
El filósofo Andrea Zhok analiza las raíces de la crisis nihilista, mostrando cómo el consumismo y la oligarquía financiera están vaciando de significado a Occidente.
La modernidad liberal celebra el progreso y al individuo, pero su luz proyecta una sombra inquietante: el nihilismo. Privado de significados compartidos y de raíces profundas, Occidente corre el riesgo de desmoronarse. Andrea Zhok, profesor de Filosofía Moral en la Universidad de Milán, revela las causas de este declive: un capitalismo que reduce a los ciudadanos a consumidores sin memoria y transforma las democracias en oligarquías financieras. Concluyendo su análisis, el profesor se pregunta: ¿qué futuro le espera a una civilización que ha perdido su alma?
Un espectro recorre Europa, pero no es el comunismo evocado por Karl Marx y Friedrich Engels. Es algo más insidioso: el espectro del nihilismo. Mientras Occidente exhibe los trofeos del progreso tecnológico y del individualismo liberal, un vacío existencial se extiende dentro de sus cimientos, corroyendo la esencia misma de nuestra civilización. ¿Pero qué se esconde detrás de este nihilismo desenfrenado? ¿Por qué parece afectar particularmente a la sociedad occidental? ¿Y cómo se entrelaza con la afirmación del capitalismo global y la pérdida de identidad? Para responder a estas preguntas, entrevistamos al profesor Andrea Zhok, profesor de Filosofía Moral en la Universidad de Milán.
El nihilismo, un concepto surgido en la Rusia del siglo XIX y repensado por Friedrich Nietzsche, se ha materializado hoy en la crisis espiritual de Occidente. Ya no es sólo una abstracción filosófica, sino una realidad tangible que se manifiesta en la erosión sistemática de todo valor compartido. Paradójicamente, mientras exporta su modelo de desarrollo a todo el mundo, Occidente revela signos de un profundo malestar: ha perdido progresivamente la capacidad de dialogar auténticamente con otras culturas, sustituyendo el diálogo por una estandarización global que anula todas las diferencias. Como destaca el antropólogo Emmanuel Todd en su último ensayo “La derrota de Occidente”, esta deriva ha desencadenado reacciones inesperadas. El surgimiento de un “bloque conservador” liderado por la Rusia de Putin podría representar una respuesta al nihilismo liberal, un intento de contraponer los valores tradicionales al vaciamiento de sentido occidental. Pero ¿estamos realmente ante una alternativa creíble o simplemente ante otra forma de ideología?
El panorama se vuelve aún más complicado cuando consideramos la actual crisis espiritual. Todd identifica la “vaporización” de la ética protestante –en su día un pilar de la disciplina social y de la cultura del trabajo– como uno de los factores clave de la decadencia occidental. En su lugar ha surgido un individualismo radical, desprovisto de raíces y referencias. En este contexto, el neoliberalismo aparece como la encarnación práctica del nihilismo: un sistema que reduce toda relación humana a un mero cálculo económico, niega todo límite ético y transforma gradualmente las democracias en cáscaras vacías, cada vez más propensas a derivas autoritarias. El profesor Zhok analiza estas dinámicas complejas evitando conclusiones fáciles, demostrando cómo el nihilismo contemporáneo no es un destino inevitable, sino el resultado de elecciones históricas y culturales específicas. La pregunta crucial que surge de su análisis es si Occidente, enfrentado a la pérdida progresiva de su alma, será capaz de encontrar un nuevo equilibrio o si continuará su carrera hacia la autodestrucción.
El término nihilismo, que aparece por primera vez en el contexto filosófico postkantiano, comienza a adquirir sus connotaciones modernas con el uso del término en el contexto del nihilismo ruso, como una variante de la anarquía. Aquí el nihilismo se refiere a una disposición radical, impulsada por la necesidad de destruir toda tradición y toda creencia. De esta forma aparecen personajes "nihilistas" en las novelas de Iván Turguéniev y Fiódor Dostoievski. Pero es a partir de la reflexión de Friedrich Nietzsche que el término se consolida filosóficamente, como un pensamiento de la nulidad de todo valor tradicional y de toda consecuencia histórica.
Nietzsche y el vacío que avanza
Es importante notar cómo en Nietzsche el nihilismo no representa una tesis política, sino una verdad filosófica que simplemente sale a la luz. El mundo y sus valores ya habían sido devaluados por el cristianismo, en nombre de una vida después de la muerte, y la pérdida de credibilidad de la otra vida (la "secularización" europea) en la segunda mitad del siglo XIX simplemente colocaría a los europeos frente al nihilismo como un hecho, como una evidencia ineludible, cuyas consecuencias, según Nietzsche, se harían cada vez más evidentes. Ahora bien, la conexión histórica entre secularización y nihilismo es sólida, y sin embargo la lectura de Nietzsche parece cuestionable en muchos sentidos. En primer lugar, no está claro por qué el nihilismo manifiesto no se establece en la fase de "devaluación del aquí y ahora" que se atribuye al cristianismo, sino sólo en el momento en que el cristianismo mismo pierde terreno. La idea de que cualquier visión religiosa implica una devaluación de la dimensión histórica y del mundo de la vida es bastante cuestionable.
Esto es cierto tanto en el contexto de las «religiones del Libro» como en el contexto de muchas religiones tradicionales vinculadas al culto a los antepasados (desde la antigua Roma hasta el Japón medieval), donde las dimensiones históricas y religiosas se interpenetran de manera inseparable. Además, ni siquiera es fácil argumentar que una perspectiva extrareligiosa implica necesariamente una caída en el nihilismo, dado que las lecturas seculares de la historia, como las hegelianas y marxistas, no presentan implicaciones nihilistas. Así pues, si entendiéramos el término "Occidente" en un sentido amplio y comprensivo, que incluya la historia política y cultural europea y sus desarrollos extraeuropeos, no habría lugar para una conexión estrecha entre Occidente y el nihilismo.
La conexión entre el nihilismo y Occidente se hace más estrecha cuando entendemos que el uso actual del término "Occidente" tiene sus raíces en un desarrollo específico de la cultura europea, a saber, el nacimiento y desarrollo de la perspectiva liberal, en particular después de su integración decisiva con la ciencia económica, desarrollada en conjunción con el surgimiento del sistema de producción capitalista. No es posible aquí rastrear el desarrollo de la teoría liberal en todos sus aspectos múltiples y a veces contradictorios.
La tiranía del deseo
Desde el punto de vista del sujeto individual y de sus acciones, lo que caracteriza a la razón liberal es la idea de que el sujeto es esencialmente una individualidad adquisitiva ahistórica, que tiende a la autosatisfacción. El sujeto liberal es originalmente un individuo, en cuanto es concebido como naturalmente independiente de las relaciones sociales. El sujeto liberal es entonces intrínsecamente una entidad deseante, adquisitiva , orientada a la autosatisfacción. Y finalmente, el sujeto liberal es un sujeto natural en oposición a la idea de subjetividad histórica: este último movimiento permitió debilitar el peso de las tradiciones y el poder político consolidado por las leyes y las costumbres (Antiguo Régimen).
Consumidores
sin identidad
La reivindicación de un carácter ahistórico tuvo inicialmente un gran potencial emancipador, porque liberaba de golpe a los individuos históricos de todo vínculo con las instituciones del pasado, pero este movimiento acabó definiendo una subjetividad humana deshistorizada y desocializada, artificial y en definitiva completamente irreal. El sujeto liberal es un centro autorreferencial de impulsos y deseos que no requiere racionalización ni explicación. Cualquier petición de explicación más allá de "porque así me gusta" se considera injustificada e intrusiva. Este tipo de subjetividad no está ligada a nada del pasado, ni a la memoria, ni a las promesas, ni a la lealtad, ni a los deberes. Idealmente, es como si el sujeto liberal renaciera a cada momento, sin estar agobiado por nada anterior, simplemente dispuesto a aprovechar nuevas oportunidades de satisfacción (de ganancia, de inversión). Este modelo de subjetividad encaja perfectamente con el consumidor ideal en un mercado anónimo.
La libertad que caracteriza a este sujeto es la libertad negativa, es decir, libertad de, no libertad para: el sujeto liberal quiere ser libre sólo en el sentido de no querer interferencias en su propia línea de acción. Este tipo de subjetividad, sin restricciones pasadas y dominada por la libertad negativa, es un individuo sin individualidad. No tiene una estructura voluntaria sólida, un plan consistente, porque cualquier estructuración estable de la voluntad sería un factor de rigidez, que dificulta la adaptación continua a los cambios del mercado. Paradójicamente, el resultado final de un proceso cultural nacido bajo la bandera de la reivindicación de la libertad individual es la abolición de la individualidad como personalidad, como carácter, como voluntad de planificar.
Rompiendo límites morales
Este
resultado es fatal cuando se concibe al sujeto individual como
poseedor de una identidad completa independientemente de su ubicación
en una dimensión social, tradicional, cultural e histórica. Esta
subjetividad mítica inicialmente se inspiró en las teorías del
derecho natural de Thomas Hobbes y John Locke. Pero, una vez
integrado en las formas del mercado capitalista, encontró incentivos
fundamentales para transformarse cada vez más en una entidad
autorreferencial, instintiva y desestructurada.
De paso, cabe señalar que este tipo de individuo crea un grave problema colateral para toda sociedad, a saber, el hecho de que es esencialmente poco fiable. La libertad negativa del sujeto liberal y su naturaleza “vacía” hacen que no internalice límites morales a su propia acción. Por eso, como ya lo profetizaba la visión de Hobbes, el ser humano ideal de la concepción liberal tenderá a entrar en constante conflicto con todos los demás sujetos similares, y por tanto, para contener ese estado de conflicto (el bellum omnium contra omnes) acabará requiriendo intervenciones coercitivas externas (el Leviatán, el poder absoluto). Paradójicamente, pues, el movimiento radicalmente emancipador de la razón liberal acaba convirtiendo la libertad individual en anarquía conflictual y a ésta, dialécticamente, en su opuesto: en coerción externa, sanciones, controles capilares, etc.
El capitalismo como oligarquía
Echemos
un vistazo al modelo sistémico de la sociedad capitalista. Es
importante entender que el capitalismo es diferente de la existencia
de mercados. Desde hace milenios existen diversas formas de mercado e
intercambio comercial y son omnipresentes. El capitalismo, por otra
parte, es una forma de vida muy reciente, que está vinculada a la
revolución industrial, pero la trasciende en una dirección
específica. El capitalismo es un sistema social donde la dirección
política fundamental de la sociedad en su conjunto está dada por el
imperativo de aumentar el capital disponible en cada ciclo de
producción. No importa lo que hagas, no importa cómo lo hagas,
siempre que en cada ciclo de producción el resultado presente
márgenes significativos en comparación con la entrada. El
capitalismo es entonces esencialmente una visión de la historia y de
la política que las subordina a la acumulación de capital (esto es
lo que se ve icónicamente cuando se siente que la única constante
en las estrategias políticas es la búsqueda de un aumento del PIB).
Este punto debe complementarse con un segundo aspecto, bien conocido, pero con consecuencias de muy largo alcance: en un modelo orientado a la acumulación indefinida de capital, el factor principal que garantiza el capital futuro es la disponibilidad de capital presente. En esencia, los actuales tenedores de capital (en cada presente, en cada país) son también los sujetos que tenderán a aumentar el capital en el futuro y por tanto son los que tendrán la legitimidad para empujar políticamente a la sociedad en la dirección que consideren favorable al aumento del capital. Esto significa que el capitalismo es esencialmente oligárquico y refractario a las demandas democráticas. Paradójicamente, si bien es posible que un monarca se haga cargo de los intereses de la comunidad, es imposible que lo haga una oligarquía financiera, para la cual las cosas y las personas son sólo medios a utilizar eficientemente para maximizar la capitalización.
La incomprensión de la lucha democrática
El hecho
de que la clase capitalista –en el siglo XIX la “burguesía”–
haya tenido como objetivo inicial el derrocamiento de las monarquías
hereditarias ha dado a la narrativa liberal un aura de “lucha por
la democratización del poder”. Pero esto es un grave malentendido.
El impulso liberal siempre ha sido preservar el poder para los
propietarios. Las reivindicaciones democráticas lograron un avance
masivo sólo gracias al impulso de los partidos de inspiración
socialista y socialcristiana (a raíz de la
Rerum Novarum)
después de la Segunda Guerra Mundial, en una fase de vacío de
poder. Ahora bien, si combinamos estos dos pilares de la visión
liberal-capitalista –la concepción del yo como una individualidad
adquisitiva desarraigada de la sociedad y de la historia, y la
concepción del sistema social como gobernado por el “piloto
automático” del crecimiento del capital para las oligarquías
financieras– podemos ver en esta imagen las raíces conductuales
del nihilismo occidental.
En primer lugar, el sistema capitalista liberal, desde un punto de vista cultural, se concibe como una especie de "verdad eterna" basada en las "leyes de hierro de la economía". Se suele ignorar que estas "leyes de hierro" son transposiciones de mecanismos recientes del modo de producción capitalista. La perspectiva "naturalista", ahistórica, que constituye el núcleo de la visión liberal, extingue automáticamente la capacidad de evaluar otras formas de vida, otras culturas, otros sistemas socioeconómicos y políticos, todos ellos categorizados como "formas atrasadas" o incluso como "errores" que la historia borrará.
Esta presunción de superioridad intrínseca adquiere características particularmente problemáticas cuando se combina con la incapacidad de ejercer un poder legítimo sobre los miembros de la propia sociedad, debido a la falta de una base de valores compartidos. El resultado de esta sinergia es una propensión hacia actitudes coercitivas e intolerantes, tanto a nivel individual como en el contexto de las relaciones internacionales. La tolerancia liberal se ejerce, de hecho, sólo respecto de aquellas opciones que pueden satisfacerse mediante una compra en el mercado, pero no respecto de aquellas opciones que ponen en tela de juicio la soberanía del mercado.
Tabula rasa del pasado
Es
necesario señalar aquí que la relación entre el modelo social
liberal-capitalista y el nihilismo es particularmente unívoca en la
medida en que este modelo, al borrar la importancia del pasado
histórico-social, implica también en esta operación de
aniquilación la planificación del futuro, aplastando la percepción
del valor en el mero presente. El proceso mental que interviene aquí
es tan simple como destructivo: si el pasado, lo que dejamos atrás o
lo que nos han dejado, ya no cuenta para nada, claramente la
perspectiva de producir algo estructurado, duradero, también se
disuelve como algo sin sentido.
Pasado y futuro, privados de todo mérito cualitativo, sólo permanecen vivos en esa dimensión artificial que es el eterno presente de la cuantificación monetaria: nada del pasado queda de valor, excepto el capital heredado; Nada del futuro importa excepto el capital esperado.
Desde esta perspectiva, se entiende cómo el modelo liberal-capitalista representa una alteridad irreductible respecto de todos los demás sistemas desarrollados en la historia, en los que, bajo diversas formas, la tradición de valores y la perspectiva de un valor intergeneracional siempre han jugado un papel central. He aquí por qué el modelo liberal-capitalista que caracteriza a Occidente es ajeno y fundamentalmente hostil a modelos tan diferentes entre sí como el neotradicionalismo ruso, la síntesis del comunismo chino y el confucianismo, la teocracia iraní, etc.
La carta autocelebratoria que Occidente juega continuamente contra todos los demás modelos es la libertaria, presentándose como un modelo que habría liberado a los individuos de la carga de la tradición, las normas morales y las expectativas sociales. Pero por una parte este alivio tiende a producir la "insoportable levedad" del nihilismo, y por otra parte este "alivio" no corresponde a una mayor libertad positiva: de hecho, el control social, la vigilancia, el condicionamiento y la explotación de cada gramo de tiempo disponible son factores característicos del mundo liberal-capitalista, y comunican cualquier cosa menos una sensación de libertad, especialmente a quienes viven de su propio trabajo.
La prioridad de la política sobre la economía y, por tanto, la reivindicación de soberanía sobre los mecanismos transaccionales de los mercados financieros son dos factores comunes a todos los modelos excepto el occidental. El hecho de que la prioridad de la política sobre la economía se promueva por motivos religiosos, étnicos, culturales o de otro tipo es un factor importante a la hora de evaluar modelos específicos, pero irrelevante a la hora de contrastar la matriz occidental con el resto del mundo. De manera similar, el hecho de que la soberanía sea popular, tribal o dinástica es nuevamente importante al evaluar civilizaciones específicas, pero irrelevante en su contraste común con el modelo occidental. De hecho, a pesar de nuestra percepción errónea de centralidad, el modelo occidental es un modelo excéntrico y minoritario.
En la trayectoria occidental el proceso de secularización ha sido decisivo para crear el trasfondo de desorientación nihilista, sin embargo es necesario entender bien cuál es el punto crucial. El factor de desorientación está estrechamente ligado a la destrucción del peso del pasado, sobre el que se basa toda tradición y toda normatividad. Es la capacidad de mantener la continuidad intergeneracional en costumbres, valores y expectativas lo que define la capacidad de una generación presente para encontrar dirección y significado en el mundo.
Las tradiciones como anticuerpos contra el nihilismo
En el
contexto europeo, este proceso de cesura respecto del pasado ha
asumido características de secularización respecto de la matriz
cristiana, en sus variantes. Si observamos dos contextos como el ruso
y el chino, observamos cómo una fase histórica de ruptura con la
tradición fue luego sustituida por un movimiento de recuperación
que reunió internamente –al menos en cierta medida– a la
sociedad rusa y china. Si en Rusia esto condujo a una recuperación
del papel del cristianismo ortodoxo, en China la tradición de
referencia no tiene características estrictamente religiosas, tal
como las entendemos, ya que incluye principalmente el confucianismo y
el culto a los antepasados.
La omnipresencia de una dimensión nihilista en el mundo occidental, la extrema dificultad para motivar proyectos compartidos y normatividad, produce numerosos efectos nocivos, algunos amenazantes especialmente dentro de las naciones occidentales, otros significativos a nivel externo. En el plano interno, la difusión de un estado de desorientación y de anomia vuelve frágiles a las sociedades, hace más frecuentes las violaciones jurídicas y morales y, en última instancia, hace crujir la propia capacidad organizativa que antaño distinguió virtuosamente a las sociedades occidentales. Externamente, estas dinámicas pueden tener repercusiones particularmente preocupantes, ya que para consolidar las filas de las sociedades occidentales en ausencia de motivaciones internas, la tentación que surge naturalmente es producir dicha consolidación como respuesta a una amenaza externa presunta o real. Y desde esta perspectiva, la tentación de consolidar y regimentar una sociedad en desintegración ante la inminente perspectiva de una guerra sería una solución que está lejos de ser inédita.
Fuente: KRISIS
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