Rindiendo tributo al amigo recientemente desaparecido, mi compañero de internado, en Ávila y León, Manuel González Barraganes, he vuelto a la ensenada de San Simón, ese reducto interior de la gran ría de Vigo recorriendo, así, paisajes y caminos que me han recordado, principalmente, aquellos días del verano de 1967, último de mis libertades juveniles, ya que los dos siguientes los dedicaría al campamento de Milicias y los otros estarían sometidos a las previstas -y siempre exiguas- vacaciones profesionales, como así fue.
Manolo se acogía, en vacaciones, al amparo de su tío don Francisco, párroco de Sajamonde, en las cercanías de Redondela, ya que su madre era emigrante en Suiza. Y allí, en la casa rectoral pasé esos días de julio que coincidieron con las fiestas del Carmen y la charanga luminosa de un descampado junto a la carretera de Porriño: triunfaban “Los Brincos”, y Lola causaba estragos. A continuación, pasé otros cuantos días en Villagarcía de Arosa, en casa de nuestro compañero, también de Ávila y León, José Manuel Sánchez -que optó por la Medicina, convirtiéndose en un gran traumatólogo, y no por la Técnica, como la gran mayoría de los de nuestro curso-, en igual situación de amistad y cordialidad familiar. Acabé aquel mes memorable en Santiago de Compostela, justo para la fiesta del Apóstol, acogido a la hospitalidad de Manolo Campos Freire, compañero de Telecomunicación, carrera en la que nos veníamos apoyando intensamente, debiendo reconocer que yo debí a él bastante más que él a mí. De esta forma, repartí los mejores días de mi último verano entre muy buenos amigos del momento, del internado liquidado y de la carrera apremiante.
Don Francisco era afable y comprensivo, y también acogía a Xusa, una familiar de no recuerdo qué aldea, y a dos sobrinos de ella, niño y niña, que vivían con él y disfrutaban de cuanto no les daba su terruño de origen, educación en primer lugar. Yo me llevaba estupendamente con él, y los tres -Manolo, él y yo- pasábamos buenos ratos examinando los volúmenes –de negra apariencia y contenido denso y apabullante- de Los heterodoxos españoles, cuyos tomos infinitos se aposentaban en la bien nutrida estantería, junto a otros textos clásicos de la legendaria BAC. Y nos divertían los intentos de su convencido autor por defender, del catolicismo, incluso lo indefendible. Tío y sobrino se lanzaban, a cuento de las heterodoxias y de la fe, pullas inocentes y cariñosas, si bien certeras, y yo me asombraba al encontrarme por primera vez con la erudición pasmosa de aquel genio de Cantabria. Juntos, Manolo y yo, competimos en aprendernos de memoria los versos del Dante ante el Infierno, también desprendidos de tan sugerente biblioteca (“Per me si va ne la città dolente/.../ lasciate ogne speranza voi ch’intrate”). En más de una ocasión, cuando mis aventuras me llevaban por la carretera que -ahora, irrespetuosa- sobrevuela la casa rectoral de Sajamonde en la carretera de Porriño, me detuve a departir con don Francisco y a pasar un rato de afecto y recuerdos.
Manolo y yo habíamos tramado, ya digo, pasar esos días juntos porque lo teníamos pendiente desde nuestra separación al acabar el curso 1963-64, con una muy emotiva (por no decir, desgarradora) separación tras tantos años de camaradería. Porque ambos habíamos vivido aquel último curso en León con unas vivencias que nos marcaron, gozando de la “extra disciplinariedad” que nos permitía el director, don Antonio, y que utilizábamos con intensidad y aprovechamiento… No solo era la confección de aquel mural CHFscope, que teníamos que “publicar” el lunes a primera hora y al que dedicábamos parte del sábado y todo el domingo, con casi febril actividad: selección de noticias nacionales y extranjeras, resultados de las numerosas liguillas de todos los deportes escolares, de los concursos con que se nos entretenía y formaba (que si la Biblia, que si el Cine…). Yo considero que ahí se me despertó mi vocación periodística, y no veo otro antecedente.
Escabullirnos de la sempiterna fila de a dos por los pasillos entre cualquiera, y todas, las actividades del Colegio, danzar a nuestra voluntad por la noche cuando el silencio se abatía sobre los dormitorios, renunciar incluso al paseo dominical, divirtiéndonos sobremanera con lo que teníamos entre manos, era toda la felicidad a la que podíamos aspirar en un internado de férrea disciplina y donde todo estaba previsto, sin aportación de la propia voluntad ni, mucho menos, capacidad de saltársela a la torera.
No solo eso. Ambos teníamos a nuestro cargo el chiringuito en el que se facilitaba a los alumnos los rudimentarios, a la vez que escasos, bienes que, siendo necesarios, no facilitaba el colegio: como sellos y sobres para escribir a la familia, postales de la ciudad, caramelos y otras golosinas, el periódico local (Proa, del Movimiento Nacional, y creo recordar que también el Ya, de la Editorial Católica; añadiré que teníamos terminantemente prohibido acceder, ni durante el paseo semanal por la ciudad ni de ninguna otra manera, el diario Pueblo, de los Sindicatos orgánicos, porque se permitía en sus páginas ciertas picardías que eran consideradas atentatorias de nuestra moral y formación en general). Interveníamos en todas las obras de teatro del curso, bien como actores, bien como técnicos. Ya estábamos en el tercer curso de formación profesional, rama eléctrica; y como Manolo tocaba la guitarra en la rondalla y yo pertenecía al coro como tercero, ambos éramos designados en las sobremesas de las fiestas del curso para cantar a dúo (“Pecos Bill perdió la huella en el desierto/y por más que hablemos de él no es presumir…”), y no lo hacíamos mal.
Nos lo pasábamos pipa, ya digo, y había ocasiones en que creíamos que “mandábamos” más que algunos de los curas o de los profesores del elenco… Con don Alberto, en especial, que no era todavía sacerdote (ni llegó a serlo) y tocaba el armónium durante los actos religiosos, traficábamos las canciones de moda de tal manera que él, hábil y entregado, las adaptaba el oído y las difundía por el aire incensado de la capilla, logrando, para satisfacción nuestra y de algunos -pocos- compañeros “iniciados”, burlar la seriedad del momento y la función (“Un día esperando la hora/en el contraluz del balcón…”).
Manolo continuó la formación profesional (que entonces se llamaba Maestría Industrial, vaya usted a saber cómo se llamará ahora) en la Universidad Laboral de Sevilla, y yo en la Escuela Salesiana de Atocha, así que nos veíamos cuando pasaba por Madrid camino de Redondela, y también cuando aterrizaba desde Canarias, donde le tocó hacer la mili. El tiempo ha ido pasando, pero nos hemos reencontrado a menudo, manteniendo nuestra sintonía, perfecta e inmutable. El no quiso hacer carrera y no tardó en montar un negocio de instalaciones eléctricas, y luego, ampliando su perspectiva y aumentando su galleguidad, armó barcos pesqueros en Angola y Mauritania, vinculando a sus hijos en esas actividades. (Mi falta de decisión ha impedido un viaje mío a Mauritania una y otra vez hablado con él, contando, claro, con su casa en Nuadibú.)
En más de una ocasión, aprovechando mis viajes de ingeniero de servicio técnico por la provincia -por ejemplo a la planta de urea de Caldas de Reis o la de celulosas de la ría de Pontevedra- pasé a verlo y a disfrutar por los buenos tiempos. Y siempre que él ha podido, ha acudido al encuentro bianual de los compañeros de León, que hemos mantenido hasta hace poco. La última vez que nos vimos, hace tres o cuatro años, me acerqué a Redondela desde Oporto, y juntos fuimos a ver a don Francisco que, con sus 98 años, ya no me recordaba; llegó a los 102. En esos días, Manolo se quejaba de la vista, pero nada que se pudiera considerar fatal. Y no sentí alarma alguna cuando, llamándole insistentemente para contarle cosas, no me cogía el teléfono (estará en Mauritania o dios sabe dónde, este Manolo, gallego errante, me decía yo). Ha sido el aviso de una amiga común (¡de aquel 67 y de nuestros 20 años, llenos de empuje y sensaciones!) quien me ha enviado la esquela fúnebre, cogida del periódico. Y cuando he hablado con su esposa Victoria sentía una profunda desolación con el relato de sus últimos días, crueles e injustos.
En su homenaje, he vuelto a la casa rectoral de Sajamonde, ahora muda, con la iglesia cerrada y el cementerio (tríada eterna de la Galicia rural y mágica) mostrando su mar de cruces en granito y niebla. Y a la playa de Cesantes, a donde bajábamos aquellos días, cuando ya las nubes matutinas se dejaban deshilachar por un sol casi siempre débil y aun ausente. Aquella playa donde yo aprendí a estar pendiente, en costas atlánticas, de la ropa sobre la arena, ya que la marea ni descansa ni avisa, y hay que atenderla. Y al parque de la Alameda, de Redondela, donde yo era testigo de los primeros encuentros de Manolo con Victoria, furtivos no recuerdo por qué, y que su tío y yo nos tomábamos con guasa. Y a Pontesampaio, con su románico y legendario puente, sobre el Verdugo, que cruzábamos en su vespa primeriza, camino de Arcade, Cambados o Villagarcía. Y años después en mis repetidos regresos traspasada nuestra primera juventud, por Chapela, a disfrutar en Casa Paco de los mariscos del día, atentos a los sobresaltos de la “marea roja”, que podía dejarnos con las ganas.
Una Galicia que yo empecé a conocer con Manolo, mi amigo y compañero, en la que siempre supimos prolongar, en un paisaje de emociones y libertad, nuestra genuina y maravillosa experiencia colegial, cuya seca disciplina y árida rutina supimos, juntos, superar y hasta disfrutar.