¿Águilas?, bien, gracias
Hace mucho que trato de encontrar algo de literatura en nuestro verano, tan impreso en las visiones y sentimientos de los aguileños desde -por lo que a mis recuerdos se trata- los años 1950, en que el jolgorio que inducía el Programa de Festejos iba acompañado de la afluencia de “bañistas” (que no nos atrevíamos a llamar “turistas”), en su mayor parte lorquinos, madrileños y del valle del Almanzora. Y aun hallándola -sigo con lo de la literatura-, desde mi violento encuentro con las realidades políticas reveladas por el trauma nuclear de 1974 y la inmediata Transición, he tenido que transformar la poesía de mi exaltación de ausente y soñador, entusiasta recuperador de esencias en los retornos, en acre prosa de descubridor de miserias, que no por ser esencia del realismo social y político deja de alterar, con periódicas angustias, las pulsaciones del alma.
Y como resulta usual, sea su relato en prosa poética o en lírica ramplona, la historia del pueblo sigue, con el recuerdo insistente de cronistas e historiadores de lo que fuera faro cultural en las primeras décadas del siglo XX, que eran portuarias, mineras y espartarias, y Águilas aporta, para el observador empeñado en redimir o condenar, innumerables retazos de un estupor que no siempre puede detenerse ante la indignación. Ya he aludido en estos escritos de brisa cambiante más en lo social que en lo climático, al desmadre interno de la institución municipal y la estampida de su alcaldesa, que ni siquiera ha esperado al final del verano para -como los felices veraneantes- dar por concluida una experiencia que siempre es bueno emparejar con los cambios envolventes, aunque solo sea por mostrar como voluntaria y razonable lo que no es más que huida precipitada ante el anuncio del chaparrón.
Que no otra cosa vivía yo en los cenáculos de los desayunos amigables (que no siempre amistosos) en la popular Glorieta aguileña, donde la “Pava de la Balsa”, que en realidad es cisne, hace de fuente y sigue exhalando su vida hecha líquido por la mordida fatal de la serpiente traicionera de siempre... Y verbo y mirada tenían como común y más frecuente objetivo la espléndida fachada neomudéjar de la Casa consistorial. Pero ya dije que el recuento de algunos de los más feos asuntos que entre esas paredes anidan, irán relatados en su momento, y no hay por qué apresurarse.
He vuelto, como ya hiciera en mis croniquillas de 1992 (“Carta de Águilas”, las llamaba yo), a sentir ese “terrorismo de baja intensidad”, es decir, incruento pero difícilmente soportable, del ruido agresivo y creciente, como seña de identidad aguileña y -he de pensar que así es considerado por muchos- indicador de esplendor turístico y modernidad mediterránea, con la más jovial indiferencia de las autoridades municipales, que sin duda se muestran orgullosas del ubicuo estruendo. Ya tuvieron que ceder ante los tribunales por extender el escándalo más allá de las 12 (o sea, las 24 horas) en el largo festeo veraniego, por la enérgica protesta de perjudicados con causa. Pero esa contención no alcanza a nada más, siendo de destacar el ingenio de algún servidor municipal que ha duplicado, o más, los tiempos de alternancia de los semáforos, dando lugar -he de pensar que involuntariamente- a que la creciente bandada de gamberros sonoros motorizados, tan mediterráneos ellos, despierte a los vecinos en lo más profundo de su sueño, que es cuando cunden estos terroristas nocturnos de baja estofa y alto impacto; mi impresión es que las autoridades, las políticas y las policiales, están encantadas de esta agresión, y ni se les ocurre hacer cumplir la ordenanza anti ruidos. Desaproveché numerosos formularios de protesta anti ruido cuando dominaban el pueblo los “cuñadísimos” del PP, que me imagino lo que harían con esos papeles en los que reiteraba yo su obligación de actuar; y no se me ha ocurrido repetir esa tontería burocrática con los dirigentes actuales del PSOE (que son, ambientalmente hablando, tales para cuales).
A esa otra novedad -ruidosa y alcohólica- de las fiestas en el mar, que he presenciado con ira y desesperación, por ejemplo, en aguas del Fraile, quiero añadir lo que desde hace unos años ha irrumpido como -supongo- ingeniosa aportación en la noche de los Fuegos Artificiales de ese 14 de agosto que los aguileños tenemos por poco menos que sagrado (y de la que yo he estado ausente un día de guardia en la mili y algunos regresos desde Guatemala: siempre contra mi voluntad, quiero decir). Y es el acompañamiento de esos fuegos con música horrísona y grotesca, que no acompaña al colorido y formas del espectáculo celeste (como podría pretender) ni, sobre todo, permite la expresión tradicional, popular, y graciosa, del ¡¡¡Oooh!!! que no por primitiva, e incluso humanamente zoológica, es menos graciosa y atávica, y que levanta un multitudinario coro, no del todo desafinado, desde el semi circo playero en que se convierte esa noche la bahía de Levante (la mía), atestada como romería laica y mítica: un cálido espectáculo no del todo ecológico, pero y qué, con primeras filas de probos ciudadanos bien provistos -los pies en el agua- de cena, mesa y silleta.
A los promotores de esta novedad musical (mierdera, o sea, en el llano y preciso habla local), no se les ha ocurrido acompañar a esos Fuegos con el concierto de Händel de los “Reales fuegos artificiales” (1749), no, que pertenecen a la generación decibélica, bárbara e inculta. Este año me he fijado en la letra del himno de Águilas con el que acaba tal explosión de (civilizados) fulgores y (monstruoso) pachangueo, uno de cuyos versos, válgame Dios, alude a la singular villa “tierra tostada de Sol”... Lo que, vista la situación del planeta, la amenaza climática y las temperaturas de este verano, que anuncian nuevos récords y que han sido especialmente terroríficas para la Región murciana (su interior, es verdad, pero hay que ser solidarios), urge modificar: es una llamada que hago al honorable cuerpo representativo de dignos ediles, indiscutiblemente preocupados por el prestigio de la villa y la garantía de un futuro turístico en permanente auge. Ya requerí, en anteriores oportunidades, la atención de los autores del Programa de Festejos anual por la reiterada llamada, como timbre de distinción y razón de excelencia, de las altas “temperaturas medias anuales” como atractivo para vivir y tirarse al agua, pero que ya no son prudentes por la mala marcha, imparable, de las calores.
Que es verdad que el precitado himno (¿alguien me dice qué prodigioso ingenio tuvo a bien producirlo para la nunca suficientemente asombrada villa?) adolece de chorradas y cierta caspa, tan al uso en creaciones patrióticas, regionales o pueblerinas de este jaez, y solo para no pecar de maledicente recordaré algunas expresiones de su letra, que ya lleva el título de “Águilas, paraíso del Mediterráneo”, algo pretencioso, pardiez, pero inocuo incluso cuando insiste con “paraíso de luz y alegría”, pues bueno, pues vale. Unas estrofas que no siempre encierran ingenuidad estricta, y que aludiendo al recurso más manido en este tipo de excesos localistas, o sea, la mujer, incluye versos que ya, ya: “Mujer que en sus aguas te bañas/y te acaricia ese mar/¡quién fuera agua salada/y poderte acariciar!”, o esta otra, tan exultante como la anterior, que igualmente habría penado por aflorar en aquellos tiempos de censura integrista y que ahora se enfrenta a nuevas sensibilidades no menos rigurosas : “Eres morena y valiente/eres lo que sabes tú”.
En descargo de su creador o creadora, reconoceré que no resulta nada fácil redactar, en materia de himnos, algo que no resulte fuertemente determinado por el aire entusiasta de un pasodoble (como es el caso) o, más serio todavía, el vigor temeroso de una marcha pseudo militar, como otras veces. (Y también es verdad que quién me manda a mí tomarme en serio cosas así, pero de alguna forma he de acabar este artículo, y no es mal remate el toque amablemente crítico de un aguileño siempre fervoroso de la tierra que lo vio nacer.)
Siempre vuelve uno a su tierra.
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