jueves, 16 de octubre de 2025

Aquella brisa de los veranos de antes (19 de 20)

 

 Por Pedro Costa Morata
      Ingeniero, Periodista y Politólogo. Ha sido profesor en la Universidad Politécnica de Madrid. Premio Nacional de Medio Ambiente.


Bueno, pues todavía hay quien habla de progreso


Todo el mundo puede comprobar cómo cada día que pasa se espesan amenazas sobre el futuro, desde una realidad que ni deja tiempo para el relax, como no sea éste engañoso o contradictorio, ni espacio para la reflexión calma y constructiva, negando crudamente el optimismo de los que creen en eso de que nos esperan, necesariamente, tiempos mejores...Y medios de comunicación, pensadores y hasta políticos no dudan en dejar caer, pese a ellos, perlas de desánimo o juicios de clara decepción sobre la marcha de las cosas. Bueno, pues aun así sigue habiendo en el ámbito de los periodistas, pensadores y hasta políticos -aun siendo perceptibles tantos empeoramientos y de tan variados tipos- una absurda, lerda, papanatas, infundada esperanza de que el futuro es siempre heraldo, y hasta partero, de buenas y hasta mejores noticias y acontecimientos. Y pese a la ausencia de datos que aludan a progreso general y sensible no resulta fácil demoler “socialmente” lo que se ha convertido en una “ideología obligada” que tras siglos de florecimiento se ha acomodado a una aceptación que desafía la terca realidad y convive con una sensatez secuestrada.

Quiero sustituir la queja tan manida y el repaso inacabable de penas y desastres de la humanidad con una relación comentada de lecturas que, sobre el progreso, recomiendo este otoño, que es cuando las hojas caen muertas desde arriba para dar vida más abajo, invitando al pensar tranquilo que ha de ser, siempre, inquisitivo y documentado. Y empiezo por subrayar que, por lo que a la idea y la aceptación del progreso se refiere, una vez más es la civilización occidental la que hace traición -por desviacionismo arrogante- a la cultura antigua, cuya creencia en el futuro y en el progreso era cuasi inexistente ya que basaba el devenir del mundo y las cosas en procesos y acontecimientos esencialmente circulares y repetitivos; y rompió la cordura y el realismo empeñándose -y consiguiéndolo- en que la visión del futuro estuviera progresivamente teñida de logros, mejoras e incluso de un bienestar general producto todo ello de los dogmas escatológicos. El cristianismo, primero, con sus ideales religiosos y místicos de una vida de perfección y la final venida triunfante del Paráclito, y, siguiéndole los talones, el capitalismo codicioso y dominador, que planteaba en su ética y praxis un camino de enriquecimiento y ventura al que ni se le interponía límite o enmienda ni convenía dárselos, llevaron a la humanidad a expectativas tan dulzonas como ilusas, carentes siempre de sustancia.

Y así tenemos al primer -como quien dice- formulador de la idea de progreso, el marqués de Condorcet, genuino producto de la Ilustración y su optimismo exagerado (amarrado a la Razón) que explicaba en su Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, llamémosle Esquisse, 1795) las diez épocas en las que ese espíritu humano había ido avanzando hasta el momento de la Revolución y las Luces que la iluminaron, con su guillotina y sus venganzas entre clases e iluminados, de las que él mismo fue víctima, perseguido y seguramente asesinado (aunque pudo haberse suicidado, antes que ejecutado, dejando pendiente ese trabajo tan lleno de optimismo...). La última de esas fases se llama así, precisamente, “De los futuros progresos del espíritu humano”, que los analistas han resumido, para entendernos, con estas tres notas aplicadas a ese espíritu progresivo y al futuro necesario: ilimitado, acumulativo e irreversible.


Jean Caritat, marqués de Condorcet - (filosofico.net).

Al optimismo ilustrado, tan paradigmáticamente enunciado por Condorcet sucedieron teorías y experimentos que insistían en lograr el progreso para todos, especialmente para los más necesitados, las clases trabajadoras, y en ello compitieron a lo largo del siglo XIX destacadamente socialistas y anarquistas movidos por un idealismo (utopismo es el término, en historia de las ideas) que muchos han podido asemejar a un providencialismo. En mis notas y biblioteca tengo dos primeras revisiones, bien escritas y reflexionadas, de esta famosa y empachosa idea, siendo la primera Les illusions du progrès (1908), de George Sorel, socialista francés muy comprometido con los acontecimientos de su tiempo y, en consecuencia, alarmado por la reinstalación en Francia, tras las numerosas fases revolucionarias del siglo, de los poderes reaccionarios, de lo que había dado buena cuenta el famoso proceso del oficial Dreyfus. La segunda es La idea del progreso (1920), del inglés John B. Bury, historiador y filólogo que, sin duda influido por las atrocidades de la Primera Guerra Mundial y (prudente) analista de la esencia, espectacularmente declinante, de la idea de progreso, resume ésta advirtiendo que el progreso es algo en lo que se puede, o no, creer por la imposibilidad de comprobación alguna, añadiendo como ejemplos a la Providencia, la inmortalidad del alma... Me ayudó en mi transición -lenta, cauta- al anti progresismo más o menos militante, el ensayo Adiós al progreso. Una meditación sobre la Historia (1985), del murciano Antonio Campillo, profesor de Filosofía, que he considerado un adelantado, desde la Academia, del enfoque sobre un progreso desprovisto de base filosófica y entrado en crisis por la oleada postmoderna, que también vapuleó ese concepto.


Bury, Condorcet, Sorel.

Campillo, Gray, Noble, Viñuela.


Un siglo después de aquellos primeros cuestionadores de la idea de progreso, atentos y alarmados por la evolución político-internacional de aquellas décadas, hemos de reconocer que, habiéndose superado una Segunda Guerra Mundial y el periodo bronco de Guerra Fría, el estado actual de las relaciones internacionales no puede considerarse en absoluto ni tranquilizador ni esperanzador; o sea, que no puede decirse que haya progreso alguno ni en la paz internacional ni en el equilibrio de poderes ni en el destino de una humanidad en su mayoría golpeada por mil males y amenazas. Solo hay que apuntar a la guerra de Gaza y al reciente acuerdo de paz que, en manos del sionismo genocida y del Gran Mamarracho de Washington, solo puede anunciar, “racionalmente”, la absorción de esa Franja por Israel y la expulsión de dos millones de personas, supervivientes de una matanza sin precedentes en la ya triste historia de Oriente Próximo (Que quien ha suministrado munición y amas sofisticadas para asesinar a 65.000 palestinos quiera ser galardonado con el Nobel de la Paz dice suficiente de la ausencia rotunda de progreso ético y jurídico en este mundo de hoy.) El mundo se enfrenta, actualmente, a la locura de un rearme generalizado que no llevará a nada bueno, y a un Yahvé pusilánime, que no acaba de maldecir, con escarmiento, al muy escandaloso y perturbador Estado de Israel, que dice encarnar (aunque pocos se lo crean) a su pueblo elegido, tantas veces pecador, idólatra y renegado, y ahora implacable genocida.

En la perspectiva mundial, a la ausencia de cualquier progreso -estable, sincero, garantizado- de paz en las relaciones internacionales hay que añadir la imposibilidad de constatar el menor progreso en la salud físico-ambiental del planeta, siendo evidente todo lo contrario. Entre los autores que pese a todo defienden el progreso, no ya solo como idea sino como hecho constatable, figuran lógicamente los propagandistas liberales de esa irrealidad abrumadora, y tengo que aludir a dos de ellos, siendo el primero el famoso y celebrado Steven Pinker, psicólogo cognitivo canadiense que parece empeñado en que el mundo recupere la fe en todos los paradigmas y fenómenos fracasados y erigidos en dominadores de los seres humanos: En defensa de la Ilustración. Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso (2018), escrito en clave dogmáticamente liberal, se muestra incapaz de ver que la realidad humana y universal no la describen, objetivamente, las estadísticas ni los informes de Naciones Unidas, pese a la apariencia. Este Pinker parece vivir encapsulado en esa burbuja de cristal que la fama y un carácter exclusivista suelen dar, y he de decir que no puedo describir hasta qué punto la lectura de este libro me resultó irritante y sulfurosa.


Acemoglu & Johnson, Norberg, Pinker.

Compadre de Pinker en ideas liberales -sumarias, fantasmagóricas- y en la “oportunidad” de sus producciones reivindicativas del progreso, es el sueco Johan Norberg, ensayista económico que, en Progreso. 10 razones para mirar al futuro con optimismo (2016), para dar más fuerza a sus argumentos dice haberse transformado de crítico en defensor del progreso, que es una evolución que no puede dar ni la edad, con su experiencia añadida, ni la reflexión si es que se ha aprendido a practicarla, ni la observación social, si es que ha habido inmersión en sus problemas y necesidades. De ambos, de su lectura, destacaré que, como liberales acérrimos, ignoran deportivamente a la naturaleza en su integridad y trascendencia.

Quisiera compartir en este apartado el “descubrimiento” que hice poco ha con The return of nature. Socialism and Ecology (2020), del economista norteamericano John Bellamy Foster, con los lectores que sigan interesados en reconocer la capacidad y la sagacidad de la mirada de Marx y su espíritu escrutador para abarcar tantas áreas de inquietud y conocimiento. Es un texto (que espero que ya esté traducido al castellano) que considero extraordinariamente oportuno, lúcido y pedagógico, ya que atiende al “problema ecológico” desarrollando la labor de Marx en este campo, que a su muerte prolongaron Engels y su hija Eleonor (con su círculo más cercano, uniéndose a ellos la brillante personalidad de William Morris) en las últimas décadas de la Inglaterra del siglo XIX. La naturaleza es considerada, ahí en sus más esenciales significados: económico, por supuesto, pero también ambiental, ético y político.


Bellamy Foster.

(Por mi parte, que del manejo crítico de la tecnología tuve que pasar al análisis desolado de la destrucción del mundo físico -y moral, ya lo creo- por el proceso económico y la codicia productivista, colegí sin gran dificultad que la continua degradación del medio ambiente niega, necesaria y precisamente, cualquier idea de progreso social o de un futuro mejor; a lo que llamé ecopesimismo. Esto me llevó, primero, a documentar las ideas críticas sobre el progreso a partir del racionalismo europeo en un trabajo en mis años de doctorado, “El ecopesimismo. Apunte histórico-ideológico y bibliográfico”, en 1996, y más adelante a teorizar sobre ese ecopesimismo, en un nuevo trabajo académico que titulé “Ecopesimismo: una teoría sociológica de la postmodernidad”, escrito para el IX Congreso Español de Sociología de Barcelona, en 2007, y al que deberé un día dar forma extensa, bien nutrido de mi empiria acumulada).

Mención ineludible merece la relación de la tecnología con el progreso, que hay que reconocer que, en buena medida subyace en una parte importante del cuerpo crítico que ha ido configurándose. Es oportuno recordar las primeras luchas anti maquinismo surgidas en la arrogante Inglaterra victoriana. Precisamente, en Una visión diferente del progreso. En defensa del luddismo (1993), David F. Noble, historiador norteamericano de la ciencia, la tecnología y la educación, describe las luchas obreras contra la automatización de los procesos industriales, empezando por los textiles, de las primeras décadas del siglo XIX en la Inglaterra autoritaria y mesiánica de la Revolución Industrial. Es cuando “aparece” el misterioso “Capitán Ludd”, figura seguramente inexistente en su materialidad, pero definitoria de una oleada de destrucciones activas de esas máquinas que expulsaban de su lugar de trabajo a miles de obreros; unas luchas ferozmente reprimidas por la policía e incluso el ejército. Noble alude a ese progreso tecnológico como una “tecnofilia con raíces religiosas”. El politólogo inglés John Gray, de rotundo pesimismo científico y mordaz crítico del liberalismo, así como de una humanidad depredadora del medio ambiente, deja todo esto bien claro en Contra el progreso y otras ilusiones (2004), un verdadero tratado feroz y desinhibido. Añadiré en este apartado un tercer trabajo, de mi buen amigo Juan Pedro Viñuela, profesor extremeño de filosofía e intelectual denso y valiente quien, en Una mirada ética sobre el progreso y la tecnociencia (2008), se lamenta de la perversión de la razón ilustrada, en la que cree y a la que apela (teniendo pendiente, él y yo, “darle una vuelta” al prestigio de lo ilustrado, por sus negativos efectos, entre otros, en el medio ambiente).

No hay más remedio que apuntar, observando el mundo actual, nuestras vidas diarias y las novedades tecnológicas que las invaden, al panorama de desasosiego creciente, no solo por lo abrumador, sino por lo impetuoso y por el alto grado de aceptación social que, aunque sea fatalista e inerme, baliza un camino lleno de tristezas y humillaciones. La “sociedad digital” con la que se nos amenaza cada día no es más que un resumen de negocio, opresión y mito, y no nos sirven de gran cosa advertencias como la de 1984, superadas y aumentadas por la malicia sin pausa del Gran Hermano. Así, de la digitalización de toda la actividad social, elevada a la categoría de valor y ventaja absoluta e indiscutible (pero que se impone como obligación) se convierte en realidad en una lenta pero inexorable erosión de la dignidad humana. Un proceso tecnológico en el que cada día surgen más novedades, buenas para los negocios, pero pésimas para el ciudadano corriente, y que yo atribuyo a “avances” científico-técnicos del siglo XIX, como el álgebra de Boole y a los primeros “ordenadores”, como el de Babbage, que empujaron a la máxima simplificación en computación y, sobre todo, en los procesos industriales que luego han invadido toda la vida social con la llamada informática. Una tecnología invasiva e invasora, sin oposición alguna (sino todo lo contrario), desde la progresiva sustitución de la electrónica analógica (la auténtica, la humana, en la que me formé y trabajé) por la digital (sumaria, engañosa, deformante), que es la que festejan y alardean tantos alienados de la física y la metafísica.

Para estar al día no hace mucho me leí Poder y progreso. Nuestra lucha milenaria por la tecnología y la prosperidad (2023), de los prestigiosos economistas norteamericanos Daron Acemoglu y Simon Johnson, del MIT bostoniano que, como su título indica, no han entendido nada: ni de la dinámica histórica de la tecnología ni del espejismo de la prosperidad ni -mucho menos, añado- de la profunda contradicción, perceptible solamente por mentes a sí mismas leales, entre poder y progreso. Otra “respuesta” clásica de los heraldos del sistema echando mano de la doxa liberal, pero que no dejaré de recomendar su lectura, a fin de que pueda verse cómo brillantes y afamados economistas pueden ser profundos incultos sociales.


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