lunes, 22 de septiembre de 2025

Aquella brisa de los veranos de antes (12 de 20)

 

 Por  Pedro Costa Morata
      Ingeniero, periodista y politólogo. Ha sido profesor en la Universidad Politécnica de Madrid. Premio Nacional de Medio Ambiente.


Geopoética de los Estrechos: Messina y Odiseo


Estaba yo, rodeado de pinares por todas partes, pensando en mis deberes mediterráneos cuando me entero de que se relanza el proyecto de un enlace fijo en el estrecho de Messina, uniendo la península italiana con la gran isla de Sicilia. Otra serpiente de verano -me dije- como la del/puente/túnel de Gibraltar, que resurge cada poco y que pretende adquirir forma en este Estado italiano, ahora con la asistencia de Bruselas siempre adicta a las grandes obras y los grandes presupuestos. La primera ministra italiana, Giorgia Meloni, al alimón con ese otro ultra de Matteo Salvini, que es precisamente ministro de Transportes e Infraestructuras, quiere relanzar un proyecto de 14.000 millones de euros (fácilmente duplicables, sobre todo si interviene la Mafia, como dicen que ya se está preparando). Pero la experiencia anuncia que será la obstaculización ecologista la que removerá otras oposiciones, incluida la financiera, y que no debiera haber puente. No obstante, si se empeñan estos neofascistas en emular a Mussolini y sus aires de grandeza, no solo el medio ambiente sufrirá víctima del súper puente, sino que también su poesía -o sea, su historia, geografía, paisaje, memoria- acusará el impacto.


Contemplando el estrecho, desde la orilla siciliana.

Pero a mí lo del puente -de un solo vano de tres kilómetros, de tirantes, de acero y hormigón, concitando la más alta y moderna tecnología de la obra civil, etcétera- solo me ha servido de recuerdo de que tenía pendiente empezar a trabajar en serio mis Mediterráneos (Andares), obra que el futuro habrá de permitirme completar redactando la mayor parte de los 100 “puntos” previstos y que están sin escribir: de los que la mitad solo están esquematizados por alguna visita, pero sin pasar a limpio.


Puente del estrecho de Messina (Recreación).

En el recorrido mediterráneo que me propongo ocupan un singular espacio los estrechos, esos parajes entre mares y entre tierras con sus peñones intimidatorios, sus villas y castillos surgidos y apostados a ambos lados, sus historias y encantos, es decir, su geopoética, porque a su funcionalidad secular llena de vida (el comercio y el intercambio) han de añadir su mortífera connotación (como la guerra, las invasiones y los bloqueos), amén de su rico patrimonio legendario.

De los grandes estrechos mediterráneos, el de Gibraltar lo tengo más que visto, recorrido y estudiado, con su épica, su geología y las ciudades que lo marcan y vigilan: Gibraltar, Algeciras, Tarifa, Ceuta y Tánger. El estrecho turco, cuya agitada vida política le hizo recibir el nombre de “los Estrechos” por antonomasia, consta en efecto de dos canales relativamente estrechos (si los comparamos con los catorce kilómetros de anchura de Gibraltar y los tres de Messina): el Bósforo encañonado por la geología y los Dardanelos ensangrentados por la historia, y también los conocí en su momento. Me falta, pues, el de Suez, que no es estrecho sino canal artificial, aunque comunica dos mares y dos continentes, lo que ya es mucho; aparte de concentrar avatares que en poco o nada nada desmerecen respecto de las otras dos brechas intercontinentales. Y que espera mi visita, extensible a Alejandría (¿puede hablarse del Mediterráneo “saltándose” Alejandría? No) y al delta del Nilo con sus maravillas; y soy muy capaz de olvidarme de las Pirámides, que me conozco.

Aquí hablaré del de Messina, que es un estrecho interior al Mare Nostrum, sí, pero sobradamente interesante; y he dado en conocerlo poco ha, siguiendo mis planes para publicaciones futuras, visitando lugares esenciales del Mediterráneo central, como Malta y Sicilia. En su momento describiré la ciudad de Messina, que sigue sin poder ocultar la impronta española, que es catalano-aragonesa, así como Siracusa y -emoción máxima de aquel viaje- la isla de Strómboli, más tantas cosas del archipiélago maltés. Pero ahora lo que más me atrae es el mero estrecho, esa separación entre Sicilia y Calabria, que ahora se empeñan los políticos italianos en anular con un puente. El lugar me resulta especialmente sugerente, desde luego por la poderosa corriente de agua, pero más todavía por la evocación que perseguí, afanosamente, del Odiseo de la Odisea, más conocido por Ulises: el héroe homérico atravesando ese inquietante brazo de mar con sus compañeros y su frágil embarcación, maltratados ya por tantas penalidades, entre amenazas divinas y peligros mortales.

Me planté, pues, en el extremo nororiental de la gran isla, el cabo Peloro, vértice llamativo del trapecio imperfecto que es Sicilia, junto al que se sitúa Torre Faro como punto más cercano al continente y a donde me llevó desde el centro de Messina el autobús 1..., y me di la gran caminata merodeando por el cabo y “tomándole las medidas” según mi práctica habitual. Así que rodeé la torre (en realidad, fortaleza), saludé al faro (que, renovado, ha conservado gracia y solera), merodeé por las orillas del curioso lago Peloro (cuyo origen geológico me interesó, por raro) y todo ello mirando a levante, observando la orilla de azul oscuro intenso, montañosa y atractiva, queriendo alojar en mis ojos las luces y colores del estrecho que por fin hollaba... Una imagen en majestuosidad y color parecida a la del Yebel Musa, en la orilla africana del estrecho de Gibraltar, cuya ribera europea recorrí hace tiempo entre punta Carnero y Sancti Petri, “empapándome” de luz, viento y geografía.


Torre y faro en cabo Péloro

No se me escapó -imposible ignorarla- la altísima torre metálica que con su pareja divisándose en la otra orilla, sostuvieron en su día los cables eléctricos de interconexión, ahora bajo el agua. Esto y otras cosas que le pregunto me las explica el dueño del bar donde paro a tomarme la birra de mi hora y el premio a mi paseo por tan singular territorio y esos andurriales que, vistos días antes en el mapa, me habían dicho: “te esperamos”. El del chiringuito, de nombre Gino, es atento y parlanchín. Empiezo la conversación en un inglés absurdo (el instintivo de las zonas turísticas de todo el mundo) con crecientes incisiones italianas y saltos gozosos al español universal (como harían los dioses, me digo, sin ningún problema para entenderse), y aprovecho para hablarle de esa teoría que defiende que los latinos hablen entre sí en su propia lengua y hagan lo posible (estudio mínimo de por medio) por entenderse, con la prohibición expresa de recurrir al inglés; a lo que asiente calurosamente. Me explica que no se cree lo del puente del estrecho... y alude a esa torre, la del lado isleño, como “nuestra torre Eiffel”, con sus 260 metros de altura.

Es entonces cuando pienso en mi Odiseo admirado -ejemplo de aventureros, viajero por las buenas y por las malas que paga muy caras sus imprudencias, sensible a encantos, sordo a amenazas-, el que llena ese estrecho y mi mente, al que imagino que arrastra esa misma corriente, digamos, noroeste-sureste, que me envía destellos de plata cuando trata de dominar el oleaje que busca tierra y advierte contra el baño imprudente; un Odiseo sobrecogido, con sus compañeros, entre los horripilantes Escila y Caribdis, que se han propuesto dar al traste con los osados aventureros en su tantas veces penoso divagar. Escila, monstruo y roca, atemoriza desde el continente, y quisiera que la barca de los griegos, a merced de la corriente, se estrellase en su seno hecha trizas en el roquedo afilado; y Caribdis, monstruo y remolino, enseña sus embudos negros del lado de la isla, y quisiera tragarse a los navegantes inermes.


Odiseo y sus compañeros, entre Escila y Caribdis (DTG).

Es lo que cuenta el canto XII de la Odisea, con el majestuoso lenguaje que el poeta gasta que, aunque no fuera Homero, como algunos sospechan, no es menos brillante que el bardo ciego; a no descuidar la hipótesis de quienes, como Robert Graves, consideran que esta epopeya es obra de una poetisa, tal es la finura de la redacción y la omnipresencia femenina en el relato. Y es que, en su descenso del mar Tirreno tras una segunda estancia en los brazos de Circe, más breve que la primera (cuando la diosa hechicera lo retuvo un año y le dio al menos tres hijos), Odiseo es sometido a duras pruebas antes de acabar, tras ardua travesía, en el no menos cálido regazo de Calypso, en una bien segura cueva abierta en el acantilado de la isla maltesa de Gozzo (que este cronista contempló con unción en aquellos mismos días).

Desde los geógrafos y escritores clásicos, el “seguimiento” de Odiseo a través de la Odisea ha sido empeño repetido, tanto es el detalle de la navegación y el realismo geográfico demostrado. Yo también me sentí atraído por esta prueba y por eso celebré tanto el libro del historiador inglés Ernle Bradford, Ulysses found, inicialmente editado en 1964 y que yo adquirí en un viaje a Londres en 1987. Es este libro un entusiasta, así como riguroso, recorrido por el Mediterráneo a la búsqueda de Odiseo, a manos de un escritor que hizo la guerra en este mar en un buque de la Armada Real y que luego insistió por sus medios en aportar toda la exactitud posible a la geografía del poema, seguro de que tendría correspondencia física real.

(Añadiré que no pasó mucho tiempo para que ese libro se tradujera al español como En busca de Ulises, 1989, y que también adquirí, claro. El caso es que lo presté y no lo he recuperado, pero estoy seguro de que en las manos en que esté recibirá el trato merecido, de homenaje a ese leal e intrépido autor, esforzado en dar vida real al Odiseo de la leyenda.)

Y así, la isla de Circe, llamada Eea en la obra, nuestro investigador la ubica en un punto al norte de Nápoles, no necesariamente isla: en el actual monte Circeo hay cuevas y escondites, tanto para el palacio de una diosa hechicera como para resguardar una nave de aquellas... Y las sirenas diabólicas, que obligaron a Odiseo a pedir a sus compañeros que lo ataran al palo del barco para no dejarse llevar por el encanto de sus llamadas, debieron surgir como dominio propio de los islotes llamados Galli, en la entrada norte del golfo de Salerno.

Así que me imaginaba yo a Odiseo y su reducida tripulación en la no menos escueta nave, enfilando el estrecho entre Torre Faro y Scilla (localidad que los calabreses han glorificado con ese nombre eterno), después de superar el agobio de las sirenas y sin saber muy bien por qué peligro optar, si los negros arrecifes o los remolinos espumosos. Y en sus zozobras, me digo yo que Odiseo pensaría que era demasiado penar por las pruebas que el destino y los caprichoses dioses le mandaban recriminándole con descaro, y también con injusticia, su fácil olvido de la paciente y fiel Penélope.

El caso es que una vez más es Atenea, pendiente siempre de los trabajos y miserias de su dilecto protegido, quien salva a Odiseo de rocas y remolinos, y aunque pierde a seis de sus compañeros por las malas artes de Escila, pronto arrumba a la costa de Sicilia, “la isla admirable del dios, donde se encuentran las vacas de grandes testuces y las muchas ovejas del Sol...”. Y donde nuevas desgracias volverán a maltratarlo, así como a sus compañeros.

Cuando me despido Gino no me quiere cobrar, así que me vuelvo a sentar, anoto mis visiones e imaginaciones y me tomo otra birra, empeñado en pagarle.


No hay comentarios:

Publicar un comentario