lunes, 24 de noviembre de 2025

Las raíces rusas del terrorismo israelí

 

 Por Rafael Poch-de-Feliu      
      Fue corresponsal de La Vanguardia en Moscú, Pekín y Berlín. Autor de varios libros; sobre el fin de la URSS, sobre la Rusia de Putin, sobre China, y un ensayo colectivo sobre la Alemania  de la eurocrisis.


Todos los primeros ministros de Israel a lo largo de su historia excepto uno, tienen raíces rusas


     Rusia es un país con una gran tradición de antisemitismo que la revolución de Octubre cortó radicalmente en 1917 y que la restauración termidoriana estalinista restableció desde finales de los años treinta.




Entre los años cuarenta y los ochenta del siglo XX el latente antisemitismo oficial complicó bastante, cuando no imposibilitó, que los judíos accedieran a las mejores universidades e institutos del país y aún menos que ocuparan cargos importantes en el partido, el ejército, o en las altas esferas de la economía. Con Putin mucho de todo esto se ha roto, pese a la mayor influencia que la Iglesia Ortodoxa Rusa ejerce hoy en comparación con el pasado soviético.

Una de las anomalías de la Rusia actual es que nunca en los últimos setenta años se había tratado tan bien a los judíos, ni había sido tan bajo el antisemitismo oficial.

Después de la guerra, el Holocausto se jugó siempre a la baja en la URSS. Con tres millones de judíos soviéticos muertos entre la invasión alemana de 1941 y la victoria de 1945, entre el total de 27 millones de muertos del país, los dirigentes optaron por presentar un sufrimiento sin distinción de etnias. Eso ha sido finalmente normalizado.

En 2005 Putin fue el primer líder ruso en acudir a Auschwitz con motivo del aniversario de la liberación, por el ejército soviético, de aquel campo de exterminio; en expresar su pesar por la gran emigración de judíos soviéticos experimentada tras la disolución de la URSS y en hacer pública su esperanza de que regresen en el futuro. También ha sido el primero y único en felicitar a los judíos rusos por el año nuevo hebreo y la Hanukkah y en enviar un mensaje presidencial al Congreso de judíos rusoparlantes.

En este contexto de relativa normalización oficial un personaje como el politólogo Dmitri Simes dirige hoy uno de los programas de análisis y debate político más importantes del primer canal de la televisión rusa. Simes es un ex ciudadano soviético hijo de abogados judíos defensores de disidentes, que en 1973, a los 25 años de edad, emigró a Estados Unidos como judío, fue asesor de Richard Nixon, editor de la revista The National Interest y se codeó con las primeras figuras del establishment de Washington, donde se movía como pez en el agua. En 2018, Simes volvió a Rusia, recuperó la nacionalidad rusa en 2022, y se ha convertido en uno de los principales comunicadores del país. Su programa “Bolshaya Igrá” (“El gran juego”) sigue al detalle el pulso mundial, con especial atención hacia las interioridades de la política americana, invitando a conocidos personajes y analistas de Estados Unidos, economistas, embajadores, ex agentes de la CIA, además de expertos rusos. El resultado es que, contra lo que se suele pensar en Occidente -donde se tiende a confundir la Rusia de Putin con una especie de Corea del Norte- el público ruso interesado está mejor informado sobre la guerra de Ucrania, las relaciones internacionales y las tensiones entre potencias, que su correspondiente europeo o americano.

En temas de Oriente Medio, Simes refleja en su programa el sutil equilibrio que Moscú práctica entre la crítica y censura de la bárbara masacre israelí, y el cuidado y la atención que se dedica a Israel, con sus dos millones de ciudadanos ex soviéticos entre sus nueve millones de habitantes. Aunque en Rusia aún no se han editado las obras de los historiadores israelís críticos con el sionismo, como Ilan Pappe, Idith Zertal o Avi Shlam, que han desmontado el discurso oficial israelí sobre la historia del país y tanto han influido en la academia occidental, por el estudio de Simes desfilan expertos iranís, árabes, analistas rusos sutilmente proisraelís, ilustres arabistas claramente antisionistas y abiertos defensores israelís de la política de Israel. Entre estos últimos destaca el político y diplomático israelí Yakov Kedmi.

Kedmi, cuyo apellido original era Kazakov, nació en Moscú en 1947 y emigró a Israel en 1969. Con los años llegó a dirigir el “Nativ”, un servicio secreto adjunto al primer ministro centrado en la política hacia la importante emigración de judíos soviéticos a Israel. Kedmi suele intervenir en el programa de Simes por videoconferencia desde su vivienda en Tel Aviv y lo que llama la atención es el busto que tiene colocado en su biblioteca. No es el de Ben Gurion, ni el de Theodor Herzl, ni el de cualquier otro padre de la patria del estado de Israel, sino el de Felix Dzerzhinsky, fundador de la Cheka, primera policía secreta bolchevique instrumento del terror rojo de defensa de la Revolución Rusa. Explico todo esto para llamar la atención sobre la actualidad de lo que expondré a continuación y que podríamos denominar las raíces rusas del terrorismo colonial israelí.




A finales del XIX la modernidad de los nuevos tiempos trajo una ola de secularización e ideas sociales para los judíos de todo el continente europeo. Si en países como Francia o Alemania los judíos podían renunciar a la religión y asimilarse culturalmente en las identidades nacionales y urbanas de los países en los que vivían, los judíos del imperio ruso no pudieron hacerlo. En el Imperio Ruso los judíos se secularizaron/modernizaron y renunciaron al judaísmo religioso tradicional en condiciones muy diferentes. Vivían en un territorio que no podían abandonar. Desde 1791, estaban obligados a residir en una zona concreta del imperio, la llamada “Zona de residencia” (en ruso, “Черта оседлости”) establecida por la emperatriz Catalina II. Esa zona, que fue abolida por la revolución de 1917, comprendía toda la región de la frontera occidental del imperio, desde Polonia/Lituania hasta Moldavia y el mar Negro, pasando por Bielorrusia y Ucrania. Las grandes capitales culturales de Rusia quedaban mayormente fuera de su alcance, lo que complicó su asimilación a gran escala. Además, hablaban una lengua diferente y específica, el yidish, y estaban considerados por el establishment zarista como foráneos.

Secularizados y en gran parte emancipados de la tradición religiosa por los nuevos tiempos, los judíos del imperio encontraban fuertes impedimentos para su integración en el mundo ruso establecido. Paralelamente, fueron objeto de crudas olas de violencia antisemita en los pogromos de 1881 a 1883 y de 1903 a 1906, con miles de muertos y cientos de comunidades atacadas. Las restricciones y persecuciones del imperio provocaban en ellos ira e impaciencia y determinaban el radicalismo y la violencia en un contexto social que hasta la revolución de 1905, prohibía cualquier actividad política. Su rechazo de lo religioso borró la tradición ética judaica del pacifismo (“Mejor ser humillado que humillar a otro”, dice el precepto talmúdico) en beneficio de una afirmación nacionalista normal, es decir enérgica, exaltada y potencialmente violenta. Fue así como la autocracia les empujó inconscientemente hacia el nacionalismo, la autodefensa y el extremismo. La confianza en Dios fue sustituida por la confianza y la seguridad derivadas de la fuerza militar. En muchas ciudades crearon grupos de autodefensa y participaron activamente en los atentados contra funcionarios zaristas. En algunas organizaciones revolucionarias los judíos aportaban más de la mitad de sus miembros y frecuentemente el grueso de los exiliados políticos en Siberia. Mas tarde, en los primeros gobiernos bolcheviques, en vida de Lenin, los judíos eran el tercer grupo nacional más representado después de los rusos y los ucranianos.




Los colonizadores llevan siempre consigo los elementos de la cultura de su país de origen. Muchos de los judíos del Imperio Ruso que emigraron a Palestina eran ex miembros del movimiento de la izquierda revolucionaria rusa, inspirados por las prácticas de atentados de los narodniki de la Naródnaya Volia, marcados por las experiencias de la violencia antisemita de los pogromos y animados por la firme convicción de la necesidad de defenderse ante ellas. En otra ocasión he explicado el punto de vista de que la autocracia, al no dejar resquicios de crítica y espacios de autonomía a los discrepantes, solo puede generar una oposición total, sin margen para la negociación y el pacto, una oposición del todo o nada, que frecuentemente lleva a sus actores a pasarse al bando de los enemigos no ya del régimen, sino del país. Ese problema es completamente actual para muchos opositores rusos al régimen de Putin que aparecen con gran frecuencia en nuestros medios de comunicación (Véase, por ejemplo, la declaración del escritor ruso Mijail Shishkin del 18 de febrero de 2024 en el diario El País: “Este estado que se hace llamar Federación Rusa y trae la muerte y la calamidad sobre el mundo entero y su propia población, directamente no debería existir”).

En Palestina fueron los judíos del Imperio Ruso y su cultura política, secular, contundentemente nacional- identitaria y necesariamente radical y violenta, con esta mentalidad del “todo o nada” determinada por la cultura de la oposición a la autocracia, quienes formaron la matriz del activismo sionista.

Los primeros colonos judíos de Palestina, “proyectaron sobre la realidad otomana y luego sobre el mandato británico sus recuerdos de la Rusia zarista. La resistencia de la población árabe se entendía a menudo como un pogrom”.

En un reciente articulo dedicado a la génesis del sionismo colonizador del que extraigo la cita anterior y algunas ideas, los profesores de universidades canadienses Yakov Rabkin (de quien hemos traducido algunas notables aportaciones https://rafaelpoch.com/2025/10/01/sobre-el-nacional-judaismo/) y Yakov Yaadgar, explican que Israel ha sido resultado de la fusión de diversas diásporas nacionales (rusa, polaca, marroquí, yemení, alemana, etc), pero que de todas ellas ha sido la rusa la que más ha marcado la mentalidad y el modus operandi a las demás, hasta convertirse en hegemónica y preceptiva hasta nuestros días https://globalaffairs.ru/articles/sionizm-rabkin-yadgar/. Que en 1995 fuera un judío yemenita quien asesinara al primer ministro Isaac Rabin, ilustra, hasta qué punto esa influencia “cultural” rusa impregnó al conjunto de la sociedad israelí y a las diásporas culturalmente más alejadas del foco ruso una vez establecidas en Israel, señalan los autores. Nada más natural teniendo en cuenta que largos años de hegemonía de los sionistas rusos fueron el caldo de cultivo en el que las tradiciones políticas de los inmigrantes de otros países se transformaron siguiendo el ejemplo canónico de los padres fundadores de la colonia sionista en Palestina.

Uno de los indicadores es la composición del Knesset de 1960. A pesar de la prohibición casi total de emigrar de Rusia y la URSS después de la década de 1920, la gran mayoría de los líderes de Israel nacieron bien en Rusia/Imperio Ruso (70 %), bien en Palestina /Israel pero de padres rusos (13 %)”, explican Rabkin y Yaadgar. Aún más significativo: todos los primeros ministros de Israel a lo largo de su historia, excepto Naftali Bennett, que solo ocupó esa responsabilidad desde junio de 2021 a junio de 2022, tienen raíces rusas.

Y lo que vale de puertas adentro, es aún mucho más relevante de puertas afuera, en la acción exterior de Israel, cuyos principales políticos son, casi siempre, generales y hombres de guerra curtidos en el “todo o nada” sin fronteras.

En su notable libro Rise and kill first. The Secret History of Israel’s Targeted Assassinations, (2018), el corresponsal para asuntos de defensa e inteligencia del periódico israelí Yedioth Ahronoth, Ronen Bergman, por otra parte un sionista sin complejos, explica que desde la Segunda Guerra Mundial, Israel ha asesinado a más personas que cualquier otro país del mundo occidental. Bergman contabiliza más de 2000 asesinatos cometidos por el ejército y los servicios de inteligencia israelíes. Con ocasión de la actual masacre de Gaza y los ataques a Líbano, Siria e Irán, esa cifra debe ser, sin duda multiplicada hoy. Muchos estados, también la Rusia de Putin, practican el asesinato extrajudicial de enemigos. Para hacerse una idea sobre Estados Unidos -que, dicho sea de paso, ha practicado eso mucho más que Rusia- según el mismo autor, durante la presidencia de George W. Bush, Estados Unidos llevó a cabo 48 operaciones de asesinatos extrajudiciales, mientras que durante la presidencia de Barack Obama fueron 353. Pero lo de Israel está en otra categoría. Entre las víctimas israelís se encuentran musulmanes y cristianos palestinos, comandantes libaneses de Hezbolá, el subdirector de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), probablemente también el líder histórico de esa organización, Yaser Arafat, y generales sirios; simples periodistas y sanitarios palestinos, también hay ingenieros, científicos, poetas, traficantes de armas, comandantes militares, camareros y propietarios de tiendas. Los asesinatos se han llevado a cabo en más de una docena de países y cuatro continentes, explica Bergman.




Al igual que Yakov Kedmi, el ex director del “Nativ” y frecuente invitado del mencionado programa de televisión ruso, y que la saga de primeros ministros y generales que han dirigido y dirigen el país, la mayoría de los personajes fundadores de las organizaciones del terrorismo judío proceden del Imperio Ruso. En 1907 Yitzhak Ben-Zvi (Poltava, Ucrania 1884) fundó la primera organización armada de los judíos de Palestina, Bar Giora. Dos años después, en 1909 Bar Giora dio lugar a Hashomer, fundada por Israel Shochat (Grodno, Bielorusia 1886). Vladímir Jabotinsky (Odesa, 1880) creó la Haganah en 1920. En 1931, Avrahm Tehoni (Silberg, Odesa, 1903), fundó el Irgun que a partir de los años cuarenta estuvo bajo el mando de Menájem Béguin (Brest-Litovsk, Bielorrusia 1913), autor del atentado contra el Hotel King David de Jerusalén, sede del mando británico, el 22 de julio de 1946 con 91 muertos y 45 heridos, posteriormente primer ministro de Israel.




La actividad terrorista ha sido llevada a cabo por tres organizaciones, el Mossad, servicio secreto exterior, el Shin Bet, el servicio secreto interior, y Aman, la inteligencia militar. El primer director del Mossad, fundado en 1949, fue Reuven Shiloah (Zaslansky), nacido en Jerusalén pero hijo de judíos lituanos. Su sucesor fue Isser Harel (Israel Galperin) nacido en Vitebsk (Bielorrusia, en 1912), que también fundó el Shin Bet. Sus sucesores en el cargo, Meir Slutsky y Zvicka Zarzevsky eran polacos. El siguiente, Yitzhak Hofi, era hijo de padres de Odesa. Su sucesor Nahum Admoni (Rothbaum) era hijo de judíos polacos. Otro histórico que dirigió la agencia hasta 2011 Meir Dagan (Huberman, nacido en Jerson, Ucrania) también era hijo de judíos polacos… La mayoría de los trece directores de la agencia fueron nacidos en territorio del imperio ruso o hijos de.

Toda esa gente, matarifes, asesinos, terroristas, defensores de la patria colonial, como se les quiera llamar, primeros ministros, militares y operativos de la inteligencia, jugaron un papel central en la construcción del estado, sus fuerzas armadas y sus tres principales servicios de inteligencia. Yoav Galant el ministro de defensa de Netanyahu durante la primera etapa del actual genocidio, autor de inequívocas declaraciones genocidas y perseguido por el Tribunal Penal Internacional, tomó parte personalmente en la campaña de asesinatos extrajudiciales en los años noventa, antes expresamente firmadas por los primeros ministros y hoy ejecutadas rutinariamente. El de Galant es un ejemplo entre muchos de esa “sociedad belicosa y guerrera”, en palabras de Hasán Nasrallah, el líder de Hezbolá – él mismo víctima de los asesinatos de Israel en Líbano de septiembre de 2024, como su predecesor Abbas al-Musawi. Y esa sociedad colonial y guerrera, cuyos crímenes tienen un apoyo social del 80%, presenta una impronta rusa que permanece hasta el día de hoy, como nos recuerda el busto de Dzerzhinsky en la biblioteca de Yakov Kedmi.


Del blog personal de

Rafael Poch-de-Feliu

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