Conversaciones aguileñas con mi amigo Ángel Chuqué
Mi amigo Ángel y yo quedamos al mediodía para tomarnos algo y charlar de lo primero que se nos figura, casi siempre del pueblo y sus personajes, del tiempo y sus cosicas. Yo me dejo llevar y acepto como puedo el quedarme siempre corto, ya que mi ausencia del pueblo fue temprana y mi permanencia escasa. Por eso, Ángel me da sopas con honda y me ilustra cada día llenando mi cabeza y mi corazón de recuerdos y saberes brumosos o incompletos. Aunque, por ejemplo, hablando de tontos o de raros, sí podemos contrastar conocimientos y anécdotas, ya que en el imaginario popular esos personajes -además de ser siempre muy respetados- duran años y años, e ilustran a generaciones sucesivas.
Un día hemos hablado de nuestro paso por La Regia, aquella tienda de zapatos y sombreros situada en la Glorieta, esquina al paseo y frente a la Caja del Sureste. Primero estaba de dependiente mi primo Paquito Franco, que cuando se fue al Banco (el Central, por supuesto), fue sucedido por Ángel cuando este tendría unos doce años, y al que, al volver a la Escuela por enfurruñarse con el jefe, Cristóbal el de la Regia, fue sucedido en el mostrador por mi primo Manolín, hermano de Paco; luego mi madre me “colocó” a mí, en el verano de 1962 con sus tres meses y sus seis reales de paga a la semana (1,50 pesetas, para los desmemoriados), con lo que tenía para uno o dos días de cine, o para el programa doble de los viernes (¡Día del Productor, con dos películas de las ya proyectadas durante la semana). El jefe tuvo el detalle, como un plus a mi -supongo- buen comportamiento, y puesto que en setiembre volvería a mi colegio de León y me vendría bien para el frío, de hacerme obsequio de un pasamontañas que llevaba años en la estantería (esperando en vano que un aguileño se lo llevara). Me tocó la liquidación de la tienda, que ya apenas vendía zapatos ni sombreros, y el jefe se volcó en su otra Regia, la de muebles, que iba viento en popa por la expansión urbana de Águilas.
También hablamos de deporte, sobre todo de fútbol, que entiende muy bien, como si fuera un técnico o un entrenador. Él es del Barça y yo me inclino por el Real Madrid, pero nuestra plática es analítica y leal, y nos damos siempre la razón. Al evocar aquellos años de nuestra -distante, distinta- adolescencia y primera juventud, y vemos cómo era el pueblo, desde su perspectiva desde Barcelona y la mía desde León, él se admira de mi vida de (involuntario) privilegiado, en la que el deporte era parte sustancial de la educación; Águilas y la provincia de Murcia eran un desierto en lo deportivo, y solo existía el fútbol como deporte practicable, y aun así en versión primitiva y pobre. Y le cuento cómo desde los diez años o así me pusieron a correr los 60 metros lisos, siguiendo luego con los 80, y sus relevos, para acabar, ya en mi colegio de Madrid, con los 100 metros lisos, y sus relevos, finalizando mi paso por el atletismo cuando la carrera de ingeniería ya me lo hizo imposible.
Su madre y la mía eran muy amigas de jóvenes, en unos años en que vivieron en casas pegadas una con la otra, así que cuando nos vemos es como si las recordáramos y honráramos. Ángel, hijo de ferroviario, se fue a la Escuela de Aprendices de RENFE, en Barcelona, cuando le llegó la hora, que era lo que mi madre hubiera querido para mí: no perder la oportunidad, como hijo de ferroviario, de colocarme en RENFE, vía esa Escuela, vía la mili en el Batallón de Ferrocarriles: mis profesores no me aconsejaron nada de eso, sino que estudiara y estudiara. De ahí la íntima satisfacción de mi madre cuando, ya de consultor ambiental, realicé varios proyectos para RENFE, recorriéndome España de arriba abajo (y adjudicándome, por cierto, el primer estudio de impacto de la alta velocidad, el AVE a Sevilla). Pero es verdad que ella siempre añoró verme ir y venir a la Estación, desde nuestra casa a muy escasa distancia, convertido en “oficinista de RENFE”.
Otras veces analizamos con rigor no exento de espíritu crítico, asuntos de trámite, o sea, de la actualidad aguileña. Como el cuento inacabable del Centro Integral de Alta Resolución (CIAR), que da como miedo solo el nombre, y que cualquiera diría que es un centro sanitario de nivel intermedio, entre el local de Águilas y el comarcal de Lorca. Porque el edificio está terminado pero vacío y por supuesto sin personal, y esto está afilando la impaciencia del pueblo, con la seguridad de que esos de Murcia ya no saben qué inventar para chulearse de nuestra salud, ni a qué ineptos poner al frente de ella.
Este año hemos tenido que atender un hecho singular y sin precedente, sobre la mar y los peces. Mar calentica y peces que muerden, qué barbaridad, pero que no es ninguna fantasía. Me puso en alerta que mi vecina Paca, hermana de mi muy querido, y desaparecido, amigo Dominguico, de los Mayores de Calabardina, gente de la mar de siempre, me enseñara el tobillo, con una herida y una hinchazón que daban miedo; y me dice que le ha mordido un pez (bueno, ella, como yo, dice un pescao, que entre la gente aguileña, sea o no de mar, lo que está en el agua es un pescao, antes o después…). Y dos días después soy yo quien sufre el picotazo de un pececillo -un pescaico- así de mengajo y birrioso, pero que me hizo espantarlo alarmado sin que se tomara mucha prisa en alejarse, no, como con descaro y suficiencia sobre su agresividad nueva. Así que persisten las medusas (los “grumos”) y sus latigazos y se añaden los peces carnívoros. No sé a dónde vamos a llegar.
Un día, no sé cómo salió, evocamos el cabezo de las Picaeras, donde estaba el depósito del agua y al que trepábamos a la carrera cuando salíamos de la Doctrina, la preparación de la Primera Comunión, que recibíamos en la iglesia del Carmen, que era la capilla del Hospital; lo que me ha hecho recordar el día que, peleándonos por llegar arriba el primero, alguno de aquellos zagales me hinchó las narices, de tal manera que puse el catecismo hecho un Cristo de sangre (Por cierto, que hay al menos otro día en mi infancia en que me hincharon las narices, y fue un Carnaval, peleándome por no sé qué careta. Ahora veo que quizás yo no tenía mucho de pacífico, o que en trances de pelea no siempre salía bien parado...).
Así que estos raticos son muy, pero que muy buenos. Alternamos un día en el bar Zafiro, otro en el bar de mi primo Vicente, ya jubilado y en el que somos, casi, los únicos clientes, pero Vicente se arranca con su guitarra cuando se lo pedimos y le da la gana, lo que nos ambienta a los tres. Me acuerdo cuando, en mis estancias con mis padrinos y primos en la casa del Garrobillo, Vicente acudía hasta la Cuesta de Gos a recibir lecciones de un maestro, tras las agotadoras jornadas del campo. Cuando vamos a lo de Vicente, pasamos necesariamente por la esquina de los Poyetes (nombre popular de un legendario bar que ahí hubo, y del que me acuerdo muy bien), en cuya columna aislada, con muy poco de griega, se colocan las esquelas mortuorias de la gente del pueblo, que leemos atentamente (no vaya a ser alguna la nuestra...). Así que procuramos reírnos y no favorecer, más de la cuenta, la aviesa acumulación del tiempo, con sus pérdidas inevitables.
A Ángel le digo, cuando me cuenta sus cuitas de salud, que se queja en demasía, que está muy claro que disfruta de una “muy buena mala salud”, lo que le hace gracia; y para que no se desilusione, cuando halaga mi sana apariencia, me guardo mucho de transmitirle los estragos que me alcanzan. Así que hablamos, sobre todo, de aquellos tiempos, cuando éramos jóvenes: de cómo era el pueblo, de las sensaciones que nos producía la creciente marea estival de veraneantes, de las fiestas de agosto y sus novedades, de los cines y de algunas famosas películas generalmente del género prohibido, de la plaza de toros en sus estertores y, en total, de los veranos de antes.
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