[La entrevista que puede leerse a continuación –publicada originalmente el 8 de diciembre de 2022– forma parte del compendio de charlas recogidas en Por un futuro habitable (Altamarea, 2025), en las que el filósofo y lingüista Noam Chomsky reflexiona sobre los desafíos más urgentes de nuestra época: la crisis ecosocial, la inteligencia artificial y el ascenso del neofascismo]
Noam, desde que empezaron a aplicarse las políticas neoliberales hace más de cuatro décadas, estas han sido las causantes de la destrucción del tejido comunitario y del aumento de la desigualdad, la desesperanza y el malestar social. Por si fuera poco, además resulta obvio que las políticas sociales y económicas desplegadas por el neoliberalismo son el caldo de cultivo idóneo para que prolifere la extrema derecha y asistamos a un repunte del radicalismo más autoritario. Desde luego, a nadie se le escapa la contradicción intrínseca que existe entre democracia y capitalismo; pero quisiera centrarme en esa otra cuestión: las pruebas evidentes de que el neofascismo emana directamente del capitalismo de corte neoliberal. Doy por hecho que compartes mi lectura, así que te pregunto: ¿qué vínculo encuentras tú entre el neoliberalismo y las nuevas formas de fascismo?
La conexión puede inferirse con claridad de las dos primeras frases de la pregunta. Una consecuencia de las políticas socioeconómicas neoliberales es el hundimiento del orden social, lo que favorece un caldo de cultivo adecuado para el extremismo, la violencia, el odio… y un terreno fértil para las figuras autoritarias que pueden presentarse como salvadores. Avanzamos de lleno hacia un nuevo fascismo.
La Enciclopedia Británica define el neoliberalismo como un “modelo ideológico y político que enfatiza el valor de la competencia dentro del libre mercado» con «una intervención mínima por parte del Estado”. Ese es el retrato habitual. La realidad es diferente. El modelo político real abrió de par en par las puertas a los amos de la economía, que también dominan el Estado, para que pudieran perseguir el beneficio y el poder con pocas limitaciones. En resumen, una guerra de clases sin restricciones. Parte de estas políticas fue una cierta forma de globalización que combina un proteccionismo extremo para los amos con la búsqueda del trabajo más barato y las peores condiciones laborales, con el objeto de maximizar los beneficios y dejando en la estacada los cinturones desindustrializados en decadencia. Esto son decisiones políticas, no necesidades económicas. El movimiento obrero, junto con la ahora difunta Oficina de Investigación del Congreso, propuso alternativas que podrían haber beneficiado a la gente trabajadora aquí y en el extranjero, pero fueron descartadas sin discusión cuando Clinton favoreció a toda costa la forma de globalización preferida por los impulsores de la guerra contra la clase trabajadora.
Una consecuencia relacionada con el “neoliberalismo real” fue la financiarización de la economía, lo que habilitó las estafas sin riesgo y con grandes beneficios; sin riesgo, porque el poderoso Estado que interviene radicalmente en el mercado para proporcionar protecciones extremas en los acuerdos comerciales hace lo mismo para rescatar a los amos si algo va mal. El resultado, que empieza con Reagan, es lo que los economistas Robert Pollin y Gerald Epstein llaman “economía del rescate”, que permite que la guerra neoliberal contra la clase trabajadora siga adelante sin el riesgo de que el mercado sea castigado en caso de fracaso.
El “libre mercado” no está ausente en la escena. El capital es “libre” de explotar y destruir de forma desenfrenada, como se ha visto, incluyendo (no lo olvidemos) las perspectivas de una vida humana organizada. Y la gente trabajadora es “libre” de intentar sobrevivir como pueda en un escenario de estancamiento de los salarios reales, descenso de los beneficios y reconfiguración del trabajo que lleva a un aumento del precariado.
La guerra de clases comenzó, de forma muy natural, con el ataque a los sindicatos, el primer medio de defensa de la gente trabajadora. Las primeras legislaciones de Reagan y Thatcher fueron vigorosos asaltos contra los sindicatos, una invitación al sector empresarial para ir cada vez más lejos, a menudo de formas técnicamente ilegales, aunque eso no sea motivo de preocupación para el Estado neoliberal que ellos dominan.
La ideología reinante fue expresada con lucidez por Margaret Thatcher cuando se declaró la guerra contra la clase trabajadora: la sociedad no existe, y la gente debería dejar de implorar que la “sociedad” venga a rescatarla. Recordemos sus célebres palabras: “‘¡Pobre de mí, no tengo donde dormir, el Gobierno debería ofrecerme un techo!’. Así es como trasladan sus problemas contra la sociedad. Pero ¿qué diablos significa esa palabra? ¡No quiere decir nada! Lo único que existe son hombres y mujeres individualizados, además de las familias. Ni un solo Gobierno es capaz de hacer nada al margen de la gente. Pero todas las personas deben cuidar de sí mismas”.
Thatcher y sus socios seguramente sabían muy bien que sí hay una sociedad muy rica y poderosa para los amos, no solo el Estado-niñera que corre a su rescate cada vez que lo necesitan, sino también una sofisticada red de asociaciones comerciales, cámaras de comercio, grupos de presión, laboratorios de ideas, etcétera. Pero los menos privilegiados estarían obligados a “mirar por sí mismos”.
La guerra neoliberal contra la clase trabajadora ha resultado un gran éxito para quienes la diseñaron. Como hemos comentado, señal de ello es la transferencia de unos cincuenta billones de dólares a los bolsillos del 1% más rico, sobre todo a una parte de ese 1%. No es una victoria pequeña.
Otros logros son “la desesperanza y el malestar social” a los que aludías, y de los que no hay cómo librarse. Los demócratas abandonaron a la clase obrera ante su enemigo de clase allá por los años setenta para convertirse en un partido de profesionales pudientes y donantes de Wall Street. En Inglaterra, Jeremy Corbyn estuvo cerca de revertir el deslizamiento del Partido Laborista hacia el “thatcherismo suave”. El establishment británico se movilizó a diestro y siniestro y se empeñó a fondo para frustrar sus esfuerzos por crear un partido auténticamente participativo y comprometido con los intereses de la gente trabajadora y los pobres. Una ofensa intolerable al orden natural de las cosas. En Estados Unidos, a Bernie Sanders le ha ido algo mejor, pero no ha sido capaz de asaltar el fortín clintoniano de la dirección del partido. En Europa los partidos tradicionales de izquierda prácticamente han desaparecido.
En las elecciones de mitad de mandato en Estados Unidos [2022], los demócratas perdieron el apoyo de una porción muy significativa de la clase trabajadora blanca, consecuencia de la poca disposición de los líderes del partido a hacer campaña sobre los problemas de clase que un partido de izquierdas moderado podría haber puesto sobre la palestra.
El
terreno está bien abonado para que el auge del neofascismo llene el
vacío dejado por la incesante guerra contra la clase trabajadora y
la capitulación de las principales instituciones políticas que
deberían haber combatido la desolación.
A estas alturas, el
término “guerra” resulta insuficiente. Es cierto que los amos de
la economía y sus siervos dentro del sistema político han estado
implicados en una forma especialmente salvaje de guerra contra la
clase trabajadora durante los últimos cuarenta años, pero los
objetivos van más allá de las víctimas habituales, extendiéndose
ahora incluso a los propios responsables. Conforme se intensifica la
guerra contra los trabajadores, la lógica esencial del capitalismo
se manifiesta con brutal claridad: tenemos que maximizar el beneficio
y el poder incluso cuando sabemos que, al destruir el medio ambiente
que sostiene la vida, nos precipitamos al suicido, el nuestro y el de
nuestras familias.
Lo que está ocurriendo nos recuerda la historia de cómo atrapar a un mono. Se hace un agujero en un coco del tamaño justo para que el mono meta la mano y se pone un cebo apetecible dentro. El mono agarrará la comida, pero será incapaz de sacar la mano cerrada, y morirá de hambre. Esos somos nosotros, o al menos los que dirigen este triste espectáculo.
Nuestros líderes, con las manos igual de cerradas, perseveran incansablemente en su vocación suicida. Al nivel particular de cada estado, los republicanos están legislando para “eliminar la discriminación energética”, y así prohibir incluso que se divulgue información sobre las inversiones que hacen las empresas de combustibles fósiles. Es una persecución injusta de unos tipos decentes que solo quieren obtener beneficios destruyendo las perspectivas de futuro de la vida humana, de acuerdo con una buena lógica capitalista. Por utilizar un ejemplo reciente, los fiscales generales republicanos han instado a la Comisión Federal de Regulación de la Energía a impedir que los inversores compren acciones de empresas públicas estadounidenses si estas participan en programas para reducir emisiones; es decir, para salvarnos a todos de la destrucción.
El
más destacado del grupo, Larry Fink, director ejecutivo de
BlackRock, anima a invertir a la larga en combustibles fósiles,
mientras muestra ser un buen ciudadano y da la bienvenida a las
oportunidades de inversión en métodos todavía fantasiosos para
librarse de los venenos que se producen, e incluso en energía verde;
siempre y cuando haya grandes beneficios garantizados.
En
resumen, en lugar de dedicar recursos para librarnos de la
catástrofe, debemos sobornar a los muy ricos para animarlos a echar
una mano.
Las lecciones, duras y claras, ayudan a fortalecer los movimientos populares que pretenden escapar del desastre de la lógica capitalista que se deja ver con resplandeciente claridad cuando la guerra neoliberal contra todo alcanza sus últimos estadios de tragicomedia.
Ese es el lado brillante y esperanzador del orden social emergente.
Con el ascenso de Donald Trump al poder, el supremacismo blanco y el fervor autoritario han regresado a nuestra vida política. Pero ¿no crees que, en el fondo, Estados Unidos no ha sido jamás inmune al fascismo?
¿Qué queremos decir con “fascismo”? Tenemos que distinguir entre lo que está ocurriendo en las calles, cuya realidad salta a la vista, y la ideología y las políticas que también están ahí, algo más reacias a un examen directo. El fascismo de la calle son los camisas negras de Mussolini y los camisas pardas de Hitler: violento, brutal, destructivo. Seguramente Estados Unidos nunca haya sido inmune a ello. No es necesario volver a contar aquí la sórdida historia del “desplazamiento de los indios” ni la mutación de la esclavitud en las leyes Jim Crow.
En este sentido, en Estados Unidos hubo un periodo culminante de “fascismo de calle” inmediatamente anterior a la Marcha sobre Roma de Mussolini. El “terror rojo” después de la Primera Guerra Mundial en época de Wilson y Palmer fue el periodo de represión más violento en la historia estadounidense, aparte de “los dos pecados originales”. La estremecedora historia se cuenta con vívidos detalles en el agudo estudio de Adam Hochschild que lleva por título American Midnight.
Como de costumbre, quien más sufrió fue la población negra, con importantes masacres (la de Tulsa y otras) y un horrible registro de linchamientos y otras atrocidades. Los inmigrantes eran otro objetivo en plena ola de “americanismo” fanático y miedo al bolchevismo. Cientos de “subversivos” fueron deportados. El vigoroso Partido Socialista fue prácticamente destruido y nunca se recuperaría. El mundo sindical se vio diezmado, y no solo en el caso de los wobblies, sino mucho más allá, debido a un agresivo sabotaje de las huelgas en nombre del patriotismo y de la defensa contra los “rojos”.
La locura llegó a unos niveles tan extravagantes que acabó en autodestrucción. El fiscal general Palmer y su compinche J. Edgar Hoover predijeron una insurrección liderada por los bolcheviques para el Primero de Mayo de 1920, con fervientes advertencias y movilización de la policía, el ejército y matones. No hubo más que unos cuantos picnics. El ridículo generalizado y el deseo de “normalidad” pusieron punto final a la locura.
Pero no sin dejar cierto poso. Como observa Hochschild, las posibilidades de una sociedad estadounidense progresista sufrieron un serio revés. Podría haber existido un país diferente. Y lo que hubo fue fascismo callejero y vengativo.
Centrándonos en el aspecto ideológico y político, el gran economista político Robert Brady, discípulo de Thorstein Veblen, argumentó hace ochenta años que todo el mundo capitalista industrial se dirigía hacia una u otra forma de fascismo, con un firme control del Estado sobre la vida económica y social. En otro ámbito, los sistemas diferían profundamente en lo que respecta a la influencia pública sobre las políticas (democracia política funcional).
En aquellos tiempos, estaba normalizado hablar de estas cuestiones, tanto entre los círculos de izquierdas como en los de derechas, de un modo u otro.
El cambio se produce con el giro del capitalismo regulado de la posguerra hacia el asalto neoliberal, que reinstaura de forma contundente la concepción de Adam Smith de que los amos de la economía son los principales arquitectos de las políticas gubernamentales, diseñadas para proteger sus intereses. A lo largo de la guerra neoliberal contra la clase trabajadora, las concentraciones privadas de poder se van haciendo progresivamente con el control absoluto de la economía y del ámbito político, sin necesidad de rendir cuentas.
El resultado es un sentimiento general –y no erróneo– de que el Gobierno no nos sirve a nosotros, sino a otro. El sistema doctrinal, que también está en gran medida en manos de las mismas concentraciones de poder privado, desvía la atención respecto a las maniobras del poder y abre la puerta a lo que se llaman “teorías de la conspiración”, normalmente basadas en algunas partículas de la evidencia: el Gran Reemplazo, élites liberales, judíos y otros mejunjes conocidos. La escala y las características de estas no son, hoy por hoy, una amenaza menor para lo que queda de democracia funcional tras los últimos azotes sufridos.
Algunas voces sostienen que estamos atravesando una era de protestas. A fin de cuentas, salvo en contadas excepciones, todas las regiones del mundo llevan más de quince años asistiendo al auge de movimientos contestatarios. ¿Por qué motivo se han vuelto tan habituales estas protestas políticas en los últimos compases del neoliberalismo? ¿En qué se parecen (o se diferencian) estos movimientos de los que surgieron en los años sesenta?
Las protestas a las que te refieres tienen muchos orígenes y muy distintos. Así, por ejemplo, la huelga de camioneros que casi paralizó Brasil durante las protestas contra la derrota del neofascista Bolsonaro en las elecciones del pasado mes de octubre [de 2022] guarda cierto parecido con las del 6 de enero [de 2021] acaecidas en Washington.
Pero estas protestas no tienen nada que ver con el significativo alzamiento en Irán instigado por la muerte bajo custodia policial de Jina Mahsa Amini. Los líderes del alzamiento son gente joven, principalmente mujeres, aunque implica a sectores mucho más amplios. El objetivo inmediato es anular el rígido control sobre el comportamiento y la vestimenta de las mujeres, si bien los manifestantes han ido mucho más allá, a veces incluso haciendo llamamientos a derrocar el severo régimen de los ayatolás. Los disidentes han obtenido algunas victorias. El régimen ha señalado que la “policía de la moralidad” será disuelta, aunque hay quien duda de la veracidad del anuncio, que apenas se aproxima a las demandas de la valiente resistencia. Otras protestas tienen sus propias particularidades.
Si hay un hilo conductor, es la desintegración del orden social en general a lo largo de las últimas décadas. Las similitudes con los movimientos de protesta de los años sesenta me parecen tenues.
Sea cual sea el vínculo que existe entre neoliberalismo y malestar social, sigue siendo cierto que al socialismo aún le cuesta lo indecible ganar popularidad entre la ciudadanía de buena parte del mundo. ¿A qué crees que se debe? ¿Consideras que el legado de aquel “socialismo real” podría estar impidiendo que esta ideología prospere?
Como con el fascismo, la primera pregunta es qué queremos decir con “socialismo”. Hablando en un sentido amplio, el término solía remitir a la propiedad social de los medios de producción, con las empresas bajo el control de los trabajadores. El “socialismo real” no tiene prácticamente ningún parecido con esos ideales. En su uso occidental, “socialismo” ha venido a significar algo como capitalismo de estado del bienestar, con una amplia gama de posibilidades.
Tales iniciativas han sido a menudo eliminadas mediante la violencia. El “terror rojo” que mencionamos antes es un ejemplo con efectos duraderos. Poco después, la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial desencadenaron oleadas de radicalismo democrático en buena parte del mundo. Neutralizarlas pasó a ser una tarea principal para los vencedores, comenzando con la invasión angloestadounidense de Italia, que desmanteló las iniciativas socialistas llevadas a cabo por los campesinos y los obreros que lideraban los partisanos, y reinstauró el orden tradicional, fascistas colaboracionistas incluidos. Este patrón se imitó de distintas formas en otras partes, a veces con una violencia extrema. Rusia impuso su férrea autoridad en su ámbito de dominio. En el tercer mundo, la represión de estas tendencias fue de largo la más brutal, sin excluir iniciativas que partían de la Iglesia y violentamente aplastadas por Washington en América Latina, donde el ejército estadounidense reivindica oficialmente sus méritos por haber ayudado a derrotar la teología de la liberación.
¿Son impopulares las ideas fundamentales cuando se las separa del imaginario propagandístico y hostil? Hay buenas razones para creer que están enterradas a poca profundidad y que pueden emerger con fuerza cuando surgen oportunidades y estas se aprovechan.
Fuente: Ctxt
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