Respingos de la calor (8 de 10)
Nunca lo he olvidado. Era un jueves, el 19 de septiembre de 1957, el día en que ingresé en el internado de Ávila, de esa institución llamada Colegio de Huérfanos de Ferroviarios (CHF), creada en 1930 para educar a los huérfanos de los empleados y obreros de las compañías de ferrocarriles, metros y tranvías de España. Y que sigue existiendo, aunque los trabajadores de las empresas ferroviarias actuales apenas superen los 15.000, cuando en aquel tiempo del inicio de mi peripecia infantil solo en Renfe eran 110.000.
Quiero recordar aquel día y algo más de aquel curso 1957-58, primero de ausencias y único que pasé en Ávila ya que a continuación sería el Colegio de León, para mayores, el que me acogería durante seis cursos más. Y lo hago porque llevo tiempo tratando de escudriñar y retener los recuerdos, en su mayor parte borrosos, del inevitable encontronazo con el desarraigo familiar, la distancia de mi calle y mi tierra y la tristeza íntima e intransferible que todo eso conllevó.
Y lo hago ahora, precisamente ahora, porque he ido contemplando e intentando “interpretar” a mi nieto Pedro, según se acercaba a la misma edad que yo tenía en aquel entonces, reflexionando sobre las inmensas diferencias entre ambas experiencias -la del abuelo y la del nieto- así como sobre la imposibilidad de que ni padres ni abuelos consentiríamos hoy una experiencia semejante, por útil y prometedora que se anunciase.
También lo hago, claro, por poner de relieve algunos de los beneficios que recibí y para honrar en mi memoria a las monjas que me educaron, que eran en aquel Colegio de niños de 8 a 10 años de las Hijas de la Caridad. Todo ello, con la debida nostalgia, con el cariño que retengo pese al tiempo y con la emoción que estos recuerdos me traen, a la que no dudo en dar rienda suelta en la evocación y en el relato.
Y así, recuerdo muy bien que, una vez cambiada mi ropa “civil” por la del uniforme colegial, y habiéndome despedido de mi madre, mi hermana y mis tíos (que vivían en El Escorial, que siempre me tuvieron por hijo y que garantizaban a mi madre una cercanía atenta y una visita dominical, a la que nunca faltaron), me reuní en el campo de fútbol con la treintena de alumnos que no habían ido de vacaciones de verano a sus casas (las habían pasado en una residencia en Isla Cristina). Y allí me vi inmediatamente asistido por Pedro Rodríguez Doamo (de Neda, junto a Ferrol, que fue compañero mío ese curso y lo siguió siéndolo durante la larga estancia en León), que estuvo preocupado por pasarme el balón y por glosar mis chutes, sin duda exagerándolos ya que el fútbol nunca fue mi fuerte y además yo solo había jugado en mi calle y mi escuela con pelotas de goma y a veces de trapos liados y bien apretados. Aquella noche no fue la peor, sin duda porque -también lo recuerdo- me enfrentaba a una vida tan extraña y sugerente, con tan continuada inmersión en la novedad y la distensión (ya digo que no había empezado el curso todavía), que me atrapó rápidamente, y a ella me sometí por completo, seguramente porque me superaba totalmente y porque sabía que estaba allí para “siempre”; así que pronto acabé asumiendo los rigores de la disciplina, la rutina de la cadencia del dormitorio-misa-estudio-recreo-clase-comedor… y, lo que no he dejado nunca de considerar el mayor tesoro del internado, el trato con los compañeros: la intimidad selectiva y la asistencia del conjunto, las aventuras dentro y fuera de clase, la amistad para siempre… Creo que aquella diversidad de origen geográfico y de acentos, así como la convivencia con tan incipientes personalidades infantiles, me hicieron tolerante con el grupo, y adicto a este país, con sus gentes y sentimientos, que llamamos España.
No me libré, desde luego, de las crisis de morriña (¡palabra y sentimiento que descubrí allí, entre tantas cosas nuevas!) en diverso grado y momento, y solo pasarían dos o tres días de mi ingreso cuando bajé al despacho de la madre superiora a pedirle que llamara a mi tío de El Escorial, que me quería ir a mi casa. Sor Juana, bondadosa, condescendiente y experimentada me dijo que así lo haría, que no me preocupara y que me reintegrara al grupo. Creo que fue sor María del Carmen, en cuya clase caí (la 6ª, de ocho existentes) al iniciarse oficialmente el curso, la que se encargó de atenuar mi tristeza distrayéndome y empleando -supongo- sus técnicas de educadora de niños alcanzados por una tristeza comprensible. El caso es que la crisis fue superada y ya digo que mi integración en aquella masa de 300 escolares de toda España fue total (o casi: de mis artimañas para eludir las pocas cosas que no quería ni podía comer, de ninguna manera, de aquellos menús tan desconocidos, guardo también especial y exitoso recuerdo). No puedo olvidarme de destacar de sor María del Carmen su elegante severidad y su noble compostura: no admitía bromas, pero la recuerdo como una mujer entrañable.
Y como mi preparación era la adecuada, al poco tiempo de iniciarse el curso me pasaron a la clase 8ª, con sor Teresa, la previa al ingreso de Bachillerato, que se hacía a los 10/11 años, y cuyo examen teníamos que pasarlo en Madrid, Instituto Ramiro de Maeztu, Secretaría de Alumnos Libres; creo que todo mi grupo lo aprobamos, y por eso nos mandaron al nuevo Colegio de León, donde cursamos los cuatro años de aquel Bachillerato llamado Elemental, antes de iniciarnos, como hicimos la mayoría de mi curso, en la Formación Profesional. Y estaba preparado para pasar al curso más adelantado porque mi madre me había llevado, meses antes de ir a Ávila, con maestros y maestras que me hacían “adelantar”, después de salir de la escuela, lo que se esperaba que estudiaría en el internado.
Mi madre venía preparándome -y preparándose- como mejor entendía para la separación inevitable… desde que nací, como quien dice, ya que a los pocos días adquirí la condición de huérfano ferroviario, y pronto le informaron de que a los ocho años Renfe me reclamaría para ser educado en sus internados hasta los dieciocho. Y esto, pese a ser una perspectiva de evidente privilegio en aquella España de escasos y mediocres accesos a la educación (sobre todo la secundaria y no digamos la universitaria), a mi madre tuvo que hacerle sufrir desde el primer momento. Otra medida que adoptó fue mandarme varios meses durante 1956 con mis tíos en El Escorial (donde mi tío Martín también era ferroviario), para que me acostumbrara a la distancia, al frío, etc. No perdí el tiempo, ya que acudía a la escuela propia de la fábrica local de chocolates Matías López, que regía don Amadeo, un cordial personaje que era compañero de dominó de mi tío. En aquella estancia iniciática también me llevaron a visitar el Colegio de Ávila y contemplar la vida colegial, con las zalamerías previstas de las monjas que habrían de recibirme meses después (Recuerdo de aquel día, por cierto, los cañonazos contra las cinematográficas murallas de la ciudad, en el rodaje de Orgullo y pasión.)
Como apunte sobre las tristezas de mi madre según se me acercaba la hora, diré que, si ingresé en Ávila en septiembre de 1957, fuera de plazo porque debía haberlo hecho en enero de 1956 nada más cumplir los ocho años, fue porque ella alegó -con fundamento, pero seguramente magnificándolo- que yo padecía de bronquitis, y con certificados médicos me retuvo lo que pudo mientras fue posible. Pero toda la familia y los vecinos la animaban a asumir el sacrificio, ya que era por mi porvenir; así que ya no dudó cuando recibió el ultimátum: o ingresaba en el colegio o perdía los derechos a esa educación. (Diré, de paso, que aquel invierno en Ávila me cortó en seco la bronquitis, de la que nunca más he sabido).
Nuestra profesora en la 8ª era sor Teresa, algo nerviosa y sin embargo paciente y cariñosa. Cuando, veinte años después de aquel curso, visitamos el colegio para que Pepi y nuestro hijo Pedro lo conocieran, ella seguía allí y me emocionó con su sobresalto de alegría al reconocerme. Guardo, sin embargo, de aquellas monjas educadoras, un recuerdo muy especial de sor María, la jefa de Estudios, adusta de verdad, mantenedora a ultranza de la disciplina general y sistemática y, en consecuencia, el “coco” para todos los alumnos (e incluso para algunas monjas). Pero que mostró un especial trato conmigo, ya que al escogerme para pronunciar los discursos del año escolar (que fueron el mismo, con ligeras variantes, a repetir en las dos o tres fiestas anuales abiertas a la ciudad y los ferroviarios) hubo de luchar contra mi lenguaje murciano que, aun resultándole simpático, sonaría un tanto exótico y no del todo apropiado en el corazón de Castilla (y en la tierra de santa Teresa, eximia escritora además de doctora de la Iglesia…). Recuerdo algunos párrafos de aquel discurso (“…los huerfanitos de Ávila no podemos, ni sabemos, hacer grandes cosas…”), del que tenía que aprenderme la letra de memoria, por supuesto, pero también el gesto y la entonación. Y también cómo sor María me machacaba con un “¡Vocaliza, Pedrito, vocaliza!” que, a fin de cuentas, logró que pudiera homologarme para siempre con la mayoría, pese a diversa, de españoles manejando un castellano estándar. Y por aquel aprendizaje y la bondad con que me distinguió guardo a sor María en el corazón. El entrenamiento “oratorio” hubo de ser vivo, ya que pude estrenarme en la fiesta colegial del Día de la Madre (8 de diciembre), con mi tía Teresa en primera fila y a la que observaba, de reojo, hecha un mar de lágrimas.
En mi casa de Águilas, en la pared que mi madre tenía enfrente cuando cosía (todo el día y parte de la noche), luce el diploma que otorgaba anualmente el Colegio a uno de los alumnos y que aquel año recayó en el aguileño (“por sus méritos y aprovechamiento en el curso de 1957 a 1958”). Lleva la firma de sor Juana Izpurúa, la madre directora que supo distraerme y retenerme aquel día de una morriña devastadora. Un trofeo y un regalo que debieron hacer muy feliz a mi madre aliviando, aunque parcial y temporalmente, las penas de la separación.
Magnífico y hermoso relato
ResponderEliminarPedro, enhorabuena. Una crónica magnífica por la descripción tan detallada y el lirismo que rezuma. Me ha resultado muy entrañable y emotiva. Un cordial saludo desde Santa Cruz (Murcia).
EliminarExcelente descripción de una etapa de la vida que marca el futuro de nuestra existencia.Era una etapa en la que en España los orígenes de la formación profesional ayudaron a los jóvenes a conseguir habilidades manuales muy útiles para ganarse la vida en la mayoría de los casos llevada a cabo por instituciones religiosas.
ResponderEliminarEntrañables recuerdos. ¿Es posible que el nombre del Colegio de Huérfanos de Ferroviarios, en siglas CHF, se deba a los miles de padres fusilados por el bando franquista en la Guerra Civil, dejando a tantos niños huérfanos?
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