Los graves sucesos de Torre Pacheco en este julio ardiente que tantos cerebros ha alterado, tenían que suceder en la Región de Murcia, donde un agropoder basado en la explotación inclemente del campo, con sus trabajadores en primer lugar y también de su patrimonio natural básico (suelo, aguas, atmósfera) viene acumulando hechos e infamias sobre cuyas consecuencias son pocas las voces que se alzan y las instituciones que responden como hay que hacerlo y en el grado adecuado. Como suelo, recordaré que es el ecologismo político, pese a sus escasos efectivos y leve repercusión, la fuerza social que viene alertando sobre el empeño fatalista en el que se implica esta tierra, que ha de soportar una destrucción sistemática e inmisericorde de sus recursos naturales esenciales a manos de una agricultura y una ganadería intensivas y destructivas, que anuncian y determinan, por sus patologías de diverso tipo, futuros hacia ninguna (buena) parte.
Un camino que está jalonado de asaltos y atentados a manos de los verdaderos e intransigentes beneficiarios de esta deriva codiciosa, que han de agruparse en ese agropoder que impera de forma descarada y agresiva, poniendo de relieve que los poderes institucionales existentes son poco más que aparentes, siendo el entramado productivo y empresarial el que marca la pauta de un enrarecimiento global: sociopolítico y laboral, ecológico y moral. Para opinar sobre lo de Torre Pacheco me remitiré a lo que en otras ocasiones he escrito y pensado, ya que nuestra Región es fácil objeto de análisis político, económico y psicológico: sus vicios, que aumentan en espiral, se revelan cada día haciendo que nos avergoncemos -casi siempre con indignación y no pocas veces con alarma- de pertenecer a esta taifa aislada en la historia que ha devenido en agrocantón manejado por abusadores que no se cortan un pelo por invadir los terrenos de la delincuencia (la social y ecológica en primer lugar).
Así que, tratemos de ordenar el entorno conflictivo de lo de Torre Pacheco que, mostrando un episodio de racismo provocado por el expansivo y desinhibido mundo ultra, se ensaña con la población trabajadora magrebí que -solo estos fanáticos violentos parecen ignorarlo- sostienen y protagonizan una actividad agraria, de cuya toxicidad global, desde luego, no son responsables, sino víctimas laborales y ambientales en primera línea. Es absurdo pensar que una minoría extranjera en ambiente hostil (que es el español, racista profundo, como suele revelarse de cuando en cuando) va a adoptar actitudes provocativas frente a la mayoría, o dejarse envolver por una delincuencia relacionada con las diferencias étnicas o religiosas; por eso el incidente violento que se ha señalado como origen de los sucesos racistas tuvo que deberse a una delincuencia común (mora o cristiana) o, más bien, a una provocación organizada y prevista (evidentemente cristiana, aunque pueda utilizar a musulmanes).
De siempre los racistas, y concretamente los blancos (nosotros) tienen a cualquier inmigración como un peligro, principalmente por anunciarles una mezcla racial intolerable que vulnera la pretendida pureza étnica de los que así se consideran, sin pruebas. Y ni siquiera la consideración de la emigración española de toda la Historia les hace entender que solo se emigra a la fuerza y que nadie abandona su pueblo, su casa y su familia sino por estricta y apremiante necesidad, mereciendo por ello el mayor respeto y el trato generoso.
La presencia masiva de emigrantes en nuestros campos es consecuencia directa de la brutal e inmisericorde transformación en regadío de una región que por siglos se caracterizó por un secano discreto junto a espacios de huerta limitados por el recurso agua, siempre escaso y por ello bien aprovechado y origen de una cultura excepcional, en gran parte generada en el periodo murciano de dominio islámico. Este hecho debiera hacer reflexionar a esos violentos que persiguen emigrantes tanto por el color de su piel (el mismo, por cierto, que sobrevive en millones de murcianos y andaluces, marca de nuestro glorioso Al-Ándalus) como por su religión, tan respetable como la nuestra. Aunque sea verdad que esta observación, pese a constituir obviedad histórica y étnica, carece de valor y referencia para los alborotadores que provocan los tumultos que hemos vivido, tal es su debilidad y deformación mentales.
El trabajo en el regadío masivo e intensivo actual en nuestra Región implica condiciones de trabajo horrorosas que en ocasiones -ahí están las intervenciones de la Guardia Civil- rozan la esclavitud y que, sea por estas condiciones infames, sea por los bajísimos salarios, los ciudadanos españoles rechazan asumir: esto es lo que hace necesario el trabajo extranjero, y por eso le somos deudores. Así que tomemos nota: es la transformación del campo desde el secano austero y redentor (sobre todo por lo que tiene de garantía de futuro) hacia el regadío prometedor de ganancias ilegítimas (tan grande es su coste) y espejismos de desarrollo, lo que origina, como causa eminentemente económica, o socioeconómica, el creciente ambiente de violencias y amenazas en nuestra Lechugalandia. Y el generador de esas causas económicas es, inocultablemente, el Trasvase, técnica y provocadoramente llamado Acueducto Tajo-Segura, creación técnica e hidrológica que siempre ha disfrutado de la categoría de intocable, sea en sus caudales sea en su concepto. Una obra con ese halo de benefactora y modernizadora que conserva desde los más fastuosos tiempos del franquismo, aquel que, no sin sorpresa, decidió beneficiar al Sureste patrio (a costa del Centro ibérico). Y cuando escasas voces se han atrevido a criticarlo, sea por sus caudales sea por su concepto, feroces anatemas han caído sobre esos (poquísimos) atrevidos, siendo objeto de las más severas condenas desde todos los estratos regionales.
Nadie puede dudar que la economía agraria siempre ha basado sus avances -productividad, capacidad exportadora, etc.- en el regadío, aquí y en casi todo el mundo, pero la más sensata observación histórico-política establece y diferencia claramente el aprovechamiento local de los ríos en sus márgenes y áreas de influencia de las reconversiones a la fuerza de secanos alejados y sin tradición ni necesidad. Somos también los ecologistas los que, armados de una economía ecológica fortalecida en no menos de medio siglo de análisis y consolidaciones (más las comprobaciones de desastres ambientales relacionados con la economía estándar, la competitividad salvaje, la osadía ambiental, etc.), los que nos atrevemos a corregir las economías agrarias de tipo brutal, por entrópicas, insanas, generadoras de conflicto, fascistoides sin remedio y portadoras de espejismos que antes o después se deshacen y desencantan, mostrando su atroz cara oculta. Nadie debe ignorar que el capitalismo genera irremediablemente excesos que acaban transformándose en crisis de las que suele obtener ventaja, y este es el panorama del insaciable agro murciano. (Ahí tenemos el silencio habitual de nuestro empresariado, de predominio crematístico agrario, que no suele expresarse sobre la emigración, aunque su opinión sea siempre favorable con especial satisfacción si es ilegal, dado que todo esto influye directamente en la depresión de los salarios y la permisividad en el maltrato a esos trabajadores).
Lechugar en el litoral murciano (La Verdad).
Por supuesto que el racismo, como elemento primero y más visible del fascismo, es históricamente recurrente y trasciende del ambiente económico subyacente, sea este agrario, sea industrial. Por lo que la agricultura intensiva, y el Trasvase que en esta tierra la ha hecho posible, han de ser tomados como causas explicativas propias y específicas, digamos indirectas, pero no tan remotas, de la violencia en nuestros pueblos contra sus trabajadores del campo. No obstante, cabe adelantar que, siendo esta nuestra Región una república bananera de incompetentes y malvados, a un fascismo sucederá otro, igual o más venenoso y letal, igual o más injustificable en política o ética: nunca faltarán pretextos. La explicación del caso murciano no es posible, a más de tener en cuenta el elemento originario agro-económico, sin contemplar a Vox, de poder político creciente, como el catalizador de un ambiente malsano y “efecto llamada” para indeseables de todo el país, dados el integrismo y la xenofobia militantes de esta formación, que agravan los éxitos que cosechan como (legales) chantajistas de un PP que los necesita y no les pone resistencia.
Teniendo en cuenta estas causas y orígenes de la violencia en la Región de Murcia, quedan muy alicortas las esperanzas de que las soluciones frente a ellas vengan de la policía, los jueces o el poder político-administrativo: no, desgraciadamente, ya que estas instancias, a más de carecer de voluntad y hasta de capacidad analítica, son de hecho producto de todo ese entramado, que viene de atrás y que no ha hecho más que degradarse; y solo pueden actuar -la sociología y la política así lo indican- dentro de ese agropoder intocable y sometidas a él, pese a peligroso, en este agrocantón ilusorio, pese a catastrófico. En mi experiencia guardo algunas perlas que las autoridades policiales han proferido en mi presencia, al presentarles ciertos casos de delincuencia agraria: “Es que tienen mucho poder”, o “es que nadie quiere colaborar”. Y sobre las judiciales, basta ver cómo caminan las denuncias, sean ecologistas, vecinales o políticas, sobre los continuos abusos en el manejo del agua pública: lentas, descalabradas y generalmente dirigidas hacia el falaz, cobarde y provocativo archivado (que aquí no pasa nada).
La galería de personajes relacionados con los disturbios ha dejado, aparte de delincuentes y detenidos anónimos de momento, algunas figuras institucionales que no se han ganado el respeto debido, de los que aludiré a tres de ellos. El primero, por orden de dignidad, es el presidente Fernando López Miras, caído el tercer día sobre la escena del crimen para, tras sesuda meditación, comparecer ante las televisiones exhibiendo mendacidad sulfurosa tras sus recientes capitulaciones inmorales, de corte fascista, con los bandidos de Vox; y así, todo lo que tuvo que declarar sobre los incidentes es que el Ministerio de Interior debía poner orden en la ciudad (que él no tiene nada que hacer).
Antelo, justificando los disturbios de Torre Pacheco (El Correo Gallego).
El segundo es el esperpento de José Ángel Antelo, de aspecto mucho más magrebí que galaico, que fuera casi dos años vicepresidente en el Gobierno de don Fernando y que lleva desde su aparición en la escena pública encadenando mamarrachadas, una con otra, especialmente dirigidas hacia nuestra población trabajadora marroquí, dando que pensar si no sería un balonazo mal dado lo que alteró sus neuronas cuando, no hace tanto, jugaba a encestar. La realidad, sin embargo, parece más bien ser otra, y es que estamos ante un racista supremacista que atesora los rasgos más conocidos de esta patología: inculto, irresponsable, manipulador y embustero.
Y al tercero se le podía ver junto a Antelo, calladito y minimizado, con un niki verdoso de aquellos tiempos: era Alberto Garre, que aparecía mirando a la nada de su historial político, que empezó de ilustre desconocido, tuvo luego la chamba de ser designado como sucesor por el invicto presidente Valcárcel y, poniendo en valor su patetismo, fichó por Vox que era lo que el cuerpo le pedía, como destacado vástago del franquismo panocho.
Un muestrario, resumido pero ilustrativo, de lo que da en líderes esta mata espinosa y borde: catetos grisáceos extraídos de la vulgaridad política y llamados, por su radical ausencia de virtudes cívicas, a representar al fascismo murciano.
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