidades necesarias para superarlo y abolirlo.
Otra
perspectiva que une a Gorz y Poulantzas es su comprensión compartida
de la incertidumbre radical de cualquier empresa de este tipo. Gorz
tiene claro que no puede haber garantías de éxito y que la
estrategia corre un riesgo muy real de degenerar en reformismo (es
decir, «reforma reformista»). La reforma estructural, después de
todo, habita un espacio de tensión entre el mero reformismo, por un
lado, y la ruptura revolucionaria, por otro -de hecho, es
precisamente una perspectiva estratégica que pretende negociar un
curso de transición de uno a otro-, pero no puede haber ninguna
garantía sobre la dirección del viaje.
La cuestión es, sin
embargo, que dado que «la toma inmediata del poder por la
insurrección está fuera de alcance» no hay otra opción que
intentar avanzar hacia la transformación socialista a través de una
serie de pasos intermedios – «hay que correr el riesgo, porque no
hay otro camino»[66].
El
pensamiento de Gorz manifiesta también una incertidumbre radical de
otro tipo. Aunque, como hemos visto, especifica las características
cruciales e indispensables de la reforma estructural y proporciona
algunos ejemplos, también es claro, como Poulantzas, que es
imposible saber de antemano más que a grandes rasgos qué
comprendería una serie de reformas en cadena, en qué momento este
proceso se transformaría en revolución o, de hecho, en detalle,
cómo sería una revolución.
Esto se debe precisamente a que una
estrategia de reforma estructural sería un proceso de
experimentación, impugnación y aprendizaje práctico que giraría
en torno a la estimulación de la participación y el debate de masas
en el desarrollo de órganos de democracia de base y el desarrollo de
capacidades populares de autogestión, iniciativa y decisión
colectiva. Gorz tiene claro que la estrategia dependería en gran
medida de que los propios trabajadores formularan sus propias
reivindicaciones y éstas, por supuesto, estarían condicionadas por
las circunstancias específicas en las que se elaboraran.
Además, es
imposible predecir con exactitud los límites de la reforma -sólo
podemos conocerlos empujando contra ellos y sólo podemos desarrollar
los medios para ir más allá de estos límites construyendo
capacidades populares para el socialismo en y a través de un proceso
de lucha por medidas transitorias. De hecho, la cuestión sobre la
que pivota una estrategia de reforma estructural es, en palabras de
Wright, «no tanto “cómo hacer una revolución”, sino más bien
“cómo crear las condiciones sociales en las que podamos aprender
a
hacer una revolución”»[67].
Así
pues, al igual que la «vía revolucionaria al socialismo
democrático» de Poulantzas, la visión estratégica de Gorz implica
una interacción dinámica entre un movimiento de masas movilizado
enraizado en los órganos emergentes de la democracia popular y un
gobierno de izquierdas que opere dentro de las estructuras del Estado
capitalista. En cuanto a Poulantzas, este proceso comenzaría con
reformas dentro del capitalismo, pero se desarrollaría hacia la
ruptura revolucionaria y, aunque Gorz parece prever una liquidación
mucho más dramática de las instituciones estatales existentes que
Poulantzas, ambos ven este proceso como tendiente al «marchitamiento»
del Estado.
Ambos teóricos subrayan también el riesgo y la
incertidumbre inevitables de tal proyecto. Lo que Gorz añade, sin
embargo, es una teorización mucho más rica de la dinámica de la
reforma estructural, de las características esenciales y necesarias
de tales medidas transitorias y del proceso por el cual la ruptura
revolucionaria podría surgir dialécticamente de un proceso
pedagógico de lucha de masas por «objetivos intermedios» en una
dinámica creciente de revolución permanente.
Además,
está claro que la perspectiva de Gorz se asemeja mucho a la dinámica
actual de radicalización. De hecho, el relato de Gorz sobre la
reforma estructural resuena muy de cerca con el esbozo de Kouvelakis
de las posibilidades (desaprovechadas) inherentes a la victoria
electoral de Syriza. Como tal, el pensamiento de Gorz sobre la
reforma estructural, al igual que la visión de Poulantzas,
proporciona recursos conceptuales enormemente valiosos para nosotros
hoy en día en la búsqueda de la elaboración de una estrategia para
el socialismo que sea coherente con la tendencia concreta de la lucha
radical, allí donde hace avances significativos, a desarrollarse
hacia la formación de un gobierno de izquierda apoyado por un grado
sustancial de movilización popular.
Conclusión
Este
documento comenzó señalando que todas las formaciones de izquierda
radical que han avanzado políticamente en Europa recientemente han
compartido una orientación estratégica que pretende combinar la
actividad electoral y parlamentaria, por un lado, con la movilización
extraparlamentaria, por otro, y que, de forma crucial, un componente
central de este enfoque es intentar formar un gobierno de izquierdas
dentro de las instituciones del Estado capitalista.
Se argumentó
que, sin embargo, en su mayor parte, la izquierda radical en sentido
amplio -atrapada en una falsa dicotomía de «reforma frente a
revolución» en la que se enfrentan dos formas de mala fe- ha sido
incapaz de aprovechar las oportunidades abiertas por el avance de
estas formaciones. Sugerí que la perspectiva elaborada por la
Plataforma de Izquierda en Syriza captaba mejor el potencial
anticapitalista inherente a estas formaciones ascendentes y ofrecía
una forma de radicalizar su desarrollo desde dentro.
A
continuación, se argumentó que esta perspectiva estratégica podría
desarrollarse y enriquecerse recurriendo a los recursos teóricos
desarrollados a finales de los años sesenta y setenta. Se argumentó
que Poulantzas y Gorz, en particular, proporcionaron recursos
especialmente valiosos a este respecto que resuenan con fuerza en las
circunstancias actuales. El pensamiento
de Poulantzas en Estado,
poder, socialismo nos
permite situar una perspectiva de gobierno de izquierdas en un rico
análisis del poder del Estado capitalista que nos proporcionaría
una sofisticada comprensión de las posibilidades de compromiso en el
terreno en disputa del Estado y de las posibilidades, también, de su
reconfiguración (al menos parcial) en línea con los objetivos
socialistas.
El pensamiento de Gorz en Strategy
for Labour y
Socialism
and Revolution,
además, nos presenta recursos útiles en relación con el concepto
de «reformas no reformistas» transitorias y en relación con el
proceso dialéctico en el que la ruptura revolucionaria podría
surgir de su aplicación. Ambos teóricos nos presentan una
perspectiva estratégica que pivota sobre un proceso experimental de
sondeo de los límites de la reforma que, por su propia naturaleza,
no puede ofrecer garantías de éxito y para el que no puede haber
una hoja de ruta detallada de antemano.
Sin embargo, se trata de una
perspectiva que podría proporcionar a la izquierda radical una
estrategia para el socialismo que eluda las trampas gemelas de la
mala fe reformista y leninista, en las que el horizonte socialista se
pospone infinitamente a un futuro indefinido, y que nos proporcione
tracción en relación con los procesos concretos de radicalización
política tal y como se están desarrollando realmente en Europa.
Notas
[1]
Leo Panitch y Sam Gindin, « Class, Party and the Challenge of State
Transformation», The
Socialist Register,
2017, p. 36.
[2]
Es decir, la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo
Monetario Internacional.
[3]
Sobre la utilidad de este último término, véase Paul Blackledge,
‘Left Reformism, the State and the Problem of Socialist Politics
Today’, International
Socialism,
139 (verano de 2013) y mi respuesta: Ed Rooksby, ‘«Left Reformism»
and Socialist Strategy’, International
Socialism,
140 (otoño de 2013).
[4]
Utilizo el término «leninismo» para referirme a las organizaciones
socialistas revolucionarias que siguen el modelo de los bolcheviques
de Lenin. Hay diferentes variantes del leninismo, pero es justo decir
que la mayoría tienen en común orientación estratégica en sentido
amplio.
[5]
Blackledge, op. cit.
[6]
Donald Sassoon, One
Hundred Years of Socialism: the West European Left in the Twentieth
Century
(Londres: I. B. Tauris, 2010).
[7]
Ibídem, p. 23.
[8]
Véase Fred Block, «The Ruling Class Does not Rule: Notes on the
Marxist Theory of the State» en Fred Block (de) Revising
State Theory: Essays in Politics and Postindustrialism (Philadelphia:
Temple University Press, 1987) y Adam Przeworski, Capitalism
and Social Democracy (Cambridge:
Cambridge University Press, 1985).
[9]
Este fue el patrón de acontecimientos que acompañó, por ejemplo, a
la elección del gobierno presidido por François Mitterrand en 1981.
Véase Sassoon, op. cit., pp. 534-571.
[10]
Véase Yanis Varoufakis, «Confesiones de un marxista errático en
medio de una crisis europea repugnante», Znet, febrero de 2015,
https://zcomm.org/znetarticle/confessions-of-an-erratic-marxist-in-the-midst-of-a-repugnant-european-crisis.
Se trata del texto íntegro de un discurso pronunciado por primera
vez en 2013. Varoufakis fue ministro de Finanzas del Gobierno de
Syriza de enero a julio de 2015. (Traducción al castellano aquí).
[11]
Costas Douzinas, «The Left in Power? Notes on Syriza’s Rise, Fall,
and (Possible) Second Rise», Near Futures Online, marzo de 2016,
http://nearfuturesonline.org/the-left-in-power-notes-on-syrizas-rise-fall-and-possible-second-rise.
Douzinas fue diputado en el Parlamento griego por Syriza.
«Aquellos»,
prosigue, «que no han sido capaces de hacer frente a una
insurrección revolucionaria de la clase obrera como la de los
bolcheviques, no han sido capaces de hacer frente a una insurrección
revolucionaria de la clase obrera como la de los bolcheviques».
Aquellos», continúa, «que no supieron apreciar este hecho
fundamental fueron condenados a la más completa insignificancia
política». Véase Sassoon, op. cit., p. 56.
[13]
Véase, por ejemplo, Ernest Mandel, Revolutionary
Marxism Today (Londres:
New Left Books, 1979), pp. 1-66.
[14]
Nicos Poulantzas, State,
Power, Socialism (Londres:
Verso, 2000), p. 256.
[15]
Panagiotis Sotiris, «¿Cómo podemos cambiar el mundo si no podemos
cambiarnos a nosotros mismos?», RS21, noviembre de 2014,
https://rs21.org.uk/2014/11/13/how-can-we-change-the-world-if-we-cant-change-ourselves.
[16]
Para una crítica penetrante, véase Ralph Miliband, «Lenin’sThe
State and Revolution»,
The
Socialist Register,
1970 (traducción castellana aquí).
[17]
Véase Erik Olin Wright, Class,
Crisis and the State (Londres:
Verso, 1983), pp. 181-225.
[18]
V.
I.
Lenin, El
Estado y la revolución,
en V.
I. Lenin: Selected Works,
Vol.
7 (Londres: Lawrence and Wishart, 1937), p. 9.
[19]
Poulantzas, op. cit., p. 254.
[20]
Antonis Davanellos, «The Fourth Comintern Congress: “A way to
claim victory”»,
Revista Socialista Internacional, número 95,
https://isreview.org/issue/95/fourth-comintern-congress.
[21]
Sotiris, op. cit.
[22]
Véase Sebastian Budgen y Stathis Kouvelakis, «Grecia: Phase One»,
Jacobin, enero de 2015,
https://www.jacobinmag.com/2015/01/phase-one/.
[23]
Stathis Kouvelakis, « An Open Letter Regarding the Greek Left»,
Socialist
Worker,
29 de mayo de 2012, http://socialistworker.co.uk/art.php?id=28641.
[24]
Slavoj Žižek, « Addressing the Impossible », The
Socialist Register,
2017.
[25]
Ibídem, p. 349.
[26]
Budgen y Kouvelakis, op. cit.
[27]
Stathis Kouvelakis, «Grecia: Turning «No» into a Political Front»,
en Catarina Príncipe y Bhaskar Sunkara (eds) Europe
in Revolt (Chicago:
Haymarket, 2016), pp. 18-19.
[28]
Reafirma su compromiso con dicha estrategia en el ensayo antes
mencionado.
[29]
Véase Nicos Poulantzas y Henri Weber, «The
State and the Transition to Socialism»
en
James Martin (de) The
Poulantzas Reader: Marxism, Law and the State
(Londres: Verso, 2008), pp. 334-360. (traducción castellana aquí).
[30]
Poulantzas, op. cit., p. 129.
[31]
Véase, por ejemplo, Ian Gough, The
Political Economy of the Welfare State (Houndmills:
Macmillan, 1979).
[32]
Alexander Gallas, The
Thatcherite Offensive: A Neo-Poulantzasian Analysis (Chicago:
Haymarket, 2015), p. 40.
[33]
Véase Bob Jessop, Nicos
Poulantzas: Marxist Theory and Political Strategy (Houndmills:
Macmillan, 1985), pp. 125-128.
[34]
Panagiotis Sotiris, « Neither an Instrument nor a Fortress:
Poulantzas’s Theory of the State and his Dialogue with Gramsci’,
Historical
Materialism,
22.2 (2014), pp. 154-155.
[35]
Véase Poulantzas, op. cit. p. 253-255.
[36]
Poulantzas y Weber, op. cit., p. 338.
[37]
Poulantzas, op. cit., p. 263.
[38]
Ibídem, pp. 258-9.
[39]
Poulantzas y Weber, op. cit., p. 343.
[40]
Ibid, p. 341.
[41]
Poulantzas, op. cit., p. 262.
[42]
Ibídem, p. 265.
[43]
Ibid, p. 263.
[44]
Ibídem, p. 265.
[45]
Sotiris, «Ni…», op. cit., p. 155.
[46]
Véase Poulantzas y Weber, op. cit., p. 351.
[47]
Véase Sassoon, op. cit., pp. 536-538.
[48]
André Gorz, Strategy
for Labor: a Radical Proposal (Boston:
Beacon Press, 1968).
[49]
André Gorz, Socialism
and Revolution (Nueva
York: Anchor Press, 1973).
[50]
La obra de la que más se nutre la siguiente exposición del
pensamiento de Gorz.
[51]
Véase Sassoon, op. cit., pp. 397-400.
[52]
Gorz no utiliza este término. Escribe, en cambio, sobre la «posición
maximalista» y las «tendencias maximalistas» (ver Gorz, Socialism
and Revolution,
op.
cit., p. 153 y p. 154 por ejemplo), pero está claro que utiliza
estos términos para designar el mismo enfoque estratégico que he
llamado leninismo en este trabajo.
[53]
Ibid, p. 135.
[54]
Ibid, p. 154.
[55]
Ibid, p. 159.
[56]
Ibid, p. 135.
[57]
Gorz, Strategy
for Labor,
op. cit., p. 11.
[58]
Ibid, p. 10.
[59]
Ibid, p. 7.
[60]
Gorz, Socialism
and Revolution,
op. cit., p. 141.
[61]
Ibid, p. 148.
[62]
Ibid, p. 158.
[63]
Ibid, p. 154.
[64]
Ibid, p. 154.
[65]
Ibid, pp. 176-177.
[66]
Gorz, Strategy
for Labour,
op.
cit. p 8.
[67]
Erik Olin Wright, op. cit., p. 233, n. 11. Wright no se refiere aquí
específicamente a Gorz. No obstante, Wright adopta una perspectiva
estratégica muy similar y sus palabras parecen aplicables.
Fuente:
Jacobin