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domingo, 17 de agosto de 2025

Tecnología, vigilancia y poder

 

      Doctor en Ciencias Sociales en el campo de la teoría del Estado y Licenciado en Sociología. Especialista en Protección de Datos Personales y Gestión Ambiental.



Los primeros meses del segundo gobierno de Trump confirman una profundización de sus aspectos más autoritarios. Esta reconfiguración profunda del orden político bien puede definirse como neofascista



     A las cuatro de la mañana, agentes del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) irrumpieron en una vivienda familiar en Nueva Orleans. Yessenia, embarazada de siete meses, fue esposada frente a sus tres hijos pequeños, todos nacidos en Estados Unidos. Su hijo mayor, Juan David, de apenas ocho años, intentó aferrarse a ella, pero fue apartado a la fuerza. Junto a otra madre, también detenida esa madrugada, fueron subidas a un avión con destino a Honduras, sin que mediara orden judicial alguna, sin abogados, sin haber sido siquiera notificadas formalmente de una deportación. ¿Cómo supo el ICE de su paradero exacto y de su situación? A través de un complejo entramado de agencias, desde el Departamento de Seguridad Nacional (DHS) hasta el servicio de salud pública, que compartieron información de su residencia, estado de embarazo e incluso datos privados vinculados a sus visitas médicas y al estado de salud de su hijo menor (quien fue deportado sin sus medicamentos ni diagnóstico clínico, a pesar de sufrir una condición médica grave).

Lo que debía ser un sistema judicial de garantías se desdibujó en una operación administrativa opaca y despiadada. Para cuando los abogados pudieron presentar un habeas corpus, ya estaban fuera del país.

Aunque bajo el gobierno de Trump 2.0 estos casos aparecen en la prensa cotidianamente, el sistema ya estaba integrado a la actividad de la administración federal hace muchos años. En 2018, un informe de The Guardian reveló que un sistema de vigilancia utilizado por el DHS y otras agencias federales de los Estados Unidos, alimentado por la tecnología de análisis predictivo de Palantir, había estado utilizando datos personales de personas en situación de vulnerabilidad, incluidas víctimas de violencia doméstica.




El 25 de marzo de 2025, Rümeysa Öztürk, ciudadana turca y estudiante de doctorado en la Universidad de Tufts, fue detenida por agentes del ICE mientras caminaba cerca de su residencia en Somerville, Massachusetts. Öztürk, quien se encontraba en los Estados Unidos con una visa de estudiante F-1 válida, había escrito un artículo de opinión en el periódico estudiantil criticando la respuesta de la universidad a las demandas de desinversión en empresas vinculadas a Israel y al reconocimiento del genocidio palestino. Tras su captura, fue trasladada a varios centros de detención en Massachusetts, New Hampshire y Vermont, antes de ser enviada a un centro de detención en Basile, Luisiana, a pesar de una orden judicial que prohibía su traslado sin previo aviso. En todo momento se le negó el acceso adecuado a alimentos, a atención médica y el derecho a participar de prácticas religiosas, además de no garantizarle su medicación para el asma. El encarcelamiento de Rümeysa no se fundamentó en la comisión de un delito, sino en su visibilidad política: la firma en un artículo, su pertenencia a redes universitarias y su perfil migratorio.

La interoperabilidad entre sistemas —universidades, agencias migratorias, departamentos de policía locales y federales— permite que algoritmos y operadores humanos cataloguen a ciertas personas como «riesgos potenciales», sin cumplir con el debido proceso. El uso de plataformas como Palantir, alimentadas por bases de datos fragmentadas pero interconectadas, hace posible que una estudiante crítica se convierta en un objetivo operativo. La categoría de «sospechoso» ya no se deriva de un hecho probado sino de una inferencia probabilística, una asociación o un patrón estadístico. Y ello anula, en la práctica, el derecho a la defensa.




El ICE firmó hace pocas semanas un contrato por 29,8 millones de dólares con Palantir Technologies para desarrollar ImmigrationOS, una nueva plataforma de vigilancia destinada a monitorear a inmigrantes. El sistema integra datos biométricos, geolocalización y otra información personal. Este acuerdo implica una expansión significativa de la colaboración entre el ICE y Palantir, que se remonta a más de una década. Corporaciones como Palantir Technologies fueron clave en este modelo: proveen plataformas de análisis predictivo y fusión de datos para las agencias federales sin supervisión judicial ni transparencia alguna. A su vez, otras empresas como Amazon, Microsoft y Clearview AI colaboran en la captura y procesamiento de datos biométricos, de localización y de comportamiento, muchas veces sin consentimiento informado.

¿Norma o excepción?


Esta suspensión política de las garantías legales nos remite, en consecuencia, a la genealogía del debate sobre el estado de excepción. En el contexto posterior al 11 de septiembre de 2001, leyes como la USA PATRIOT Act y su andamiaje de medidas de seguridad nacional reconfiguraron los límites del derecho y la privacidad. Bajo la lógica del «enemigo interno» y la guerra permanente contra el terrorismo, amplias facultades de fuerza fueron otorgadas al Estado federal para recolectar, compartir y analizar datos personales sin necesidad de control judicial efectivo. Esta arquitectura legal permitió que agencias como el ICE, en alianza con empresas como Palantir, operen en zonas grises donde la legalidad queda subordinada a la lógica de la seguridad. El sistema de garantías y derechos —incluso para residentes legales y ciudadanos estadounidenses— puede ser puesto en suspensión cuando la «seguridad nacional», definida por el mismo Poder Ejecutivo según sus conveniencias, lo exija.




El desplazamiento creciente de funciones judiciales hacia el aparato administrativo —particularmente en el campo de la seguridad, la vigilancia y el control migratorio— implica una mutación sustantiva en esta arquitectura institucional. En vez de funcionar como poderes autónomos y en tensión, el Poder Judicial se convierte en un auxiliar del Ejecutivo: investiga lo que le indica una agencia federal, convalida sus procedimientos, otorga órdenes sobre la base de información producida sin garantías procesales, y muchas veces actúa a posteriori de las decisiones tomadas. Este proceso no es casual, sino sintomático de una tendencia más amplia que el liberal progresista William Scheuerman bautizó como «Ejecutivo sin límites», donde las facultades de este poder se expanden en detrimento de las del Legislativo y Judicial, bajo la justificación de la emergencia, la eficiencia y la seguridad, con una evidente erosión del Estado de derecho que debilita los mecanismos de rendición de cuentas y abre la puerta a formas autoritarias de gobierno.

Eric Posner y Adrian Vermeule, desde un ángulo celebratorio, sostienen que el modelo tradicional del sistema de frenos y contrapesos —el legado de James Madison y los llamados «Padres Fundadores» de los Estados Unidos— ya no describe adecuadamente el funcionamiento real del gobierno moderno. Según los autores, el poder presidencial creció de manera constante desde el siglo XX, especialmente en contextos de crisis como guerras o emergencias, y hoy actúa como un poder «desatado» (Executive Unbound) respecto a las restricciones legales tradicionales. Estos autores critican por ingenua la visión que concibe al Estado de derecho como un conjunto de límites legales racionales que contienen al poder político. Argumentan que el poder presidencial siempre tuvo amplios márgenes de acción, y que los juristas y constitucionalistas deberían aceptar esta realidad y diseñar instituciones adaptadas a ello. El derecho, esa «mitología cívica», en lugar de limitar al Ejecutivo, hoy lo habilita y canaliza su accionar.

Pero el fortalecimiento del Poder Ejecutivo no debe verse simplemente como un ajuste institucional funcional a la eficiencia del Estado moderno ni como una amenaza al liberalismo clásico, que aseguraría una división de poderes funcional a la democracia. Lo que se consolida es un régimen neoliberal autoritario, impulsado por la extrema derecha, donde el Poder Ejecutivo actúa en estrecha articulación —aunque no exenta de fricciones— con los intereses del complejo tecno-securitario, formado por empresas como Palantir, agencias de seguridad y plataformas digitales, en una alianza orientada a reconfigurar el orden social bajo una lógica de restauracionista: restauración de la dominación del capital, del privilegio blanco-anglosajón, del poder masculino y de la exclusión de las diversidades, naturalizando la opresión como política de Estado.

«Excepción permanente» versus «crisis permanente»


Desde los atentados del 11 de septiembre, Estados Unidos (pero en cierta medida también Europa), experimentó una reconfiguración profunda de sus instituciones democráticas bajo el imperativo de la seguridad nacional. Este giro, sostenido por el discurso de la «guerra contra el terrorismo» y por tecnologías digitales cada vez más invasivas, dio lugar a lo que diversos autores, entre ellos Giorgio Agamben, describían como un régimen de «excepción permanente». Las revelaciones de Edward Snowden de 2013 dejaron en evidencia la existencia de un sistema global de vigilancia masiva liderado por la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) y otras agencias aliadas, que recopilaba datos de comunicaciones electrónicas sin autorización judicial previa ni conocimiento de los ciudadanos. Esto supuso una ruptura con los principios democráticos básicos, al mostrar que la privacidad —entendida como un límite al poder del Estado— y la protección de las libertades civiles habían sido gravemente erosionadas, incluso en las democracias liberales más consolidadas. En este marco, la articulación entre Estado, corporaciones tecnológicas y dispositivos de vigilancia masiva transformó la relación entre los ciudadanos y el poder.

En su publicación de 2003 sobre el Estado de excepción, Agamben recuperó el debate entre Walter Benjamin y Carl Schmitt de los años 20 y ofreció su propia tesis sobre el poder político. Allí proporcionó un marco conceptual para entender la ola política antiterrorista posterior al 11S. Su tesis era que la política occidental se había convertido en un estado de excepción permanente, una suspensión indefinida del orden jurídico que le otorga al soberano el poder absoluto para decidir quién queda dentro y quién fuera del derecho, reduciéndonos a todos —empezando por los presos de Guantánamo— a la nuda vida (una vida reducida a su mera condición biológica, despojada de derechos políticos, jurídicos o sociales).




La aprobación del USA PATRIOT Act en 2001 marcó el inicio de un nuevo paradigma de seguridad, donde el equilibrio entre libertad y vigilancia se volvió definitivamente hacia la última. El Estado adquirió facultades para realizar escuchas e intervenciones sin orden judicial, acceder a registros personales y financieros y colaborar con corporaciones privadas para la recolección y procesamiento de información privada. Este entramado fue consolidado con el Foreign Intelligence Surveillance Act (FISA) y el National Defense Authorization Act (NDAA), ampliando las zonas grises donde los derechos pueden ser suspendidos sin una declaración formal de emergencia.

Esta legislación permitió que el Estado norteamericano habilitara formas excepcionales de vigilancia y así justificó las detenciones arbitrarias. Este nuevo régimen se apoyó, en gran medida, en el acceso y la circulación de datos personales provenientes de múltiples agencias estatales, muchas de las cuales no fueron diseñadas para labores de inteligencia o control migratorio. Así, organismos como el Departamento de Seguridad Social, registros educativos o bases de salud pública se convirtieron en fuentes clave para alimentar a los sistemas de inteligencia algorítmica y de vigilancia, como en los casos de Yessenia y Öztürk. Datos cedidos originalmente para acceder a servicios sociales o educativos terminaron siendo utilizados por el aparato de seguridad para clasificar, controlar o detener personas sin el debido proceso. A diferencia de la Unión Europea (con su Reglamento General de Protección de Datos) y muchos países de Asia, África y América Latina, EE. UU. no cuenta con una ley federal que regule de manera integral la protección de datos personales. Existen regulaciones sectoriales y algunas leyes estatales, pero el sistema es fragmentado e insuficiente. La Privacy Act de 1974 sólo aplica a agencias federales y tiene amplias excepciones que permiten el uso y la cesión de datos sin consentimiento, en especial cuando se invoca la «seguridad nacional» o la «rutina administrativa». Esto deja un margen enorme para el uso indiscriminado de datos sin información ni control de los titulares. Pero lo más importante es que el sistema judicial, ocupado por fuerzas conservadoras, habilitó e incluso normalizó el estado de suspensión jurídica para una enorme cantidad de casos bajo el paraguas de la «seguridad nacional».

Lo que hace Trump es llevar esa lógica hasta sus últimas consecuencias, en particular contra los inmigrantes a quienes demonizó. La figura de este enemigo que se fue hilvanando desde hace por lo menos dos décadas mediante políticas de estigmatización y restricción bajo gobiernos demócratas y republicanos, llega a su culminación (y pega un salto de calidad) con el retorno del uso de la Ley de Enemigos Extranjeros (de 1798!) para ordenar la detención y deportación de más de 200 inmigrantes venezolanos.




La caza de inmigrantes, ayudada por las nuevas tecnologías y la cesión de los datos personales de una agencia a otra, vulnera los principios fundamentales de la privacidad, reconocidos en la mayoría de los marcos normativos internacionales (como el principio de finalidad específica, proporcionalidad, limitación de acceso y responsabilidad) y representa un síntoma específico y emblemático de la vigilancia, el poder estatal ejercido en la sociedad de control y el neoliberalismo autoritario. Una tendencia que no para de crecer sobre la base de nuevas herramientas tecnológicas de videovigilancia, del scraping de redes sociales, la minería de datos biométricos y el análisis predictivo, entre otras herramientas, que permiten una clasificación permanente de la población según criterios opacos. Paradójicamente, uno de los principios básicos del liberalismo político desde el siglo XVIII —la privacidad— se convierte hoy en una frontera política inesperada: no simplemente un derecho individual destinado a proteger la autonomía del sujeto sino un límite frente a una arquitectura de dominación que reconfigura radicalmente la relación entre ciudadanía, poder y tecnología, adquiriendo un carácter eminentemente político y colectivo que interpela los fundamentos mismos del capitalismo de plataformas.

Estas nuevas formas de dominación respaldaban la explicación ofrecida basada en la idea de la excepción permanente de Agamben, que permite captar una dimensión fundamental del poder contemporáneo: su capacidad para suspender derechos, refundir el umbral entre legalidad e ilegalidad y colocar a colectivos enteros en una zona de indeterminación entre ciudadanía y exclusión. Sin embargo, al presentarla como una constante invariante de la política occidental desde el principio del siglo XX hasta el presente, Agamben tiende a vaciar la política de sus determinaciones históricas concretas. La historia deviene una reiteración de una lógica abstracta entre soberanía y nuda vida, sin lugar para las transformaciones tecnológicas, las luchas sociales, las reconfiguraciones estatales ni los antagonismos que marcan la dinámica del capitalismo contemporáneo.

Como demostró Christos Boukalas en el artículo de 2014 «No exceptions: authoritarian statism. Agamben, Poulantzas and homeland security» [Sin excepciones: el estatismo autoritario]. Agamben, Poulantzas y la seguridad nacional, a pesar de la fuerte correspondencia entre la construcción de Agamben y aspectos clave de la política antiterrorista, la tesis de la «excepción permanente» no puede proporcionar una explicación adecuada de la política contemporánea. En primer lugar, porque toda la arquitectura de seguridad fue impulsada por el propio Congreso y expresa un giro social, y no sólo de la superestructura política, frente a las amenazas y el debilitamiento geoestratégico de Estados Unidos como potencia en declive. En segundo lugar, la definición de Agamben asume la excepción no como un estado, sino como forma («permanente») de la política contemporánea. Es decir, que entiende a la política como el efecto estructural de la interacción entre el poder soberano y la nuda vida, que parece esencialmente inalterable a lo largo de la historia. Esa es la base teórica de la confusión entre las políticas antiterroristas adoptadas por Estados Unidos y la cuarentena obligatoria que la mayoría de los Estados impusieron durante el peor momento de la pandemia de COVID-19. Esta reducción de la política a una condición eterna, la vacía de su contenido social, la despoja de sus formas sociohistóricas específicas y borra preguntas clave sobre las agencias, procesos, razones y propósitos que le dan forma. Boukalas sugiere un enfoque estratégico-relacional basado en los aportes de Nicos Poulantzas y Bob Jessop para comprender las formas que adquiere la seguridad nacional, sobre la base de una reconfiguración del estatismo autoritario: una forma de Estado diseñada para gestionar la crisis permanente en las sociedades capitalistas. «Excepción permanente» versus «crisis permanente».

Aunque no me convence la idea de la gestión de una «crisis permanente», porque en parte peca del mismo defecto de transformar una coyuntura histórica en una etapa de crisis perenne, implica un movimiento reflexivo del enfoque analítico de las esencias puras a coyunturas sociohistóricamente específicas. El enfoque estratégico-relacional contribuye a establecer una composición global de aspectos del desarrollo tecnológico, de la disputa geoestratégica a nivel global y la relación de fuerzas sociales y políticas al interior de las sociedades nacionales que permiten componer un cuadro de las condiciones sociohistóricas específicas. Esta composición puede contribuir a la comprensión de la emergencia de la extrema derecha, a los cambios operados en la sociedad a partir de las tecnologías de control social y la gubernamentalidad algorítmica, a la crisis social y los fantasmas identitarios que se reforzaron y amplificaron desde la pandemia.

Lejos de una excepción atemporal, lo que se pone en juego es una mutación del Estado capitalista ante la incapacidad de las formas democráticas liberales para gestionar las contradicciones acumuladas en el seno del neoliberalismo. Es decir, lo que emerge no es una política sin historia sino una política moldeada por una crisis concreta: la crisis estructural de la hegemonía occidental, la descomposición de los lazos sociales, el agotamiento de los pactos redistributivos del Estado de bienestar, la financiarización de la economía, el debilitamiento del trabajo organizado y el avance de las tecnologías digitales de control.

Reconfiguración de las relaciones de poder

La gestión del neoliberalismo autoritario no es simplemente reactiva: es productiva de nuevas formas de dominación, de tecnologías de control, de discursos identitarios, de alianzas entre fracciones del capital (tecnológico, financiero, militarizado), de afectos movilizadores como el miedo, el resentimiento y la nostalgia autoritaria. Lo que se constituye es una arquitectura de poder que no puede ser comprendida sin articular en una misma lectura los siguientes planos:


  • Transformaciones tecnológicas: la expansión del capitalismo de vigilancia, la minería de datos, la inteligencia artificial, las plataformas digitales y los dispositivos de predicción y control social redefinieron las formas de ejercer poder sobre los cuerpos y las poblaciones. Esto implicó una creciente privatización de funciones estatales clave, como la seguridad, la recolección de información y la gestión de riesgos, en alianza con empresas tecnológicas privadas.

  • Transformaciones políticas: asistimos a la erosión de las formas democráticas liberales, que no logran canalizar los conflictos sociales ni ofrecer horizontes de bienestar. La impotencia de la política representativa fue funcional al ascenso de liderazgos autoritarios que prometen restaurar el orden perdido mediante el uso intensivo del Poder Ejecutivo, la criminalización del disenso y el desprecio por las garantías constitucionales. Este proceso no representa una ruptura con el neoliberalismo sino su radicalización bajo una forma autoritarias.

  • Transformaciones sociales y culturales: la crisis de reproducción social —acentuada por la pandemia— generó una proliferación de ansiedades en torno a la seguridad, la identidad y la pertenencia. El vacío que dejó la destrucción del tejido social fue ocupado por narrativas neoconservadoras, xenófobas y antifeministas, que canalizan el malestar social hacia chivos expiatorios —migrantes, mujeres, disidencias, minorías raciales o religiosas— y refuerzan formas de racismo estructural y violencia patriarcal.

  • Reconfiguración geopolítica: la crisis de la hegemonía estadounidense, el ascenso de China, las guerras híbridas y el retorno del conflicto interestatal configuran un nuevo escenario internacional en el que el autoritarismo se presenta como una herramienta de eficacia estratégica. En este marco, la seguridad nacional se convierte en el vector central de legitimación de políticas excepcionales, muchas veces articuladas con tecnologías digitales de control y vigilancia.

La convergencia de estos factores da lugar a lo que puede denominarse un nuevo bloque histórico autoritario, en el que convergen fracciones del capital (sobre todo tecnológico y financiero), élites políticas, estructuras militares y policiales, aparatos ideológicos mediáticos y afectos sociales articulados en torno al miedo, la humillación y la pulsión de castigo. Este bloque, que se constituye dentro de las democracias formales, desborda las formas clásicas del neoliberalismo e impulsa un tipo de gubernamentalidad que combina gestión algorítmica, control afectivo y exclusión de poblaciones enteras del acceso a derechos.

El neofascismo no es un destino inevitable


Así, el modelo de excepcionalidad, lejos de ser un paréntesis jurídico ante situaciones extraordinarias, se consolidó como forma de gobierno en el marco del neoliberalismo autoritario ocupado por la extrema derecha. La vigilancia masiva, la erosión del debido proceso, el uso intensivo de tecnologías de control y la alianza entre agencias estatales y corporaciones tecnológicas como Palantir configuran un nuevo umbral de autoritarismo. Este proceso se vuelve aún más inquietante cuando el propio lenguaje de los derechos humanos y las libertades públicas es resignificado para justificar la exclusión, el odio o la opresión en nombre del «derecho de opinión».

La emergencia de gobiernos de extrema derecha en diversas regiones del mundo no puede entenderse aisladamente ni como una mera anomalía. Estos fenómenos se inscriben en un contexto más amplio de crisis del neoliberalismo y erosión de las democracias representativas, cuyos efectos minaron la legitimidad institucional, debilitaron los lazos sociales y exacerbaron la desigualdad. Ante este panorama, la extrema derecha ofrece una respuesta que no busca superar el neoliberalismo sino radicalizar su componente autoritario, fusionándolo con formas de movilización reaccionaria, control social intensificado y exclusión sistemática de sectores sociales.

Es en este punto donde resulta legítimo hablar de neofascismo, no como una repetición mecánica del fascismo clásico sino como una reactualización adaptada a las condiciones del siglo XXI, evidenciada por el curso que están adoptando en algunos países gobiernos de extrema derecha, en particular el de Estados Unidos, cuya dinámica todavía es incierta. Un rasgo distintivo del neofascismo contemporáneo es su capacidad para articular una forma de propaganda emocional que explota las tecnologías digitales y las redes sociales como dispositivos de amplificación afectiva.

Sin embargo, esta caracterización no debe llevarnos a un enfoque fatalista sobre una esencia inmutable del poder. Es crucial recuperar una mirada estratégico-relacional. Tal como propone Jessop, las formaciones políticas no son eternas, sino el resultado contingente de luchas sociales, institucionales y culturales. Una forma de Estado neoliberal autoritaria, un Estado de excepción, hace más difícil resolver nuevas crisis, contradicciones y canalizar descontentos mediante ajustes de rutina y recalibración política estableciendo un nuevo equilibrio de compromiso. La supuesta fuerza del Estado de excepción esconde su verdadera fragilidad, y es más vulnerable al colapso repentino a medida que las contradicciones y las presiones se acumulan. El neofascismo no es un destino inevitable sino una construcción histórica en disputa, que puede ser frenada y revertida por la acción colectiva, la organización popular y los proyectos de democracia radical alternativos.


Fuente: JACOBIN

lunes, 31 de marzo de 2025

Silicon Valley y la guerra

 

 Por Bappa Sinha  
      Tecnólogo veterano indio interesado en el impacto de la tecnología en la sociedad y la política.


Trump 2.0: la oligarquía tecnológica como punta de lanza


     Trump 2.0 ha tenido un comienzo tumultuoso. Si bien Trump siempre ha sido errático y casi deliberadamente impredecible, el alcance y la magnitud de los cambios que se están introduciendo en esta administración son cualitativamente diferentes. Se está haciendo un ambicioso intento de reestructurar el Estado y el ejército de los EE.UU., así como sus relaciones con el resto del mundo. Todos los días se anuncian nuevos aranceles, incluso contra sus socios más cercanos como Canadá y México, y luego se retiran, se toman decisiones controvertidas de política exterior y se reestructura radicalmente el Gobierno estadounidense.


Primera reunión del gabinete de Donald Trump, 2025.

Aunque la errática toma de decisiones de Trump se atribuye a menudo a su personalidad, una estrategia más amplia parece sustentar estos movimientos: una parte de la burguesía estadounidense ha llegado a la conclusión de que el dominio total de los Estados Unidos con control sobre las instituciones mundiales, el comercio internacional y las guerras interminables ya no es viable. En su lugar, están presionando para reavivar la fuerza económica, tecnológica y militar en declive de los Estados Unidos mientras se conforman con una guerra fría con China.

La oligarquía tecnológica (los grandes monopolios tecnológicos y sus propietarios multimillonarios) está al frente y en el centro de este ambicioso esfuerzo. Los monopolios tecnológicos han llegado a desempeñar un papel cada vez más importante en la economía estadounidense y ahora están empezando a hacer valer su poder político. El quién es quién de la tecnología, incluidos Jeff Bezos, Mark Zuckerberg, Sundar Pichai, Tim Cook y Elon Musk, ocuparon asientos de primera fila en la toma de posesión de Trump, lo que demuestra su importancia. Multimillonarios de la tecnología como Elon Musk, Peter Thiel, David Sacks y Marc Andreessen son personajes centrales en la administración Trump, asumiendo funciones clave y puestos de asesoría.




Tanto con Trump como con Biden, Washington trató de frenar el auge tecnológico de China mediante sanciones estrictas, en particular en la fabricación de semiconductores. La administración Biden aprobó la Ley CHIPS y Ciencia, que asigna 52.000 millones de dólares en incentivos para que la producción de semiconductores vuelva a los EE.UU. Sin embargo, China ha hecho avances significativos en el diseño y en la fabricación de chips, lo que socava el impacto previsto de estas políticas. Los avances de China en la producción de teléfonos móviles de Huawei con chips avanzados de 7 nm y DeepSeek, un modelo de IA competitivo con los principales modelos estadounidenses, han sido impactantes. Son “momentos Sputnik” para la industria tecnológica estadounidense. Mientras tanto, los esfuerzos para reubicar la producción de chips a nivel nacional han sufrido reveses.


Nuevo teléfono Huawei Mate 60 Pro.

La administración Trump parece ahora favorecer una política económica más agresiva, utilizando aranceles y presión corporativa para forzar a las empresas extranjeras– como TSMC de Taiwán, el fabricante de chips más vanguardista del mundo – a establecer fábricas dentro de las fronteras estadounidenses. La creencia subyacente es que la coerción económica, en lugar de los subsidios, restaurará la fortaleza manufacturera estadounidense. Junto con los aranceles, existe un profundo compromiso con la desregulación, especialmente en lo que respecta a la seguridad de la IA y las preocupaciones medioambientales. Se cree que los espectaculares avances en IA, respaldados por inversiones masivas en hardware para centros de datos, energía barata y la paralización de las capacidades tecnológicas de China mediante sanciones, permitirán a los EE.UU. ampliar su ventaja tecnológica y mantener su posición de liderazgo económico.


Donald Trump escucha a CC Wei, presidente y director ejecutivo de TSMC en Washington, DC, el 3 de marzo de 2025.

La guerra de Ucrania también ha reconfigurado la estrategia militar de los EE.UU. Las expectativas iniciales de que Rusia colapsaría bajo las sanciones occidentales han resultado infundadas, y Moscú ha demostrado ser más resistente tanto económica como militarmente. Además, Rusia y China han demostrado una tecnología militar superior en áreas como misiles hipersónicos, sistemas de defensa aérea altamente sofisticados, aviones de combate de sexta generación y guerra autónoma con drones. La demostración rusa del misil Oreshnik más avanzado, que se estima que es capaz de alcanzar una velocidad de Mach 10 o 12.348 km/h, y la demostración china de sus aviones de combate furtivos J36 de sexta generación actuaron como otro conjunto de “momentos Sputnik” para los EE. UU. en el ámbito militar. Incluso los rebeldes hutíes yemeníes han logrado interrumpir el transporte marítimo en el Mar Rojo a pesar de la presencia de las fuerzas navales estadounidenses.


El nuevo caza chino J-36.

La guerra de Ucrania ha demostrado que la dependencia del ejército estadounidense de costosas “piezas claves”, como portaaviones, submarinos nucleares, bombarderos B-52, tanques Abrams y sistemas de misiles antiaéreos Patriot, ha sido en gran medida ineficaz. La guerra moderna ha evolucionado para utilizar enjambres de drones baratos que pueden abrumar a armas que son, en general, muchísimo más caras. Los sistemas de nueva generación han demostrado ser mucho más eficaces. Los sistemas Starlink de Elon Musk han mantenido en funcionamiento las comunicaciones de mando y control del ejército ucraniano, a pesar de que gran parte del sistema de telecomunicaciones terrestres fue destruido por los rusos. La empresa Palantir, de Peter Thiel, ha desempeñado un papel fundamental en los esfuerzos bélicos de Ucrania. El software de Palantir, que utiliza inteligencia artificial para analizar imágenes de satélite, datos de código abierto, imágenes de drones e informes desde tierra para presentar opciones militares a los comandantes, es responsable de la mayoría de los ataques con armas, incluidos misiles de artillería y antitanques, por parte de Ucrania.

Un elemento clave de la estrategia de Trump consiste en aprovechar la experiencia de Silicon Valley, con destacados multimillonarios tecnológicos como Elon Musk y Peter Thiel y sus empresas, que desempeñan un papel directo en el desarrollo de armas futuristas basadas en la inteligencia artificial y ejércitos de drones. Se prevé que estos serán fundamentales en las futuras guerras estadounidenses.

A nivel nacional, Trump ha lanzado un ataque total contra la burocracia federal. Se está intentando eliminar departamentos clave, incluido el Departamento de Educación. Elon Musk ha recibido el encargo de dirigir el Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE, por su siglas en inglés), que ya ha aplicado recortes profundos en varias agencias. Esto está impulsado por la ideología libertaria de los aliados de Trump en la industria tecnológica, que abogan por una mínima intervención del Gobierno en los asuntos económicos.

Un fondo soberano de criptomonedas de reciente creación subraya aún más la tendencia libertaria de la administración en lo que respecta a las políticas económicas nacionales. Varios multimillonarios del círculo de Trump, como Peter Thiel, Elon Musk, David Sacks y Marc Andreessen, que poseen importantes inversiones en criptomonedas, se beneficiarán de ello.

El objetivo general del segundo mandato de Trump parece ser un intento rápido y radical de reavivar la fuerza de los EE. UU. frente a los crecientes desafíos económicos y militares. El enfoque de la administración sugiere una transición de un orden mundial unipolar a una nueva Guerra Fría, con China como principal rival. Las iniciativas de paz con Rusia también pueden estar motivadas por un esfuerzo para alejar a Rusia de su relación de “amistad sin límites” con el gigante asiático.

Sin embargo, las políticas de Trump están plagadas de contradicciones y puntos ciegos ideológicos. Sin construir primero la capacidad industrial y los conocimientos técnicos necesarios para dirigir una industria moderna, vaciada por décadas de subcontratación, el uso agresivo de aranceles con la esperanza de recuperar la autosuficiencia económica puede ser contraproducente. También puede alejar a sus aliados, debilitando la posición de los Estados Unidos en el escenario mundial. En última instancia, el segundo mandato de Trump representa un experimento radical y altamente impredecible para remodelar el poder de los EE.UU., uno que conlleva riesgos profundos y un futuro incierto para el imperio estadounidense.


Fuente: EL VIEJO TOPO

viernes, 7 de marzo de 2025

¿Trump atacará a Google?

 

 Por Rob Larson   
      Profesor de economía en el Tacoma Community College (EE.UU.).



En Estados Unidos, Google está a la espera de una decisión en un segundo caso antimonopolio presentado por el gobierno federal y varios estados. Si la empresa es declarada culpable, el caso pondrá a prueba la sinceridad de la retórica contra las grandes tecnológicas del gobierno de Trump.



     Google tiene los tentáculos ocupados en estos días. Mientras invierte ingentes cantidades de dinero en el desarrollo de la llamada inteligencia artificial generativa, la empresa se enfrenta a dos importantes demandas antimonopolio presentadas por el gobierno federal y varios estados. La larga demanda por el monopolio de búsqueda de Google ya dio lugar a un veredicto de culpabilidad, con sentencia prevista para el mes de agosto. El objetivo recientemente anunciado por el Departamento de Justicia de desmantelar Alphabet, que obligaría a la compañía a desprenderse de su ampliamente utilizado navegador Chrome, representa una desinversión potencialmente importante. Sin embargo, debido a las apelaciones, pasarán años antes de que se conozca el resultado final.


La decisión del juez Amit P. Mehta podría transformar a Google y ayudar a sentar un precedente para casos antimonopolio contra otras tecnológicas.


Al mismo tiempo, la tecnología publicitaria de Alphabet, la empresa matriz de Google y su verdadero tesoro, también enfrenta un juicio. Este segundo caso tiene importantes implicancias debido a los monopolios y oligopolios de la compañía en varios segmentos de los mercados publicitarios online por subasta, una industria que actualmente mueve 600 000 millones de dólares al año.

La pérdida del monopolio


Tras el histórico fallo de mediados de año que determinó que Google tiene un monopolio en el mercado de búsquedas online, el Departamento de Justicia solicitó oficialmente un desmantelamiento limitado, exigiendo que Alphabet se desprenda de Chrome, el popular navegador web de Google, base del sistema operativo de sus populares Chromebooks.


El Departamento de Justicia y un grupo de estados tenían hasta el final del miércoles para proponer soluciones en una demanda antimonopolio que ganaron en agosto.


Se trata de una gran amenaza para Google, ya que su navegador, ampliamente adoptado, desvía las búsquedas hacia su motor de búsqueda, una de las muchas tácticas de la empresa para atraer consultas online entrenando sus algoritmos y ayudando a Google a mantener su cuota de dominante de mercado. Dado que se calcula que Chrome es utilizado por dos tercios de los usuarios de Internet de todo el mundo, la pérdida de estas consultas predeterminadas y de los ingresos por publicidad y ventas asociados supondría un duro golpe para la empresa.

El Departamento de Justicia también le pidió al juez que le prohíba a Google firmar acuerdos de pago con empresas como Apple y Samsung para que su motor de búsqueda se establezca como predeterminado en teléfonos y navegadores, un recurso que los analistas consideran probable que se conceda. En un movimiento más agresivo, el gobierno está solicitando que los competidores de Google tengan acceso durante diez años al vasto océano de datos de búsqueda de la compañía. Esto representa otra carga significativa para Alphabet, ya que los datos de las respuestas de los usuarios a los resultados de búsqueda se utilizan para mejorar su algoritmo y mantener una ventaja crucial sobre los buscadores rivales.

Pero en gran parte de la cobertura del caso, pasó desapercibida la petición adicional del Departamento de Justicia en relación con Android, el aún más importante sistema operativo móvil de Alphabet, que se utiliza en la mayoría de los teléfonos móviles del mundo. El gobierno le solicitó al juez que le ofreciera a Alphabet la posibilidad de elegir entre directamente desprenderse de Android o reconfigurarlo para que ya no utilice por defecto la búsqueda de Google, un serio desafío técnico para la empresa. Android desempeña un papel mucho más importante en el mantenimiento de los usuarios en el ecosistema de aplicaciones de Google que Chrome, ya que los teléfonos Android suelen venir precargados con el conjunto completo de aplicaciones de Google. Esto significa que la solicitud de medidas correctivas del Departamento de Justicia representa una escalada significativa en el caso, acercándose a la más drástica demanda de desmantelar a Microsoft en divisiones de sistema operativo y aplicaciones, durante el caso antimonopolio que se le siguió en los años 90.


Los casos antimonopolio de Microsoft.

El fallo original está ahora en proceso de apelaciones, por lo que podría prolongarse durante años. Cualquiera que sea la medida correctiva que el juez de distrito Amit Mehta decida a mediados de este año, quedará en suspenso hasta que se agote el proceso de apelación (en este sentido, vale la pena recordar que el fallo sobre el desmantelamiento de Microsoft finalmente fue anulado en apelación).

Ad Hominem

Mientras tanto, en noviembre, un tribunal de distrito escuchó los alegatos finales en la otra gran demanda contra Google, interpuesta por el gobierno federal en relación con su tecnología publicitaria. A pesar de las encantadoras compras publicitarias de la empresa y de su antiguo y pintoresco lema «Don’t be evil» (No seas malo), Alphabet se enfrenta a una ardua batalla para convencer al mundo de que no tiene el monopolio en varios segmentos del mercado de la publicidad online. Si bien la colocación de anuncios online en general es un oligopolio (liderado por Alphabet, Amazon y Meta, la empresa matriz de Facebook), Google ejerce un control total en varios espacios y segmentos clave del mercado.

La red publicitaria de Alphabet está compuesta por un sorprendentemente denso entramado de plataformas, servicios de intermediación y mercados de subastas dominados por la propia compañía, los cuales tienden a favorecer en gran medida sus propios productos y espacios. Esto incluye anuncios en Google Search, sitios web independientes que utilizan Google para vender espacios publicitarios y YouTube.

El Departamento de Justicia y los diecisiete estados de EE.UU. que se unieron a la demanda se centran en particular en el producto Ad Manager, que le permite a los sitios web («editores») con espacio publicitario para vender ofrecérselo a empresas que deseen anunciar sus productos. Ad Manager se utiliza principalmente para vender y gestionar anuncios de publicidad gráfica o banners publicitarios, lo que, aunque está lejos de ser el segmento más grande de la publicidad online, generó 7400 millones de dólares en 2020. Además, Ad Manager le otorga a Google una significativa visibilidad sobre los hábitos de navegación web y las dificultades comerciales de los editores online, desde operadores de otras plataformas hasta medios de noticias. Se sabe que Google ya comenzó a integrar información sobre la navegación de los usuarios fuera de sus plataformas a su actividad dentro de ellas, un proyecto conocido internamente como «Project Narnia».


El caso del Departamento de Justicia alega que Google tiene un control ilegal del mercado de software utilizado para comprar y vender anuncios digitales.

La demanda del gobierno busca otro desmantelamiento parcial, obligando a Google a vender Ad Manager, un objetivo que también comparten otras demandas antimonopolio contra la operación publicitaria de la compañía que se superponen, incluidas las presentadas por la Oficina de Competencia de Canadá y la Comisión Europea. Algunas demandas también buscan forzar a la compañía a separar su gigantesco mercado publicitario, AdX, que facilita la intermediación entre editores y anunciantes.

Una parte importante del caso tiene que ver con la dependencia, un fenómeno común en los mercados basados en redes en los que cambiar de proveedor conlleva un costo. Durante muchos años, los sitios web sólo podían utilizar los populares servicios de colocación de anuncios de Google si también utilizaban el sistema de subastas de Google para pujar por los espacios. La Comisión Europea descubrió que Google le había impuesto condiciones a los editores de sitios web y blogs para impedir el uso de los servicios de otras empresas de intermediación publicitaria cuando los usuarios recurrían a las funciones de búsqueda propias de esos sitios. Esto se lograba por medio de otro producto de tecnología publicitaria de Google, Ad Sense for Search. Contratos de este tipo lograban encerrar a los editores en el sistema publicitario de Google. La sentencia luego fue confirmada por los tribunales.

Además de esta tecnología publicitaria para colocar los anuncios, el gigantesco mercado AdX de Google significa que la empresa opera la totalidad de segmentos significativos del mercado publicitario online, desde el servicio que permite a los operadores gestionar sus anuncios hasta el software que coloca los anuncios en sitios de terceros y el mercado que pone en contacto a compradores y vendedores. Y Google le cobra un suculento 20 por ciento a los editores en toda la web por utilizar sus populares herramientas.

El gobierno argumenta que todo esto convierte a Google en un monopolio en gran parte del mercado publicitario online y, a tenor de los detalles conocidos del proceso judicial, más la derrota de la empresa en el caso sobre el monopolio de búsqueda, es probable que su argumento tenga éxito. El Departamento de Justicia reforzó su argumentación con un correo electrónico interno de Alphabet (que de algún modo sobrevivió a la política de la empresa de borrar o privilegiar sistemáticamente las comunicaciones internas) en el que un empleado comparaba la posición de Google con permitir que un banco dirigiera la bolsa.

Google respondió, en primer lugar, alegando —como hizo sin éxito en el caso de las búsquedas— que su dominio del mercado se debe simplemente a la superioridad de su producto. Pero el gobierno argumentó que esto sólo refleja la naturaleza de los mercados de redes, en los que el ganador se lo lleva todo, ya que el uso de sus herramientas de búsqueda o publicidad proporciona datos valiosos que refinan los resultados de búsqueda o los procesos de tecnología publicitaria. Entonces, puede que la empresa tenga el mejor producto, pero esto podría indicar simplemente que el éxito inicial de la empresa luego generó más éxito, situándola permanentemente por delante de otras con volúmenes de negocio menores que, por tanto, no pueden desarrollar en la misma medida sus herramientas de búsqueda y publicidad.

Considerando que esa estratagema ya fracasó en su último caso, Google preparó otra línea de defensa. Como la mayoría de las empresas gigantes acusadas por el Estado de monopolio ilegal, la empresa y sus economistas a sueldo insisten en que en realidad existe una gran competencia en el sector. Siguiendo este libro de jugadas estándar, la empresa enumera en su defensa a aquellos segmentos del sector de los grandes anuncios en los que sí existe una competencia real, al menos entre un oligopolio de enormes empresas: los banners publicitarios, por ejemplo, son gestionados en gran medida por Google, pero también a menudo por Amazon y, cada vez más, por Microsoft.

Pero la mayoría de estas empresas también tienen al menos un segmento del mercado que no sólo monopolizan, sino que controlan totalmente. Amazon, Facebook e Instagram (de Meta) y YouTube (de Alphabet) tienen monopolios absolutos de operadores de anuncios en sus propias plataformas en expansión, lo que, debido a su enorme tamaño, los convierte en monopolistas en algunas áreas y en meros oligopolistas en otras. Lo que todos estos segmentos tienen en común es que están a kilómetros de distancia de los soleados cuentos de hadas competitivos de «que gane el mejor». En conjunto, estas plataformas tecnológicas controlan más de la mitad del mercado publicitario mundial, una industria anual de 1 billón de dólares.

No se espera una decisión en el caso de la tecnología publicitaria hasta dentro de varios meses, a la que eventualmente le seguirán medidas de remediación, instancia en la que la parte perdedora pondrá en marcha el proceso de apelación, que durará un año.

Antimonopolio trucado


No está claro cómo tratará la administración entrante de Trump estos casos antimonopolio heredados de la era Biden, ya que los presidentes del Partido Republicano abrazaron en las últimas décadas ideologías extremistas de libre mercado que ven a la regulación antimonopolio como una siniestra interferencia del gobierno en la economía. Pero hay que recordar que la mayoría de los casos actuales contra grandes plataformas en línea como Google, Facebook y Amazon en realidad se originaron en el primer mandato de Donald Trump.

Andrew Ferguson, designado por el nuevo presidente para dirigir la Comisión Federal de Comercio, que comparte funciones antimonopolio con el Departamento de Justicia, anticipó un enfoque de aplicación más laxo, típico de las administraciones republicanas, con la conspicua excepción de las grandes tecnológicas. Pero las declaraciones de Ferguson y del propio Trump sugieren claramente que el objetivo principal no son los monopolios publicitarios sino la supuesta discriminación contra las opiniones de derecha en Internet.

La mayoría de los socialistas sentirán poca compasión por los anunciantes a los que Google estará obligando a pagar tarifas más altas, ya que los anunciantes tienden a representar la propaganda corporativa desnuda y perjudican la experiencia online, saturando de forma odiosa las páginas web, ralentizando los tiempos de carga e interrumpiendo la navegación. Y, como otros socialistas y yo hemos argumentado, la tecnología es inevitablemente propensa al monopolio natural, donde la lógica básica del mercado favorece a una única empresa hiperdominante. Esto choca potencialmente con la ley antimonopolio estadounidense, que se basa en preservar cierto nivel de competencia en el mercado. Un enfoque al estilo de Elizabeth Warren hace algo para limitar las formas más atroces de monopolio de mercado, especialmente las que perjudican a otras grandes empresas, que pueden conseguir audiencias políticas o judiciales más fácilmente que el proletariado de la calle.

Pero, como mucho, las medidas antimonopolio suelen convertir a un monopolio de mercado en un oligopolio, como cuando la Standard Oil de Rockefeller se dividió en empresas sucesoras que se convirtieron en las grandes petroleras actuales, como Exxon, Mobil y Chevron, o la división de AT&T, cuyos descendientes son las actuales AT&T y Verizon. Puede que eso sea mejor que el monopolio, pero aún así esto nos deja lidiando con empresas absurdamente poderosas que tienen servicios esenciales en sus manicuradas manos capitalistas mientras obligan a la clase trabajadora a arreglárselas para pagar las facturas. La solución que realmente serviría al bien público, como siempre, pasa por socializar y democratizar las gigantescas plataformas que tanta influencia ejercen sobre nuestras vidas.


Fuente: JACOBIN