Respingos de la calor (3 de 10)
Mis últimas indagaciones sobre la situación del “espíritu ferroviario” de los murcianos me ha alarmado por no encontrarlo, en absoluto, capaz ni decidido a afrontar los despojos y humillaciones que describen a las políticas de RENFE y ADIF para nuestra tierra. Afectadas ambas por el “virus del AVE”, y logrado el encantamiento que esta rapaz mecánica produce en tantos españoles, incluidos los murcianos, la mala ralea de los tecnócratas del transporte nos prepara estragos importantes a los que hay que hacer frente.
Al AVE hay que “dirigirse” destacando su naturaleza rapaz, exclusivista, cara y absurda, por lo que constituye una agresión social de primera magnitud. Por eso deja, a su paso, líneas de ferrocarril cerradas o desmanteladas, y decenas de pueblos y ciudades sin servicio, teniendo la gente que recurrir al automóvil y al autobús para trasladarse. Con el trazado radial y esquelético de las vías del AVE por la Península, este tren incrementa los tráficos interurbanos por carretera, así como -inevitablemente- los de larga distancia. Anula, así, una de las ventajas tradicionales -e imbatibles- del tren como alternativa a la carretera. Circulando a 300 km/h, y queriendo competir con el avión, el AVE lo rompe y envilece todo en cuanto a modo de transporte, desequilibra el territorio, vulnera el carácter eminentemente social del tren, produce impactos ambientales demoledores y nos regala, como resumen, un pan como unas hostias.
La Región de Murcia, de dirigencia política inepta y malvada, y de opinión pública endeble y secuestrada, ha caído en la trampa del AVE gozosa y confiadamente, sin tener más referencia “sociopolítica” que el acceder a lo que otros ya tienen, quejándose como siempre de ser “la última”, de ir “detrás de Alicante” y de ser “menospreciada por Madrid”. La consecuencia de esta tontuna colectiva -desapego, pueblerinismo-, tan ampliamente compartida, ha sido perder el tren en la línea estructural Murcia-Albacete, por Cieza y Hellín, y en el histórico ramal a Águilas. En su lugar, se ha decidido “reforzar” el eje mediterráneo y llevar a los viajeros por un periplo geográfico absurdo, fiando el objetivo a la velocidad y considerando que a 300 km/h las distancias no cuentan ni el consumo de energético que conllevan. (Ese engendro arquitectónico antiestético, caótico y sublunar, que revela a la nueva estación subterránea de Murcia, se empareja perfectamente con la procacidad global con que la región se relaciona con el ferrocarril).
Porque cuando el criterio rector es la velocidad y no la distancia ni la geografía, el resultado ambiental ha de ser funesto inevitablemente. Y ahí está el itinerario Madrid-Murcia por Alicante, Albacete y Cuenca, que es una producción tecno-económica (pero de dirección política) digna de profesionales descerebrados de la ingeniería y pervertidos de la economía (y, en ambos casos, analfabetos ambientales). El AVE evidencia, además, que los tiempos no han introducido ninguna mejora en conocimiento o voluntad en la política de transportes, pese al esfuerzo singular de crítica propositiva realizado en la década de 1970 cuando, contra la dictadura decrépita el paradigma de la ordenación del territorio esgrimido por los ecologistas mantenía la esperanza de un futuro cercano con dirigentes políticos mejorados.
Junto a la eliminación del itinerario más directo y sensato entre Murcia y Madrid, la otra ofensa que los murcianos parecen dispuestos a encajar es la que se cierne sobre Águilas, es decir, ese ramal histórico de la empresa británica The Great Southern of Spain Railway Company Limited, en funcionamiento desde 1890 hasta que hace dos años quedara sin servicio junto con el tramo Murcia-Lorca-Almendricos, como efecto de las obras del futuro AVE desde Murcia hacia Almería. Estas obras y estos planes, vinculados con la extensión del AVE (por una línea ruinosa de necesidad entre Lorca y Almería) amenazan el enlace ferroviario de Águilas, pese a las “originarias” promesas de ADIF que, conociendo el aire economicista de sus rectores, no deben tenerse por serias ni sinceras.
Y en este ambiente más que sospechoso de futura agresión de ADIF al pueblo de Águilas y su historia, hay que contemplar la alegre actitud de su alcaldesa actual, que cree estar negociando con ADIF un plan que ninguna de las dos partes quiere revelar porque ni está claro ni se acomete con lealtad. Así, la alcaldesa socialista de Águilas espera que se recupere el ramal ferroviario, ahora desde Pulpí, a escasos 15 km de Águilas, con una nueva estación netamente separada de las -históricas, meritorias e incluso grandiosas- instalaciones ferroviarias de lo que fue cabeza técnica de la Great Southern, estación que, medio negociada con propietarios de la periferia aguileña, se ubicaría en un lugar nuevo y remoto. Y las vías y las todavía extensas propiedades de la actual ADIF pasarían a ser bocado apetitoso de promotores y constructores. Más o menos relacionados con esta conspiración está el relativo fomento de actos de recuerdo y reconocimiento del pasado ferroviario aguileño, haciendo justicia a aquellos ingleses y aquellas espectaculares obras de ingeniería mientras se prepara la ruptura y desintegración del tren respecto de ese pasado, que los politicastros de hoy han decidido convertirlo en un tiempo inútil y que hay que “superar”. Así que se ensalza el pasado para adormecer la opinión pública y cercenar el futuro.
La alcaldesa no sabe, ni tiene interés en sospechar, que lo que puede estar tramando ADIF es descartar ese ramal y esa conexión ferroviaria de Águilas con la red nacional, proponiendo una solución consistente en un servicio de autobuses que enlacen la futura estación de Pulpí con Águilas, dando por finalizada de un plumazo la historia ferroviaria de Águilas. Porque ADIF, con el estilo despótico que ha acuñado bajo el imperio de la alta velocidad, pretende que ciudadanos e instituciones se allanen ante sus proyectos de infraestructuras del AVE sin decir ni mu: tan necesario y estratégico para el país considera que es ese maldito tren. Y RENFE, igualmente manejada por tecnócratas desalmados, incultos y antisociales, se permite desarticular el territorio, en sus bases fundamentales y de mayor alcance social, por sus santos objetivos de llevar el tren loco a los cuatro sitios que considera rentables.
Los tecnócratas del ferrocarril actual parecen ignorar que ni RENFE ni ADIF ni el ferrocarril les pertenece, y que su función es la de depositarios responsables del cumplimiento de un fin eminentemente social. Y ni se plantean el inconmensurable coste global de la inseguridad de las carreteras (bueno, sí es mensurable: estamos hablando de un 2/3 por 100 del PIB), que es algo que ridiculiza los argumentos de la falta de rentabilidad de ciertas líneas ferroviarias, pero esta es una reflexión social que estos tecnócratas ni huelen. Y tampoco sienten que el sistema ferroviario pertenece a la ciudadanía, no solamente en cuanto pobladores de un país que necesita disponer de un sistema integrado, lo más denso posible, de líneas férreas y sus servicios correspondientes, sino porque la construcción del mismo la han realizado, durante casi dos siglos, las manos de la ciudadanía trabajadora, y porque sus miles de empleados han dedicado su vida laboral a facilitar el movimiento -las relaciones humanas y los afectos, la actividad económica y los negocios- dentro del país construyendo ese “espíritu ferroviario”, eminentemente descrito como actitud de entrega, para que todo eso funcionara, aun con dificultades técnicas y presupuestarias ajenas totalmente a su papel laboral y social. Esta reflexión, que no entra en la cabeza de los tecnócratas, es, sin embargo, el núcleo de la argumentación en favor del tren útil social y ambientalmente. Que la propiedad pública, al menos en este caso, no está asignada a un cuerpo de tecnócratas o políticos intermediarios entre un poder abstracto y una sociedad más abstracta aún, sino que es cosa que nos toca y pertenece a cada uno de los ciudadanos de este país, con nombres y apellidos.
Pero nuestros políticos dirigiendo el transporte, y esos tecnócratas con la misión de rentabilizarlo, se dedican a engañarse a ellos mismos, a maltratar nuestra inteligencia y a malgastar los recursos públicos: son unos auténticos traidores al pueblo y a la patria, y hay que encontrar la forma de, primero, castigarlos con el desprecio de la gente, segundo, enviarlos a un centro ad hoc de reeducación sobre costes comparativos del transporte (incluyendo los ambientales), a ver si se enteran, y, tercero, inhabilitarlos definitivamente para cualquier empleo o puesto públicos, por su alta peligrosidad social.
Con mi nieto Pedro, al que saludaban los maquinistas con un pitido al verlo tantas noches conmigo, entusiasmado, al paso del último tren, recorro las vías silenciosas y cubiertas de hierba y herrumbre, pero que lo atraen de una forma que me emociona, como conjurándolas a que recobren su vida y su futuro. El no entiende muy bien -tampoco yo- eso de que las obras del AVE nos tendrán sin tren durante cinco años, y me pregunta que por qué no hay tren. El otro día, al llegar a casa se lanzó sobre un folio y me dibujó el tren, el maquinista, el paso a nivel y un texto, “Quiero que vuelva el tren”, al que respondí, para mi caletre, con una enfurecida promesa. Cada uno a su manera, ambos nos juramentamos para conseguir que nos devuelvan el tren, nuestro tren, por donde siempre circuló, siguiendo la sabiduría de aquellos profesionales amantes del tren cuyo recuerdo se quiere ennoblecer, precisamente, para disimular la necedad de sus enemigos de ahora.
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