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martes, 12 de agosto de 2025

Construyendo el partido de la izquierda en el Reino Unido

 

 Por James Schneider   
      Organizador político y escritor inglés.



     En los últimos meses, varios grupos de la izquierda organizada británica han debatido la formación de un nuevo vehículo nacional: un partido político o una alianza electoral. La necesidad de una institución de este tipo es evidente. El actual gobierno laborista se caracteriza por la deferencia a los intereses corporativos, la complicidad en genocidios y la represión de la disidencia. Mientras la oposición conservadora sigue obsesionada con las guerras culturales y manchada por su largo historial de desgobierno, el partido ultraderechista Reform UK parece encaminarse a obtener una mayoría relativa del voto popular, presentando su visión powelliana como la única alternativa viable. 

Las encuestas sugieren que un partido de izquierda podría obtener tantos votos como el gobernante, con ambos alcanzando el 15%. Esta cifra podría aumentar aún más si se consolidara en distritos electorales clave y lanzara un ataque contundente contra el consenso de Westminster: un evento que marcaría un gran avance para un bloque socialista históricamente limitado por las limitaciones del laborismo. Si bien los políticos y operadores clave de esta nueva organización aún no han desarrollado un esquema claro, la destacada diputada socialista Zarah Sultana y el exlíder laborista Jeremy Corbyn han anunciado una conferencia inaugural, que se celebrará este otoño, en la que se podrán decidir democráticamente las políticas y los modelos de liderazgo. Unas sorprendentes 200.000 personas se han inscrito en menos de 24 horas.


El exlíder del Partido Laborista, Jeremy Corbyn (izquierda), y Zarah Sultana, diputada por Coventry South, frente a la estación de tren Euston de Londres.

Uno de los organizadores que ha trabajado en este proyecto es James Schneider. Nacido en 1987, Schneider se radicalizó tras la guerra de Irak y la crisis financiera mundial. Cofundó el grupo de campaña Momentum para generar apoyo popular al liderazgo de Corbyn en 2015, y un año después fue nombrado Director de Comunicaciones Estratégicas del partido: un puesto en el que abogó por un populismo de izquierdas sin complejos, intentando, en vano, resistir la presión para ceder ante la derecha laborista en cuestiones clave como el Brexit. Desde entonces, ha publicado Our Bloc (2022), su proyecto para el futuro de la izquierda británica, y ahora trabaja como Director de Comunicaciones de la Internacional Progresista.




Schneider conversó con Oliver Eagleton sobre algunas consideraciones cruciales en el proceso de construcción de un partido: cómo puede mediar entre el poder popular y el electoral, las estructuras organizativas que debe establecer, los factores que previamente impidieron su lanzamiento y los ejemplos internacionales de los que puede aprender. Esta es la primera de una serie de reflexiones sobre el panorama de la izquierda post-corbynista que aparecerán en Sidecar.





Oliver Eagleton: Comencemos con su relato general de lo que un hipotético partido de izquierda debería esperar lograr en el panorama político de la década de 2020, especialmente en países como Gran Bretaña, donde enfrentaría una serie de obstáculos importantes, desde el control de los medios de comunicación del establishment hasta el sistema antidemocrático de Westminster y la división de las fuerzas a la izquierda del Partido Laborista.

James Schneider: La tarea de este partido debería ser emprender diferentes formas de "construcción política". En primer lugar, está la construcción de la unidad popular: tomar los distritos electorales que actualmente forman una mayoría sociológica y convertirlos en una mayoría política. En Gran Bretaña, estos son la clase trabajadora con escasos recursos, los graduados con movilidad social descendente y las comunidades racializadas. La mayoría de la gente piensa en los distritos electorales en términos puramente electorales: "¿Cómo podemos ganar algunos escaños más?", etc. Pero en esencia, no importa si se tienen cincuenta, cien o doscientos diputados a menos que la estrategia electoral esté vinculada a este proyecto social más amplio. 

Luego está la construcción del poder popular: construir organizaciones estructuradas que las personas puedan usar para controlar democráticamente diferentes aspectos de sus vidas, ya sea obteniendo concesiones del capital y el Estado, o trascendiéndolos parcialmente, desmercantilizando ciertos recursos o creando espacios de autonomía. Esto permite a las personas legislar colectivamente desde abajo, a la vez que crea las condiciones para que su partido legisle desde arriba. El movimiento obrero y las cooperativas británicas han cumplido tradicionalmente este propósito. Otros países tienen tradiciones más variadas de creación de poder popular, a través de grupos de arrendatarios, colectivos agrícolas, sindicatos de deudores y ocupaciones de tierras, por nombrar solo algunos.   

Esto nos lleva a la forma final de construcción política: la de una alternativa popular. La unidad y el poder popular demuestran que existen alternativas para organizar la sociedad en su conjunto, a la vez que se construye un programa de gobierno mayoritario capaz de satisfacer las necesidades de la gente a corto y mediano plazo. Si seguimos esta estrategia tripartita, comenzaremos a ver el surgimiento de nuevas formas de protagonismo popular que difunden la lucha y el control en toda la sociedad.  

Permítanme darles dos ejemplos de Colombia. Históricamente, este país fue uno de los principales bastiones del imperialismo en el continente, dominado por una élite compradora conservadora. Sin embargo, durante más de setenta años, el petróleo del país ha sido de propiedad pública, debido a que los trabajadores petroleros iniciaron una huelga indefinida en 1948 que obligó al Estado a establecer una empresa nacionalizada. La persistente presión popular ha impedido que ningún gobierno haya podido revertir la decisión. Más recientemente, en 2010, se formó una institución llamada Congreso de los Pueblos para agrupar diversos movimientos sociales y luchas territoriales: urbanas, campesinas e indígenas. Una de sus iniciativas fue establecer territorios de producción de alimentos controlados por los campesinos que vinculaban a los pequeños agricultores con los pobres urbanos, y finalmente obligaron al gobierno a reconocer y apoyar estos territorios en expansión, que el movimiento concibe como "trincheras del poder popular". Esta estrategia de legislar desde abajo alimentó la elección del primer gobierno de izquierda de Colombia en 2022, liderado por Gustavo Petro. 

En resumen, nuestro partido debe ser un vehículo para establecer la unidad, un catalizador para la organización popular y una palanca para la movilización popular hacia una alternativa social. Nuestro objetivo a largo plazo, mucho más allá de lo que se pueda lograr en la década de 2020, debería ser establecer una sociedad que reconozca la dignidad esencial de cada persona. Si bien este principio es evidente para muchos, las macroestructuras de nuestro sistema global se oponen firmemente a él. El orden actual se basa en la tríada del capital, la nación y el Estado. Nuestro objetivo debería ser reemplazarlo por uno diferente: el social, el internacional y el democrático: tres lógicas entrelazadas que abren espacio a nuevas formas de vida más allá de la explotación, el imperio y el control vertical. Esto significa socializar la economía, transformar nuestra posición en la cadena de relaciones imperialistas y la división global del trabajo, y democratizar el Estado. No hay camino hacia un futuro ecológico sostenible sin estas transformaciones. En este país, nunca hemos tenido un vehículo que haya intentado lograr este tipo de cambio a través de la política de masas. Ninguno de los pequeños grupos de izquierda lo ha hecho. Incluso bajo el liderazgo de Corbyn en el Partido Laborista, no concebimos nuestro objetivo en estos términos. Lo que se requiere es un partido popular y un conjunto de organizaciones que lo rodeen, capaces de alcanzar el poder en todos los sentidos: social, cultural, político e industrial. 

OE: ¿Puede decirnos más sobre cómo esta estrategia se adaptaría a las realidades prácticas de la política británica actual?

JS: Los sectores sociales que describí anteriormente —trabajadores con escasos recursos, graduados con movilidad social descendente y personas racializadas— serían los más beneficiados por un movimiento para abolir la situación actual. Por supuesto, un partido de izquierda también debería buscar apoyo más allá de estos grupos: existen elementos progresistas tanto fuera como dentro, por lo que no puede ser un proceso rígido ni mecánico. Pero estos son los tres actores principales a través de los cuales se puede forjar la unidad popular. Algunas de las razones por las que constituyen una mayoría numérica están relacionadas con la posición global de Gran Bretaña como economía avanzada en el núcleo capitalista, pero otras son más específicas: por ejemplo, las políticas impulsadas por el Nuevo Laborismo en educación superior, vivienda e industria, que crearon la categoría del graduado con movilidad social descendente (irónicamente, ya que el Nuevo Laborismo fue en parte el proyecto de una clase de graduados con movilidad social ascendente). Cada vez más, las acciones del establishment —especialmente del actual gobierno laborista— están consolidando un interés común entre estos sectores. Los partidos de Westminster han empobrecido a los pobres en activos junto con los graduados más jóvenes, y han tratado de culpar a las personas racializadas, incluidas aquellas que no encajan en estas otras dos categorías sociales, lo que les da una base compartida para revertir el status quo. 

Así que el potencial está ahí. Lo que falta es la capacidad. En lo que respecta al poder popular, partimos de un nivel muy bajo. La vida cívica en Gran Bretaña, como en gran parte del Norte Global, ha quedado reducida a cenizas. La vida asociativa de la clase trabajadora ha sido destruida; no solo los sindicatos y las cooperativas, sino también las bibliotecas, los bares, los clubes, las bandas, los equipos deportivos. Cada vez menos gente recuerda esta cultura política anterior. Nuestra mayor manifestación de poder popular es el movimiento obrero, y lo principal que ha experimentado en los últimos cincuenta años es la derrota, lo que naturalmente crea una postura defensiva. ¿Cómo la superamos? Bueno, el poder popular siempre se basa en la densidad. Hay una razón por la que la fábrica crea oportunidades políticas para la izquierda; y lo mismo ocurre con el barrio obrero, como lugar donde la gente se reúne de forma natural. En Gran Bretaña, esto tiene claras implicaciones para la estrategia electoral debido al sistema de mayoría simple. No soy defensor de ese sistema, pero existe y debemos trabajar con él por el momento. Una cosa que nos obliga a hacer es seguir una estrategia de densidad: enraizar nuestro proyecto en áreas específicas en las que esos tres grupos sociales tienen una supermayoría. 

Analicemos las elecciones del año pasado, donde los cinco independientes que se postularon a la izquierda del Partido Laborista obtuvieron escaños en el parlamento: una victoria relativamente pequeña, pero también histórica, ya que anteriormente solo había habido tres independientes a la izquierda del Partido Laborista desde la Segunda Guerra Mundial. La situación en Islington North, donde Corbyn venció al contrincante laborista por un margen aplastante, fue algo sui generis, ya que se trataba de un candidato con perfil nacional y un reconocimiento absoluto. Sin embargo, tiene implicaciones más amplias, ya que hasta el último elemento restante de poder social se movilizó en apoyo de la campaña, precisamente porque la gente la veía como una expresión de su propia vida cívica. Todos los grupos de jardinería, todas las iglesias, todas las mezquitas, todas las secciones sindicales de la zona: todos reconocieron que Corbyn era su encarnación política, razón por la cual votaron por él, casi independientemente de sus opiniones sobre políticas específicas. 

Los otros cuatro independientes también ganaron en gran medida gracias al verdadero poder social de sus comunidades, que reside principalmente en las mezquitas, aunque, por supuesto, muchos no musulmanes y no practicantes también hicieron campaña y votaron por ellos. La gente va a la mezquita todas las semanas. Es un lugar de sociabilidad, de bienestar, de guía moral. Y así, aunque estos candidatos independientes serían los primeros en admitir su inexperiencia política —que no contaban con campañas ingeniosas, comunicaciones innovadoras ni una plataforma política integral—, alcanzaron la victoria gracias a esta identificación con el centro de poder de la comunidad, lo que ayudó a canalizar su repulsión compartida ante el genocidio de Gaza, junto con una serie de otros problemas. Precisamente por eso el establishment reaccionó con tanto horror. No se trataba solo de islamofobia; también era un reconocimiento aterrado de que el poder popular puede eludir las estructuras que se supone deben neutralizarlo. 

OE: Si su ambición es crear algún tipo de vínculo vinculante entre un partido político y formas más amplias de vida asociativa, entonces quizás deba establecerse una distinción entre movimientos e instituciones. Los primeros pueden ser efímeros y amorfos, incapaces de crear formas duraderas de poder popular, en ausencia de los segundos. Podría decirse que, en lo que respecta a temas como el genocidio de Gaza, es el movimiento el que activa a las personas como sujetos políticos, la institución la que traduce esa politización en poder popular y el partido el que aprovecha ese poder para influir o controlar el Estado. Esto me lleva a preguntarme: si la cultura institucional de la clase trabajadora británica ha sido destruida en gran medida durante el último medio siglo, dejando solo enclaves aislados, ¿no estamos perdiendo un eslabón crucial en esta secuencia? ¿Cómo debería un nuevo partido de izquierda abordar este problema? 

JS: Necesitamos construir más instituciones. Para mí, esta es la tarea estratégica más importante del partido y también la que probablemente se pase por alto. Además de fortalecer las manifestaciones de poder popular que han sobrevivido a las ruinas del neoliberalismo, debemos crear otras nuevas. El número de hogares de alquiler en el Reino Unido es de 8,6 millones. El número de personas en sindicatos de inquilinos es de aproximadamente 20.000. Solo el 38% de los inquilinos votó en las últimas elecciones. Si, con el Partido Laborista de Corbyn, hubiéramos decidido salir a tocar puertas y organizar a los inquilinos, ¿cuántos líderes tendríamos ahora? ¿Cómo podríamos haber cambiado la conciencia de la izquierda laborista, alejándola de la propaganda de un partido parlamentario en Twitter y orientándola hacia la construcción de instituciones sólidas propias? Podrías plantearte las mismas preguntas sobre una variedad de otros temas. Con 600.000 afiliados laboristas, 450.000 de ellos de izquierdas, podríamos haber decidido que organizarnos en torno a la cuestión X o Y era una prioridad política. Si hubiéramos movilizado incluso al 10% de esos afiliados de izquierdas, podríamos haber creado nuevas organizaciones populares: cooperativas de alimentos, sindicatos de contribuyentes, grupos de salud mental. Se podrían haber organizado campañas para una huelga climática o para intentar que los servicios públicos pasaran a ser propiedad pública mediante boicots masivos. Hay muchísimas posibilidades, y no me corresponde ser prescriptivo sobre cuáles debemos priorizar en los próximos años. Estas decisiones deben ser tomadas democráticamente por un partido político nacional.  

Si el nuevo partido dedica todo su tiempo a desarrollar la política de asistencia social perfecta para nuestro imaginario futuro tecnocrático de izquierdas cuando dirijamos el Estado, no llegará a ninguna parte. Si se considera un Partido Laborista 2.0, con mejores políticas que el actual, pero sin canales para una participación popular real, será destruido por poderes opuestos. Durante la era Corbyn, estábamos atrapados en una posición en la que los miembros del Partido Laborista a menudo se veían obligados a esperar a que un puñado de personas en la cúpula tomara decisiones, en lugar de convertirse ellos mismos en agentes y líderes. No podemos repetir ese error. Creo que es importante recordar que fuera de Europa y Norteamérica, las reuniones políticas no son malas. No son aburridas. Son animadas, participativas y arraigadas en la cultura popular: con música, comida e incluso baile. La gente normal asiste porque pertenece. Hay diferentes maneras de participar. Y eso se debe a que su propósito es fortalecer los lazos de solidaridad y unidad para que la gente pueda salir y participar en la construcción del poder popular. 

OE: ¿Cómo debería el nuevo partido que usted imagina crear este tipo de cultura política no tradicionalmente británica? 

JS: En la Gran Bretaña contemporánea, el establishment no tiene nada que contar: dice que todo está básicamente bien y que hay que callarse los problemas. El bloque reaccionario, mientras tanto, dice que todo está mal: no se puede conseguir una cita en el NHS, la vivienda es inasequible, el sueldo ha bajado y la razón de todo esto son los musulmanes, los inmigrantes y las minorías. Cuando estas son las únicas narrativas disponibles, es probable que la segunda gane, porque al menos aborda algunos agravios reales. Pero lo cierto es que atacar a las minorías es en sí mismo una postura minoritaria. Puede que haya cierto tipo de racismo generalizado en Gran Bretaña, pero la mayoría de la gente no se detiene a pensar en cuánto odia a los extranjeros, así que hay una clara oportunidad para una narrativa diferente. Lo que deberíamos ofrecer, en cambio, es una "lucha de clases con una sonrisa". Deberíamos rechazar todas las devociones de la clase política, mediática y estatal, porque son odiadas por el público, y con razón. Deberíamos generar controversias en lugar de retractarnos de ellas. Este estilo comunicativo se suele denominar populismo de izquierda. Implica trazar una línea de antagonismo clara y contundente, donde hay unidad de nuestro lado y división del otro. Esa línea de antagonismo es extremadamente simple: la causa de nuestros problemas son los banqueros y los multimillonarios. Están en guerra con nosotros, así que nosotros vamos a la guerra con ellos. Deberíamos aspirar a desconcertar e indignar a los medios de comunicación con un estilo político combativo pero también alegre. Deberíamos tener reuniones como las que he descrito, con música, comida y grupos de debate, y donde la gente pueda salir con acciones claras que llevar a cabo. Esto, naturalmente, significa que el partido debería tener su sede principalmente fuera de Westminster; no debería asociarse con tipos trajeados que se pasan el tiempo murmurando hipócritas a las cámaras de noticias. 

Mi sueño es una fiesta que impacte con el mismo impacto que "Turn the Page" , el tema de apertura del álbum debut de The Streets, Original Pirate Material . Algo que nunca hayas escuchado antes, pero que sea reconocible al instante; inconfundiblemente británico y arraigado en la vida cotidiana, desde los pubs hasta las aceras. Un sonido, o en nuestro caso, una política, que fusiona sin esfuerzo culturas y tradiciones, anclado en la clase y la comunidad, pero que avanza con confianza y estilo. Necesitamos habitar este tipo de registro nacional-popular. Para decirlo de una manera más teórica, la eficacia de este tipo de política proviene de desbloquear la valencia progresiva potencial de la dimensión "nacional" de la tríada capital-nación-estado. En Sidecar publicaste un artículo breve y reflexivo de Dylan Riley la semana pasada titulado "Lenin in America", que, siguiendo a Gramsci, argumentaba que Lenin hoy buscaría una "relación productiva y creativa con la cultura política revolucionaria nacional-democrática específica en la que uno opera". La izquierda británica debería pensar en estos términos.




OE: Mencionaste a Colombia como modelo, pero pensemos por un momento en las diferencias históricas y contextuales. Allí, existía un Estado dominado por los dos partidos principales, el Liberal y el Conservador, que durante décadas colaboraron con Estados Unidos para mantener al país en una situación de dependencia periférica, excluyendo a los sectores populares del poder. Por lo tanto, muchos de estos sectores estaban en gran medida desintegrados en los procesos de acumulación económica y participación política, lo que contribuyó a forjar ciertas tradiciones de lucha autónomas: movimientos guerrilleros que controlaban amplias zonas rurales, campañas contra el extractivismo, grupos que defendían territorios indígenas. Petro logró unificar muchas de estas fuerzas en su proyecto electoral, incorporando a los forasteros —los "don nadie", como se les llamaba cariñosamente— al corazón del gobierno. En Gran Bretaña, en cambio, el problema de larga data ha sido menos la exclusión popular que la asimilación popular. El Partido Laborista ha sido tradicionalmente una herramienta para subsumir a la clase trabajadora en el Estado y reconciliarla con el imperialismo, con el resultado de que nuestra cultura de lucha popular es menos activa. Nuestras reuniones de izquierda son más aburridas; la base orgánica para este tipo de política de masas es mucho más débil. 
El liderazgo de Corbyn realizó una evaluación sobria de estas condiciones. Su objetivo no era necesariamente empoderar a las bases y esperar que los llevaran a la victoria. Se trataba, más bien, de explotar una situación de crisis política, tomar el poder estatal e implementar un programa de reformas no reformistas que, a su vez, galvanizaría a sectores más amplios de la población, fortaleciendo a trabajadores, inquilinos, migrantes, etc. Este enfoque, en el que la política desde arriba precede a la política desde abajo, no fue simplemente un error estratégico. Fue un reflejo de nuestra particular situación histórica y las posibilidades políticas que generó. Se podría argumentar que esas mismas condiciones también han moldeado la forma en que se ha desarrollado hasta ahora el plan para un nuevo partido de izquierda, con decisiones tomadas por un estrato relativamente pequeño de operadores políticos que esperan, con razón, utilizar las victorias electorales para impulsar luchas más amplias. 

JS: La explicación que ofreces es, en general, correcta y ayuda a explicar por qué la conciencia predominante en la izquierda británica es altamente electoralista. No estoy argumentando en contra de ganar elecciones ni de entrar en el gobierno. Creo que es esencial. Pero hay dos razones por las que puede y debe combinarse con estos otros procesos de construcción política desde el principio. En primer lugar, la asimilación de la clase trabajadora británica —no solo a través del Partido Laborista, sino también de los sindicatos durante el período corporativista— nunca fue total: siempre hubo revueltas populares y focos de resistencia. Por lo tanto, existen tradiciones radicales sobre las que construir. En segundo lugar, nos acercamos al final de una ofensiva capitalista de décadas que pretendía destruir dicha resistencia. Esto se logró en parte mediante la asimilación, pero principalmente mediante la fuerza bruta: la exclusión violenta de las masas tanto en el Norte como en el Sur Global, con mineros británicos decapitados y izquierdistas argentinos arrojados desde helicópteros. Lo que vemos hoy es que esta embestida comienza a estancarse, no por la oposición externa, sino por sus propias limitaciones internas: la incapacidad de Estados Unidos para frenar el desarrollo soberano chino, especialmente después de 2008; y la creciente presión sobre los recursos a medida que la crisis ecológica se intensifica. Esto crea una oportunidad vital para un partido de izquierda. 

Pero no podemos simplemente repetir el corbynismo en este contexto. No estamos al frente de un partido de gobierno y no tenemos ninguna posibilidad de lograrlo pronto. Por lo tanto, esa apuesta electoralista, que fue derrotada en primer lugar, es aún menos viable ahora. El número de personas que eran conscientes de la estrategia 2015-19, tal como la describe, también era extremadamente limitado: solo un puñado entre el gabinete en la sombra y los asesores principales la habrían articulado de esa manera. La lógica del socialismo parlamentario se mantuvo prácticamente intacta. Creo que necesitamos un cambio fundamental en nuestra visión estratégica para crear un consenso en la izquierda que reconozca la importancia del poder popular. 

Si busca un ejemplo negativo, puede considerar al Partido Verde. Su enfoque consiste en elegir a sus candidatos a cargos públicos para que puedan usar su perfil para defender políticas progresistas. En sus propios términos, han tenido cierto éxito, eligiendo a un diputado entre 2019 y 2024 y cuatro desde entonces, además de numerosos concejales locales. Pero ¿qué impacto han tenido en la conciencia pública? Prácticamente ninguno. Rebelión contra la Extinción y Viernes por el Futuro han tenido un efecto mucho más tangible en la política ambiental de masas. El enfoque matemático de los Verdes —cuantos más representantes electos, mejor— tiene doscientos años de antigüedad, y se remonta a la época de las revoluciones liberales, cuando el discurso público se desarrollaba en parlamentos y asambleas recién formados donde los números realmente importaban. Es totalmente inadecuado para la década de 2020. El portavoz más elocuente del partido ni siquiera es diputado. Últimamente hemos estado escuchando cosas como «Junto con los Verdes, un partido de izquierda podría mantener el equilibrio de poder en Westminster». Este es el mismo tipo de disparate autoengañoso que algunos en el Grupo de Campaña Socialista llevan años difundiendo: «Si nos quedamos en el Partido Laborista y mantenemos un perfil bajo, quizá mantengamos el equilibrio de poder». ¿Cómo ha funcionado eso?

OE: Se trata de un modelo liberal de frente popular que implícitamente compromete a la izquierda a apoyar a un gobierno laborista, lo cual sería un suicidio moral y político. Pero, para centrarnos un momento en las lecciones del corbynismo: la mayoría reconoció que una de las principales razones de su derrota fue la falta de una base social sólida, lo que dificultó la lucha contra las campañas de desprestigio y el sabotaje político a los que fue sometido el proyecto. Pero después de 2019, muchas de esas personas se dedicaron a «construir la base» de una manera desvinculada de cualquier infraestructura nacional mayor, dando lugar a un conjunto de iniciativas dispares —un sindicato comunitario por aquí, un grupo de acción directa por allá— que el gobierno de turno ha ignorado o reprimido en su mayoría.
Actualmente, se acepta ampliamente que se necesita una síntesis de organización electoral y popular, como usted menciona, pero aún no hay consenso sobre la forma que debería adoptar. Se ha debatido mucho si esta nueva organización debería ser un partido desde el principio o si debería comenzar como una alianza electoral. Quienes defienden esta última postura argumentan que la situación fragmentada de la izquierda británica, y de la vida cívica británica en su conjunto, implica que necesitamos una estructura de coalición que pueda abarcar las luchas locales y apoyar a los líderes comunitarios que quizá no se identifiquen explícitamente con «la izquierda», aunque compartan ampliamente nuestra política. Sin embargo, al mismo tiempo, una coalición flexible amenaza con institucionalizar la situación fracturada de la izquierda en lugar de repararla. ¿Cuál es su postura sobre estas cuestiones? 

JS: No estoy a favor de ninguna de las dos posturas, al menos no de sus versiones extremas. Por un lado, se corre el riesgo de tener un laborismo recalentado con mejores políticas, pero con una estructura de partido similar, cuya prioridad principal es encontrar candidatos para las elecciones locales. Por otro lado, el peligro es que terminemos con un paraguas flexible de independientes que no ofrece una perspectiva gubernamental para un cambio real. Ninguna de estas dos opciones va a generar un poder genuino en la sociedad. 

En el libro que escribí tras la derrota de 2019, defendí una federación de los movimientos, organizaciones estructuradas y fuerzas de izquierda existentes que pudiera servir de base para un proyecto más ambicioso. Hoy en día, sigue siendo perfectamente plausible que una organización federada pueda desempeñar este papel: sentar las bases para los diferentes tipos de construcción política que mencioné anteriormente. Sin embargo, para empezar, se seguiría necesitando una estructura unificada de toma de decisiones para poder establecer cualquier tipo de estructura mayor, ya sea federal, confederal o central. Optar por una coalición en lugar de un partido no cambiaría el hecho de que la gente primero debe unirse y acordar las líneas básicas, y hasta ahora esto no ha sucedido. Tampoco hay ninguna razón por la que un partido no pueda respetar la diversidad de posiciones, con diferentes tendencias y pluralismo interno. Una marca política local existente debería poder seguir operando con un alto nivel de autonomía, si así se desea. Estas son, francamente, cuestiones secundarias que pueden resolverse cuando se establezcan los canales deliberativos adecuados. 

Mi modelo preferido sería una estructura donde confiáramos la estrategia a la membresía y las tácticas al liderazgo. Las principales cuestiones estratégicas —qué tipo de construcción de poder social priorizar, cómo distribuir recursos a los activistas en todo el país, qué tipo de educación y formación política proporcionar, cuál debería ser el contenido del programa político— se decidirían colectivamente. Las tácticas, es decir, cómo se alcanzan estos objetivos estratégicos, podrían ser determinadas en gran medida por los organizadores o políticos de primera línea. Para que esto funcione, tendría que haber un sistema de liderazgo colectivo. Podría ser algo así: una lista de liderazgo de doce o quince personas se presentaría con una propuesta estratégica y quizás también una propuesta política, que presentaría a los miembros, quienes emitirían votos transferibles para su estrategia preferida y los candidatos asociados. Esto daría lugar a un comité nacional compuesto por líderes de diferentes listas, que sintetizaría las diversas propuestas y las presentaría a la conferencia de miembros, donde podrían ser aprobadas, modificadas o rechazadas. El comité también elegiría a personas para diferentes cargos nacionales: nuestro portavoz principal, nuestro organizador principal, nuestro enlace con los movimientos progresistas, nuestro gestor del partido, etc. De esta manera, seguiríamos teniendo personas en puestos de liderazgo identificables, pero no se trataría solo de un concurso de popularidad. Se crearía un estrato de líderes capaces de tomar decisiones ágiles y tácticas, pero también se fomentaría el protagonismo popular al convertir la estrategia en un esfuerzo colectivo.  

OE: Si un partido de izquierda se hubiera lanzado antes, podría haber aprovechado varias oportunidades políticas. A nivel de élite, podría haber aprovechado la decisión de Starmer del pasado julio de suspender a siete diputados, incluida Sultana, del partido parlamentario, quizás convenciendo a más de abandonar el partido. A nivel de masas, podría haber organizado una respuesta unida de la izquierda a la creciente ola de violencia racista incitada tanto por Starmer como por Farage. ¿Por qué, en su opinión, el proyecto ha tardado tanto en salir a la luz pública?

JS: Llevo trabajando en esto casi un año, y creo que existen factores estructurales que dificultan el lanzamiento de cualquier cosa: no solo el tipo específico de partido de izquierda que he defendido, sino cualquier tipo de partido de izquierda. Como ya he dicho, todo se reduce a la cuestión de la toma de decisiones. ¿Qué decisiones son legítimas? ¿Quién puede tomarlas y quién puede implementarlas? Existe el dilema del huevo y la gallina: no se pueden tomar decisiones hasta tener una estructura, pero para tener una estructura es necesario tomar decisiones. En otras situaciones equivalentes, este problema se soluciona de tres maneras. 

La primera es la intervención de un hiperlíder. Jean-Luc Mélenchon dice: «El Partido de Izquierda no funciona, estoy formando La Francia Insumisa», y eso es lo que ocurre. La gente lo sigue. En Gran Bretaña no tenemos ese tipo de figura. Tenemos una especie de hiperlíder en Jeremy, una persona cuya autoridad moral y política supera a la de cualquier otro; pero él no actúa así. No es su estilo. 

La segunda es una organización estructurada preexistente con capacidad disciplinada para tomar decisiones. Podría ser un sindicato o una campaña política. En Sudáfrica, Abahlali baseMjondolo, un movimiento de personas que viven en chabolas informales, cuenta con 180.000 miembros en 102 asentamientos de viviendas y está llevando a cabo ocupaciones de tierras en cuatro provincias. Asistí a su asamblea general cuando observaba las elecciones en Sudáfrica el año pasado y presencié sus debates sobre la creación de su propio vehículo electoral. Pueden utilizar los mecanismos democráticos existentes que permiten tomar, impugnar y revocar decisiones como parte de un proceso abierto donde todos conocen su postura. Esto también falta en Gran Bretaña. 

La tercera solución es un pequeño grupo de personas políticamente avanzadas y estrechamente alineadas que puedan tomar decisiones colectivamente. A lo largo de la historia, ha habido muchos partidos comunistas formados por unas doce personas sentadas alrededor de una mesa, que rápidamente se convirtieron en vehículos de masas. Pero aquí, las discusiones se dan entre personas con orígenes y prioridades muy diferentes, que carecen de esta perspectiva colectiva. 

Como resultado de estos tres factores estructurales, surge un factor contingente adicional de gran importancia. Es, de hecho, el factor determinante, aunque sea posterior a los demás. Se trata de la cuestión de las personalidades. En momentos de insuficiencia colectiva como este, los problemas individuales cobran protagonismo. Esto se vuelve mucho más decisivo en condiciones de parálisis objetiva. Pero ahora, afortunadamente, parece que se están logrando avances. Un nuevo partido está tomando forma a pesar de estos obstáculos, porque tanto la necesidad política como la presión externa son abrumadoras. No se puede dejar de construir un nuevo partido cuando el partido, aún sin nombre, ya está empatado con el partido gobernante en las encuestas. De alguna manera, va a suceder.

OE: ¿Qué planes hay para el lanzamiento oficial, ahora que Corbyn y Sultana han anunciado esta conferencia? 

Desafortunadamente, el partido ya se ha lanzado, aunque no existe. Nos han privado de un lanzamiento cuidadosamente planificado, pero podemos aceptarlo. Lo que necesitamos ahora es minimizar la importancia del factor humano contingente creando un tipo diferente de autoridad soberana: un organismo con el poder de impulsar el proceso. En la práctica, esto se concreta en una conferencia democrática. Esta podría ser responsable de establecer un comité que tendría entonces verdadera legitimidad en su toma de decisiones. Toda persona que se afilie al partido debería tener pleno derecho a participar. La conferencia debe reunirlos a todos, con instalaciones híbridas y votación totalmente en línea. Podría elegir un equipo de liderazgo colectivo al que se le confiaría el desarrollo de la organización durante el próximo año, aproximadamente, y luego podríamos desarrollar estructuras y culturas que permitan tomar decisiones más significativas. Nada de esto sería perfecto. De hecho, sería muy subóptimo, ya que básicamente significa construir el coche mientras se conduce. Podrían cometerse todo tipo de errores con consecuencias más adelante. Pero al menos aceleraría el proceso. Ofrecería cierta esperanza en un momento político en que escasea desesperadamente. Y eso sería algo muy significativo. 


Fuente: SIDECAR

sábado, 29 de marzo de 2025

¿Tiene una política sexual el fascismo?

 

 Por Robyn Marasco  
      Profesora asociada en el Departamento de Ciencias Políticas de Hunter College y miembro del profesorado del Departamento de Estudios de la Mujer y de Género del Centro de Graduados de la Universidad de la Ciudad de Nueva York.


Entender el fascismo implica analizar tanto su discurso sobre las mujeres como la forma en que se dirige a ellas. Toda teoría crítica del fascismo debe partir del «antifeminismo femenino» producido por la supremacía masculina.


     En los años setenta del pasado siglo, en que escribió sobre fascismo y feminidad, Maria Antonietta Macciocchi señaló que no era posible entender el fascismo sin a la vez comprender cómo este les habla a las mujeres y habla sobre ellas. Para Macciocchi, toda teoría crítica del fascismo debía empezar por la peculiar forma de «antifeminismo femenino» engendrado por la supremacía masculina.

Dos mujeres perdieron la vida en los disturbios ocurridos en el Capitolio, en Washington, D. C., pero sólo una de ellas, Ashli Babbitt, se ha convertido en mártir del movimiento. La otra, Roseanne Boyland, murió aplastada por una multitud de partidarios de Trump poco después de llegar al Capitolio y de que se la viera en vídeo enarbolando una bandera de Gadsen con la leyenda «Don’t Tread on Me» («No me pases por encima»). La trágica ironía de la muerte de Boyland se transformó en un meme de tira cómica entre la Izquierda. Pero, entre la derecha, fue Ashli Babbitt a quien se honró y cuya memoria se perpetuó. Desde entonces, con cada asesinato policial de gran resonancia de alguna persona negra, las menciones de Ashli Babbitt se multiplican en las redes sociales. #Sayhername, el hashtag utilizado para dar visibilidad a los patrones de violencia policial contra las mujeres negras, fue rápidamente objeto de apropiación para ocultar esa violencia. Ashli Babbitt se convirtió en la imagen que la derecha oponía a Sandra Bland y Breonna Taylor, como prueba de que a la izquierda le importaban sólo algunas vidas y de que algunas mujeres estaban dispuestas a sacrificarlo todo por su país.


Bandera de Gadsden.



Imágenes de vídeo filmadas en los instantes que precedieron a su muerte muestran a la veterana de 36 años de edad de las Fuerzas Aéreas irrumpiendo en el edificio del Capitolio con una bandera estadounidense colgada de los hombros como si fuese una capa, antes de que la ayuden a penetrar en el edificio alzándola a través de una puerta con el cristal roto y, finalmente, de que la alcance en el cuello un disparo hecho por un policía vestido de civil y se la vea caer al suelo. Babbitt estaba desarmada cuando le dispararon, aunque muchos en la multitud que la rodeaba llevaban armas, al mismo tiempo que, apenas del otro lado del cristal roto, varios miembros de la Cámara de Representantes de Estados Unidos se encontraban en medio de una apresurada huida. Dos semanas después, la derecha organizó una «Marcha del millón de mártires» para honrar la memoria de Babbitt. La ilustración del cartel diseñado para la ocasión, todo en negro, presentaba en su centro la figura de una mujer vestida de blanco, frente a la cúpula del Capitolio, con una lágrima de sangre roja en el cuello, aureolada por cuatro estrellas blancas. Los disturbios del 6 de enero generaron toda una galería de imágenes que en los años siguientes la derecha utilizará como dispositivos de reclutamiento. Ashli Babbitt, reimaginada como la Dama de la Libertad, se distingue por su estética «femenina».

El martirio de Ashli Babbitt plantea dos cuestiones distintas pero conexas —qué dice la derecha sobre las mujeres y qué dice la derecha a las mujeres— cuyas respuestas nos dirán algo sobre la manera en que la derecha se ha adaptado a cambios en la estructura social y fomenta formas contradictorias de reacción política. En los años setenta del pasado siglo, en que escribió sobre fascismo y feminidad, la marxista-feminista Maria Antonietta Macciocchi señaló el extraño silencio que reinaba en torno a esas cuestiones, ni que fuese posible entender el fascismo sin a la vez comprender el modo en que este les habla a las mujeres y habla sobre ellas. Para Macciocchi, toda teoría crítica del fascismo debía empezar por la peculiar forma de «antifeminismo femenino» engendrado por la supremacía masculina. Macciocchi cuestionaba a la vieja izquierda por no tomarse en serio al sexo como lugar de dominación y lucha. E insistía en la necesidad de que la teoría y la práctica antifascistas se convirtieran en teoría y práctica feministas, es decir, que una y otra comprendieran y combatieran la política sexual de la derecha, así como las tendencias fascistas de la izquierda.




Macciocchi encontró en el marxismo recursos para una teoría feminista del fascismo, especialmente en Antonio Gramsci, y en la tradición psicoanalítica, sobre todo en Wilhelm Reich. La donna “nera”. “Consenso” femminile e fascismo, obra publicada en 1976, se destaca por ser uno de los pocos textos de la larga historia del freudismo-marxismo que estuviese impulsado por una agenda y unos objetivos feministas. Para Macciocchi, el psicoanálisis proporcionaba la explicación del consentimiento de las mujeres al fascismo, en el cual veía una forma de masoquismo femenino y de irracionalismo de masas. Cualesquiera que sean los límites de ese razonamiento, Macciocchi planteó una cuestión primordial de la política como una pregunta para las mujeres en particular y sobre ellas: ¿Por qué luchan las mujeres por su servidumbre como si fuera su salvación? ¿Cómo llegan las mujeres a desear su propia dominación e incluso a defenderla hasta la muerte? ¿Cómo se construye la propia feminidad en torno a esa extraña pulsión de muerte?

Sólo unos años más tarde, en 1979, la feminista radical Andrea Dworkin publicó «The Promise of the Ultra-Right», que se convertiría en el primer capítulo de Right-Wing Women. The Politics of Domesticated Females, obra en la que se proponía mostrar cómo el «conservadurismo de movimiento» en Estados Unidos había conseguido movilizar a las mujeres en cuanto mujeres en beneficio de la supremacía masculina. Aunque no era marxista ni freudiana, y su libro resalta por la ausencia de referencias a esas arraigadas tradiciones, Dworkin se hace eco de Macciocchi cuando el papel de las mujeres en la movilización de la derecha, centrándose específicamente en el caso estadounidense, sin duda diferente de los movimientos de Italia y América Latina estudiados por Macciocchi. Por otro lado, Dworkin veía en el apoyo de las mujeres blancas a la extrema derecha un cálculo mayorimente racional, muy al contrario de las ideas de Macciocchi sobre el instinto y el irracionalismo. Pero también Dworkin insiste en que la política sexual de la derecha es la clave de su éxito y hace hincapié en el poder de mujeres como Anita Bryant, Ruth Carter Stapleton y, especialmente, Phyllis Schlafly a la hora de movilizar el apoyo de las mujeres a su propio servilismo y condición de segunda clase, preferible, después de todo, a no tener ningún estatus. Al igual que Macciocchi, Dworkin apunta al culto a la feminidad que afianza al supremacismo masculino en el corazón de las mujeres conservadoras, así como en el de los hombres. También considera que el «antifeminismo femenino» es una potente fuerza política, a menudo descuidada y fácilmente incomprendida. Ambas pensadoras tratan la institución y la ideología de la familia patriarcal como caldo de cultivo del fascismo.


Partidarias de Donald Trump durante un acto celebrado en Charlotte, Carolina del Norte, a finales de octubre de 2018.

La coyuntura contemporánea arroja nueva luz sobre esos viejos textos y sobre la imagen del «antifeminismo femenino» que se desprende de ambos. Empiezo por Ashli Babbitt precisamente porque no era la típica ama de casa de la lista de correo de Eagle Forum. Tampoco era la Madonna doliente que veía Macciocchi en las raíces de los movimientos fascistas. No encarnaba ni la feminidad tradicional ni la mítica. De hecho, Ashli era como uno más del grupo. Veterana de las guerras en Iraq y Afganistán, había servido durante catorce años en las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, cuatro en el servicio activo, dos como reservista y otros seis en la Guardia Nacional. Se licenció del ejército en el escalafón inferior de mando, con algunas medallas por su servicio, pero antes de tener derecho a una pensión completa. En las fotografías que circularon tras su muerte, encarna la sexualidad marimacho y bronceada de una sociedad (y un ejército) sexualmente integrados: coleta, gorra roja de MAGA, camisetas sin mangas, uniforme, gafas de sol, shorts de jeans, banderas estadounidenses, en pose flexionada. Ashli se divorció y se volvió a casar, no tenía hijos, y vivía con su segundo marido y la novia de éste en lo que, según los tabloides, era un «trío» pero que, en cualquier caso, no era del todo convencional. Su cuenta de Twitter indica que en una ocasión votó por Barack Obama pero que se «radicalizó» a causa del intenso odio que sentía por Hillary Clinton. Encontró otros blancos en Nancy Pelosi, Maxine Waters y Kamala Harris. Fue una novedosa cepa de «antifeminismo femenino» la que se apoderó de Babbitt, concentrada en reacción contra las líderes del Partido Demócrata. En el momento en que se fue al Capitolio a protestar, era la propietaria de una tienda de suministros para piscinas en los suburbios de San Diego, en quiebra el negocio, y ella muy endeudada. En la puerta de la tienda había un letrero que decía «Zona autónoma libre de máscaras» en protesta contra las restricciones estatales por la Covid-19. Más abajo, el letrero decía: «Aquí nos damos la mano como los hombres».


Una mujer usa una gorra MAGA durante un mitin de Donald Trump el 3 de julio de 2021 en Sarasota, Florida.

Si antaño la «ultraderecha» (el término es de Dworkin) prometía a las mujeres blancas la seguridad y la protección de la domesticidad patriarcal, hoy ofrece algo más, algo más inmediatamente transgresor, más sensible a los impulsos destructivos y a las fuerzas antisociales y más próximo a la igualdad que rechaza y a la libertad a la que renuncia. Ofrece a las mujeres blancas un relato de su infelicidad y un terreno afectivo en el que expresar su rabia. Schlafly y otros «conservadores de movimiento» pregonaron en su día «el poder de la mujer positiva», pero la derecha actual comprende el poder y la potencia de lo negativo. Se deleita con la ira de las mujeres blancas y alimenta su resentimiento. Alienta su agresividad. Y esto, me atrevería a sugerir, es al menos parte de su atractivo. No se trata simplemente de proteger sus propios intereses (como mujeres blancas, mujeres pequeñoburguesas, mujeres de ciudadanía estadounidense), ni siquiera de desear propiamente la dominación, sino de acceder a los placeres del afecto y la agencia «masculinos». Privilegio reservado sólo a algunas mujeres, todo lo cual es parte del asunto y es también una forma de «antifeminismo femenino» y a la vez un reflejo del feminismo neoliberal al que se opone, otra versión degradada del tenerlo todo, donde en lugar de la carrera empresarial y la familia reproductiva heterosexual, las mujeres pueden acceder al entrenamiento de combate, la tenemcia de fusiles AR-15, la sexualidad poliamorosa, el conspiracionismo y, sobre todo, una apariencia de poder a falta de ningún poder real. Algunas mujeres quieren sentarse a la mesa de los consejos de administración. Otras quieren estar en el ojo del huracán.

Ocean Beach, el barrio «bohemio» que Babbitt consideraba su hogar, está a unas cuarenta millas de Camp Pendleton, una de las mayores bases del Cuerpo de Marines de Estados Unidos. El ejército, la playa y la frontera son las instituciones más poderosas de San Diego y dan a la región su peculiar cultura política. Desde hace varias décadas, la extrema derecha ha adoptado una estrategia deliberada para infiltrarse en el ejército estadounidense. Y el sur de California ha sido durante mucho tiempo un hervidero de supremacistas blancos y de actividad de bandas de cabezas rapadas. Pero no parece que Babbitt formara parte de ese ambiente, ni siquiera que se radicalizara durante su servicio en las Fuerzas Aéreas. Lo más probable es que se formara, como millones de otras personas, en los rangos inferiores del aparato de seguridad estadounidense, moldeada por la política local de una frontera nacional a sólo veinticinco millas de su casa, y que girara hacia la extrema derecha por su propio «sentido común» y su comunidad. Las mujeres constituyen alrededor del 15 % del ejército estadounidense, donde se ven sometidas a escandalosos niveles de acoso y agresión sexuales. El ejército es también donde las mujeres aprenden a «dar la mano como los hombres» y a participar en los rituales de violencia de género a que se ven sometidas de forma rutinaria.

El retrato del masoquismo femenino que nos presenta Macciocchi no puede plasmar las complejidades de una Ashli Babbitt. Y la representación que hace Dworkin de las mujeres de derecha no capta nada del irracionalismo, para el que el psicoanálisis sigue siendo nuestro mejor vocabulario teórico disponible. No obstante, ambas pensadoras están muy en sintonía con lo que Horkheimer y Adorno describen como el «fascismo potencial» latente en nuestras instituciones, así como la dinámica de fascistización, por utilizar la muy útil terminología de Ugo Palheta, que aprovecha ese potencial. Ambas ven en el sexo un instrumento clave de la fascistización.

Palheta define la fascistización como «todo un periodo histórico» y un proceso que prepara a una determinada población para el fascismo. A ese respecto, percibe «dos vectores principales»: «el endurecimiento autoritario del Estado y el auge del racismo». Creo que merece la pena reflexionar sobre ese endurecimiento autoritario del Estado en relación con el endurecimiento de la personalidad que implica la idea reichiana de «armadura de carácter». A un nivel incluso más básico, sin embargo, ¿podemos hablar de fascistización sin hablar de sexo? ¿Estaremos en condiciones de comprender el fascismo de nuestro tiempo y cómo se relaciona con los fascismos del pasado? ¿Entenderemos cómo la misoginia en línea se convierte en droga de iniciación para la extrema derecha, cómo el mundo de los activistas por los derechos de los hombres, los ligones, los MGTOW que se dedican a provocar y los «célibes involuntarios» se solapa con el de los supremacistas blancos, las milicias y los proud boys, o incluso el hecho de que un episodio relativamente menor como el #gamergate pueda describirse de forma plausible como uno de los acontecimientos inaugurales de la era de Trump? ¿Reconoceremos en el mito del «Gran Reemplazo» una apuesta por el control de la sexualidad de las mujeres, así como el pánico racista y culturalista? O, para subrayar aún más lo que quiero decir, si no vemos en el sexo un instrumento de fascistización, ¿podemos comprender a las antivacunas, a las madres que hacen yoga y a las gurús del bienestar que forman parte del resurgimiento de la nueva derecha, o cómo la conspiración Q-anon moviliza los temores de las mujeres por sus hijos? ¿Podemos percibir cómo la política del #MeToo —que coloca a algunas en la posición de víctimas de las insinuaciones sexuales no deseadas del jefe, a otras en la de esposa del jefe y a otras en la de madres que esperan que sus hijos pequeños crezcan para llegar a ser jefes— da forma al momento actual? ¿Podemos explicar la manera en que un movimiento relativamente marginal como #Tradlife se relaciona con el proyecto político más amplio de antifeminismo en la derecha? ¿Podemos escuchar sus ecos más tenues entre la izquierda intrigada por el fascismo («fash-curious») o socialista tradicional («trad-socialist»)? ¿Podremos comprender una situación política en la que las feministas radicales trans excluyentes (TERF) hacen el trabajo de los fundamentalistas religiosos y los nacionalistas culturales? ¿Comprenderemos por qué la liberación trans no es sólo un proyecto feminista sino también antifascista?


Logotipo de Proud Boys junto a las palabras de Trump dichas antes del asalto al Capitolio.

Lo que tanto para Macciocchi como para Dworkin resultaba novedoso en los movimientos reaccionarios que observaban, a saber, la movilización del «antifeminismo femenino» en defensa de la dominación masculina, podría parecer en cambio una estrategia en permanente estado de evolución de la derecha. Resulta sorprendente que ni a Macciocchi ni a Dworkin se les preste hoy mucha atención en los debates sobre el fascismo, especialmente cuando a estas alturas parece que se hubiese releído a todos los pensadores importantes del siglo como si hubieran predicho ese acontecer. Es como si la izquierda no supiera aún cómo hablar de las mujeres y de la derecha, lo que trae como consecuencia que no sepa cómo luchar por la liberación que exige el feminismo.

Para nada es obvio que Macciocchi y Dworkin puedan ser objeto del mismo análisis. Escribieron en contextos nacionales e históricos diferentes, sostuvieron ideas muy diferentes sobre la historia y la sociedad y promovieron políticas feministas diferentes y se las vieron con movimientos reaccionarios igualmente diferentes. También adoptaron posturas opuestas sobre la compatibilidad, en última instancia, de marxismo y feminismo y sobre los usos del psicoanálisis para la política feminista. Macciocchi, hija de padres antifascistas que vivían en la región del Lacio, nació en el mismo año en que Mussolini tomó el poder. Se convertiría en una periodista consagrada y en una política electa, aunque su temprana teoría crítica del fascismo, en la que se fusionaban razonamientos marxistas, feministas y psicoanalíticos, permanece en la oscuridad y, en su mayor parte, olvidada. Fue miembro del Partido Comunista Italiano (PCI) y seguidora de Gramsci y expuso sus ideas ante el público francés en París y Argel; ideas que tuvo que defender de sus críticos, entre ellos Louis Althusser. Su correspondencia con Althusser, de finales de los sesenta, resultó en un distanciamiento considerable respecto del PCI. Un década después, la expulsaron del partido por su apoyo al maoísmo y a la Revolución Cultural. Más tarde, tras conocer al Papa Juan Pablo II, adoptó posiciones alineadas con la Iglesia y sus enseñanzas.

Si bien de algún modo esa tardía «conversión» no deja de causar asombro, también es cierto que en ningún momento Macciocchi dejó de postular que la Iglesia y la religión ocupaban el centro de la vida política italiana. Ya en La donna “nera había sostenido que el mito católico de la sexualidad femenina —la madre virgen como contraimagen de la puta lastimera— proporcionaba la base ideológico-psicológica del fascismo. Mussolini entró en un terreno político ya asentado y considerablemente moldeado por instituciones e ideologías conservadoras. Y en ese terreno movilizó a las mujeres, mujeres que habían perdido a sus hijos y hermanos en la guerra y que anhelaban una política que valorase y venerase la muerte. Según Macciocchi, en los cimientos del fascismo yace una «feminidad martirizada, perniciosa y necrófila». Aunque de vez en cuando caiga en una visión simplista de las mujeres como «instintivamente» sumisas y propensas a lo irracional, gran parte de su análisis se centra en lo que los críticos contemporáneos han denominado el «culto de la muerte» del fascismo y en las formas en que las mujeres asumen la «armadura de carácter» del fascismo, idea esta última que había tomado de Wilhelm Reich, quien trató el ascenso del fascismo como una enfermedad de represión sexual, inhibición y ansiedad. Al igual que otros en la tradición freudiano-marxista, Macciocchi vio en el fascismo una especie de irracionalismo de masas, que afligía a las mujeres de formas peculiares. Encontró en el psicoanálisis las herramientas para explicar cómo un proyecto agresivamente masculinista obtenía su apoyo más fiable entre las mujeres, incluso entre aquellas que acabarían siendo sus víctimas.

La idea básica, según Macciocchi, era que en todo análisis marxista había que estirar un poco las cosas a la hora de abordar la política sexual del fascismo. Macciocchi pone de relieve el hecho de que a las trabajadoras les fue miserablemente bajo el régimen de Mussolini. Los salarios de las mujeres disminuyeron hasta en un cincuenta por ciento. A las mujeres se las cesanteaba, especialmente en las profesiones liberales, y se les prohibía ejercer la medicina, enseñar en determinadas instituciones y estudiar ciertas materias. La autonomía y la agencia reproductivas de las mujeres se vieron gravemente limitadas. Hasta se las despojó de sus pertenencias en oro; por ejemplo, el 18 de diciembre de 1935, cuando Mussolini proclamó El Día de la Fe y pidió a las esposas italianas que entregaran sus anillos de boda al Estado. Había transcurrido apenas un mes desde que la Sociedad de Naciones impusiera sanciones a Italia por la invasión de Etiopía, por lo que el régimen estaba desesperado por conseguir dinero y recibir muestras de apoyo. Solamente en Roma, los fascistas colectaron cientos de miles de anillos. En Milán, casi otros tantos. Incluso en Nueva York, Filadelfia y Chicago, miles de mujeres enviaron oro al Duce: se estima que el gobierno italiano recaudó hasta 100 millones de dólares en concepto de artículos de oro entregados por mujeres de todo el mundo. A cambio, las mujeres recibían pequeños anillos de hierro que llevar en lugar de sus alianzas, a veces grabados con la firma de Mussolini. Se utilizaban en las ceremonias de segundas nupcias, para cimentar el segundo matrimonio de una mujer con el Estado, en lo que Macciocchi veía un «matrimonio místico bajo el signo de la Muerte (la guerra) y el Nacimiento (las cunas)». Bajo el fascismo, empeoraron las condiciones materiales de las mujeres, cuyo apego al régimen, no obstante, era indefectible. La vida cotidiana estaba ensombrecida por la muerte. Mussolini hablaba de «ataúdes y cunas» y exaltaba a las mujeres como guardianas eternas de la vida y la muerte. El psicoanálisis podría dar cuenta de los elementos del mito fascista que despiertan nuestras pulsiones psicológicas más profundas.

Pero hasta en el propio psicoanálisis hubo que estirar un poco las cosas para dar cuenta del mito de la sexualidad femenina en el centro del inconsciente fascista. El acoplamiento y la amalgama de la vida y la muerte en el inconsciente fascista estaban, para Macciocchi, poderosamente moldeados por las instituciones concretas de la Iglesia y la Familia. El fascismo no fue una ruptura con la tradición, sino su veneración hueca y su activación instrumental. «La plaga “emocional” del fascismo se propaga a través de una epidemia de familismo» que exige a las mujeres que se entreguen «a aquel que blande el látigo». El fascismo es una forma específica de conquistar las calles, pero nace en el aparato familiar. A pesar de sus diferencias con Althusser («un profesor ahí, desde su cátedra parisina»), Macciocchi también readapta sus conceptos más significativos y, así, escribe: «las ideas que dominan los pilares del aparato ideológico del Estado, gracias a las fuerzas conjuntas del capitalismo y del fascismo, giran en torno al familismo, el antifeminismo, el patriarcado». Esas ideas son las «prácticas rituales» a través de las cuales las mujeres «aceptan voluntariamente los “atributos regios” de la feminidad y la maternidad». Ideas que se ven reforzadas, por ejemplo, por «las cuatro encíclicas papales que […] se han promulgado contra las mujeres y su trabajo, con el fin de no exigirles otra cosa que la procreación, y, como consecuencia, desautorizar su recurso al divorcio, las píldoras anticonceptivas, el aborto, etc.». La cuestión es que las instituciones y sus ideologías construyen la «armadura de carácter» de la feminidad de la que depende el fascismo. La idea de «armadura de carácter» propuesta por Reich era en sí misma una reconstrucción freudiana de la idea marxista de Charaktermaske y remitía a las capas endurecidas de la subjetividad que se forman en defensa contra el dolor y el desagrado, endémicos en el patriarcado capitalista. El fascismo llegaba a las mujeres a través de la «armadura de carácter» de la feminidad, que aquellas confundían con el poder.

Andrea Dworkin no era marxista, ni creía que el feminismo pudiera sujetarse al marxismo. Macciocchi había hecho la crítica de una «ultraizquierda infantil» que creía que la revolución obrera resolvería el problema de la opresión sexual. Y cuestionaba a la izquierda no sólo por su énfasis en la producción a expensas de la reproducción, sino por un fascismo a la inversa que pretendía depurar de la política las luchas por la reproducción. Aun así, Macciocchi había creído en el matrimonio feliz entre marxismo y feminismo. Dworkin es hija de su divorcio. Parte de la polémica que sostiene en Right-Wing Women es que, por desgracia, era la derecha —y no la izquierda— la que se había tomado en serio las preocupaciones de las mujeres, aunque en esa categoría se incluyera sólo a las mujeres blancas, de clase media, cristianas y heterosexuales y no se les ofreciera otra cosa que la falsa «seguridad» del hogar y un lugar subordinado en su seno. El psicoanálisis tampoco le ofrecía a Dworkin gran cosa. Su sujeto normativo era masculino y su lugar de formación era la familia patriarcal. Lo que es más importante, para Dworkin, los conflictos sexuales que producen las personalidades de hombres y mujeres no son tan profundos, como sugiere la idea freudiana del inconsciente. Todo ese sexo y esa muerte están, de hecho, ahí mismo, en la superficie.

Al igual que Macciocchi, Dworkin veía en las instituciones e ideologías religiosas conservadoras un punto de contacto clave entre el conservadurismo tradicional y una extrema derecha activada. Construyó un perfil de las mujeres sureñas conservadoras de origen bautista y católico en el que se mostraba cómo el uno y la otra intentaba convencer a las mujeres del precio que debían pagar por los privilegios de la protección masculina. Algunas de esas mujeres creían profundamente en la supremacía masculina. Otras eran más estratégicas en su orientación. Ninguna más que la propia Schlafly, «poseída por Maquiavelo, no por Jesús» y singular entre las mujeres de derecha por su astucia y fuerza. Vale la pena citar in extenso lo que sobre Schlafly escribe Dworkin:

A diferencia de la mayoría de las demás mujeres de derecha, Schlafly, en su producción escrita y oral, no reconoce haber experimentado ninguna de las dificultades que desgarran a las mujeres. En opinión de muchos, su implacabilidad como organizadora queda mejor demostrada por su demagógica propaganda contra la Enmienda de Igualdad de Derechos, aunque también se pronuncia con elocuencia contra la libertad reproductiva, el movimiento feminista, el gobierno intervencionista y el Tratado del Canal de Panamá. Sus raíces, y tal vez su propio corazón, están en la vieja derecha, pero dejó de ser una desconocida para toda audiencia de conideración sólo cuando emprendió su cruzada contra la Enmienda de Igualdad de Derechos. Es probable que el objetivo que ambiciona sea valerse del voto de las mujeres para alcanzar los más altos escalones del liderazgo masculino de derecha. Puede que aún descubra que es una mujer (tal como entienden el significado de la palabra las feministas), ya que sus colegas masculinos se niegan a dejarla escapar del gueto de las cuestiones femeninas y situarse al más alto nivel. En cualquier caso, parece capaz de manipular los temores de las mujeres sin experimentarlos. De ser ese realmente el caso, semejante talento le proporcionaría un inestimable y despiadado desapego como estratega resuelta a convertir a las mujeres en activistas antifeministas. Precisamente porque las mujeres han sido entrenadas en el respeto y la obediencia a quienes las utilizan, Schlafly inspira pavor y devoción en las mujeres que temen verse privadas de la forma, la protección, la seguridad, las normas y el amor que promete la derecha y de los que las mujeres creen que depende su supervivencia”.

Schlafly aparece, en este caso, como una amaestradora de «hembras domesticadas» (el término, una vez más, es de Dworkin), capaz de manipular los temores de las mujeres precisamente porque las mujeres domesticadas están entrenadas para seguir a quienes las utilizan. Lo que Schlafly ofrece a las mujeres es la promesa de un mundo en que permanezcan seguras y protegidas. Una promesa basada en la visión «maquiavélica» de que se trata de «un mundo de hombres» y de que es tarea de las mujeres asegurarse un lugar en él. Para Dworkin, esa promesa suponía la admisión indirecta de un mundo que, para las mujeres, era una zona hostil de guerra. En lo que Macciocchi llamaba la «armadura de carácter» de la feminidad, Dworkin veía el instinto de supervivencia. No había en ello nada irracional.

También Dworkin es una figura complicada. Su cruzada contra la pornografía parece ahora un desastre total y tal vez la derrota política de mayores consecuencias para el movimiento feminista en los últimos cincuenta años. Sus escritos se han convertido en justificado blanco de críticas por su descuido de los poderes y privilegios que hacen que las mujeres blancas tengan una importante participación en la supremacía blanca. Si bien es cierto que no se ocupa de ese tema, también lo es que el postulado fundamental de Right-Wing Women es que algunas mujeres tienen en la supremacía masculina importantes intereses que defender. Dworkin reconoce que el «antifeminismo femenino» toma forma en la oposición a los intereses de las mujeres negras, lesbianas, trans, pobres: todo tipo de mujeres que no tienen a su disposición las protecciones de la familia patriarcal. La cuestión, para Dworkin, no era por qué algunas mujeres luchaban por su servidumbre como si fuera su salvación. La cuestión era si el feminismo tenía algo que ofrecer a las mujeres más allá de un acuerdo negociado con la supremacía masculina.

Consideradas de conjunto, Macciocchi y Dworkin restituyen el sexo al centro de nuestros debates actuales sobre el fascismo y la derecha. Por su propia autorrepresentación, el fascismo pretende ser una alternativa genuina a la izquierda y la derecha, un proyecto «posideológico» dirigido a restaurar la unidad y la grandeza de la nación. Lo cierto, y lo que Macciocchi y Dworkin ven con tanta claridad, es que la extrema derecha activa las instituciones conservadoras (la iglesia, el ejército, la familia) y afirma los valores burgueses («la supervivencia del más fuerte») a fin de impulsar un programa autoritario. Más allá de esto, ambas tratan el sexo como un vector primario de fascistización.

La fascistización se refleja no sólo en el éxito electoral de los partidos de derecha, sino también en la normalización de la violencia no ordinaria y la crueldad cotidiana, el aumento espectacular de la desigualdad económica, la desublimación represiva de la rabia y del resentimiento colectivos, el asalto a la democracia participativa a todos los niveles y el fortalecimiento de un régimen racial de terror de Estado. En Estados Unidos, concretamente, la fascistización se refleja en la letal conjugación de guerra imperialista y agitación nacionalista, en el papel decisivo de instituciones antidemocráticas (el colegio electoral, las tácticas obstruccionistas en el Congreso, los tribunales, el propio Senado) a la hora de determinar quién ostenta el poder, en la desmesurada influencia política del nacionalismo cristiano y la ortodoxia católica, en los amplios poderes discrecionales otorgados a unas fuerzas policiales altamente militarizadas, en el poder no regulado de las empresas de medios sociales para lucrar con la venta de nuestros «datos» y difundir desinformación, en la movilización de milicias extraparlamentarias, en las frecuentes mascares a tiros en escuelas, lugares de culto, clubes nocturnos, cafeterías, salas de prensa, estudios de yoga y centros comerciales. Estados Unidos ha sido un hervidero de violencia armada y terror policial durante toda su historia, pero esa violencia y ese terror han terminado por convertirse en rasgos definitorios de la cultura estadounidense. Estados Unidos es el mayor traficante de armas del planeta, en cuyas manos reposa el control de casi el 40 % de la cuota del mercado mundial, por lo que su gobierno y su economía se engrasan con la violencia que exporta a todo el mundo. No se trata de acontecimientos «posideológicos», sino de acontecimientos que apuntan a la escalada y la intensificación de un dilatado proyecto ideológico. Ese proyecto está conformado por la pérdida real o aparente de poder, lo que Wendy Brown ha descrito como un supremacismo masculino blanco agraviado que está «herido sin estar destruido» y que, por tanto, depende de las mujeres de una forma nueva.

¿Qué tiene que ver, ain embargo, todo esto con Ashli Babbitt? ¿Y qué tienen que ver Macciocchi y Dworkin con Babbitt, uno más del grupo, cuyo acceso a instituciones históricamente masculinas se basó en los ambiguos logros del movimiento feminista, cuya caídaen el conspiracismo Q-anon comenzó por el odio que llegó a sentir por mujeres de poder como Clinton y Pelosi, cuya protesta política pequeñoburguesa asumió un tono explícitamente de género? Aquí nos damos la mano como los hombres es una fantasía de agencia y poder, una fantasía de participación en el contrato social-sexual, una fantasía de acceso a la intimidad homosocial y a sus secretos, una fantasía de hermandad y pertenencia. Es una fantasía trans que no puede reconocerse como tal, pero que, extrañamente, también admite su fracaso. Como los hombres. Como los hombres que rodearon a Babbitt en el Capitolio, los que la ayudaron a subir y atravesar los cristales rotos y los que se arremolinaron a su alrededor después de que cayera al suelo. ¿Quiénes eran esos hombres? ¿No era Babbitt más que un hombre a la hora de su muerte?

El martirio de Ashli Babbitt subraya el argumento de Macciocchi sobre la presencia de una «pulsión de muerte» en la raíz del fascismo y sus peculiares expresiones en las mujeres. Del mismo modo que confirma la premonición de Dworkin de que las nuevas mujeres de derecha serían producto del movimiento feminista al que se oponen. El concepto y la crítica del feminacionalismo son importantes, pero son insuficientes para las complejidades de esa situación. Desde un ángulo diferente, Moira Weigel acuña el término «Personalidad autoritaria 2.0» para aquellas partes de la derecha que han encontrado su hogar en Internet y entre los poderosos actores de Silicon Valley. Weigel muestra cómo esos actores, moldeados por la Gran Tecnología y receptivos a las condiciones materiales del capitalismo de plataformas, han absorbido elementos de la contracultura de los años sesenta y sus ideas sobre la libertad. «AP 2.0» no es un programa para la movilización de las masas, como lo fue en su día el fascismo. Es la identificación algorítmica y la agitación de nichos de mercado de consumidores. Weigel, brillante historiadora de los medios de comunicación, se mantiene alerta a la dinámica de género que aflora por doquier en Internet y a la manera en que las tecnologías mediáticas han moldeado nuestras vidas sexuadas fuera de Internet, pero en no poca medida deja intacta la política sexual de «AP 2.0».

Macciocchi advirtió de que el hecho de no tomarse en serio el «antifeminismo femenino» significaba que la izquierda carecía de la claridad política y el compromiso feminista necesarios para derrotarlo. A Dworkin le preocupaba que la derecha se dirigiera a las preocupaciones de (algunas) mujeres, mientras que la izquierda se distanciaba del movimiento feminista. La coyuntura actual, marcada por la muerte y la enfermedad en masa, la eflorescencia afectiva en torno a los nuevos medios de comunicación, la redomesticación del trabajo femenino y el nuevo familismo del periodo neoliberal, producirá sus propias formas de «antifeminismo femenino» en todo el espectro político. Quienes se hayan educado en la tradición feminista oirán la «máquina de resonancia» que produce a las Bruenig y a las Barret, junto con las Babbit. En momentos en que Europa contiene el aliento ante la posible elección de Marine Le Pen, la hija del fascismo en Francia —y ello después de que la propia ministra de Educación Superior del presidente Macron, Frédérique Vidal, declarara que la «teoría de género» formaba parte de lo que llamó una amenaza «islamo-izquierdista» contra la República—, tendremos que volver a examinar una vez más esas cuestiones. Y redescubrir que todo auténtico antifascismo, en la teoría y en la práctica, requiere una política feminista militante.


Fuente: JACOBIN