Diplomático sobrevenido, en realidad impostor, formado en la ingeniería, la economía y las matemáticas, que son disciplinas no necesariamente dadoras de cultura, sea esta mundana, sea intelectual, y siempre necesitadas de inyecciones de sabiduría convencional, Josep Borrell Fontelles ni siquiera se ha interesado por aprehender una terminología cuyo manejo -como sucede en el caso israelí- o confiere seriedad elemental o tiñe de ignorancia flagrante. Tampoco como político socialista, reglamentariamente próximo a ese Estado de Israel creado por colonos asaltantes, a sí mismos considerados socialistas y luego grandes decisores en la Internacional socialista, ha tenido tiempo, según parece, a aclarar el léxico de rigor, que qué menos.
Y así, en sus recientes intervenciones públicas sumándose a las condenas a Israel -esas con las que Borrell trata de hacernos olvidar que durante sus cinco años de máximo responsable de Política Exterior y de Defensa de la UE jamás levantó la voz contra los crímenes del estado sionista- ha calificado de “israelitas” a los ciudadanos de Israel, que sin embargo han de ser llamados, y así se llaman, “israelíes”. Advirtamos a este leridano de La Pobla de Segur, y que sea la última vez, que “israelita” es alusivo a quien sigue la religión judaica, hebrea o mosaica (que de esas formas se denomina), y que la sociedad del Estado de Israel la componen “israelíes”, sean estos de religión judía, musulmana, cristiana u otra.
Irrumpamos en los deficientes conocimientos de este alumno tardío y desinhibido sobre este asunto tan capital que envilece a la Humanidad -y que en su reiteración sobre esos “israelitas” nadie de su entorno parece advertirle- para que una vez corregida su ignorancia y quizás para demostrar que sabe más y mejor de otros aspectos, próximos incluso de este veneno sionista que degenera al mundo, cuando vaya a pronunciar la palabra “judío”, lo que le resultará inevitable cuando haya de aludir a la tragedia palestina, sepa que solo debiera atribuirse a quien sigue la religión judía (sea o no sincero). Porque hace mucho que apenas existen judíos étnicos, después de que la Judea de los judíos fuera ocupada por la Roma politeísta, luego por los bizantinos cristianos y los árabes y los turcos musulmanes. De tal manera que aquellos habitantes, digamos judeos, fueron mestizados de grado o por la fuerza, y eliminados como entidad étnica a despecho del empeño sionista en que la reducida población de aquel mini Estado conservara -por su rechazo bíblico a mezclarse con los gentiles- una pureza étnica que ni toda la ciencia israelí actual, furiosamente racista, es capaz de identificar e individualizar.
Y añada, para humillación de sus contertulios y restaurador del brillo propio que debiera cuidar más, que ni el Destierro de Babilonia (586 a. C.) ni la Diáspora tras las guerras judías (70-71 d. C.), constituyen una evidencia histórica por la que haya que asumir una “dispersión” de judíos por el mundo. Lo que lleva a admitir, y confirmar, que la inmensa mayoría de esos 15/16 millones de habitantes del mundo que se dicen judíos, incluyendo muy particularmente los que invadieron la Palestina árabe para autoproclamarse israelíes, tienen una procedencia europea-oriental. Y, si hay que bucear en el ADN o en sus más remotos orígenes tribales, su centro geográfico y étnico ha de establecerse en las estepas centroasiáticas, de donde fluyeron en oleadas hacia Europa por los Urales para asentarse en los territorios que hoy son de Rusia, Ucrania y el Cáucaso constituyendo, entre otros, el Reino jázaro (siglos VIII-XIII d. C.). Aquel fue el momento cuando esos nómadas de estirpe túrquica fueron convertidos al judaísmo como decisión estratégica de sus líderes para mantener la independencia política respecto de la Constantinopla cristiana y el Bagdad islámico.
Y como ahora -ya liberado de los desagradables cargos públicos donde ha flotado como vacilón de categoría- ha de disponer de tiempo suficiente para adquirir esa cultura que en su larga vida de político multifunción no ha podido lograr, lea como primera providencia -sin distraerse en escarceos empresariales de puerta giratoria, tan de su gusto- La invención del pueblo judío y La invención de la Tierra de Israel, ambos trabajos de Shlomo Sand, o Los diez mitos de Israel, de Ilan Pappé, autores ambos y prestigiosos historiadores que, pese a sus nombres, ni son ni se creen judíos.
(De nada, Josep: venga, a estudiar).


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