¡Estrómboli!
Más que Malta, con su megalitismo, sus asedios y murallas y sus recuerdos de la España imperial, era la pequeña y ruidosa isla de Estrómboli lo que más me atraía en mi viaje al Mediterráneo Central, tantas veces imaginado. Mis soñadores repasos al mapa del Mediterráneo solían detenerme en ese puntito excéntrico del grupo de las llamadas islas Eolias, tan evocador y certero, como pronto comprobaría, desparramadas al norte de Sicilia; pero creo que fue Julio Verne en su Viaje al centro de la tierra quien primero centró mi interés en su naturaleza volcánica, y pronto supe que esa actividad telúrica, de excesos periódicos, no cesa nunca. Porque, al final de esa obra en la que los expedicionarios vernianos, que buscaban las entrañas del planeta, se habían hundido por las grietas de un volcán islandés (de nombre impronunciable), tras tantas y tantas aventuras y desventuras, una corriente impetuosa de lava (benigna, había que pensar), los expulsó a la superficie y a la luz, encontrando en su deseada vuelta bajo el cielo a un pacífico pastor que, al ser angustiosa y gesticulosamente interpelado sobre qué tierra era aquella, este respondió, saliendo a malas penas de su sorpresa: “Stromboli”.
No, que me despisto. De Estrómboli tuve una primera idea cuando aprendí en las clases de Geografía (mis preferidas) que en la tipología eruptiva de los volcanes figuraba la estromboliana, junto a la hawaiana, la vulcaniana y la pliniana. Y a la estromboliana correspondían explosiones esporádicas y moderadas, con lanzamiento de lava fluida desbordándose. Y luego, claro, esa isla-volcán, o volcán-isla me abdujo irremediablemente con la primera visión de la película Stromboli. Tierra de Dios (1950), dirigida por Roberto Rossellini e interpretada por Ingrid Bergman, una extranjera que pronto se siente asfixiada en la isla no tanto por sus limitadísimas perspectivas y su lejanía del mundo, cuanto por la rudeza e intemperancia de sus pobladores, esposo incluido. Se impone su decisión de escapar de cualquier modo de aquella prisión rodeada de mar y acaba pagando con la vida al fracasar su plan de huida y ser atrapada por las emanaciones mortales del monstruo indomable.
En esto pensaba yo, y especialmente en la Ingrid protagonista y su papel magistral, en mi ascenso estromboliano, un día de junio de 2023, más o menos sobrecogido por las explosiones y humaredas intermitentes y, sobre todo, por el derrame de lava en el costado noreste de la isla, que aumenta así, lentamente, de tamaño con la solidificación de ese material incandescente que se desliza incesante por la ladera infernal. El viento azotaba mi rostro tratando inútilmente de volverlo buscando una dirección inocua, y me confirmaba por qué Eolo, en un día lejano, impuso a estas gentes su nombre dominador. Mi ascenso, iniciático, sin dejar de observar la columna irregular de humo negro y muy alerta a los exabruptos de sus tres conos, llegó hasta los 400 m, más o menos (su altitud supera ligeramente los 900 m), donde una valla advierte a los temerarios que si dan un paso más, y son pillados por los guardas, tendrán que pagar una multa de 500 euros.
Cuando me lancé tomando altura en zigzag los hados benéficos me hicieron pasar delante de la modesta casa en la que reza un cartelito que recuerda que ahí se alojó la divina sueca durante el rodaje de la película inolvidable; y pronto surgió a mi lado una estromboliana profesora en Brighton, con la que compartí recuerdos de la fría costa sur de Inglaterra: que si Hastings, que si Rye, que si los coves y sus piers, los coastal tracks..., y que supo indicarme con exactitud los pasos y senderos a acometer en mi dubitativo inicio (porque nunca faltan, en mis peripecias terrenales, ángeles custodios no siempre etéreos, que me balizan, enderezan y a veces salvan).
La isla es pequeña, en efecto, con un contorno de unos 12 kilómetros y dos poblaciones, San Vincenzo, la principal, que ocupa el sector este-sureste de la isla, y Ginostra, en el extremo opuesto, mucho más pequeña. En total, la población de ambos puntos no llega al medio millar, siendo muy placentera la visión del pueblo blanco y sus urbanizaciones estiradas por la costa a su levante, también de blancura inexcusable, siempre sobre el fondo negro y rugoso de las lavas acumuladas en milenios, que se adornan de un verde luminoso cuando la lluvia, mediterráneamente avara, se deja caer. Y llama la atención, en la parte urbana de esta isla la ausencia total de automóviles... Ninguna calle, siempre en ladera, supera la anchura de los dos metros, así que no hay automóviles, sino unos motocarros tipo tuk-tuk que valen para todo, pero que ponen en un compromiso a los viandantes cuando el encuentro es inevitable; más motos, bicis eléctricas, carricoches tipo golf... Todo bulle, ruidosamente en Estrómboli durante el día, pero en la noche se impone un silencio absoluto, que aquí tiene algo de imperioso toque de queda.
Una noche excelente, en la que la bohemia marca la pauta y los sentidos se adaptan al cosmopolitismo y al amistoso parlare, sin problema alguno de lenguas o de orígenes. Todo ello desparramado en el breve pueblo originario, a los pies de la iglesia de San Vincenzo. Son en total media docena de bares y restaurantes, casi todos mirando al islote Strombolicchio, donde luce el único faro de la isla (el volcán ya señala suficientemente posición con su perfil y sus destellos). Escogí mi bar, el Ingrid por supuesto, y acerté, pudiendo platicar sin agobios con un chileno más que adaptado, personaje-prototipo de estos locales y paisajes (que lo mismo te lo encuentras en la noche de Ibiza que en la de Túnez o Helsinki).
Me pareció ver, entre el gentío que sube y baja de los veloces ferris no más de dos guardias locales, que no paraban de charlar, al paso, con los locales. De estos, muchos siguen dedicándose a la pesca, entre otras cosas porque los precios turísticos de su pescado no dejan de animarlos a salir a la mar. No conseguí, no obstante, que en mis tres días de estancia los autorizados a pasear turistas dándole la vuelta a la isla, pasando por Ginostra, accedieran a mi deseo de tomarle las medidas debido -insistían- al estado de la mar (que yo veía tan asequible, sin inspirarme ningún temor).
En mi “descubrimiento” de Estrómboli quise ceñirme a mis primeras incursiones reflexivas en las leyendas constructivas de nuestro mundo clásico: aquellas que, conduciéndome irremediablemente a Troya, me topaban con Ulises de Ítaca, quien desde entonces he considerado mentor y compañero. Y al Odiseo de la Odisea evoqué cuando, a media altura del volcán creí contemplar la estela levemente espumosa que dejaba la cóncava nave en la que el héroe y sus compañeros descendían desde las costas peninsulares de Italia hacia Sicilia, librándose de las sirenas procaces y arrumbando al sur; que no dejaron de advertir, con mirar temeroso, al gigante y su penacho y ronquidos, lo que recoge esa Odisea en su canto XII: “vimos humo y altísimas olas y oímos gran ruido...”.
Ahí estaba Estrómboli, bajo mis pies, después de tanto tiempo de soñarla sobre mis atlas y entre mis islas por visitar, hollar y meditar. Como lo está Ítaca desde, casi, las mismas emociones contenidas, cuando la Odisea me alcanzó para embarcarme, en carne o mente, en un mar de riberas fascinantes, gentes admirables y leyendas alcanzables (pero Ítaca, que el poeta sabe que es señuelo y hacia ella el viajero aprende a ser paciente, no me apremia ni urge, porque sé que desde siempre está esperándome.)




No hay comentarios:
Publicar un comentario