Por
Benjamin
Fogel
A medida que las grandes potencias ni siquiera se preocupan de guardar las apariencias de legalidad, la guerra no declarada contra Venezuela expone un mundo gobernado por la extorsión, el colapso y la redefinición de la soberanía
En su nueva y épica historia del hemisferio occidental, America, América, Greg Grandin relata cómo el gran revolucionario cubano José Martí se encontró con el relato de Tucídides sobre la victoria de Atenas en la Guerra del Peloponeso. Atenas había sitiado Melos, una pequeña isla, muy parecida a Cuba, que ya no podía cumplir con sus obligaciones tributarias con su vecino dominante. Melos apeló a la ley y la justicia para evitar su destrucción.
Atenas respondió que la justicia solo se aplica “entre iguales en poder”; cuando el poder es desigual, “los fuertes hacen lo que quieren y los débiles sufren lo que deben”. Atenas procedió a destruir Melos, masacrar a los habitantes y colonizar la isla. Como señala Grandin, la relevancia de la historia para América es evidente, “en los innumerables incidentes en los que Washington hizo lo que quiso y América Latina sufrió lo que debía”.
Entre el despliegue del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) y la Guardia Nacional en las principales ciudades estadounidenses y un frágil alto el fuego en Gaza, es posible que se haya pasado por alto que la Administración Trump voló otra pequeña embarcación de lo que declaró “traficantes de drogas” frente a la costa de Venezuela. A la agresión de Estados Unidos contra Venezuela le han seguido otros ataques a embarcaciones frente a la costa del Pacífico, en aguas colombianas, que causaron catorce muertos y un superviviente, lo que indica una intensificación de la agresión contra Colombia.
Estos actos marcan el retorno a una concepción de la soberanía basada en “los fuertes hacen lo que quieren”, en lo que los jóvenes llaman ahora la era “sin máscaras”, una era en la que ni siquiera se pretende fundamentar esa violencia en principios universales o en el derecho internacional.
La nueva diplomacia de las cañoneras
Durante el último mes, la Marina de Estados Unidos se ha dedicado a volar pequeñas embarcaciones en nombre de la lucha contra el “narcoterrorismo”. La campaña se ha desarrollado junto con el despliegue de más de diez mil soldados, ocho buques de guerra, un submarino de ataque rápido de propulsión nuclear, aviones de combate F-35 y el USS Gerald R. Ford, el portaaviones más grande de la Marina, frente a las costas de Sudamérica.
Donald Trump también ha anunciado una recompensa de 50 millones de dólares por la captura del presidente venezolano Nicolás Maduro, alegando que es el líder del llamado Cartel de los Soles, una vaga abreviatura empleada por periodistas y analistas de seguridad para referirse a los grupos de narcotraficantes dentro del ejército venezolano, en lugar de una verdadera organización de narcotraficantes (DTO, por sus siglas en inglés).
En una frase que solo podría haber sido publicada en The New York Times, ese periódico informó de que “Trump se ha frustrado por el hecho de que Maduro no haya accedido a las demandas estadounidenses de renunciar voluntariamente al poder y por la continua insistencia de los funcionarios venezolanos de que no participan en el tráfico de drogas”.
En lo que parece ser un preludio de un cambio de régimen, posiblemente con tropas sobre el terreno, Trump ha declarado públicamente que ha autorizado a la CIA a llevar a cabo operaciones encubiertas dentro de Venezuela, mientras que bombarderos B-52 sobrevolaban el sur del Caribe. Anunciar operaciones encubiertas, por supuesto, contradice el sentido de las “operaciones encubiertas” y parece indicar, en cambio, operaciones abiertas inminentes; el Gobierno de Venezuela ha declarado que ha capturado a un grupo de mercenarios vinculados a la CIA. La medida se produjo tras la noticia de que el almirante Alvin Holsey, jefe del Comando Sur de Estados Unidos, dimitió en medio de informes sobre las crecientes tensiones con el expresentador de televisión Pete Hegseth, actual secretario de Guerra.
La concesión del Premio Nobel de la Paz a la líder de la oposición venezolana de extrema derecha María Corina Machado, defensora desde hace mucho tiempo de la intervención militar estadounidense y que apoya el asesinato extrajudicial en el mar de sus compatriotas venezolanos, sugiere que el cambio de régimen contará con el apoyo de lo que queda de la “comunidad internacional”. Machado se une a una larga lista de ganadores inmerecidos del Premio Nobel de la Paz, entre los que se encuentran Henry Kissinger y Barack Obama.
Trump también ha extendido sus amenazas bélicas a la vecina Colombia, declarando (sin pruebas) que el presidente colombiano, Gustavo Petro, es “un líder de las drogas ilegales” que “fomenta enérgicamente la producción masiva de drogas, en campos grandes y pequeños, en toda Colombia”. Anunció que se cortaría toda la ayuda a Colombia, un país ya devastado por la “guerra contra las drogas” que Washington lleva décadas librando, que en realidad es una guerra contra los campesinos, los izquierdistas y los sindicatos.
A continuación, anunció sanciones contra Petro y su familia, junto con otros miembros del Gobierno colombiano. En respuesta, Petro dijo: “Estados Unidos ha invadido nuestro territorio nacional, ha disparado un misil para matar a un humilde pescador y ha destruido a su familia, a sus hijos. Esta es la patria de [Simón] Bolívar, y están asesinando a sus hijos con bombas”.
En el momento de escribir este artículo, el asesinato extrajudicial rutinario de tripulaciones de pequeñas embarcaciones –cincuenta y siete personas hasta ahora– se ha convertido en otra atrocidad normalizada de la Administración Trump, parte del continuo deterioro de las restricciones legales y morales en la política exterior estadounidense. No se han aportado pruebas que justifiquen los ataques. Como señaló el corresponsal de seguridad nacional de The New York Times en un reciente artículo de opinión: “No se nos ha dicho qué drogas concretas pretenden detener. No se nos ha dicho mucho sobre qué grupos específicos pretenden destruir. No se nos ha dicho mucho sobre en qué autoridades legales se basan para actuar”. Cuando los expertos jurídicos advirtieron de que lanzar un misil sobre una pequeña embarcación podría constituir un crimen de guerra, el vicepresidente estadounidense JD Vance declaró en la página web de Elon Musk: “Me importa una mierda”.
La Administración Trump también se ha arrogado la misma prerrogativa de intervenir militarmente en México, el mayor socio comercial de Estados Unidos, con el pretexto de combatir a los cárteles recién designados como organizaciones terroristas extranjeras.
El declive del poder blando
Un alto funcionario de seguridad nacional estadounidense declaró a The Washington Post que, tras ver un documento interno sobre los ataques, “inmediatamente pensé: ‘Esto no tiene que ver con terroristas. Tiene que ver con Venezuela y con un cambio de régimen’. Pero no había información sobre de qué se trataba realmente”. Eva Golinger, una abogada estadounidense que asesoró al predecesor de Maduro, Hugo Chávez, afirmó que “si existiera un radar de ‘probabilidad de acción militar estadounidense en Venezuela’, diría que en este momento se inclina por una probabilidad superior al 75 %, si no más, porque las cosas nunca han escalado a este nivel”.
Venezuela nunca ha sido un gran país productor de drogas y no se encuentra en una ruta central para el tráfico de narcóticos hacia Estados Unidos (¿y no es el fentanilo, y no la cocaína, la amenaza?). De hecho, su importancia en el comercio mundial de drogas ha disminuido significativamente en la última década. Según el Informe Mundial sobre las Drogas 2025 de la ONU, solo alrededor del 5 % de las drogas colombianas transitan ahora por Venezuela.
La afirmación más absurda de todas es que cada barco hundido “salva 25.000 vidas estadounidenses”. Históricamente, Venezuela ha sido una ruta importante hacia Europa para la cocaína colombiana, con Nápoles como centro clave para las mafias italianas Camorra y Cosa Nostra a finales de los años 80 y 90.
Incluso dentro de Estados Unidos, la tan cacareada amenaza que supone la banda Tren de Aragua, que supuestamente se está apoderando de las ciudades, parece considerablemente diferente si se analiza con más detenimiento. Una evaluación del Consejo Nacional de Inteligencia de abril afirmaba que “era muy improbable” que la banda “coordinara grandes volúmenes de tráfico de personas o de migrantes”. Además, “no había pruebas de que el Gobierno venezolano dirigiera al Tren de Aragua, ni de que la banda o el Gobierno intentaran desestabilizar Estados Unidos inundándolo de migrantes delincuentes”.
La crudeza de la justificación de la guerra con Venezuela refleja tanto el declive del poder blando de Estados Unidos, especialmente tras la destrucción de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), como la creencia de la Administración Trump de que ya no es necesario llevar a cabo el mismo tipo de esfuerzos propagandísticos que se requerían para las guerras del pasado. El Congreso hace lo que se le dice y ya no es necesario ganarse al público; hoy en día, la opinión pública se puede fabricar a posteriori mediante algoritmos.
Esto también tiene el conveniente efecto de desplazar de la actualidad informativa las noticias sobre la amistad del presidente de Estados Unidos con el pederasta más notorio del país. Como señaló hace años la historiadora Marilyn Young, “armado con drones y fuerzas especiales, un presidente estadounidense puede librar guerras más o menos por su cuenta, en los países que él elija. Las guerras estadounidenses no terminan, sino que continúan, en silencio, a espaldas del público que las financia”.
La noticia de la escalada militar contra Venezuela coincidió con el anuncio de un rescate de 40.000 millones de dólares para Argentina, 5.000 millones más que todo el presupuesto de la USAID. El presidente de Argentina, Javier Milei, ahora interpreta una versión bufonesca y clonada de Augusto Pinochet, con un peinado aún peor, reclutado para difundir las virtudes del liberalismo económico en América Latina. Y, por supuesto, como nos recuerda el Financial Times, “en Venezuela están en juego las mayores reservas probadas de petróleo del mundo y valiosos yacimientos de oro, diamantes y coltán”.
Como ha ocurrido tantas veces en estos tiempos cada vez más morbosos, el Partido Demócrata ha guardado silencio –o ha apoyado abiertamente– la agresión de Trump contra Venezuela. Ni el líder de la minoría del Senado, Chuck Schumer, ni el líder de la minoría de la Cámara de Representantes, Hakeem Jeffries, se han molestado en emitir ninguna declaración formal al respecto. La senadora de Michigan Elissa Slotkin, exanalista de la CIA que sigue siendo aliada del aparato de seguridad nacional, declaró a Politico: “Tenemos militares uniformados que piden a su cadena de mando cartas que garanticen que no tendrán responsabilidad personal por ninguna acción ilegal en estas operaciones. No tengo ningún problema en perseguir a los narcotraficantes”.
El poder como soberanía
Como sostiene el crítico mexicano Oswaldo Zavala en su libro Drug Cartels Do Not Exist, el villano conocido como “narcoterrorista” se ha consolidado desde hace tiempo a través de la cultura popular. Desde películas como Sicario hasta los podcasts de operadores y exmiembros de las fuerzas especiales que aparecen en The Joe Rogan Experience cada pocas semanas, la cobertura de los medios de comunicación populares ha convertido la figura del cártel en una amenaza existencial para Estados Unidos.
La cobertura informativa refuerza y adapta esta imagen para satisfacer las necesidades políticas del Estado estadounidense. Haciéndose pasar por realistas implacables, una pequeña industria de autodenominados expertos y veteranos se entrega a fantasías de violencia justificada contra Estados soberanos en nombre de la defensa de la libertad. Toda esta palabrería y jactancia oculta convenientemente la larga implicación del ejército estadounidense y la CIA en el tráfico internacional de drogas, desde las alianzas con los señores de la guerra anticomunistas del sudeste asiático durante la guerra de Vietnam hasta los Contras inundando el sur de Los Ángeles con crack.
Más recientemente, como muestra Seth Harp en The Fort Bragg Cartel, unidades de operaciones especiales de élite han estado implicadas en el tráfico de drogas y asesinatos en suelo estadounidense, un patrón que ensombrece al mismo aparato militar ahora desplegado en el Caribe. Muchos de estos mismos operadores pasan a trabajar por cuenta propia para organizaciones de tráfico de drogas como instructores y guardaespaldas.
En su reciente libro Shifting Sovereignties: A Global History of a Concept in Practice, los historiadores Moritz Mihatsch y Michael Mulligan afirman que una de las razones fundamentales del poder perdurable de la soberanía en la política moderna puede “encontrarse en la concisa observación de Pierre Englebert de que ‘la soberanía es lo más parecido a la magia que hay en la política’”. Incluso si la soberanía es un espejismo, escriben, “sigue influyendo en los procesos históricos porque la gente y los políticos creen en ella”. Una vez que la soberanía pierde legitimidad, deja de ser soberanía y se convierte simplemente en poder.
Intentar verificar los hechos de la narrativa de la Administración Trump no viene al caso. Su invocación del “terrorismo” y la criminalidad de la izquierda se ha convertido en parte de la cobertura retórica de la incursión del ICE en las principales ciudades. La cuestión es que el Ejecutivo, como soberano, puede definir la legitimidad del uso de la violencia coercitiva contra una amenaza a la seguridad nacional que emana de otros Estados, ya sea en forma de actores no estatales como los cárteles mexicanos o el supuesto “Estado narcoterrorista” de Venezuela. Incluso la antigua reivindicación imperialista de la soberanía territorial sobre tierras que pertenecen a otros pueblos ha resurgido en las amenazas improvisadas de Trump de anexionar Groenlandia y Canadá.
En la economía de la atención actual, ya devastada por la enshittificación y la IA generativa, la apariencia de éxito sustituye a la justificación moral, al igual que la apariencia de buena forma física sustituye a la experiencia en salud y un Lamborghini sustituye a la perspicacia financiera para saber qué memecoin comprar. El análogo geopolítico es simple: el poder hace la fuerza. El poder ahora sirve como su propia justificación. En otras palabras, la apelación al derecho o las normas internacionales está en proceso de desaparecer como ficción constitutiva del orden internacional. Lo que queda es la máxima de Tucídides: “Los fuertes hacen lo que quieren, los débiles sufren lo que deben”.
La transformación de la soberanía
No es la primera vez que Estados Unidos despliega sus acorazados frente a las costas de Venezuela para dejar clara su postura. Durante la crisis venezolana de 1902-1903, más de una década antes de que se descubrieran las reservas de petróleo del país, Estados Unidos envió sus acorazados al sur del Caribe después de que el presidente de Venezuela, Cipriano Castro, se negara a resolver una disputa sobre el asfalto a favor de un cártel con conexiones políticas con sede en Filadelfia. Cuando esto no funcionó, el cártel financió a un banquero anticastrista para que iniciara una revuelta, lo que condujo a una guerra civil que causó miles de muertos y devastó la infraestructura de Venezuela. Alemania, Gran Bretaña e Italia también desplegaron cañoneras en Venezuela para asaltar la costa cuando Castro amenazó con incumplir los pagos de los préstamos que debía a acreedores estadounidenses y europeos.
Esa crisis anterior en Venezuela ejemplificó la Doctrina Monroe, que sostenía que América era la principal esfera de influencia de Estados Unidos y que cualquier interferencia europea en la región se consideraría un acto hostil. La extensión de la doctrina también afirmaba que Estados Unidos tenía derecho a intervenir en los asuntos políticos de los Estados latinoamericanos si consideraba que sus intereses se veían amenazados. Esto se hizo explícito en lo que se denominó el Corolario Roosevelt, que otorgaba a Estados Unidos el derecho a “ejercer el poder policial internacional” en respuesta a “actos ilícitos” generales, como negarse a someterse a los intereses corporativos estadounidenses en el comercio de asfalto en Venezuela.
Esta última crisis de Venezuela marca algo más: una transformación regresiva de la soberanía hacia el dominio de los fuertes.
El cabecilla más agresivo de la administración Trump, Stephen Miller, ofreció su propia y cruda actualización de esa doctrina en una publicación en X: “Los enemigos terroristas extranjeros que operan en nuestro hemisferio serán destruidos. Estas organizaciones despliegan ejércitos, controlan territorios y viajes, se apoderan del comercio, extorsionan violentamente el poder judicial y político, violan, mutilan, secuestran, torturan, masacran, ejecutan y cometen asesinatos en masa contra estadounidenses”. El secretario de Estado “Little Marco” Rubio expresa abiertamente su deseo de terminar la labor de la Guerra Fría acabando de una vez por todas con el desafío de Venezuela y Cuba al imperio.
Informes recientes indican que las agresivas medidas de Trump contra Venezuela son el resultado de una alianza entre Rubio, un halcón neocón tradicional, y Miller, un supuesto defensor del America First [Estados Unidos primero]. Esta alianza está guiada, al menos en parte, por la opinión de Miller de que la guerra en Venezuela servirá como justificación legal y política para intensificar la represión interna contra “el enemigo interno”.
La anterior crisis de Venezuela culminó en la conferencia de paz de La Haya de 1907, que, en palabras de Grandin, fue “uno de los primeros pasos tentativos hacia la construcción de las instituciones ‘globalistas’ que durante el siglo siguiente ampliarían su jurisdicción en la regulación de disputas”. Para Grandin, esta experiencia dio lugar en parte a lo que él denomina el derecho internacional estadounidense basado “en la igualdad soberana de todos, no solo de aquellos que son iguales en poder”.
Esta última crisis de Venezuela marca algo más: una transformación regresiva de la soberanía hacia el dominio de los fuertes. No es el primer ejemplo de esta transformación, ya que incluso en América Latina podemos recordar, por ejemplo, cuando George H. W. Bush envió 20.000 marines a Panamá para derrocar al antiguo aliado Manuel Noriega sin consultar al Congreso, con la premisa de que “ningún gobernante tan malvado como Noriega merecía la protección de la soberanía”. Cientos, si no miles, de civiles fueron asesinados mientras los medios de comunicación estadounidenses retransmitían el suceso como si se tratara de un partido de fútbol americano, siendo el caso más infame el del bombardeo incendiario de la barriada de El Chorrillo, sin ninguna razón táctica real. Los observadores latinoamericanos describieron los efectos del bombardeo como un “pequeño Hiroshima” y un “pequeño Gernika”.
El retorno de la excepción soberana
Para Estados Unidos, la soberanía significa ahora el derecho del soberano –Donald J. Trump– a ejercer la fuerza, económica o militar, que considere necesaria para perseguir lo que él dicte que es del interés de Estados Unidos: desde sancionar a Brasil por atreverse a procesar a un expresidente por intentar un golpe de Estado hasta matar a lo que probablemente sean pescadores venezolanos para aparentar que está combatiendo el tráfico de drogas. Esto recuerda la definición de soberanía del jurista Carl Schmitt, partidario del nazismo, como “la capacidad de decidir qué es una excepción al Estado de derecho y actuar en consecuencia”. Lo que esto representa, aparte del asesinato extrajudicial, es una transformación del significado de la soberanía en el mundo actual.
Hoy en día se habla de soberanía por todas partes, desde Azerbaiyán, que celebra dos años de “soberanía plenamente restaurada” tras la anexión de Karabaj (a expensas de Armenia y justificada como medida antiterrorista), hasta los esfuerzos de promoción de la IA (grupos de presión) del Tony Blair Institute for Global Change en el Reino Unido.
La soberanía la invocan tanto los populistas de derecha para justificar la represión estatal contra las supuestas amenazas de los migrantes y los líderes de izquierda del Sur Global que la emplean como defensa contra Estados Unidos, como por los Estados autoritarios que la utilizan como recurso retórico para acallar las críticas por las violaciones de los Derechos Humanos.
Incluso ha surgido como un grito de guerra a favor de la “soberanía digital”, propuesta como una forma de regular las amenazas que plantean las grandes empresas tecnológicas. En la extrema derecha, el concepto se fusiona con la fantasía paranoica a través del movimiento de ciudadanos soberanos. Los llamamientos a la soberanía popular también forman parte de los populismos tanto de izquierda como de derecha. La idea de la soberanía como autodeterminación aparece en la retórica y las reivindicaciones de movimientos tan diferentes como los pueblos indígenas de América Latina o las minorías oprimidas de Somalia.
Estados no soberanos como Sudán del Sur y Libia se ofrecen ahora –o son ofrecidos– como oportunidades, en virtud de su falta de soberanía, para deshacerse del excedente de población del mundo: los gazatíes o los inmigrantes deportados de Estados Unidos.
Como señaló el presidente de Brasil, Lula da Silva, tras una reciente reunión de los BRICS: “El chantaje arancelario se ha normalizado como herramienta para conquistar mercados e interferir en nuestros asuntos internos. [...] La imposición de medidas extraterritoriales está amenazando nuestras instituciones”.
Incluso las economías avanzadas con recursos para, en teoría, salvaguardar su soberanía se postran de la manera más humillante ante Trump, en lugar de asumir la responsabilidad de proteger sus intereses nacionales y colectivos, como en el caso de los países de la UE y el Reino Unido. Incluso el secretario general de la OTAN, Mark Rutte, ha llegado a simbolizar esta postura deferente, refiriéndose (en broma) a Trump como “papá”.
La idea de un orden internacional siempre fue una cuestión de fe; lo que ha cambiado es que ya no tiene mucho peso. El derecho internacional se reduce cada vez más a una colección de eslóganes vacíos, atacados por los populistas de derecha e ignorados por los liberales y los centristas cuando los viola Israel. Incluso las alianzas históricas quedan sin efecto al entrar en contacto con un Gobierno estadounidense que opera según la lógica de la extorsión, sin siquiera una hoja de parra diplomática que cubra al emperador desnudo.
En una reciente rueda de prensa, Trump afirmó que Maduro le había ofrecido “todo”. “¿Saben por qué?”, preguntó a los periodistas. “Porque no quiere meterse con Estados Unidos”. Es famosa la comparación del sociólogo Charles Tilly de que el Estado es como una red de protección, pero la política de Trump puede proporcionar un ejemplo más explícito de lo que él jamás imaginó.
Arquitectura del desorden
Aunque esta transformación lleva mucho tiempo gestándose, el momento actual revela una peligrosa verdad: estamos entrando en un desorden global que surge de las cenizas del antiguo orden internacional liberal. El nuevo desorden global es uno en el que las grandes potencias apenas se molestan en mantener siquiera la apariencia de apelar a ideales o a leyes universales. La lógica de la extorsión, combinada con el victimismo performativo impulsado por las redes sociales –”nos han estado jodiendo”– ahora se dirige incluso a los Estados aliados.
Al mismo tiempo, los actores no estatales –desde las mafias hasta las milicias, pasando por las iglesias evangélicas y las empresas– ejercen el poder soberano tanto en Estados no soberanos como Sudán como en grandes franjas de países relativamente poderosos con economías importantes, como Brasil y México. El desorden no es producto del azar ni del colapso accidental de las instituciones, sino que es generado por actores políticos que se benefician de él.
Independientemente de las virtudes o los vicios de Maduro y su gobierno, la intervención militar estadounidense y el cambio de régimen en Venezuela, si se llevara a cabo, desatarían casi con toda seguridad los mismos horrores que hemos visto tras otras desventuras imperiales en Oriente Medio, desde Libia hasta Irak. Se producirá una guerra civil, el colapso del Estado y el auge de despiadados señores de la guerra paramilitares. Toda la región se desestabilizaría y cualquier proceso de paz en Colombia se desmoronaría, reabriendo la puerta a la brutal violencia paramilitar que ha asolado el país durante décadas. Y es probable que el ejército estadounidense se viese empantanado en el tipo de guerra sangrienta, caótica y eterna contra la que Trump luchó en su campaña.
De hecho, como ha señalado el periodista Vincent Bevins, el desorden en Venezuela es el objetivo: “Donald Trump no persigue un cambio de régimen en Venezuela. Persigue algo mucho peor. Para él bastaría con que el Gobierno de Maduro fuera sustituido por un cráter humeante y que todo el tercio norte de Sudamérica se convirtiera en una herida abierta y espantosa, haciendo imposible el gobierno real de la región durante una generación”. En otras palabras: busca el colapso del régimen. Este desorden deliberado de la región contrastaría con la disciplina de los Estados autoritarios proestadounidenses favorecidos por Trump, como Ecuador, El Salvador y Argentina. Un ataque a Venezuela marcaría el inicio de una campaña intensificada de Estados Unidos contra la izquierda latinoamericana, desde México hasta Brasil.
La guerra contra los narcoterroristas en el extranjero serviría aún más –de hecho, ya sirve– como justificación para aumentar la represión interna, ya que el ICE y la Guardia Nacional ocupan y siembran el terror en las principales ciudades, mientras que la administración Trump intenta fabricar una amenaza terrorista de izquierda que le permita utilizar los poderes del gobierno federal contra la izquierda. “En este momento, Venezuela no se está tratando como una cuestión de política exterior”, dijo Carrie Filipetti, que dirigió la política sobre Venezuela en el Departamento de Estado durante la primera administración Trump. “Se está tratando como una cuestión de seguridad nacional, y con razón”.
El exabogado del Departamento de Estado Brian Finucane, especialista en contraterrorismo y guerras legales, declaró a The Intercept: “El presidente de Estados Unidos se está otorgando a sí mismo una licencia para matar basada en sus propias determinaciones y designaciones. [...] Al no existir principios limitadores articulados, el presidente podría simplemente utilizar esta prerrogativa para matar a cualquier persona que él etiquete como terrorista, como los antifa. Podría utilizarla en el territorio de Estados Unidos”. En otras palabras, América Latina está llamada a servir una vez más como escenario para el taller del imperio.
Diagnosticar con precisión el nuevo desorden global y el significado cambiante de la soberanía es una tarea estratégica clave para la izquierda, desde el Sur Global hasta el corazón del imperio. Solo comprendiendo las transformaciones de la soberanía podremos formular estrategias e identificar las fuerzas capaces de producir un orden más justo. Estas mismas transformaciones crean oportunidades no solo para las fuerzas de la reacción, sino también para aquellas comprometidas con la construcción de un mundo mejor. Antes de eso, sin embargo, existe la necesidad urgente de oponerse a la intervención de Estados Unidos en Venezuela y evitar que las fuerzas rapaces del imperio y el capital desaten otra ronda de destrucción y caos.
Fuente: Ctxt



























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