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miércoles, 30 de abril de 2025

Galicia me duele: paisaje sin figura (a Manolo Barraganes, in memoriam)

 

 Por Pedro Costa Morata  
      Ingeniero, periodista y politólogo. Ha sido profesor de la Universidad Politécnica de Madrid. Premio Nacional de Medio Ambiente.


Rindiendo tributo al amigo recientemente desaparecido, mi compañero de internado, en Ávila y León, Manuel González Barraganes, he vuelto a la ensenada de San Simón, ese reducto interior de la gran ría de Vigo recorriendo, así, paisajes y caminos que me han recordado, principalmente, aquellos días del verano de 1967, último de mis libertades juveniles, ya que los dos siguientes los dedicaría al campamento de Milicias y los otros estarían sometidos a las previstas -y siempre exiguas- vacaciones profesionales, como así fue.


Amigos íntimos del último año en León. Manolo Barraganes, de pie, primero de la derecha, junto a este cronista.

Manolo se acogía, en vacaciones, al amparo de su tío don Francisco, párroco de Sajamonde, en las cercanías de Redondela, ya que su madre era emigrante en Suiza. Y allí, en la casa rectoral pasé esos días de julio que coincidieron con las fiestas del Carmen y la charanga luminosa de un descampado junto a la carretera de Porriño: triunfaban “Los Brincos”, y Lola causaba estragos. A continuación, pasé otros cuantos días en Villagarcía de Arosa, en casa de nuestro compañero, también de Ávila y León, José Manuel Sánchez -que optó por la Medicina, convirtiéndose en un gran traumatólogo, y no por la Técnica, como la gran mayoría de los de nuestro curso-, en igual situación de amistad y cordialidad familiar. Acabé aquel mes memorable en Santiago de Compostela, justo para la fiesta del Apóstol, acogido a la hospitalidad de Manolo Campos Freire, compañero de Telecomunicación, carrera en la que nos veníamos apoyando intensamente, debiendo reconocer que yo debí a él bastante más que él a mí. De esta forma, repartí los mejores días de mi último verano entre muy buenos amigos del momento, del internado liquidado y de la carrera apremiante.

Don Francisco era afable y comprensivo, y también acogía a Xusa, una familiar de no recuerdo qué aldea, y a dos sobrinos de ella, niño y niña, que vivían con él y disfrutaban de cuanto no les daba su terruño de origen, educación en primer lugar. Yo me llevaba estupendamente con él, y los tres -Manolo, él y yo- pasábamos buenos ratos examinando los volúmenes –de negra apariencia y contenido denso y apabullante- de Los heterodoxos españoles, cuyos tomos infinitos se aposentaban en la bien nutrida estantería, junto a otros textos clásicos de la legendaria BAC. Y nos divertían los intentos de su convencido autor por defender, del catolicismo, incluso lo indefendible. Tío y sobrino se lanzaban, a cuento de las heterodoxias y de la fe, pullas inocentes y cariñosas, si bien certeras, y yo me asombraba al encontrarme por primera vez con la erudición pasmosa de aquel genio de Cantabria. Juntos, Manolo y yo, competimos en aprendernos de memoria los versos del Dante ante el Infierno, también desprendidos de tan sugerente biblioteca (“Per me si va ne la città dolente/.../ lasciate ogne speranza voi ch’intrate”). En más de una ocasión, cuando mis aventuras me llevaban por la carretera que -ahora, irrespetuosa- sobrevuela la casa rectoral de Sajamonde en la carretera de Porriño, me detuve a departir con don Francisco y a pasar un rato de afecto y recuerdos.


Sajamonde: casa rectoral, iglesia y cementerio.

Manolo y yo habíamos tramado, ya digo, pasar esos días juntos porque lo teníamos pendiente desde nuestra separación al acabar el curso 1963-64, con una muy emotiva (por no decir, desgarradora) separación tras tantos años de camaradería. Porque ambos habíamos vivido aquel último curso en León con unas vivencias que nos marcaron, gozando de la “extra disciplinariedad” que nos permitía el director, don Antonio, y que utilizábamos con intensidad y aprovechamiento… No solo era la confección de aquel mural CHFscope, que teníamos que “publicar” el lunes a primera hora y al que dedicábamos parte del sábado y todo el domingo, con casi febril actividad: selección de noticias nacionales y extranjeras, resultados de las numerosas liguillas de todos los deportes escolares, de los concursos con que se nos entretenía y formaba (que si la Biblia, que si el Cine…). Yo considero que ahí se me despertó mi vocación periodística, y no veo otro antecedente.

Escabullirnos de la sempiterna fila de a dos por los pasillos entre cualquiera, y todas, las actividades del Colegio, danzar a nuestra voluntad por la noche cuando el silencio se abatía sobre los dormitorios, renunciar incluso al paseo dominical, divirtiéndonos sobremanera con lo que teníamos entre manos, era toda la felicidad a la que podíamos aspirar en un internado de férrea disciplina y donde todo estaba previsto, sin aportación de la propia voluntad ni, mucho menos, capacidad de saltársela a la torera.

No solo eso. Ambos teníamos a nuestro cargo el chiringuito en el que se facilitaba a los alumnos los rudimentarios, a la vez que escasos, bienes que, siendo necesarios, no facilitaba el colegio: como sellos y sobres para escribir a la familia, postales de la ciudad, caramelos y otras golosinas, el periódico local (Proa, del Movimiento Nacional, y creo recordar que también el Ya, de la Editorial Católica; añadiré que teníamos terminantemente prohibido acceder, ni durante el paseo semanal por la ciudad ni de ninguna otra manera, el diario Pueblo, de los Sindicatos orgánicos, porque se permitía en sus páginas ciertas picardías que eran consideradas atentatorias de nuestra moral y formación en general). Interveníamos en todas las obras de teatro del curso, bien como actores, bien como técnicos. Ya estábamos en el tercer curso de formación profesional, rama eléctrica; y como Manolo tocaba la guitarra en la rondalla y yo pertenecía al coro como tercero, ambos éramos designados en las sobremesas de las fiestas del curso para cantar a dúo (“Pecos Bill perdió la huella en el desierto/y por más que hablemos de él no es presumir…”), y no lo hacíamos mal.

Nos lo pasábamos pipa, ya digo, y había ocasiones en que creíamos que “mandábamos” más que algunos de los curas o de los profesores del elenco… Con don Alberto, en especial, que no era todavía sacerdote (ni llegó a serlo) y tocaba el armónium durante los actos religiosos, traficábamos las canciones de moda de tal manera que él, hábil y entregado, las adaptaba el oído y las difundía por el aire incensado de la capilla, logrando, para satisfacción nuestra y de algunos -pocos- compañeros “iniciados”, burlar la seriedad del momento y la función (“Un día esperando la hora/en el contraluz del balcón…”).

Manolo continuó la formación profesional (que entonces se llamaba Maestría Industrial, vaya usted a saber cómo se llamará ahora) en la Universidad Laboral de Sevilla, y yo en la Escuela Salesiana de Atocha, así que nos veíamos cuando pasaba por Madrid camino de Redondela, y también cuando aterrizaba desde Canarias, donde le tocó hacer la mili. El tiempo ha ido pasando, pero nos hemos reencontrado a menudo, manteniendo nuestra sintonía, perfecta e inmutable. El no quiso hacer carrera y no tardó en montar un negocio de instalaciones eléctricas, y luego, ampliando su perspectiva y aumentando su galleguidad, armó barcos pesqueros en Angola y Mauritania, vinculando a sus hijos en esas actividades. (Mi falta de decisión ha impedido un viaje mío a Mauritania una y otra vez hablado con él, contando, claro, con su casa en Nuadibú.)

En más de una ocasión, aprovechando mis viajes de ingeniero de servicio técnico por la provincia -por ejemplo a la planta de urea de Caldas de Reis o la de celulosas de la ría de Pontevedra- pasé a verlo y a disfrutar por los buenos tiempos. Y siempre que él ha podido, ha acudido al encuentro bianual de los compañeros de León, que hemos mantenido hasta hace poco. La última vez que nos vimos, hace tres o cuatro años, me acerqué a Redondela desde Oporto, y juntos fuimos a ver a don Francisco que, con sus 98 años, ya no me recordaba; llegó a los 102. En esos días, Manolo se quejaba de la vista, pero nada que se pudiera considerar fatal. Y no sentí alarma alguna cuando, llamándole insistentemente para contarle cosas, no me cogía el teléfono (estará en Mauritania o dios sabe dónde, este Manolo, gallego errante, me decía yo). Ha sido el aviso de una amiga común (¡de aquel 67 y de nuestros 20 años, llenos de empuje y sensaciones!) quien me ha enviado la esquela fúnebre, cogida del periódico. Y cuando he hablado con su esposa Victoria sentía una profunda desolación con el relato de sus últimos días, crueles e injustos.


Playa de Cesantes e isla de San Simón, en Redondela.

En su homenaje, he vuelto a la casa rectoral de Sajamonde, ahora muda, con la iglesia cerrada y el cementerio (tríada eterna de la Galicia rural y mágica) mostrando su mar de cruces en granito y niebla. Y a la playa de Cesantes, a donde bajábamos aquellos días, cuando ya las nubes matutinas se dejaban deshilachar por un sol casi siempre débil y aun ausente. Aquella playa donde yo aprendí a estar pendiente, en costas atlánticas, de la ropa sobre la arena, ya que la marea ni descansa ni avisa, y hay que atenderla. Y al parque de la Alameda, de Redondela, donde yo era testigo de los primeros encuentros de Manolo con Victoria, furtivos no recuerdo por qué, y que su tío y yo nos tomábamos con guasa. Y a Pontesampaio, con su románico y legendario puente, sobre el Verdugo, que cruzábamos en su vespa primeriza, camino de Arcade, Cambados o Villagarcía. Y años después en mis repetidos regresos traspasada nuestra primera juventud, por Chapela, a disfrutar en Casa Paco de los mariscos del día, atentos a los sobresaltos de la “marea roja”, que podía dejarnos con las ganas.


La Alameda y el viaducto ferroviario 'de Pontevedra', en Redondela.


Una Galicia que yo empecé a conocer con Manolo, mi amigo y compañero, en la que siempre supimos prolongar, en un paisaje de emociones y libertad, nuestra genuina y maravillosa experiencia colegial, cuya seca disciplina y árida rutina supimos, juntos, superar y hasta disfrutar.

domingo, 15 de septiembre de 2024

Un aguileño en Ávila (septiembre, 1957)

 

Respingos de la calor (8 de 10)


 Por Pedro Costa Morata

Nunca lo he olvidado. Era un jueves, el 19 de septiembre de 1957, el día en que ingresé en el internado de Ávila, de esa institución llamada Colegio de Huérfanos de Ferroviarios (CHF), creada en 1930 para educar a los huérfanos de los empleados y obreros de las compañías de ferrocarriles, metros y tranvías de España. Y que sigue existiendo, aunque los trabajadores de las empresas ferroviarias actuales apenas superen los 15.000, cuando en aquel tiempo del inicio de mi peripecia infantil solo en Renfe eran 110.000.

Quiero recordar aquel día y algo más de aquel curso 1957-58, primero de ausencias y único que pasé en Ávila ya que a continuación sería el Colegio de León, para mayores, el que me acogería durante seis cursos más. Y lo hago porque llevo tiempo tratando de escudriñar y retener los recuerdos, en su mayor parte borrosos, del inevitable encontronazo con el desarraigo familiar, la distancia de mi calle y mi tierra y la tristeza íntima e intransferible que todo eso conllevó.

Y lo hago ahora, precisamente ahora, porque he ido contemplando e intentando “interpretar” a mi nieto Pedro, según se acercaba a la misma edad que yo tenía en aquel entonces, reflexionando sobre las inmensas diferencias entre ambas experiencias -la del abuelo y la del nieto- así como sobre la imposibilidad de que ni padres ni abuelos consentiríamos hoy una experiencia semejante, por útil y prometedora que se anunciase.

También lo hago, claro, por poner de relieve algunos de los beneficios que recibí y para honrar en mi memoria a las monjas que me educaron, que eran en aquel Colegio de niños de 8 a 10 años de las Hijas de la Caridad. Todo ello, con la debida nostalgia, con el cariño que retengo pese al tiempo y con la emoción que estos recuerdos me traen, a la que no dudo en dar rienda suelta en la evocación y en el relato.

Y así, recuerdo muy bien que, una vez cambiada mi ropa “civil” por la del uniforme colegial, y habiéndome despedido de mi madre, mi hermana y mis tíos (que vivían en El Escorial, que siempre me tuvieron por hijo y que garantizaban a mi madre una cercanía atenta y una visita dominical, a la que nunca faltaron), me reuní en el campo de fútbol con la treintena de alumnos que no habían ido de vacaciones de verano a sus casas (las habían pasado en una residencia en Isla Cristina). Y allí me vi inmediatamente asistido por Pedro Rodríguez Doamo (de Neda, junto a Ferrol, que fue compañero mío ese curso y lo siguió siéndolo durante la larga estancia en León), que estuvo preocupado por pasarme el balón y por glosar mis chutes, sin duda exagerándolos ya que el fútbol nunca fue mi fuerte y además yo solo había jugado en mi calle y mi escuela con pelotas de goma y a veces de trapos liados y bien apretados. Aquella noche no fue la peor, sin duda porque -también lo recuerdo- me enfrentaba a una vida tan extraña y sugerente, con tan continuada inmersión en la novedad y la distensión (ya digo que no había empezado el curso todavía), que me atrapó rápidamente, y a ella me sometí por completo, seguramente porque me superaba totalmente y porque sabía que estaba allí para “siempre”; así que pronto acabé asumiendo los rigores de la disciplina, la rutina de la cadencia del dormitorio-misa-estudio-recreo-clase-comedor… y, lo que no he dejado nunca de considerar el mayor tesoro del internado, el trato con los compañeros: la intimidad selectiva y la asistencia del conjunto, las aventuras dentro y fuera de clase, la amistad para siempre… Creo que aquella diversidad de origen geográfico y de acentos, así como la convivencia con tan incipientes personalidades infantiles, me hicieron tolerante con el grupo, y adicto a este país, con sus gentes y sentimientos, que llamamos España.


Antiguo CHF de Ávila, que actualmente acoge a varias instituciones educativas.


No me libré, desde luego, de las crisis de morriña (¡palabra y sentimiento que descubrí allí, entre tantas cosas nuevas!) en diverso grado y momento, y solo pasarían dos o tres días de mi ingreso cuando bajé al despacho de la madre superiora a pedirle que llamara a mi tío de El Escorial, que me quería ir a mi casa. Sor Juana, bondadosa, condescendiente y experimentada me dijo que así lo haría, que no me preocupara y que me reintegrara al grupo. Creo que fue sor María del Carmen, en cuya clase caí (la 6ª, de ocho existentes) al iniciarse oficialmente el curso, la que se encargó de atenuar mi tristeza distrayéndome y empleando -supongo- sus técnicas de educadora de niños alcanzados por una tristeza comprensible. El caso es que la crisis fue superada y ya digo que mi integración en aquella masa de 300 escolares de toda España fue total (o casi: de mis artimañas para eludir las pocas cosas que no quería ni podía comer, de ninguna manera, de aquellos menús tan desconocidos, guardo también especial y exitoso recuerdo). No puedo olvidarme de destacar de sor María del Carmen su elegante severidad y su noble compostura: no admitía bromas, pero la recuerdo como una mujer entrañable.

Y como mi preparación era la adecuada, al poco tiempo de iniciarse el curso me pasaron a la clase 8ª, con sor Teresa, la previa al ingreso de Bachillerato, que se hacía a los 10/11 años, y cuyo examen teníamos que pasarlo en Madrid, Instituto Ramiro de Maeztu, Secretaría de Alumnos Libres; creo que todo mi grupo lo aprobamos, y por eso nos mandaron al nuevo Colegio de León, donde cursamos los cuatro años de aquel Bachillerato llamado Elemental, antes de iniciarnos, como hicimos la mayoría de mi curso, en la Formación Profesional. Y estaba preparado para pasar al curso más adelantado porque mi madre me había llevado, meses antes de ir a Ávila, con maestros y maestras que me hacían “adelantar”, después de salir de la escuela, lo que se esperaba que estudiaría en el internado.

Mi madre venía preparándome -y preparándose- como mejor entendía para la separación inevitable… desde que nací, como quien dice, ya que a los pocos días adquirí la condición de huérfano ferroviario, y pronto le informaron de que a los ocho años Renfe me reclamaría para ser educado en sus internados hasta los dieciocho. Y esto, pese a ser una perspectiva de evidente privilegio en aquella España de escasos y mediocres accesos a la educación (sobre todo la secundaria y no digamos la universitaria), a mi madre tuvo que hacerle sufrir desde el primer momento. Otra medida que adoptó fue mandarme varios meses durante 1956 con mis tíos en El Escorial (donde mi tío Martín también era ferroviario), para que me acostumbrara a la distancia, al frío, etc. No perdí el tiempo, ya que acudía a la escuela propia de la fábrica local de chocolates Matías López, que regía don Amadeo, un cordial personaje que era compañero de dominó de mi tío. En aquella estancia iniciática también me llevaron a visitar el Colegio de Ávila y contemplar la vida colegial, con las zalamerías previstas de las monjas que habrían de recibirme meses después (Recuerdo de aquel día, por cierto, los cañonazos contra las cinematográficas murallas de la ciudad, en el rodaje de Orgullo y pasión.)

Como apunte sobre las tristezas de mi madre según se me acercaba la hora, diré que, si ingresé en Ávila en septiembre de 1957, fuera de plazo porque debía haberlo hecho en enero de 1956 nada más cumplir los ocho años, fue porque ella alegó -con fundamento, pero seguramente magnificándolo- que yo padecía de bronquitis, y con certificados médicos me retuvo lo que pudo mientras fue posible. Pero toda la familia y los vecinos la animaban a asumir el sacrificio, ya que era por mi porvenir; así que ya no dudó cuando recibió el ultimátum: o ingresaba en el colegio o perdía los derechos a esa educación. (Diré, de paso, que aquel invierno en Ávila me cortó en seco la bronquitis, de la que nunca más he sabido).


El autor, en el Fin de Curso en el CHF de Ávila.


Nuestra profesora en la 8ª era sor Teresa, algo nerviosa y sin embargo paciente y cariñosa. Cuando, veinte años después de aquel curso, visitamos el colegio para que Pepi y nuestro hijo Pedro lo conocieran, ella seguía allí y me emocionó con su sobresalto de alegría al reconocerme. Guardo, sin embargo, de aquellas monjas educadoras, un recuerdo muy especial de sor María, la jefa de Estudios, adusta de verdad, mantenedora a ultranza de la disciplina general y sistemática y, en consecuencia, el “coco” para todos los alumnos (e incluso para algunas monjas). Pero que mostró un especial trato conmigo, ya que al escogerme para pronunciar los discursos del año escolar (que fueron el mismo, con ligeras variantes, a repetir en las dos o tres fiestas anuales abiertas a la ciudad y los ferroviarios) hubo de luchar contra mi lenguaje murciano que, aun resultándole simpático, sonaría un tanto exótico y no del todo apropiado en el corazón de Castilla (y en la tierra de santa Teresa, eximia escritora además de doctora de la Iglesia…). Recuerdo algunos párrafos de aquel discurso (“…los huerfanitos de Ávila no podemos, ni sabemos, hacer grandes cosas…”), del que tenía que aprenderme la letra de memoria, por supuesto, pero también el gesto y la entonación. Y también cómo sor María me machacaba con un “¡Vocaliza, Pedrito, vocaliza!” que, a fin de cuentas, logró que pudiera homologarme para siempre con la mayoría, pese a diversa, de españoles manejando un castellano estándar. Y por aquel aprendizaje y la bondad con que me distinguió guardo a sor María en el corazón. El entrenamiento “oratorio” hubo de ser vivo, ya que pude estrenarme en la fiesta colegial del Día de la Madre (8 de diciembre), con mi tía Teresa en primera fila y a la que observaba, de reojo, hecha un mar de lágrimas.


Diploma del Curso 1957-58.


En mi casa de Águilas, en la pared que mi madre tenía enfrente cuando cosía (todo el día y parte de la noche), luce el diploma que otorgaba anualmente el Colegio a uno de los alumnos y que aquel año recayó en el aguileño (“por sus méritos y aprovechamiento en el curso de 1957 a 1958”). Lleva la firma de sor Juana Izpurúa, la madre directora que supo distraerme y retenerme aquel día de una morriña devastadora. Un trofeo y un regalo que debieron hacer muy feliz a mi madre aliviando, aunque parcial y temporalmente, las penas de la separación.