El final del verano…
Acabaré estas crónicas yodadas por la brisa de un Mediterráneo no siempre amable, azul o inteligible regresando a aquellos años de 1960, si bien avanzados y entrados en tiempo de liquidación y expectación. Las cierro con esta vuelta a la nostalgia después de un desordenado periplo literario apto solo para lectores comprensivos que ni han protestado ni han objetado mi absoluta soberanía, que he ejercido cómo, cuándo y sobre lo que me ha dado la gana. Gracias.
Septiembre en Águilas, entonces, en nuestros años juveniles, se teñía de tristeza y acusaba la vuelta de la calma y el silencio, con los bañistas regresados, con el agua (de la mar) ya más fresquica y las primeras interceptaciones de lluvias raudas e irritadas, que marcaban el cambio climatológico y también, según madurábamos, inquietudes muy justificadas. Eran días en que todo -gente, calor, ruidos- se iba a otra parte, y eso dejaba su marca de formas muy personales y distintas (las mías, puesto que yo era uno de los que se iban, recuerdo muy bien que eran suaves tirando a alegres ya que mi destino era mi segunda, o “doble” vida a la que ya me había adaptado y que constituía en realidad la esencial y definitiva). El caso es que las vacaciones, lo que entendemos por vacaciones, con su sentido de vida alternativa, cierta duración y algunos desmadres, perdían su naturaleza y carácter y nos enfilaban -quién más, quién menos- hacia otros horizontes.
Con la Navidad llegaban los guateques con sus ritos, bien en casas deshabitadas (no siempre acogedoras, pero y qué), bien en otras con ausencia de los padres, y la breve, pero intensa recuperación de aquel desorden creativo y veraniego que años decisivos introducían en la vida de todos y cada uno de la colla en evolución, en la que el personal ya se emparejaba -como era mi caso sin ir más lejos- y las urgencias profesionales impactaban y disgregaban, dejando sin embargo para siempre lo esencial en vínculos y afectos. Las emociones seguían enmarcándose en la música y The Beatles llenaban todo eso, con los grupos anglosajones barriendo a franceses (Adamo se mantenía pero que muy bien) o italianos (¿cómo no recordar a la pecosilla Rita Pavone y su “Cuore”?), pese a su número y a su incesante carga romántica tan gozosamente importada. Así que los muy productivos Bee Gees (“Don’t forget to remember”, “Words”, “Massachusetts”...), los geniales Mody Blues (“Noches de blanco satén”), Procol Harum (“Con su blanca palidez”...) y tantos otros mandaban y mucho, alterándolo todo. Hubo que esperar a la irrupción, en imagen y calidad, de Simon & Garfunkel para que mente y corazón se serenaran, a lo que sin duda contribuían “The boxer” (con aquello de “I’m just a poor boy…”), “Bridge over troubled waters”, la deliciosa “The sounds of silence” y no digamos “Mrs. Robinson”, convertida en runrún secretamente estimulante de mordacidad rítmica, tras ver con pasmo y victoria anti censura aquel filme inolvidable de “El graduado”.
En enero de 1966 a los aguileños nos había impactado -con todo el efecto que no pudo evitar el oprobioso control de la información que el Régimen ejercía- el accidente nuclear de Palomares, en nuestros mismos cielos como quien dice, que provocaron dos aviones norteamericanos, un súper bombardero B-52 y el nodriza justamente cuando este suministraba el combustible a aquél, un espectáculo que se repetía sobre nuestras cabezas y tierras desde la crisis de los misiles de Cuba, en 1962. Lo que, ante la incompetencia de los norteamericanos, dio paso al protagonismo de nuestros hombres de la mar, que tuvieron que decir a su sofisticada tecnología naval dónde -grieta, chapa, rincón submarino de corrientes bien conocidas por los arrastreros- se había alojado la cuarta bomba, perdida y hallada finalmente por la sabiduría de aquellos catalanes afincados en Águilas y que capitaneaba Paco Orts Simó, pasado a la historia como Paco el de la Bomba (y al que hice una de mis primeras entrevistas periodísticas durante mis vacaciones en Águilas en aquel verano del 66).
Uno de los contenidos de aquellos horizontes inexplorados era la mili, a la que yo me lancé, sin estar obligado, con los campamentos de los veranos de 1968 y 1969, en una negación brutal de las vacaciones juveniles y los veranos aguileños, en las todavía llamadas coloquialmente Milicias Universitarias. Era aquella una experiencia de intenso entrenamiento militar que yo llevaba con verdadera suficiencia, casi como un campamento de verano ante la estupefacción de mis siete compañeros de tienda, que se pasaban el día renegando: no tenían ni idea de lo que era la vida disciplinada y vigilada de un internado, así que yo les llevaba una ventaja neta. (La más cruda experiencia militar vendría en 1971 con mis cuatro meses de oficial, en los que las imprudencias e ingenuidades me acarrearon dos arrestos y, a cambio, un directo y útil conocimiento de importantes rasgos del Ejército franquista, que espero que hayan mejorado desde entonces.)
Ampliaré lo de 1968 porque es un año que pasó a la Historia con mi casi total indiferencia política: estaba demasiado ocupado en el segundo curso de mi carrera y mi politización no había despertado todavía (así que yo fui uno de los “pocos” estudiantes de mi tiempo que no estuvieron en el celebérrimo concierto de Raimon en la Complutense…). Sí recuerdo que ese mismo año me matriculé en la Facultad de Políticas al sentirme deslumbrado, en una visita “periodística”, por el ambientazo allí existente, nada que ver con el de las escuelas técnicas, y acusando -sin realmente advertirlo- un primer distanciamiento de mi formación y expectativas técnicas e ingenieriles. España iba tomando temperatura política, con aquellas maniobras del Régimen por eludir el sistema de partidos con inventos como la Ley de Asociaciones, de las que la Europa comunitaria no dejaba de asombrarse y hasta mofarse, mareándonos con las negociaciones comerciales en su estadio inicial. Robert Kennedy fue asesinado cuando, como candidato a la presidencia de Estados Unidos, se daba por segura su victoria, en un atentado que resonó con fuerza en el campamento, donde acabábamos de instalarnos; y fue a parar, con el habitual misterio de los móviles asesinos, junto a su hermano John, al Arlington de los héroes de un país enloquecido. Y al verano siguiente, en agosto, fue nada menos que la invasión de Checoslovaquia por los tanques del Pacto de Varsovia, lo que exaltó la verborrea de los mandos y el repunte anticomunista del Régimen, que se consideró más que nunca centinela atento y muralla infranqueable frente al monstruo soviético (y ya no recuerdo bien si incluso se redobló la guardia…).
Para mí octubre de 1969 fue, con el final de la carrera y la inmediata incorporación al mundo de la empresa, en Philips Ibérica, el inicio de las más decisivas experiencias vitales a las que un joven de mi tiempo habría de enfrentarse de una forma u otra. La primera fue, en mi caso, el encuentro con la frialdad y la avidez de las multinacionales, para las que la España del desarrollismo industrial era un panal de rica miel, y que a mí me hicieron tomar nota de cómo estaba estructurado el mundo del trabajo, con un jefe intratable y unos compañeros maravillosos: fue una introducción brusca en la realidad del país, que como consecuencia me politizó, y fue por esa vía como avancé en mi rechazo del establishment socioeconómico.
Así que las transiciones se acumulaban y alteraban nuestro feliz discurrir, las filas de nuestra apretada colla se desordenaban, aunque sin romperse, y el mundo nos tomaba por lo que en realidad éramos: productos felices y confiados de un tiempo en el que a la juventud le estaba velada -moviéndose en una represión franquista sorda pero implacable- la percepción de una realidad indeseable, de la que se enseñoreaba, con desgaste generalizado, una dictadura obsoleta. Pero España y los españoles cambiaban velozmente: me ha gustado calcular (bueno, más bien imaginar) que entre 1960 y 1975 España y los españoles cambiamos el equivalente a un siglo de trompicones patrios, y eso, que es sociología, se ha mostrado mucho más consistente y poderoso que la política.
Yo debo reconocer, porque así lo siento y me apetece, que fui feliz recorriendo España con mi cartera de herramientas, saltando de la siderurgia al refino de petróleo y su despliegue de plantas derivadas, y de la petroquímica a la química o la eléctrica, un mundo que disfrutaba, sí, pero que fue precisamente en el que me encontré, sin comerlo ni beberlo, aunque en un a modo de fatal aproximación, con las centrales nucleares. Y todo me cambió.
No hay comentarios:
Publicar un comentario