La solidaridad obrera está en el corazón del movimiento Blocchiamo Tutto
Aunque se había estado gestando durante meses, pocos previeron la magnitud de lo que se desató entre el 22 de septiembre y el 4 de octubre de 2025, cuando Italia —percibida durante mucho tiempo como apática, políticamente desmovilizada y fragmentada— se paralizó repentinamente. Bajo el grito de "Blocchiamo Tutto", una movilización masiva por el pueblo de Gaza se extendió desde los puertos de Génova y Livorno hasta las escuelas de Nápoles y las estaciones de tren de Milán, Roma y Bolonia.
Lo que comenzó el 22 de septiembre como un llamado a la acción de las bases sindicales en apoyo a la Flotilla Global Sumud se convirtió en una interrupción social sin precedentes. Sectores enteros se paralizaron. Fuentes sindicales estiman más de 2 millones de participantes en 85 ciudades. El transporte público se detuvo en casi el 90% de los municipios, y la mitad de los servicios ferroviarios se suspendieron. Puertos importantes como Génova, Livorno, Trieste, Nápoles y Ancona fueron bloqueados por estibadores que ondeaban banderas palestinas. Más de 200 cruces de carreteras y líneas ferroviarias fueron ocupados, mientras que los aeropuertos perdieron velocidad.
La movilización, que comenzó como asambleas dispersas en escuelas y centros de trabajo, se acumuló en una disrupción sincronizada. El viernes 3 de octubre, la huelga general convocada por la Unione Sindacale di Base (USB) y seguida por la CGIL transformó la indignación difusa en un único acto colectivo. Al día siguiente, una multitudinaria marcha en Roma clausuró la movilización.
Las demandas de los manifestantes eran contundentes: un alto el fuego inmediato y el fin del ataque israelí contra Gaza, el cese del comercio de armas y de la complicidad de Italia mediante exportaciones, logística y cooperación militar, la ruptura total de los vínculos económicos e institucionales con Israel y, finalmente, la entrada sin restricciones de ayuda humanitaria a la asediada Franja de Gaza. Sin embargo, tras estas demandas inmediatas se escondía una aspiración más amplia: recuperar la autonomía moral y política en un país aturdido durante mucho tiempo por el cinismo.
De la indignación moral a la movilización masiva
La escalada fue rápida. El 22 de septiembre, la primera huelga general convocada por la USB contó con una amplia participación espontánea y desencadenó el cierre y la ocupación de puertos en todo el país. Tras el ataque del 24 de septiembre a la Flotilla Global Sumud, estallaron manifestaciones espontáneas en todo el país, lo que llevó a la USB y a organizaciones palestinas a lanzar la movilización permanente "100 Piazze per Gaza" (100 Plazas por Gaza). Cuando Israel subió a bordo de la flotilla el 1 de octubre, la USB, junto con, esta vez, la principal confederación sindical, la CGIL, convocó una segunda huelga general para el 3 de octubre, lo que desencadenó grandes manifestaciones y bloqueos a nivel nacional, que culminaron en la masiva manifestación en Roma el 4 de octubre.
Para comprender la magnitud del Blocchiamo Tutto, hay que partir de la brecha existente entre una población aún animada por una conciencia católico-humanista y unas instituciones cada vez más subordinadas a la ortodoxia atlantista. Mientras el gobierno de Meloni, inquebrantable en su alineamiento con la OTAN e Israel, hablaba el lenguaje de la necesidad geopolítica, la opinión pública hablaba el lenguaje de la compasión. Esta ruptura creó un vacío de legitimidad. Cuando las pantallas de televisión mostraban hospitales bombardeados y niños sin vida, el gobierno respondió con fórmulas diplomáticas. Esa negativa a reconocer lo que la gente común podía ver con sus propios ojos alimentó la revuelta.
La Flotilla encarnó la antítesis de esa negación: un acto pequeño pero concreto que reafirmó la capacidad de acción moral. Cuando los estibadores prometieron actuar si la Flotilla sufría algún daño, revivieron la idea de que individuos y colectivos podían hacer algo contra la injusticia. En ese sentido, la movilización fue menos una erupción repentina que un regreso de la razón moral a la vida política italiana.
En Italia existe una creencia residual pero persistente de que ciertos actos violan el umbral humano de la decencia, y la matanza de civiles en Gaza activó esta ética latente, desencadenando una dinámica mucho más amplia. Aquí, sectores católicos de la sociedad italiana se cruzaron con tradiciones antiimperialistas seculares. Grupos parroquiales y ONG católicas se unieron a sindicatos de izquierda para convocar huelgas. Esta fusión de lenguajes morales —humanismo cristiano e internacionalismo radical— creó una resonancia imposible de replicar en sociedades más secularizadas.
Pero si la indignación moral fue la chispa, la clase trabajadora el motor. La claridad de propósito de los estibadores genoveses, «Bloquear todo si la Flotilla es atacada», trascendió la retórica. Los sindicatos italianos de base, como la USB y la ADL, que organizaron fuertemente a los estibadores, los funcionarios precarios y el sector logístico, transformaron el sentimiento en estructura. En 2025, su paciencia dio sus frutos. Al articular una huelga política vinculada a la solidaridad internacional, relegitimaron la idea del trabajo como un actor moral y estratégico, no meramente económico. El «río de gente» que se movilizó entre el 22 de septiembre y el 4 de octubre fue, por lo tanto, el resultado de un trabajo organizativo de base que respondió a la urgencia histórica.
Lo que surgió fue un repertorio híbrido de contiendas. Las huelgas tradicionales se fusionaron con bloqueos de carreteras y puertos, ocupaciones estudiantiles y la llamada "huelga social". El lugar de trabajo ya no era el único terreno de lucha; todo el país se convirtió en un campo de batalla. La economía italiana, fuertemente dependiente de la logística y el transporte, ofrecía puntos vulnerables de congestión. Al aprovecharlos temporalmente, el movimiento convirtió la protesta simbólica en presión material.
Dicha coordinación no requirió ni un mando centralizado ni un caos espontáneo, sino el fruto de una inteligencia social difusa: sindicatos, colectivos y asambleas actuando dentro de un horizonte de propósito compartido. El resultado fue una movilización que se sintió a la vez planificada y orgánica, rigurosa pero viva.
¿El nacimiento de un nuevo movimiento?
Las huelgas demostraron lo que es posible cuando el reflejo moral se convierte en acción colectiva, pero también revelaron la necesidad de formas duraderas capaces de convertir la indignación en una política sostenida. El rechazo es real y profundo, pero la infraestructura para llevarlo adelante sigue en construcción.
Algo ocurrió en aquellos días que no puede reducirse solo a la compasión. Las calles de Italia no solo compadecieron a Gaza, sino que se reconocieron en su opresión. Las imágenes de Gaza —familias cubiertas de polvo, hospitales sin electricidad, niños rescatados de los escombros— eran horrorosas en sí mismas, pero también resonaban con la propia experiencia de los italianos: la precariedad, la crisis de la vivienda y una política que ignora las luchas de la gente común.
Este reconocimiento creó una gramática compartida: estibadores y repartidores, estudiantes y jubilados, enfermeras y docentes, todos se sintieron identificados. En ese sentido, no fue la identidad lo que impulsó la movilización, sino la legibilidad: la demanda de dignidad de los palestinos hizo legible una demanda más amplia de ser vistos y escuchados en casa. Por eso, los cánticos no se detuvieron en el alto el fuego, sino que comenzaron a abordar temas como salarios, vivienda, austeridad y gasto militar: un hilo conductor que atraviesa la política nacional e internacional. ¿Será suficiente para sentar las bases de un nuevo movimiento contra la guerra?
La oposición de la población italiana a la guerra no es nueva ni superficial. Lleva en sus entrañas el Artículo 11 de la Constitución italiana y en su corazón una sensibilidad católica-humanista. La simultaneidad de dos hechos —la indignación pública por las masacres de civiles en Gaza y el agotamiento interno ante la retórica de la securitización— generó un sentimiento antimilitarista amplio, aunque aún desestructurado. Sin embargo, este es embrionario. El país aún no cuenta con una plataforma antibélica arraigada en la organización de masas en centros de trabajo y escuelas.
La movilización se fortaleció gracias a la pluralidad: sindicatos de base, colectivos estudiantiles, organizaciones palestinas, grupos católicos, centros sociales y sectores de la CGIL. Pero la pluralidad no es hegemonía. Los sindicatos de base lideraron con claridad y valentía, mientras que la CGIL, impulsada por sus bases, entró al campo de forma desigual. Entre ellos se extiende una amplia brecha táctica y cultural que no puede desaparecer. El riesgo ahora es la dispersión: calendarios paralelos, marcos que compiten, capacidades desiguales, localismos.
Parte de la oposición institucional en torno al Partido Demócrata y sus aliados se movió para replantear las protestas como motivadas por preocupaciones humanitarias, desprovistas de todo conflicto. El repertorio es familiar: llamamientos al diálogo, manifestaciones separadas con un gran simbolismo y pocos detalles, propuestas de comisiones parlamentarias, campañas de beneficencia en lugar de huelgas. Tras meses de vacilación, este bloque buscó canalizar la nueva energía hacia cauces institucionales seguros.
El Estado, por su parte, se mantuvo prácticamente al margen durante los días de mayor actividad, calculando que una represión generalizada sería contraproducente. Pero la ausencia de represión masiva no significó neutralidad. Las protestas fueron seguidas por una presión selectiva: procedimientos disciplinarios contra empleados públicos, prohibiciones administrativas que restringieron el acceso de activistas a zonas específicas, mayor vigilancia de los organizadores, advertencias a líderes estudiantiles y acoso procesal dirigido a trabajadores de logística y militantes portuarios. Políticamente, el objetivo es debilitar la militancia en los márgenes y apostar por el cansancio en el centro. Sin embargo, la apuesta del Estado es arriesgada, ya que subestima lo mucho que la huelga reveló sobre el estado de consenso en el país.
Si existe un camino hacia un movimiento duradero en Italia, este pasa por el ámbito laboral. Los nuevos líderes surgidos de las huelgas, el aumento de la afiliación a los sindicatos de base, los trabajadores portuarios y logísticos que perfeccionaron sus conocimientos sobre bloqueos, y la incipiente coordinación intersectorial entre escuelas, almacenes y muelles: todos estos factores son clave para la continuidad. Aquí es donde el movimiento puede volverse reproducible: asambleas periódicas, planes de preparación para paros selectivos, infraestructuras de apoyo legal para los trabajadores disciplinados y un calendario compartido que vincula los detonantes internacionales con los puntos de presión nacionales.
La lección de aquellos días es clara: cuando el movimiento obrero entra en escena, la solidaridad adquiere fuerza material. Los próximos meses pondrán a prueba si ese paso se convierte en una postura.
Implicaciones estratégicas
Durante años, la derecha italiana ha gobernado no solo con políticas, sino también con afectos, impulsando una pedagogía de la apatía: nada cambia, nada funciona, nada vale el riesgo. Blocchiamo Tutto rompió ese hechizo, al menos momentáneamente. Los mercados se detuvieron, los trenes se detuvieron, los puertos se paralizaron, los parlamentos lo notaron. En un país acosado por el espectro de lo que Alberto Moravia llama Gli indifferenti , las movilizaciones invirtieron el diagnóstico: la indiferencia no describía a las personas, sino a las instituciones. Para una generación educada en expectativas reducidas, el acto de detener la normalidad se convirtió en una lección de posibilidad política.
Los acontecimientos demostraron algo que muchos olvidaban: el internacionalismo moviliza. No como una abstracción, sino como una ética vivida con consecuencias directas a nivel nacional. La exigencia de detener un genocidio generó más energía que muchas luchas salariales de los últimos años, no porque los salarios no importen, sino porque el internacionalismo proporciona un horizonte moral que reordena las prioridades.
Tras los bloqueos, una frase se popularizó: podemos detener las cosas. No se trata de bravuconería, sino de un cambio cognitivo con consecuencias estratégicas. La conciencia de que los puertos y las estaciones son cuellos de botella ya no se limita a los militantes; se ha convertido en una intuición popular. Esto tiene dos efectos. Primero, aumenta el coste de la represión: la opinión pública ahora sabe que la disrupción no es nihilismo, sino método. Segundo, permite tácticas más selectivas: desde cierres totales hasta paros breves y de gran impacto vinculados a detonantes específicos (un barco, una transferencia de armas, una votación). El bloqueo ahora forma parte del repertorio político del país.
Las movilizaciones también fueron significativas por la participación masiva de los jóvenes. Italia es antigua, su política aún más antigua. Pero las plazas eran jóvenes. Los protagonistas eran estudiantes con un futuro precario, jóvenes trabajadores de logística y servicios, manifestantes primerizos que se vieron obligados a dormir en el suelo de las escuelas para mantener sus ocupaciones. Cientos de escuelas en todas las regiones se movilizaron, y las universidades, que habían permanecido en silencio durante mucho tiempo, volvieron a ver cómo las asambleas llenaban los pasillos.
Esto importa. Una generación marginada económicamente por salarios de miseria y empleos inestables, socialmente marginada por el aumento vertiginoso de los costos y políticamente ignorada por la inexistencia de sus demandas en el debate público, se descubrió como protagonista política. La semana ofreció a los jóvenes no un carnaval, sino un programa de estudios: cómo planificar, negociar y ganarse la atención del público. Esas son capacidades que perduran.
En retrospectiva, nada de aquellos días fue espontáneo en el sentido mítico. Los años de los estibadores negándose a cargar armas, la paciente construcción de coaliciones por parte de los sindicatos de base, las primeras protestas universitarias convocadas por organizaciones como Potere al Popolo, la constante presencia de grupos estudiantiles y asociaciones de la diáspora palestina: estos fueron los canales por los que fluyó la energía de la movilización.
La lección es poco romántica e indispensable: la organización es tiempo almacenado. Es el trabajo silencioso el que convierte un auge momentáneo en una estructura duradera. Donde existían organizaciones —comités, redes de trabajo, coordinación interurbana—, la movilización era profunda. Donde eran escasas, la energía se desvanecía. El camino a seguir no es un misterio, es trabajo: mapear las cadenas de suministro, capacitar a activistas, crear equipos legales y de atención, coordinar calendarios y cultivar líderes más allá de los habituales.
Después del diluvio
La amplitud de esos días no se reproducirá a demanda, y no debería ser la medida del éxito. Las movilizaciones respiran: se contraen y se expanden. El objetivo no es mantener el punto máximo indefinidamente, sino institucionalizar los logros: en la memoria, las redes y la memoria muscular.
La huelga general del 28 de noviembre y la manifestación nacional en Roma un día después marcaron una continuación más discreta, pero aún significativa, del ciclo. Convocadas principalmente por la USB y los sindicatos de base, buscaron mantener la presión para un alto el fuego. En esta ocasión, la movilización impugnó abiertamente la Ley de Finanzas del gobierno, denunciándola como la expresión interna de la misma economía de guerra que posibilita el genocidio en Gaza. La CGIL, temerosa de ser superada una vez más, optó por una movilización separada el 12 de diciembre, una fecha inusual que reveló las inquietudes competitivas que impregnaban al sindicalismo italiano.
La participación fue notablemente menor que a finales de septiembre, como se esperaba tras el pico de la ola; sin embargo, las protestas mantuvieron cierta continuidad. Como suele ocurrir en Italia, prevaleció la fragmentación, pues ninguna fuerza tiene aún la capacidad hegemónica de unificar el campo. La USB lo había logrado brevemente gracias a una constelación única de circunstancias, pero mantener ese papel es difícil debido a las limitaciones subjetivas y a la constante atracción de la izquierda liberal hacia la moderación y la cooptación.
Aun así, las acciones de noviembre consolidaron el conocimiento político: mantuvieron vivo el vínculo entre Gaza, la lucha contra el rearme y la demanda de salarios, derechos sociales y una alternativa al presupuesto gubernamental orientado a la guerra. En última instancia, estos son los problemas —junto con la capacidad de la clase trabajadora organizada para imponerlos en el debate nacional— que determinarán si el ciclo se consolida o se desvanece. La reducción de las cifras subrayó la brecha entre la indignación moral y la estructuración política; sin embargo, este intento de rearticulación sigue siendo un paso necesario. La alternativa sería una rápida desintegración.
El cambio más trascendental es conceptual. El ala organizada del movimiento de solidaridad articuló la resistencia palestina no solo como una súplica humanitaria, sino como una lucha política: una lucha contra la dominación colonial ligada a una economía global de guerra, especulación y deriva autoritaria. Al hacerlo, invitó a la sociedad italiana a interpretar su propia condición a través de Palestina, no en torno a ella. Esta es la diferencia entre una ola que retrocede y una corriente que reencauza los ríos. Cuando la solidaridad dice "bajen las armas, suban los salarios", no está sustituyendo lo nacional por lo extranjero, sino uniéndolos. Los fondos fluyen de la misma fuente, las decisiones se justifican con los mismos mitos, la represión sigue los mismos guiones. En ese reconocimiento reside la promesa de continuidad. La tarea por delante es consolidarla: traducir la ética en estructura, la estructura en influencia, la influencia en resultados.
Una cuestión que las huelgas italianas han reabierto se refiere a la relación entre la huelga general, las huelgas continuas de los sectores más avanzados y la táctica del Blocchiamo Tutto. Se trata de un debate que recorre la historia del movimiento obrero, desde las reflexiones clásicas sobre la huelga política de masas, donde Rosa Luxemburg argumentó que una huelga general no es una orden, sino la culminación de ritmos de lucha desiguales, hasta los dilemas más recientes en Francia, donde ciertos sectores mantienen una movilización prolongada mientras que otros solo participan esporádicamente.
La huelga general, con su fuerza simbólica y política, brindó un momento de autorreconocimiento colectivo: un país que se descubrió capaz de interrumpir. Pero esto no puede ocultar que la influencia más duradera provino de aquellos sectores capaces de acciones repetibles —puertos, logística, transporte— cuya continuidad sostuvo una presión que un solo día no pudo. Al mismo tiempo, Blocchiamo Tutto evitó que estos sectores avanzados se convirtieran en vanguardias aisladas. Al desplazar el terreno hacia los bloqueos de circulación, disolvió la antigua división entre «productores» y «espectadores», convirtiendo la disrupción en un recurso democrático compartido en lugar de la prerrogativa de unos pocos.
Sin embargo, la articulación entre estas formas sigue sin resolverse. ¿Qué ritmo puede alinear la militancia prolongada con estallidos más amplios? ¿Cómo pueden las prácticas de bloqueo evitar la inflación simbólica y traducirse en una organización duradera? Estas preguntas permanecen abiertas, a la espera de ser elaboradas mediante luchas futuras. Lo que está claro es que Blocchiamo Tutto reactivó un problema estratégico largamente latente: cómo componer los diferentes ritmos de la clase y cómo convertir la unidad episódica en una fuerza política sostenida.
Los "días de paro" en Italia fueron una interrupción estratégica que reintrodujo la claridad moral en una esfera política minada por el eufemismo y la resignación. Demostraron que el internacionalismo no es un adorno de la izquierda, sino su motor; que la fuerza de trabajo, cuando se dirige a los nodos neurálgicos de la circulación, puede transformar la compasión en consecuencia; que la juventud, cuando se le asignan verdaderos intereses y tareas reales, no se deja llevar por la corriente, sino que lidera.
Lo que queda no es automático ni imposible. Se trata de construir una bisagra duradera entre tres planos: el ético (rechazo a la barbarie), el organizativo (un entramado de comités, delegados y coordinación) y el estratégico (acciones selectivas de alto impacto vinculadas a detonantes claros). El gobierno intentará socavar esto mediante una mezcla de indiferencia y represión selectiva. La centroizquierda intentará cooptarlo y devolverlo a su cauce.
Pero el recuerdo del paro es obstinado. Los puertos recuerdan. Las estaciones recuerdan. Las escuelas recuerdan. Y con ellos, un pueblo que, aunque solo fuera por unos días, se demostró a sí mismo que incluso en un país antiguo, la historia puede reconectar. La lección es sencilla y desarmante: cuando el trabajo y la solidaridad convergen, la maquinaria de la guerra y la indiferencia puede detenerse. A partir de ahí, la política comienza de nuevo.
Fuente: Fundación Rosa Luxemburg




















