El reciente pronunciamiento del Consejo de Seguridad (CS) de la Organización de Naciones Unidas (ONU) agravando la crisis, aparentemente larvada, del Sáhara Occidental exhibe una clara contradicción con la práctica descolonizadora emprendida en los años 1950 y se salta principios esenciales recogidos en su Carta de 1945, como es el de la libre autodeterminación de los pueblos coloniales. Confirma hasta qué punto el panorama internacional se ve afectado por una -al parecer- irremisible marginación de la institución que representa a la Comunidad internacional, es decir la ONU. Y esto viene agudizándose cuando, ante el avance de la multilateralidad, marca ruidosos -por no decir, escandalosos- pasos la gran potencia norteamericana, que se niega a aceptar una configuración mundial más diversa del conjunto de naciones, siendo evidente que ya pasó el tiempo de su hegemonismo incontestado.
Contra la tradición y la ética de la ONU, la Resolución 2797, de 31 de octubre, del CS, viene a consagrar como “principio” espurio e ilegal, es decir, como núcleo de esa burla y sus abusos asociados, la adaptación de los débiles a los hechos consumados por la intervención y la voluntad de los fuertes, lo que ni la opinión pública internacional ni los juristas deben asumir ni dar por asentado. Esta Resolución alude a que la autonomía del Sáhara Occidental bajo soberanía marroquí “podría constituir la solución más viable” para este conflicto que ahora cumple 50 años, como base de negociación de la paz entre Marruecos y el Frente Polisario; y lo hace no solo a sabiendas del rechazo que este último viene expresando frente a la ”propuesta autonomista” de Marruecos lanzada en 2007 (a la que el texto alude expresamente, “aceptándola”) sino ignorando la obligación que subsiste de consultar a la población originaria sobre las dos posibilidades -independencia o autonomía con renuncia a la soberanía- que en Derecho internacional se prevén. Porque se trata de un territorio con un pueblo bien definido sin descolonización formal, sobre los que se produjo la sustitución forzosa de una potencia, la colonial, por otra, la invasora.
No ha tardado el Frente Polisario en rechazar la base de esta Resolución, afeando al CS que en su decisión ignore otras Resoluciones anteriores y, lo que es más grave, su propio proceder en casos semejantes, reafirmándose en el rechazo de “propuestas que legitimen la ocupación marroquí del Sáhara Occidental y priven al pueblo saharaui del derecho a la autodeterminación”. La organización saharaui teme, no obstante, que la aprobación de la renovación por un año del contingente en el territorio de “cascos azules” de la ONU, la MINURSO, pueda ser la última, con lo que la organización internacional se desentendería de forma definitiva de la misión que se le encomendó en 1991, que era supervisar la paz lograda en las negociaciones entre marroquíes y polisarios de 1988 tras trece años de guerra y realizar el consiguiente censo de población indígena para la celebración del preceptivo referéndum de autodeterminación.
Este acontecimiento, lamentable y peligroso, se inscribe en la mediatización caprichosa e irregular con que el presidente estadounidense Donald Trump pretende “llevar la paz” al mundo expresando sus preferencias y marginando a las instituciones internacionales, que es lo que ha hecho, siguiendo sus instrucciones, Mike Waltz, representante norteamericano en la ONU, dentro del mismísimo órgano supremo decisorio (si bien cada vez más nominal y aguado). Trump -amoral, narcisista, obseso, ignorante, temerario, ávido de los recursos naturales y los negocios previsibles de todo el mundo- impone su esquizofrenia al mundo y ha encontrado aquí otra ocasión de humillar a las Naciones Unidas, a las que desprecia y quisiera eliminar optando por neutralizarlas e imponer su voluntad a la bien nutrida corte de Estados coreógrafos y seguidistas (Francia y el Reino Unido en primer lugar, entre las cinco potencias decisorias).
Merece la pena observar cómo ha sido esa votación entre los quince miembros -cinco permanentes y diez rotativos- del CS, con algunas precisiones de interés, como el que Rusia, China y Pakistán se hayan abstenido para “dar una oportunidad al proceso de paz”, mostrando a la vez su desconfianza ante la propuesta norteamericana; Argelia, que desde 1974 se alinea con los derechos saharauis a la autodeterminación, se ausentó alegando, en puridad jurídico-internacional, que esa Resolución “no representa de manera fidedigna la doctrina de la ONU sobre descolonización”. Votaron a favor los once restantes
Aclaremos, por si fuera necesario, que ninguno de los contenidos de la Resolución del CS reconoce soberanía alguna de Marruecos sobre el territorio, ni deslegitima al Frente Polisario como representante reconocido internacionalmente del pueblo saharaui, extremos que uno de los Estados que han secundado la propuesta norteamericana, Dinamarca, ha considerado oportuno recordar en el momento de su votación; y añadamos que la Asamblea General (AG) volvió a insistir (Resolución 2756, de 31 de octubre de 2024), como hace en cada periodo de sesiones, en que el asunto del Sáhara Occidental sigue siendo una cuestión de descolonización “pendiente del Comité de Cuestiones Políticas, del Comité Especial de Descolonización (o “Comité de los 24”, creado en 1961 por la famosa Resolución 1514) de la AG y del Comité Especial sobre la situación con respecto a la aplicación de la Declaración sobre la concesión de independencia a países y pueblos coloniales”.
Se trata, pues, de un desencuentro de hecho (aunque con pretensiones de legalidad internacional) entre el CS y la AG de Naciones Unidas y que evoca -entre otras decisiones de repercusiones catastróficas que también se han derivado del mal hacer de la organización internacional- la decisión adoptada por la AG en 1947 sobre la partición de Palestina, tras serle negado al pueblo palestino oriundo el derecho a la autodeterminación y reconocer la invasión y ocupación de miles de colonos judíos europeos alegando derechos inexistentes; es decir, rindiéndose la neonata ONU ante los hechos consumados y haciéndose responsable de las tragedias que sobrevinieron.
Con esta otra intrusión perversa, típicamente trumpista, en la escena internacional, los Estados Unidos continúan expresando su predilección por Marruecos, cuya política interior controla desde hace muchos años, y también amparan su política exterior específicamente en lo referente a sus “derechos” sobre el Sáhara, y así lo vienen demostrando (con escasas y aparentes vacilaciones) desde 1975. Todo esto, pese a que se trata de una monarquía oprobiosa, y quizás por ello mismo mimada por Estados Unidos e importantes países europeos (Francia, en primer lugar), ya que concede grandes facilidades a las inversiones de las empresas extranjeras (si bien los más jugosos negocios se los viene reservando el propio monarca, como es bien sabido).
Insistamos, no obstante, sobre el marco trumpiano de este episodio, iniciado con el reconocimiento por el mandatario estadounidense en su primer mandato (2020) de la soberanía marroquí. Muy probablemente esta decisión tuvo que ver con la previa adhesión de Marruecos a los “Acuerdos Abraham”, reconociendo al Estado de Israel junto con Emiratos Árabes Unidos, Baréin y Sudán, y reafirmada como cortafuegos luego de la contemplación del genocidio israelí de palestinos, hacia el que Rabat no ha expresado la menor conmoción (por contra a la opinión pública marroquí), todo ello en un conjunto político de relaciones internacionales degeneradas e incendiarias. Se trata, para el cow-boy de Washington, de otra “muesca” en el palo que, como garrote amenazador (al estilo de su muy belicista antecesor, Theodore Roosevelt), esgrime por el mundo con la clara intención de acumularlas como méritos para su anhelado Premio Nobel de la Paz (que nadie duda que conseguirá, recordando la catadura criminal de algunos de los premiados en el pasado).
En Marruecos la Resolución del CS ha sido recibida con la misma algarada oficial que cuando el Tribunal Internacional de Justicia (TIJ) emitió en 1975 su dictamen, manipulando su contenido y optando entonces por el lanzamiento de la desaforada “Marcha Verde” y la agudización de las presiones sobre el Gobierno español, evidentemente desmoralizado (Franco agonizaba) y pésimamente representado (el ministro José Solís, de gran protagonismo en la “negociación”, tenía intereses económicos en Marruecos y muy cordiales relaciones con la monarquía cherifiana).
Pero Marruecos es, por naturaleza, un Estado anti autonómico, que trata a los agitadores autonomistas bereberes del Rif como terroristas. En un futuro nada improbable de imposición “legal” de esa autonomía concedida a los saharauis, pero sin consulta rigurosa, el Reino de Marruecos, forzosamente unitario y autoritario, podría verse enfrentado a dos autonomismos fundados, uno en el norte y otro en el sur, con inevitables situaciones de inestabilidad de la monarquía (que no debe de sentirse absolutamente segura, y cada vez menos). Un Sáhara autónomo en manos de Marruecos podría verse abocado a un movimiento independentista interior que sería considerado terrorista “a la kurda”, lo que es una perspectiva que los Estados del si en el CS debieran haber tenido en cuenta. A este respecto, la Resolución reciente del CS ha incluido en su redactado de propuesta de la autonomía saharaui “la necesidad de respetar los derechos humanos”, algo que -como todo el mundo conoce- está escandalosamente ausente en la historia de Marruecos desde su independencia en 1956.
Por su parte, España no debe sentirse “respaldada” por esta Resolución, en la medida en que los derechos inalienables del pueblo saharaui permanecen a salvo y pendientes de reconocimiento real, y sigue estando señalada con la acusación de responsabilidad y traición de la que nunca se verá libre. La retirada de España del Sáhara siguió el “modelo” británico de 1947 puesto en práctica en Palestina, es decir, abandonar el territorio bajo su control sin cumplir con las previsiones de la Carta de la ONU, marcando con la ignominia la acción exterior de las dos potencias. España, que nunca se ha decidido por una política (mínimamente) autónoma en sus relaciones exteriores, se ha unido así al grupo de Estados ex coloniales que dejan un mundo envenenado tras su retirada formal de esos territorios, con conflictos enquistados que castigan con la muerte y el sufrimiento a pueblos de tradición autónoma y derechos inalienables a un futuro libremente decidido.
El pueblo saharaui, y su legítimo -y reconocido- representante, el Frente Polisario, disponen de recursos legales para hacer frente a esta nueva adversidad, que tampoco posee la fuerza suficiente como para poner a prueba su resistencia y su exigencia de derechos esenciales, estando, como están, acostumbrados a que en este medio siglo transcurrido hayan regido los hechos consumados; y la consulta al TIJ sobre la conformidad de la Resolución 2797 con la Carta de la ONU puede ser una de las iniciativas. Pero es la coyuntura global internacional, marcada por un trumpismo tan grotescamente perturbador, lo que deberá determinar su paciencia y readaptar sus estrategias (la diplomática y la militar).


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