La creación de Israel: un proyecto colonial
Desde su creación a finales del s. XIX, la principal reivindicación del sionismo fue la colonización de Palestina. En su libro El Estado judío de 1896, Theodor Herzl señala: “Considero que la cuestión judía no es una cuestión social ni religiosa, aunque muestre esta y otras facetas. Es una cuestión nacional y, para resolverla, debemos hacer de ella un problema de política internacional”. Desde entonces, los líderes sionistas se esforzaron por recabar el apoyo de las principales potencias occidentales a la creación de un Estado judío sobre Palestina con la idea de que se convirtiera en un bastión de Europa en pleno corazón del mundo árabe.
Herzl, que era un ferviente admirador del colonialismo europeo e intercambió correspondencia con el magnate británico Cecil-Rhodes, creador de la Compañía Británica de Sudáfrica, afirmó con vehemencia: “Para Europa representaríamos un bastión contra Asia: seríamos un puesto avanzado de la civilización contra la barbarie”.
El sionismo, por lo tanto, guarda no pocos paralelismos con el proyecto colonizador europeo y con la necesidad de mantener el control de la tierra y apropiarse de los recursos de los pueblos colonizados; además de desplazar y reemplazar al pueblo autóctono por medio del colonialismo de asentamiento. Como señala el historiador catalán Joan Culla, “Si consideramos el colonialismo como un complejo de superioridad sociocultural, una actitud condescendiente, paternalista o despectiva hacia los no europeos y sus identidades y aspiraciones colectivas, es claro que los sionistas participan de tales rasgos y se insertan, conscientemente o no, en la oleada de fondo de la gran expansión imperialista del Viejo Mundo”. Este complejo de superioridad no se limitó únicamente a la población árabe, sino que también se extendió a la población judía procedente de los países árabes: los sefardíes y mizrahíes que fueron considerados ciudadanos de segunda categoría y considerados inferiores frente a los askenazíes, los judíos europeos promotores del sionismo.
En opinión del periodista palestino Amjad Iraqi, del Centro Legal para los Derechos de la Minoría Árabe en Israel-Adalah: “Como proyecto nacionalista-colonialista de origen europeo, el sionismo se concibió esencialmente como un motor para que los judíos reprodujeran el camino de las naciones occidentales en el siglo XIX y principios del XX. En este punto, la condición de Estado no consistía simplemente en encarnar la autodeterminación: implicaba el derecho a despojar a otros pueblos de sus tierras, privar a los súbditos ‘inferiores’ de libertades civiles e infligir una violencia monstruosa destinada a borrar a la sociedad no deseada y su cultura”.
Este proyecto exigía la invisibilización de la población autóctona por medio de mitos fundacionales como “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”: “En el caso del sionismo, su discurso se vertebró en torno a la redención de los judíos europeos y la negación de la existencia del pueblo autóctono que habitaba el territorio objeto de su colonización”, señalaron Abu-Tarbush y Barreñada en 2023. El proyecto sionista obtendría el pleno respaldo británico por medio de la Declaración Balfour de 1917, que prometía la conversión de Palestina en “el hogar nacional para el pueblo judío”.
La defensa de la colonización por parte del sionismo conserva su plena vigencia en la actualidad. El Plan Smotrich, promovido en 2017 por el actual ministro de Finanzas, considera que Israel debería proseguir con su política de hechos consumados mediante la construcción de nuevos asentamientos para hacer del todo inviable la aparición de un Estado palestino. En el apartado “victoria a través de la colonización” se deja claro que “estamos aquí para quedarnos”:
“Nuestra ambición nacional de un Estado judío desde el río hasta el mar es un hecho consumado, un hecho que no admite discusión ni negociación. Esta etapa se llevará a cabo mediante un acto político-jurídico de imposición de la soberanía sobre toda Judea y Samaria y con actos recurrentes de asentamiento: el establecimiento de ciudades y pueblos, la construcción de infraestructuras como es habitual en el ‘pequeño’ Israel y el estímulo a decenas y cientos de miles de residentes para que vengan a vivir a Judea y Samaria. De este modo, podremos crear una realidad clara e irreversible sobre el terreno. Nada tendría un efecto mayor y más profundo en la conciencia de los árabes de Judea y Samaria, debilitando sus ilusiones de un Estado palestino y demostrando la imposibilidad de establecer otro Estado árabe al oeste del Jordán. Los hechos sobre el terreno debilitan las aspiraciones y derrotan las ambiciones. Los bloques de asentamientos dan fe de ello”.
"Nada tendría un efecto mayor y más profundo en la conciencia de los árabes de Judea y Samaria, debilitando sus ilusiones de un Estado palestino y demostrando la imposibilidad de establecer otro Estado árabe al oeste del Jordán"
El colonialismo de asentamiento tan común en el siglo XIX nace cuando un grupo de inmigrantes europeos reclama un territorio ya habitado por otro pueblo, lo que requiere, de una parte, la apropiación de la tierra y sus recursos y, de otra parte, la desposesión y el desplazamiento de la población nativa que, a su vez, es reemplazada por la foránea. El sionismo es producto de su época, ya que nació en Europa central en las últimas décadas del siglo XIX cuando el proyecto colonialista europea alcanzaba sus cotas más altas con el Congreso de Berlín en el que las principales potencias europeas se repartieron el continente africano.
Como señala Areej Sabbagh-Khoury, profesora de la Universidad Hebrea de Jerusalén, en un artículo publicado en Middle East Report and Information Project: “Los colonos reconstruyen el orden social de la colonia introduciendo nuevas jerarquías e instituciones mediante la incursión, la apropiación, la redistribución, la explotación, el exterminio, el borrado y/o la violencia. Transforman la tierra y la sociedad al tiempo que rechazan las reivindicaciones indígenas sobre el territorio y la soberanía. Estos cambios tienen diversas consecuencias para la población nativa, como la desposesión, el desplazamiento, los trabajos forzados, la limpieza étnica y el genocidio”.
"El control de la tierra que demanda el sionismo requiere la desposesión y la expulsión de la población autóctona, algo que únicamente puede lograrse mediante la violencia"
El control de la tierra que demanda el sionismo requiere la desposesión y la expulsión de la población autóctona, algo que únicamente puede lograrse mediante la violencia. Como señalara el pensador revisionista judío Vladimir Jabotinsky en su célebre artículo “El muro de hierro. Nosotros y los árabes” publicado el 4 de noviembre de 1923 en el periódico ruso Razsviet:
“No puede haber un acuerdo voluntario entre nosotros y los árabes palestinos. Ni ahora, ni en el futuro. Digo esto con tal convicción, no porque quiera herir a los sionistas moderados. A excepción de los que nacieron ciegos, el resto se dio cuenta hace mucho tiempo que es totalmente imposible obtener el consentimiento voluntario de los árabes para convertir Palestina de un país árabe en un país con mayoría judía. Mis lectores tienen una idea general de la historia de la colonización en otros países. Les sugiero que consideren todos los precedentes que conozcan y comprueben si hay un solo caso de colonización que se haya llevado a cabo con el consentimiento de la población nativa. No existe tal precedente. Las poblaciones nativas, civilizadas o incivilizadas, siempre han resistido obstinadamente a los colonos, independientemente de si eran civilizados o salvajes”.
Ante la constatación de que la población palestina se opondría con todas sus fuerzas al proyecto sionista, Jabotinsky propuso crear una organización militar lo suficientemente poderosa para disuadirla de rebelarse. De hecho, llegó a señalar: “El sionismo es una aventura colonizadora y, por tanto, se mantiene o fracasa en función de su fuerza militar”. En coherencia con esta idea, el pensador judío de origen ruso abogó por la construcción de “un muro de hierro que los palestinos no puedan romper” y estableció la organización paramilitar Betar, inspirada en las Camisas Negras que Benito Mussolini movilizó para la Marcha sobre Roma en octubre de 1922. En numerosas ocasiones Jabotinsky hizo gala de su desprecio hacia la población árabe: “Nosotros los judíos, gracias a Dios, no tenemos nada que ver con Oriente…. Al alma islámica hay que barrerla del Eretz Israel” señalando, en otra ocasión, a los palestinos como “una turba vociferante y ruidosa cubierta de harapos rabiosamente chillones”.
Los principales lemas del Betar fueron “con fuego y sangre Judea renacerá” y “no hay ley ni justicia ni Dios en el cielo. Sólo una ley que decide y sobrepasa a todas: la ocupación judía de la tierra”. El Betar influyó decisivamente en el establecimiento de los grupos terroristas Irgun y Lehi, comandados por Menahem Begin e Isaac Shamir respectivamente, quienes se convertirían, con el transcurso del tiempo, en primeros ministros de Israel. Estos grupos fueron responsables de la célebre matanza de Deir Yasin el 9 de abril de 1948 en la que fueron asesinados a sangre fría 250 civiles. Este tipo de prácticas de terrorismo psicológico aterrorizó a la población local y aceleró la huida de cientos de miles de palestinos de sus hogares antes de la proclamación del Estado de Israel el 14 de mayo de ese mismo año.
El Partido Revisionista de Jabotinsky, que posteriormente se transformaría en el Herut, el antecesor del Likud, abogó por el establecimiento de un Estado judío que abarcase no sólo la Palestina del Mandato británico, sino también la Transjordania bajo control de la dinastía hachemí. Como advierte el historiador palestino Nur Masalha, “en contraste con el expansionismo pragmático y gradual del sionismo laborista, con su percepción de la realidad política y de lo que era posible según las condiciones locales, regionales e internacionales, al sionismo revisionista siempre se le ha conocido por sus objetivos políticos maximalistas, que durante el Mandato incluía la instauración de un Estado judío en ambas orillas del Jordán”.
David Ben Gurion acabaría por asimilar las tesis de Jabotinsky al considerar que los palestinos nunca aceptarían ser desposeídos de sus tierras de buen grado y reconoció: “Si yo fuera un dirigente árabe, nunca firmaría un acuerdo con Israel. Es normal; hemos tomado su país. Es cierto que Dios nos lo prometió, pero en qué podría importarles. Nuestro Dios no es el suyo. Ha habido antisemitismo, los nazis, Hitler, Auschwitz, pero ¿fue culpa suya? Sólo ven una cosa: hemos venido y les hemos robado su país. ¿Por qué iban a aceptarlo?”. El dirigente israelí también señaló en 1938: “No ignoremos la verdad: políticamente nosotros somos los agresores y ellos se defienden [...]. El país es suyo, porque ellos lo habitan, mientras que nosotros queremos venir aquí y establecernos, y en su opinión queremos quitarles su país [...]. Detrás del terrorismo [de los árabes] hay un movimiento que, aunque primitivo, no carece de idealismo y sacrificio”.
Es bien sabido que los dirigentes laboristas israelíes aceptaron el Plan de Participación de la ONU de 1947 y que el movimiento nacionalista palestino rechazó un proyecto que les recluía en un 45 por ciento de su territorio a pesar de representar dos terceras partes de la población. Sin olvidar que el pueblo autóctono de Palestina no fue consultado, en contra de la propia Carta de la ONU, y que el movimiento nacional palestino había sido desmantelado por Gran Bretaña tras protagonizar la rebelión anticolonial de 1936-1939. No obstante, no suele destacarse lo suficiente que Ben Gurion consideraba, tal y como resalta Masalha, que dichas fronteras eran meramente circunstanciales.
Como buen “expansionista práctico”, el líder laborista pensaba que “las fronteras del Estado judío debían ser flexibles, nunca establecidas de un modo definitivo, sino que dependerían de la naturaleza y las necesidades del momento histórico y de las condiciones regionales e internacionales”. Como el propio Ben Gurion reconocería dicha aceptación del Plan de Partición representaba tan sólo una fase intermedia hasta que “creemos un ejército poderoso inmediatamente después de la proclamación del Estado, abolamos la división del país y nos extendamos por la totalidad de la Tierra de Israel”.
Numerosos historiadores han intervenido en el debate sobre la limpieza étnica registrada en 1948, que se saldó con la expulsión de, al menos, 750.000 palestinos de sus hogares en el curso de la Nakba. El académico israelí Benny Morris es uno de ellos. En una entrevista publicada por el diario Haaretz el 9 de enero de 2004, Morris respondió: “Si Ben Gurion hubiera llevado a cabo una amplia expulsión y limpiado todo el país, toda la Tierra de Israel, hasta el río Jordán, puede que éste fuera su error fatal. Si hubiera llevado a cabo la expulsión completa, en vez de una parcial, habría estabilizado Israel por generaciones”.
Morris fue incluso más allá al sugerir que la expulsión de la población palestina se quedó corta: “Si al final la historia acaba mal para los judíos, será porque Ben Gurion no completó la transferencia de población en 1948. Porque dejó una amplia y volátil reserva demográfica en Cisjordania y Gaza y dentro del mismo Israel [...]. Los árabes israelíes son una bomba de relojería. Su deslizamiento hacia la completa palestinización ha hecho de ellos un emisario del enemigo que está entre nosotros. Son una potencial quinta columna. Tanto en el sentido demográfico como de seguridad tienen tendencia a minar el Estado. Así, si Israel se encuentra de nuevo en una situación de amenaza existencial, como en 1948, se puede ver forzado a actuar como lo hizo entonces”.
La intensificación de la colonización tras 1967
Tras la guerra de los Seis Días en 1967, el esfuerzo colonizador se extendió también a los territorios palestinos de Jerusalén Este, Cisjordania y la Franja de Gaza, así como hacia el Sinaí egipcio y el Golán sirio, todos ellos ocupados por el ejército israelí entre el 5 y el 10 de junio. Como señala Nur Masalha, “los instintos expansionistas del Gran Israel” se intensificaron como consecuencia de “la reivindicación de ‘los derechos históricos judíos en la Tierra de Israel’ que tenían una base sólida en la corriente laica del sionismo laborista”, pero también porque la victoria militar constató “el triunfo del sionismo y la creación de una sociedad colonizadora confiada, dinámica y medio militarizada”, así como por “la extraordinariamente efectiva movilización en Israel de neosionistas, fundamentalistas políticos judíos y demás fuerzas sociales”.
La colonización se inició inmediatamente después de la ocupación de los territorios para hacer irreversible la vuelta a la situación prebélica. Yigal Allon, viceprimer ministro laborista y responsable de la cartera de Inmigración, declaró en una reunión gubernamental celebrada el 16 de junio de 1967: “No hace falta devolver ni un solo centímetro de Cisjordania a ningún gobierno extranjero. Es en este marco en el que debe buscarse una solución. Nuestro control sobre el valle del Jordán es una necesidad a la que no podemos renunciar”. Unas semanas más tarde, el responsable laborista hizo público el Plan Allon en el que abogaba por la absorción de la mayor superficie posible de territorios con el menor número de habitantes.
Este plan retorcía el argumento de la seguridad para sostener que Israel debía mantener el control del Sinaí, el Golán y el valle del Jordán y rechazar el retorno a las fronteras del 5 de junio de 1967 demandado por la resolución 242 del Consejo de Seguridad. El aspecto más relevante de esta propuesta era la separación que establecía entre la tierra y la población, verdadera piedra angular de las posteriores iniciativas laboristas en las décadas posteriores; así se buscaba disociar la dominación de la tierra y la administración de los asuntos relacionados con su población palestina, principio que fue recogido por los Acuerdos de Oslo.
El triunfo electoral del Likud en 1977 propició el ascenso de Menahem Begin, Ariel Sharon e Isaac Shamir al poder, todos ellos discípulos de Jabotinsky y partidarios de extender la soberanía judía al conjunto del Eretz Israel. A partir de entonces, los territorios ocupados pasaron a denominarse “territorios liberados” y se adoptaron los nombres bíblicos de Judea y Samaria para referirse a Cisjordania, mientras su población pasó a ser denominada “los árabes de la Tierra de Israel”. Para llevar a la práctica sus proyectos, Begin forjó una estrecha alianza con los colonos y, en particular, con su vertiente más extremista: el movimiento Gush Emunim, que interpretaba que la colonización era una condición esencial para acelerar la redención del pueblo de Israel y propiciar la llegada del mesías, conforme explicaba Sprinzak en 1991.
Como destaca la dirigente del movimiento colono Daniella Weiss en una reciente entrevista publicada por The New Yorker el 11 de noviembre de 2023: “La guerra de los Seis Días fue un milagro y despertó sentimientos muy profundos hacia el lugar de nacimiento de nuestra nación: Hebrón, Silo, Jericó y Nablus. Y, debido al milagro de la guerra, tuvimos la sensación espiritual de que algo de dimensiones bíblicas sucedía. Sentí que quería participar activamente en este milagroso acontecimiento y formé parte del movimiento colono Gush Emunim, que estableció comunidades en Judea y Samaria”. Para ella, los palestinos “deben aceptar el hecho de que en la Tierra de Israel sólo hay un soberano. Esta es la cuestión. Nosotros, los judíos, somos los soberanos en el Estado de Israel y en la Tierra de Israel. Tienen que aceptarlo”.
El movimiento Gush Emunim (el Bloque de los Fieles) se estableció en 1974 en el asentamiento de Gush Etzion y estaba estrechamente vinculado a la yeshivá Merkaz Ha-Rav del gran rabino askenazí Abraham Isaac Kook y su hijo Zvi Yehuda Kook, quienes consideraban que las conquistas territoriales de 1948 y 1967 eran señales de la entrada en una era que conduciría al advenimiento del mesías. Según este planteamiento, la colonización era una condición esencial para acelerar la redención del pueblo judío.
El rabino Abraham Isaac Kook aportó “una filosofía religiosa-nacional sionista coherente y, de esta manera, intentó cerrar la brecha entre el judaísmo religioso y el nacionalismo judío moderno”, indicaba Avineri en 1983 y ejerció una influencia innegable en las generaciones futuras y, al igual que su hijo, acercó el nacionalismo sionista a la ortodoxia religiosa judía”.
Los colonos de Gush Emunim interpretaban que la Tierra de Israel era sagrada porque Dios la había prometido a Abraham hacía 4.000 años. Como adviertió oportunamente en 1991 el historiador israelí Ehud Sprinzak, “cuando sus ideólogos hablan de la Tierra de Israel piensan no sólo en el territorio posterior a 1967, sino también en la tierra prometida en la Alianza (Génesis, 15: 18) que incluye los territorios ocupados, especialmente Judea y Samaria, el núcleo central de la nación histórica israelí y vastas zonas que pertenecen ahora a Jordania, Siria e Irak”. Este es un sentir compartido por buena parte de los colonos israelíes, como el caso de la mencionada Weiss, que interpreta que “las fronteras de la patria de los judíos son el Éufrates al este y el Nilo al suroeste” y que el pueblo judío tiene prioridad sobre la tierra de Palestina porque fue “la primera nación que recibió la palabra de Dios, la promesa de Dios, la primera nación es la que tiene derecho a ella”.
Gush Emunim recibió la luz verde del Gobierno de Begin para colonizar Cisjordania mediante la instauración de decenas de asentamientos. Sus demandas fueron recogidas por el Plan para el Desarrollo de la Colonización de Judea y Samaria (1979-1983) elaborado por Mattityahu Drobles, director del Departamento de Implantaciones de la Organización Sionista Mundial, y presentado por el ministro de Agricultura Ariel Sharon en octubre de 1978. El propósito de dicho plan era multiplicar la creación de asentamientos con la intención de sitiar las poblaciones árabes. En uno de los párrafos del Plan Drobles se puede leer: “Las tierras estatales y las tierras no cultivadas deben ser requisadas inmediatamente a fin de colonizar las zonas entre las concentraciones de las minorías [palestinas] y sus alrededores, para reducir al mínimo la posibilidad de que se desarrolle otro Estado árabe en la región. Será difícil para la población minoritaria formar una continuidad territorial y una unidad política cuando esté fragmentada por los asentamientos judíos”.
El gobierno radical de Begin contempló a las colonias judías como “asentamientos de confrontación” y concedió a los colonos plenas competencias militares. Un comité de la ONU encargado de investigar la situación de los derechos humanos en los territorios ocupados publicó, en 1985, un demoledor informe que señalaba:
“El alcance y la fuerza de las actividades de esos colonos respecto de los palestinos en los territorios ocupados indican que, de hecho, son los colonos los que constituyen la autoridad real [...], la población civil sigue sin protección alguna. Corrobora esta actitud la indulgencia con que las autoridades israelíes tratan a los miembros de los grupos clandestinos judíos hallados culpables de asesinatos y abusos físicos de la población civil [...]. No cabe duda de que la verdadera fuerza política en los territorios ocupados, que determina la suerte de la población civil, la componen los colonos asentados ilegalmente en dichos territorios”.
Los Acuerdos de Oslo firmados en 1993 no permitieron la creación de un Estado palestino sobre los territorios ocupados por Israel desde la guerra de 1967, sino que dividieron su territorio en tres áreas: A, B y C. La Autoridad Palestina sólo tenía un control directo del área A e indirecto de la B, mientras que el área C, que representaba dos terceras partes de Cisjordania, quedó en manos de las tropas de ocupación. Aunque también estipulaba que las partes no desarrollarían medidas para alterar la situación sobre el terreno, en la práctica Israel no dejó de construir asentamientos y desplazar a su población al territorio ocupado en una flagrante violación del derecho internacional que impedía a la potencia ocupante desplazar a su población a las zonas bajo su ocupación. Entre 1990 y 1995 el número de colonos en Cisjordania y Gaza prácticamente se duplicó pasando de 76.000 a 145.000 personas.
Aunque los Acuerdos de Oslo advertían que las partes deberían abstenerse de modificar el estatuto de los territorios ocupados, lo cierto es que Israel aprovechó la ambigüedad constructiva para multiplicar sus colonias en Cisjordania y Jerusalén Este. Treinta años después de los Acuerdos de Oslo, la situación no puede ser más dramática. En opinión de Human Rights Watch, “mientras los palestinos tienen un grado limitado de autogobierno en algunas partes de los territorios ocupados, Israel mantiene el control principal sobre las fronteras, el espacio aéreo, la circulación de personas y mercancías, la seguridad y el registro de toda la población, que a su vez dicta cuestiones como el estatuto jurídico y la posibilidad de emitir documentos de identidad.”. Según la organización de derechos humanos israelí B’Tselem, “Israel practica una política de ‘judaización’ basada en la máxima de que la tierra es un recurso destinado casi exclusivamente al pueblo judío. La tierra se utiliza para desarrollar y ampliar las comunidades judías existentes y construir otras nuevas, mientras que los palestinos son desposeídos y encerrados en pequeños enclaves hacinados”.
Hoy en día, residen en los territorios ocupados 800.000 colonos, lo que implica que la colonización no sólo no se ha detenido, sino que ha crecido a un ritmo mayor desde la firma de los Acuerdos de Oslo. No hay duda de que uno de los principales apoyos del gobierno de Netanyahu es precisamente el movimiento colono, que lo considera como la única vía para evitar la solución de los dos Estados. De hecho, el programa de gobierno del 28 de diciembre de 2022 recogía que “el pueblo judío tiene un derecho exclusivo e incuestionable a todas las zonas de la Tierra de Israel. El gobierno promoverá y desarrollará los asentamientos en todas las partes de la Tierra de Israel: en Galilea, el Néguev, el Golán, Judea y Samaria”.
En su informe Israel’s apartheid against Palestinians: Cruel system of domination and crime against humanity de 2022, Amnistía Internacional concluyó que existe “una discriminación institucionalizada y sistemática de Israel contra los palestinos en el marco de la definición de apartheid por parte del derecho internacional” con “la intención de Israel de oprimir y dominar a todos los palestinos estableciendo su hegemonía en el conjunto de Israel y los territorios ocupados, incluso por medios demográficos, y maximizando los recursos en beneficio de su población judía a expensas de los palestinos”, lo que representa “una violación del derecho internacional, una violación grave de los derechos humanos y un crimen contra la humanidad” como establecen la Convención del Apartheid y el Estatuto de Roma. Según el informe, “esta segregación se lleva a cabo de forma sistemática y altamente institucionalizada a través de leyes, políticas y prácticas, todas ellas destinadas a impedir que los palestinos reclamen y disfruten de los mismos derechos que los israelíes judíos dentro de Israel y los territorios ocupados, y destinadas, por tanto, a oprimir y dominar al pueblo palestino”.
En las últimas décadas, los grupos supremacistas y mesiánicos han sido capaces de imponer su agenda al conjunto de la sociedad israelí y situar a sus partidarios en puestos destacados de la administración, el ejército y la política. Según una encuesta del Pew Research Center de 2016, un 65 por ciento de los colonos que se consideraban ortodoxos era partidario de la expulsión de la población palestina de Israel. Una encuesta The Peace Index de noviembre de 2023, posterior a los ataques del 7 de octubre de 2023, realizada por la Universidad de Tel Aviv mostraba un claro retroceso del apoyo a la solución de los dos Estados, que sólo apoyaba un 14,6 por ciento de la población judía, mientras que el 43,7 por ciento era partidario de mantener indefinidamente el statu quo actual.
No debe pasarse por alto que el primer ministro Benjamin Netanyahu ha convertido la defensa del Eretz Israel, el Gran Israel que se extiende desde el río Jordán hasta el mar Mediterráneo, en su prioridad absoluta. La completa derrota del movimiento nacionalista palestino, que aspira a erigir un Estado soberano e independiente sobre los territorios ocupados por Israel desde 1967: Jerusalén Este, Cisjordania y la Franja de Gaza, es una condición sine qua non para alcanzar dicho objetivo. Como señala el periodista israelí Aluf Benn (2024), “Netanyahu ha dedicado su mandato como primer ministro, el más largo de la historia de Israel, a socavar y marginar al movimiento nacional palestino. Ha prometido a su pueblo que puede prosperar sin paz. Ha vendido al país la idea de que puede seguir ocupando tierras palestinas indefinidamente sin apenas costes internos ni internacionales”.
Las decisiones adoptadas por el Gobierno de Netanyahu, nacido en diciembre de 2022, han sido determinantes para explicar la intensificación de la violencia en los últimos años. Dicho gobierno, considerado el más radical de la historia de Israel, consiste en una heterogénea amalgama de fuerzas. Por una parte, el Likud, un partido ultranacionalista acérrimo defensor del Eretz Israel y, por lo tanto, opositor de la creación de un Estado palestino que, en las elecciones de 1977, derrotó por primera vez al Partido Laborista. El segundo componente es el Sionismo Religioso, integrado por varias formaciones supremacistas judías, que defiende la anexión unilateral de Cisjordania y la colonización de Gaza. El tercer eslabón son los partidos religiosos sefardí-mizrahí Shas y askenazí Judaísmo Unido de la Torá, con una agenda puramente ultraortodoxa basada en la defensa de sus privilegios: financiación de las yeshivás o escuelas religiosas y exención del servicio militar, entre otros.
En total, dicha coalición suma 64 de los 120 escaños de la Knesset. La argamasa que une a tan diferentes formaciones y sensibilidades políticas es el intento por imponer la soberanía judía sobre el conjunto del Eretz Israel en detrimento de las aspiraciones nacionales palestinas. El medio para hacerlo es la expansión de la colonización al conjunto de Cisjordania con el objeto de hacer inviable la solución de los dos Estados. De hecho, el programa del gobierno afirma con rotundidad que “el pueblo judío tiene el derecho exclusivo e indiscutible a todas las partes de la Tierra de Israel”, que incluye los territorios ocupados palestinos desde la guerra de 1967. El Gobierno Netanyahu se ha comprometido a extender en esta legislatura la soberanía israelí a Cisjordania (a la que se refiere utilizando su nombre bíblico: Judea y Samaria), en consonancia con los planes tradicionales del sionismo de convertir Palestina en un Estado para el pueblo judío.
Los dos principales aliados gubernamentales de Netanyahu son Bezalel Smotrich, máximo responsable del Partido Sionista Religioso y al frente del Ministerio de Finanzas,e Itamar Ben Gvir, líder de Poder Judío y ministro de Seguridad Interna. La formación Sionismo Religioso a la que ambos pertenecen cuenta con 14 escaños de los 120 que tiene la Knesset y es la tercera fuerza del arco político israelí con más del 10 por ciento de los votos emitidos en las elecciones legislativas de 2022. Su importancia reside no sólo en los amplios respaldos de los que goza en el seno de la sociedad, sino en la capacidad de condicionar la gobernabilidad, ya que su apoyo es indispensable para mantener en el poder a la actual coalición de gobierno y salvaguardar a Netanyahu de las investigaciones judiciales que le atenazan.
Sionismo Religioso es una organización supremacista y mesiánica que considera que el conjunto de la Tierra de Israel pertenece al pueblo judío por voluntad divina. En realidad, el Sionismo Religioso no es un movimiento completamente nuevo, sino que es heredero de una serie de partidos que existieron en la década de los ochenta y noventa del pasado siglo entre los que se contaban el Moledet, Tzomet y el Partido Nacional Religioso. Todos ellos coincidían en un programa maximalista que el historiador palestino Nur Masalha resumió en cinco puntos: “1) máximo expansionismo territorial; 2) completa e inmediata anexión de los territorios ocupados en 1967; 3) represión de la Intifada y cualquier forma de resistencia palestina por todos los medios y fuerzas que sea necesario; 4) establecimiento de asentamientos judíos masivos; y 5) expulsión de los palestinos”. Sus sectores más ultramontanos, tal y como hace ahora el primer ministro Netanyahu, exigían “la aniquilación total del moderno Amalek”, en referencia a la población nativa palestina.
Itamar Ben Gvir, ministro de Seguridad Interna, proviene del partido radical Kach, que hasta hace poco tiempo figuraba en la lista de organizaciones terroristas de Estados Unidos y abogaba por la expulsión de la población palestina al interpretar que el pueblo israelí tenía un derecho exclusivo a la Tierra de Israel por voluntad divina. Meir Kahane, máximo dirigente del Kach, solía repetir en sus mítines: “Los árabes son un cáncer [...]. Os digo lo que cada uno de vosotros siente en los más profundo de su corazón: sólo hay una solución y ninguna otra, ninguna solución parcial: árabes fuera, fuera... No me preguntéis cómo... ¡Dejadme ser vuestro ministro de Defensa durante dos meses y no veréis una sola cucaracha a vuestro alrededor! ¡Os prometo limpiar la Tierra de Israel!”. Ben Gvir, que reside en el asentamiento de Kiryat Arba en el corazón de la localidad palestina de Hebrón, es también un conocido admirador de Baruch Goldstein, un colono militante de Kach que perpetró la matanza de la mezquita de Abraham en 1994 en el curso de la cual fueron asesinados 29 palestinos y heridos otros 120.
El ministro de Seguridad Interna también es célebre por encabezar las incursiones de colonos extremistas en la Explanada de las Mezquitas que acoge la mezquita del Aqsa de Jerusalén, el tercer lugar más sagrado para los musulmanes tras La Meca y Medina, para reclamar la judaización de dicho templo. Sólo entre enero y octubre de 2023, más de 50.000 judíos radicales realizaron visitas al santuario musulmán en una provocación inédita en la historia reciente y en un claro intento de modificar el statu quo del santuario que impide a los no musulmanes celebrar ceremonias religiosas en sus espacios. Debe recordarse que los sectores mesiánicos abogan por la construcción de un tercer templo una vez que se destruya la mezquita del Aqsa, al considerar que, de esta manera, se aceleraría la llegada del mesías. Estas acciones son del todo menos inocentes, ya que precisamente la irrupción de Ariel Sharon en la Explanada de las Mezquitas fue la desencadenante de la Intifada del Aqsa en el año 2000.
Bezalel Smotrich, por su parte, es uno de los ministros más influyentes del gabinete israelí tras asumir la cartera de Finanzas, cuyas competencias van mucho más allá de lo que podría imaginarse. En realidad, dicho ministerio ejerce el control absoluto de casi dos terceras partes de Cisjordania, la denominada Área C de los Acuerdos de Oslo donde viven más de 400.000 colonos israelíes y en la que Smotrich detenta poderes absolutos. Hace dos años, el político israelí protagonizó una agria polémica con una diputada árabe de la Knesset a la que le espetó: “Estás aquí por un error, es un error que Ben Gurion no terminara el trabajo y no os expulsara en 1948”.
Tanto Ben Gvir como Smotrich han presionado activamente para que el programa de gobierno israelí del 28 de diciembre de 2022 reconociera que “el pueblo judío tiene un derecho exclusivo e inalienable a todas las partes de la Tierra de Israel. El gobierno promoverá y desarrollará los asentamientos en todas las partes de la Tierra de Israel: Galilea, el Néguev, el Golán, Judea y Samaria”. Dicho programa también señalaba: “El gobierno preservará el carácter judío del Estado y el patrimonio de Israel, así como respetará las religiones y tradiciones de los fieles de las religiones del país, de acuerdo con los valores de la Declaración de Independencia”.
Ambos dirigentes comulgan con una ideología mesiánica y consideran que la Tierra de Israel pertenece a los judíos de manera exclusiva. De hecho, residen en asentamientos de colonias ilegales según las convenciones internacionales, aunque ellos consideran la colonización como un deber religioso para redimir la tierra ocupada. Smotrich se hizo célebre en 2017 por un panfleto titulado el Plan Decisivo de Israel en el que abogaba por la expulsión de la población palestina que no reconociese la supremacía judía sobre Judea y Samaria, como denominan a Cisjordania. El plan señalaba: “Quienes decidan no renunciar a sus ambiciones nacionales recibirán ayuda para emigrar a uno de los muchos países donde los árabes hacen realidad sus ambiciones nacionales o a cualquier otro destino del mundo”.
En realidad, la Doctrina Smotrich no es nueva, sino que bebe de una línea de pensamiento muy extendida entre los sectores supremacistas y mesiánicos del sionismo. La principal novedad reside en que dicha doctrina, que antes era minoritaria, ha ganado respaldos significativos en el seno de la sociedad israelí hasta el punto de que sus principales defensores gozan de un enorme peso en la escena política y tienen en su mano la capacidad de imponerlas como programa de gobierno. Como señala la activista israelí Orly Noy, “un examen de los medios de comunicación y del discurso político israelíes muestran que, en lo que se refiere al asalto del ejército a Gaza, gran parte de la opinión pública ha interiorizado completamente la lógica del plan de Smotrich. De hecho, la opinión pública israelí con respecto a Gaza, donde la visión de Smotrich se está aplicando con una crueldad que ni siquiera él podría haber previsto, es ahora incluso más extrema que el propio texto del plan. Eso se debe a que, en la práctica, Israel está eliminando de la agenda la primera posibilidad que se le ofrece -la de una existencia inferior, despalestinizada-, que hasta el 7-O era la opción elegida por la mayoría de los israelíes” (2023).
"La opinión pública israelí con respecto a Gaza, donde la visión de Smotrich se está aplicando con una crueldad que ni siquiera él podría haber previsto, es ahora incluso más extrema que el propio texto del plan"
El Plan Smotrich interpreta que “poner fin al conflicto significa crear y consolidar la idea de que sólo hay espacio para una expresión de autodeterminación nacional al oeste del río Jordán: la de la nación judía. Por consiguiente, no puede surgir en el mismo territorio un Estado árabe que haga realidad las aspiraciones nacionales árabes. La victoria implica dar carpetazo a este sueño. Y a medida que disminuya la motivación para su realización, también lo hará la campaña de terror contra Israel”. Todo ello “requiere la aplicación de la plena soberanía israelí a las regiones centrales de Judea y Samaria y el fin del conflicto mediante la colonización mediante el establecimiento de nuevas ciudades y asentamientos en el interior del territorio y la llegada de cientos de miles de colonos más para vivir en ellos. Este proceso dejará claro a todos que la realidad en Judea y Samaria es irreversible, que el Estado de Israel está aquí para quedarse y que el sueño árabe de un Estado en Judea y Samaria ya no es viable. La victoria mediante la colonización imprimirá en la conciencia de los árabes y del mundo la idea de que nunca surgirá un Estado árabe en esta tierra”.
Las alternativas para la población palestina de Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este se reducirían, según el mencionado plan, a tres: “1) Quienes deseen renunciar a sus aspiraciones nacionales pueden quedarse aquí y vivir como individuos en el Estado judío; por supuesto, disfrutarán de todos los beneficios que el Estado judío ha aportado y aporta a la Tierra de Israel; 2) los que decidan no renunciar a sus ambiciones nacionales recibirán ayuda para emigrar a uno de los muchos países donde los árabes hacen realidad sus ambiciones nacionales, o a cualquier otro destino del mundo; 3) cabe suponer que no todos adoptarán una de estas dos opciones. Habrá quienes sigan eligiendo otra ‘opción’: seguir luchando contra las FDI, el Estado de Israel y la población judía: a esos terroristas se enfrentarán las fuerzas de seguridad con mano dura”.
El plan considera que para los palestinos que optaran por la primera opción y decidieran aceptar la soberanía judía sobre sus territorios, el Estado israelí debería “definir un modelo de residencia que incluya la autogestión autónoma, incluidas las administraciones municipales, junto con los derechos y obligaciones individuales. Los árabes de Judea y Samaria llevarán su vida cotidiana en sus propios términos a través de administraciones municipales regionales carentes de características nacionales. Al igual que otras autoridades locales, celebrarán sus propias elecciones y mantendrán relaciones económicas y municipales regulares con las autoridades del Estado de Israel. Con el tiempo, y en función de la lealtad al Estado y a sus instituciones, y del servicio militar o nacional, se ofrecerán modelos de residencia e incluso de ciudadanía”. Por otra parte afirma que “los árabes de Judea y Samaria podrán dirigir su vida cotidiana en libertad y paz, pero no votar a la Knesset israelí. Esto preservará la mayoría judía en la toma de decisiones en el Estado de Israel”.
La masacre del 7-O ha provocado que estas tesis, anteriormente minoritarias, hayan encontrado un apoyo creciente entre la sociedad israelí. Como señala la activista israelí Orli Noy (2023), “la aterradora smotrichización de la opinión pública israelí se encarna en la total disposición a sacrificar la vida de hasta el último palestino de Gaza por la victoria final que el ministro de extrema derecha prometió en su plan […]. En opinión de la mayoría de los judíos israelíes, los más de dos millones de palestinos de Gaza deberían haber cerrado la boca y aceptar su inanición. Pero hoy en día, incluso esta opción ya no es satisfactoria, dejando a los israelíes para unirse detrás de un nuevo ultimátum para Gaza: la emigración o la aniquilación”.
Fuente: Religión Digital
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