sábado, 4 de enero de 2025

Usos y abusos de la Prehistoria

 

       Escritor canadiense sobre Reyes y Profetas.


En La invención de la Prehistoria, Stefanos Geroulanos sostiene que la investigación científica del origen de la humanidad alimentó el racismo y el colonialismo occidentales. Sin embargo, su gran sensibilidad ante los abusos políticos sobre la Prehistoria presenta sus propias exageraciones.



El artículo que sigue es una reseña de The Invention of Prehistory: Empire, Violence, and Our Obsession with Human Origins, de Stefanos Geroulanos (Liveright, 2024).


    Stefanos Geroulanos, Director Ejecutivo del Instituto Remarque y Profesor de Historia en la Universidad de Nueva York.


      En uno de sus viajes a Washington, el entonces ministro de Defensa israelí, Yoav Gallant, advirtió a Hezbolá de que tenía capacidad para enviar a Líbano «de vuelta a la Edad de Piedra». Su amenaza tiene un largo pedigrí. Ya en los años sesenta, el general Curtis LeMay se preguntaba en voz alta si Estados Unidos no debería bombardear a los vietnamitas hasta llevarlos «de vuelta a la Edad de Piedra».


El ex-ministro de Defensa israelí, Yoav Gallant, advirtió a Hezbolá de que tenía capacidad para enviar a Líbano «de vuelta a la Edad de Piedra».

El historiador cultural Stefanos Geroulanos, que toma el exabrupto de LeMay como título de un capítulo de su libro The Invention of Prehistory, cree que hay algo más en esta retórica que una fanfarronada viciosa: expresa la convicción de que los Estados tecnológicamente avanzados están autorizados no solo a dominar a las naciones que consideran inferiores, sino también a hacerlas retroceder violentamente, devolviéndolas al salvajismo del que tan lentamente emergió el Homo sapiens.




The Invention of Prehistory es un repaso, en general sombrío, de la obsesión occidental por los orígenes de la humanidad desde el siglo XVIII hasta la actualidad, y sugiere que los imperialistas, belicistas y racistas se han apropiado a menudo de la investigación científica sobre los primeros pueblos e incluso la han manipulado. En su bestseller Sapiens, Yuval Noah Harari, compatriota de Gallant, celebraba el desarrollo de la humanidad desde el Valle del Rift hasta Silicon Valley. Lo que Geroulanos escribe es un anti-Sapiens, que concluye que esas historias neolíticas convenientes y simplistas han estado tan estrechamente ligadas a la superioridad occidental que sería más seguro renunciar por completo a nuestro interés por los hombres de las cavernas.

Al abrir un nuevo flanco en la descolonización de la historia intelectual, The Invention of Prehistory deleitará a no pocos progresistas. Cuenta con elogiosas reseñas de Samuel Moyn, Amia Srinivasan, Pankaj Mishra, Andreas Malm y Merve Emre. Pero estos apoyos son exagerados. Se trata de un libro omnívoro, pero también apresurado. Exagera la magnitud de los males modernos que supuestamente ha causado el estudio de la prehistoria con el fin de liberarnos de ellos. Al igual que mucha historia cultural reciente, no se contenta con presentar las preocupaciones de su autor como meramente interesantes: más bien deben haber sido omnipresentes. Los hombres de las cavernas acechan detrás de cada roca.

Hombres fósiles

La idea de una Prehistoria de la humanidad es bastante reciente. El descubrimiento del Nuevo Mundo animó a los intelectuales europeos a emanciparse de lo que ahora parecía ser el relato desfasado de las Escrituras sobre los orígenes humanos. Los pueblos indígenas, hasta entonces desconocidos, no eran solo un enigma, sino un valioso recurso para estos pensadores, ya que permitían a los filósofos comprender cómo había sido la vida en el estado de naturaleza que precedió a la formación de las sociedades humanas.

«En el principio», escribió John Locke, «todo el mundo era América». Jean-Jacques Rousseau llevó esta idea más lejos al sugerir que el estado de naturaleza no era solo un experimento mental, sino también un periodo histórico. Eso convertía a los pueblos indígenas no solo en naturales, sino en «primitivos» —una palabra cuyas asociaciones podían ser tanto peyorativas como románticas—, que habían podido permanecer en ese estado, porque no desarrollaron la enmarañada masa de instituciones y deseos que caracterizaban a las sociedades de la época de Rousseau.


Pueblos indígenas de Brasil

El desarrollo del pensamiento por etapas agudizó el argumento de Rousseau de que algunos pueblos seguían estando mucho más cerca de los primeros seres humanos. En la década de 1820, un arqueólogo danés utilizó artefactos para clasificar todas las culturas como pertenecientes a las Edades de Piedra, Bronce o Hierro. Las herramientas de piedra encontradas por los mineros y los constructores de ferrocarriles de la Europa del siglo XIX refinaron aún más este esquema, dividiendo la Edad de Piedra en los periodos Paleolítico, Mesolítico y Neolítico. Esto halagaba a los europeos, ya que sugería que habían manejado talleres de herramientas desde los albores de la historia humana.


Talleres de herramientas desde los albores de la historia humana.

Esta tríada material encajaba con el etapismo intelectual y espiritual popularizado por Henri de Saint-Simon y Auguste Comte, que dividía la sociedad humana en épocas de salvajismo, barbarie y civilización, o periodos teológico, metafísico y «positivo». El pensamiento por etapas identificó el desarrollo económico de sociedades como el Segundo Imperio francés con el movimiento de la historia. También permitió a los intelectuales occidentales trazar su movimiento a través del espacio como un viaje al pasado: los pueblos que encontraban en las fronteras coloniales seguían estando en el «tiempo salvaje», independientemente del año natural.

Como bien muestra Geroulanos, nunca hubo unanimidad entre las ciencias en desarrollo sobre cuál de ellas era la más adecuada para investigar o conceptualizar a los pueblos prehistóricos. Los geólogos lideraron inicialmente el estudio de lo que Charles Lyell llamó la «antigüedad del hombre». Sus descubrimientos definieron las épocas en las que vivieron los antiguos europeos, utilizando cráneos fósiles hallados en distintos estratos para establecer la edad y la diversa ascendencia de los humanos modernos.

Los lingüistas, en cambio, no definieron la humanidad por los cráneos, sino por el habla: crearon elaborados árboles lingüísticos para rastrear los orígenes y las migraciones humanas. Los lingüistas alemanes, en particular, elaboraron relatos raciales que los vinculaban a ellos y a los demás pueblos nobles del mundo con los arios del norte de la India. Charles Darwin, sin embargo, se diferenció de ambas escuelas al subsumir los orígenes humanos en su teoría de la evolución por selección natural, minimizando la dependencia de los fósiles y evitando los argumentos raciales o lingüísticos sobre la naturaleza excepcional de algunos o todos los seres humanos.


Evolución de los homínidos a partir de los primeros mamíferos insectívoros trepadores.

Geroulanos sugiere que, a pesar de sus variados enfoques, estas investigaciones convergentes afilaron en gran medida la punta de lanza de la colonización occidental. Las fiables reconstrucciones eruditas de los movimientos itinerantes de distintos grupos lingüísticos por Europa y Asia fomentaron el temor a que la civilización desapareciera bajo hordas u oleadas de invasores. Cuando los antropólogos hablaban de los pueblos indígenas como «hombres fósiles» —habitantes de una Edad de Piedra que debía dar paso a una modernidad de hierro— sancionaban la desaparición violenta de las culturas, incluso cuando conservaban melancólicamente sus vestigios.

El descubrimiento de los neandertales a mediados del siglo XIX fue un ejemplo de ello. Las representaciones artísticas de los neandertales tendían a presentarlos como brutos simiescos, cuya crudeza sin remedio había provocado su desplazamiento o masacre por bandas pulcramente armadas de Homo sapiens. Cuando un antropólogo los comparó con los andamaneses, pueblo indígena cuyo número había caído en picado cuando sus islas pasaron a estar bajo el control del Raj británico, hizo inquietantemente explícito este paradigma colonial.


Foto de 1886 de una comunidad andamanesa.

Blanqueo ideológico

Geroulanos permite algunas excepciones a este sombrío escenario, incluso en el apogeo del imperialismo europeo. Le atraen los investigadores cuya buena política parece generar relatos más amables e igualitarios del pasado remoto. El antropólogo estadounidense Lewis Henry Morgan, gran estudioso de los indios norteamericanos y defensor de sus derechos, combinó su conocimiento de las sociedades indígenas con su formación clásica para imaginar las primeras familias humanas como entidades matrilineales.

Friedrich Engels, que al final de su vida se mostró ansioso por llevar su crítica de la sociedad capitalista más allá de los límites de la historia registrada, utilizó las ideas de Morgan para desarrollar una vívida imagen de los primeros hogares como comunistas y no solo matrilineales, sino matriarcales. Aunque las feministas tacharon más tarde la visión de la mujer de Engels como estática y condescendiente, su enfoque era al menos más alegre que el de quienes suponían que las mujeres prehistóricas habían sido hacinadas en harenes como bienes muebles de violadores corpulentos. En la década de 1930, los arqueólogos soviéticos acumularon estatuillas de las diosas de la tierra que se suponía reinaban en aquellos primitivos idilios femeninos.

Es bastante fácil afirmar que los eruditos del pasado fueron «impulsores de la violencia colonial»; es mucho más difícil demostrar de qué manera lo fueron. Geroulanos ni siquiera lo intenta. Naturalmente, el pensamiento de lingüistas y antropólogos dio cobertura académica a las intrincadas e íntimas luchas a través de las cuales los europeos afianzaron su control sobre la tierra, la riqueza y los cuerpos de otros pueblos. Pero eso no significa que sus ideas fueran la causa de la colonización o que la impulsaran.

Aunque los eruditos son los héroes (y los villanos) de historias intelectuales como esta, en su mayoría tienden a ser las criaturas más que los arquitectos de sus sociedades: expresan más que dan forma a los supuestos cardinales sobre los que se rigen. Algunas de las expresiones más crudas de racismo que aparecen en el libro parecen deber poco a las disputas académicas que se describen en sus páginas: no había mucha erudición en los llamamientos del Kaiser Wilhelm para que los estados europeos se unieran contra lo que él llamaba el «Peligro amarillo».


El Terror amarillo en toda su gloria (1899) es la representación racista de un chino rebelde armado hasta los dientes, que se encuentra a horcajadas sobre una mujer blanca caída que simboliza el colonialismo de Europa Occidental


Geroulanos está tan interesado en esbozar una política para la ciencia que muestra una comprensión incierta de cómo esta funciona. Al descartar a sus sujetos como meros «científicos reales» y verlos como «escritores» y artistas enzarzados en una batalla de narrativas e imágenes contrapuestas, no aprecia las formas lentas y poco espectaculares en que la ciencia ha ido acumulando laboriosamente conocimientos sólidos sobre el pasado antiguo.

Por ejemplo, la investigación sobre los neandertales no es un mero carrusel de fantasías, sino que ha culminado recientemente con el éxito de la secuenciación de su ADN. Este enfoque también abre una brecha entre las representaciones académicas y su impacto, que Geroulanos tiene que salvar con metáforas torpes. En un capítulo en el que se explora la idea de que los impulsos salvajes acechan bajo el barniz de la civilización, se afirma inicialmente que esta ofrecía un «blanqueador ideológico» para la crueldad de los colonizadores. Pronto el barniz se «entrecruzó con otros conceptos». Unas páginas más tarde, se convierte en un «arma de guerra». Al comenzar la Primera Guerra Mundial, este barniz ahora afilado se había transformado en una «horrible realidad», porque los soldados en las trincheras eran «visceralmente conscientes» de que «llevaban dentro el pasado humano más profundo», una afirmación para la que no se ofrece cita alguna.


Creer en la barbarie


El hecho de que la llegada de los nazis suponga un alivio es una señal de lo mucho que se esfuerza el libro en combatir el impacto del pensamiento prehistórico. Geroulanos dedica un capítulo entero a un régimen cuyas atrocidades podrían interpretarse como una aplicación sistemática de las teorías racistas sobre la prehistoria. Resulta que «artistas, lingüistas y pensadores» habían «allanado el camino» para la matanza popularizando la antigua superioridad de los «indoeuropeos».


Superioriadad indoeuropea.

Sin duda, la prehistoria volvió locos a algunos nazis importantes: en los últimos días de la guerra, Himmler envió tropas a peinar los monasterios de Italia en busca del manuscrito más antiguo de la Germania de Tácito, que había esbozado la superioridad de los idealizados indoeuropeos que una vez merodearon por los bosques alemanes. Sin embargo, como confiesa Geroulanos, el pensamiento nazi sobre el tiempo y el poder no formaba un sistema coherente. Y pocos alemanes corrientes creían realmente en él. En el mejor de los casos, «compartían una red de ideas que daban valor metafísico» a la matanza de la Segunda Guerra Mundial. Ni esto ni sus tensas referencias al relato de Primo Levi sobre la vida en los campos de exterminio establecen que el nacionalsocialismo fuera un régimen cuya violencia genocida estaba impulsada principalmente por la Prehistoria.

Los capítulos más fuertes del libro aparecen cuando hay menos en juego. En la segunda mitad, Geroulanos suaviza sus afirmaciones causales sobre la prehistoria. En su lugar, explora el modo en que, tras la Segunda Guerra Mundial, la Edad de Piedra se convirtió en un parque de atracciones en el que los pensadores podían jugar con las cuestiones más acuciantes de su tiempo. Dedica un excelente capítulo a Pierre Teilhard de Chardin, el amable jesuita que especuló con que los seres humanos habían llegado para que el planeta tomara conciencia de sí mismo. La Iglesia Católica Romana, que en su día censuró estas especulaciones, ahora celebra ligeramente a Teilhard por santificar las teorías de la evolución que durante tanto tiempo luchó por aceptar.

Geroulanos ofrece un entretenido relato de las cambiantes pero persistentes modas intelectuales que han regido el estudio del arte rupestre europeo desde su descubrimiento a finales del siglo XIX. Aunque los académicos ya no son partidarios de hablar de los artistas chamánicos cuyos animales mágicos entusiasmaron en su día a Pablo Picasso —prefiriendo ver el arte rupestre como la creación de hombres y mujeres por igual—, los ecos de sus especulaciones perviven en las cavilaciones de Werner Herzog e incluso en el peludo atuendo del chamán QAnon que asaltó el Capitolio.


Peludo atuendo del chamán de QAnon que asaltó el Capitolio.

La Prehistoria se desvaneció como vara de medir de la superioridad occidental una vez que los antropólogos se rebelaron con éxito contra el pensamiento etapista. Claude Lévi-Strauss, que condenó ferozmente incluso las matizadas declaraciones de evolución social emitidas por la UNESCO tras la Segunda Guerra Mundial, condenó la idea de que algunos pueblos fueran «más jóvenes» o más o menos complejos que otros. «Bárbaro», espetó, «es ante todo el hombre que cree en la barbarie». Lévi-Strauss animó a sus contemporáneos a disociar su asombro ante la enorme diversidad de las culturas humanas de una comprensión normativa de su relación con el origen de la humanidad o con su supuesto destino. Sus palabras siguen resonando hoy en día, aunque su aversión a la progresiva homogeneización del mundo parezca ahora teñida de esnobismo romántico: «Asia entera», se quejaba en Tristes Trópicos, estaba adquiriendo «el semblante de una zona enfermiza».

La marca de Caín

A raíz del nuevo igualitarismo de la antropología, los pensadores que fundamentaban jerarquías raciales o civilizacionales en la prehistoria se vieron disminuidos pero no desaparecieron por completo. El hombre-mono asesino con el que Stanley Kubrick comenzó 2001: Odisea del espacio en 1968 se basaba en las teorías de un paleontólogo sudafricano llamado Raymond Dart. A través del uso de hallazgos fósiles, Dart contribuyó a popularizar la idea de que los primeros humanos vivieron en África. Sin embargo, también argumentó que los primeros africanos llevaban la «marca de Caín»: su creencia en su violencia fratricida concordaba bien con su apoyo al apartheid en el presente. Pero los Dart ya no mandaban en el gallinero. Para la década de 1970, por ejemplo, el hombre primigenio finalmente tuvo que compartir el protagonismo con las mujeres: Elaine Morgan propuso la teoría de que los primeros humanos habían sido recolectores costeros en lugar de cazadores de presas mayores, mujeres pacíficas que mantenían a sus bebés a salvo de los depredadores metiéndose entrando al oleaje.


Homínido armado en la película 2001: Odisea del espacio.

La prehistoria se convirtió notablemente en un lugar para cuestionar la fe irreflexiva en la tecnología. El prehistoriador francés André Leroi-Gourhan, que popularizó la idea de que nuestros rostros elocuentes y cerebros ágiles eran producto de nuestra adopción de herramientas, se preguntaba si esto resultaría ser una evolución benigna a largo plazo. Décadas antes de la invención del smartphone, reflexionaba sobre si el ser humano del futuro evolucionaría hasta convertirse en una criatura postrada y desdentada, «usando los miembros anteriores que aún posea para presionar botones».

Lo más interesante del desliz de Curtis LeMay sobre bombardear a los vietnamitas fue la condena que suscitó en su momento. La idea de bombardear un país para devolverlo a la Edad de Piedra equiparaba —a menudo de forma incómoda— la proeza tecnológica con su civilización: la destrucción de sus carreteras, hospitales y universidades lo devolvería al salvajismo. Sin embargo, la devastación de las dos Guerras Mundiales había hecho que fuera la propia tecnología la que parecía una amenaza a la civilización (y el deseo de emplearla de esa manera el verdadero acto de barbarie).

Es descorazonador, por tanto, ver que tales amenazas se siguen profiriendo en nuestra propia época. Geroulanos presenta su estridente libro como un intento de relatar una «historia de horrores científicos», y así liberarnos de las justificaciones del triunfalismo occidental que se camuflaron en un «cautivante» pasado remoto. Cabe preguntarse si derribar los «fundamentos ficticios» que supuestamente crearon las ciencias para doctrinas antigualitarias aportaría muchos beneficios tangibles. Los historiadores no pueden perforar el historicismo extravagante de la derecha racista de hoy en día señalando los precedentes llenos de telarañas de sus afirmaciones. En lo que sí podemos estar de acuerdo con Geroulanos es en la necesidad de un «escepticismo que nunca descansa» respecto a las justificaciones que algunos Estados esgrimen para negar a otras culturas la dignidad y la seguridad que reclaman para sí.

Fuente: JACOBIN

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