sábado, 29 de marzo de 2025

¿Tiene una política sexual el fascismo?

 

 Por Robyn Marasco  
      Profesora asociada en el Departamento de Ciencias Políticas de Hunter College y miembro del profesorado del Departamento de Estudios de la Mujer y de Género del Centro de Graduados de la Universidad de la Ciudad de Nueva York.


Entender el fascismo implica analizar tanto su discurso sobre las mujeres como la forma en que se dirige a ellas. Toda teoría crítica del fascismo debe partir del «antifeminismo femenino» producido por la supremacía masculina.


     En los años setenta del pasado siglo, en que escribió sobre fascismo y feminidad, Maria Antonietta Macciocchi señaló que no era posible entender el fascismo sin a la vez comprender cómo este les habla a las mujeres y habla sobre ellas. Para Macciocchi, toda teoría crítica del fascismo debía empezar por la peculiar forma de «antifeminismo femenino» engendrado por la supremacía masculina.

Dos mujeres perdieron la vida en los disturbios ocurridos en el Capitolio, en Washington, D. C., pero sólo una de ellas, Ashli Babbitt, se ha convertido en mártir del movimiento. La otra, Roseanne Boyland, murió aplastada por una multitud de partidarios de Trump poco después de llegar al Capitolio y de que se la viera en vídeo enarbolando una bandera de Gadsen con la leyenda «Don’t Tread on Me» («No me pases por encima»). La trágica ironía de la muerte de Boyland se transformó en un meme de tira cómica entre la Izquierda. Pero, entre la derecha, fue Ashli Babbitt a quien se honró y cuya memoria se perpetuó. Desde entonces, con cada asesinato policial de gran resonancia de alguna persona negra, las menciones de Ashli Babbitt se multiplican en las redes sociales. #Sayhername, el hashtag utilizado para dar visibilidad a los patrones de violencia policial contra las mujeres negras, fue rápidamente objeto de apropiación para ocultar esa violencia. Ashli Babbitt se convirtió en la imagen que la derecha oponía a Sandra Bland y Breonna Taylor, como prueba de que a la izquierda le importaban sólo algunas vidas y de que algunas mujeres estaban dispuestas a sacrificarlo todo por su país.


Bandera de Gadsden.



Imágenes de vídeo filmadas en los instantes que precedieron a su muerte muestran a la veterana de 36 años de edad de las Fuerzas Aéreas irrumpiendo en el edificio del Capitolio con una bandera estadounidense colgada de los hombros como si fuese una capa, antes de que la ayuden a penetrar en el edificio alzándola a través de una puerta con el cristal roto y, finalmente, de que la alcance en el cuello un disparo hecho por un policía vestido de civil y se la vea caer al suelo. Babbitt estaba desarmada cuando le dispararon, aunque muchos en la multitud que la rodeaba llevaban armas, al mismo tiempo que, apenas del otro lado del cristal roto, varios miembros de la Cámara de Representantes de Estados Unidos se encontraban en medio de una apresurada huida. Dos semanas después, la derecha organizó una «Marcha del millón de mártires» para honrar la memoria de Babbitt. La ilustración del cartel diseñado para la ocasión, todo en negro, presentaba en su centro la figura de una mujer vestida de blanco, frente a la cúpula del Capitolio, con una lágrima de sangre roja en el cuello, aureolada por cuatro estrellas blancas. Los disturbios del 6 de enero generaron toda una galería de imágenes que en los años siguientes la derecha utilizará como dispositivos de reclutamiento. Ashli Babbitt, reimaginada como la Dama de la Libertad, se distingue por su estética «femenina».

El martirio de Ashli Babbitt plantea dos cuestiones distintas pero conexas —qué dice la derecha sobre las mujeres y qué dice la derecha a las mujeres— cuyas respuestas nos dirán algo sobre la manera en que la derecha se ha adaptado a cambios en la estructura social y fomenta formas contradictorias de reacción política. En los años setenta del pasado siglo, en que escribió sobre fascismo y feminidad, la marxista-feminista Maria Antonietta Macciocchi señaló el extraño silencio que reinaba en torno a esas cuestiones, ni que fuese posible entender el fascismo sin a la vez comprender el modo en que este les habla a las mujeres y habla sobre ellas. Para Macciocchi, toda teoría crítica del fascismo debía empezar por la peculiar forma de «antifeminismo femenino» engendrado por la supremacía masculina. Macciocchi cuestionaba a la vieja izquierda por no tomarse en serio al sexo como lugar de dominación y lucha. E insistía en la necesidad de que la teoría y la práctica antifascistas se convirtieran en teoría y práctica feministas, es decir, que una y otra comprendieran y combatieran la política sexual de la derecha, así como las tendencias fascistas de la izquierda.




Macciocchi encontró en el marxismo recursos para una teoría feminista del fascismo, especialmente en Antonio Gramsci, y en la tradición psicoanalítica, sobre todo en Wilhelm Reich. La donna “nera”. “Consenso” femminile e fascismo, obra publicada en 1976, se destaca por ser uno de los pocos textos de la larga historia del freudismo-marxismo que estuviese impulsado por una agenda y unos objetivos feministas. Para Macciocchi, el psicoanálisis proporcionaba la explicación del consentimiento de las mujeres al fascismo, en el cual veía una forma de masoquismo femenino y de irracionalismo de masas. Cualesquiera que sean los límites de ese razonamiento, Macciocchi planteó una cuestión primordial de la política como una pregunta para las mujeres en particular y sobre ellas: ¿Por qué luchan las mujeres por su servidumbre como si fuera su salvación? ¿Cómo llegan las mujeres a desear su propia dominación e incluso a defenderla hasta la muerte? ¿Cómo se construye la propia feminidad en torno a esa extraña pulsión de muerte?

Sólo unos años más tarde, en 1979, la feminista radical Andrea Dworkin publicó «The Promise of the Ultra-Right», que se convertiría en el primer capítulo de Right-Wing Women. The Politics of Domesticated Females, obra en la que se proponía mostrar cómo el «conservadurismo de movimiento» en Estados Unidos había conseguido movilizar a las mujeres en cuanto mujeres en beneficio de la supremacía masculina. Aunque no era marxista ni freudiana, y su libro resalta por la ausencia de referencias a esas arraigadas tradiciones, Dworkin se hace eco de Macciocchi cuando el papel de las mujeres en la movilización de la derecha, centrándose específicamente en el caso estadounidense, sin duda diferente de los movimientos de Italia y América Latina estudiados por Macciocchi. Por otro lado, Dworkin veía en el apoyo de las mujeres blancas a la extrema derecha un cálculo mayorimente racional, muy al contrario de las ideas de Macciocchi sobre el instinto y el irracionalismo. Pero también Dworkin insiste en que la política sexual de la derecha es la clave de su éxito y hace hincapié en el poder de mujeres como Anita Bryant, Ruth Carter Stapleton y, especialmente, Phyllis Schlafly a la hora de movilizar el apoyo de las mujeres a su propio servilismo y condición de segunda clase, preferible, después de todo, a no tener ningún estatus. Al igual que Macciocchi, Dworkin apunta al culto a la feminidad que afianza al supremacismo masculino en el corazón de las mujeres conservadoras, así como en el de los hombres. También considera que el «antifeminismo femenino» es una potente fuerza política, a menudo descuidada y fácilmente incomprendida. Ambas pensadoras tratan la institución y la ideología de la familia patriarcal como caldo de cultivo del fascismo.


Partidarias de Donald Trump durante un acto celebrado en Charlotte, Carolina del Norte, a finales de octubre de 2018.

La coyuntura contemporánea arroja nueva luz sobre esos viejos textos y sobre la imagen del «antifeminismo femenino» que se desprende de ambos. Empiezo por Ashli Babbitt precisamente porque no era la típica ama de casa de la lista de correo de Eagle Forum. Tampoco era la Madonna doliente que veía Macciocchi en las raíces de los movimientos fascistas. No encarnaba ni la feminidad tradicional ni la mítica. De hecho, Ashli era como uno más del grupo. Veterana de las guerras en Iraq y Afganistán, había servido durante catorce años en las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, cuatro en el servicio activo, dos como reservista y otros seis en la Guardia Nacional. Se licenció del ejército en el escalafón inferior de mando, con algunas medallas por su servicio, pero antes de tener derecho a una pensión completa. En las fotografías que circularon tras su muerte, encarna la sexualidad marimacho y bronceada de una sociedad (y un ejército) sexualmente integrados: coleta, gorra roja de MAGA, camisetas sin mangas, uniforme, gafas de sol, shorts de jeans, banderas estadounidenses, en pose flexionada. Ashli se divorció y se volvió a casar, no tenía hijos, y vivía con su segundo marido y la novia de éste en lo que, según los tabloides, era un «trío» pero que, en cualquier caso, no era del todo convencional. Su cuenta de Twitter indica que en una ocasión votó por Barack Obama pero que se «radicalizó» a causa del intenso odio que sentía por Hillary Clinton. Encontró otros blancos en Nancy Pelosi, Maxine Waters y Kamala Harris. Fue una novedosa cepa de «antifeminismo femenino» la que se apoderó de Babbitt, concentrada en reacción contra las líderes del Partido Demócrata. En el momento en que se fue al Capitolio a protestar, era la propietaria de una tienda de suministros para piscinas en los suburbios de San Diego, en quiebra el negocio, y ella muy endeudada. En la puerta de la tienda había un letrero que decía «Zona autónoma libre de máscaras» en protesta contra las restricciones estatales por la Covid-19. Más abajo, el letrero decía: «Aquí nos damos la mano como los hombres».


Una mujer usa una gorra MAGA durante un mitin de Donald Trump el 3 de julio de 2021 en Sarasota, Florida.

Si antaño la «ultraderecha» (el término es de Dworkin) prometía a las mujeres blancas la seguridad y la protección de la domesticidad patriarcal, hoy ofrece algo más, algo más inmediatamente transgresor, más sensible a los impulsos destructivos y a las fuerzas antisociales y más próximo a la igualdad que rechaza y a la libertad a la que renuncia. Ofrece a las mujeres blancas un relato de su infelicidad y un terreno afectivo en el que expresar su rabia. Schlafly y otros «conservadores de movimiento» pregonaron en su día «el poder de la mujer positiva», pero la derecha actual comprende el poder y la potencia de lo negativo. Se deleita con la ira de las mujeres blancas y alimenta su resentimiento. Alienta su agresividad. Y esto, me atrevería a sugerir, es al menos parte de su atractivo. No se trata simplemente de proteger sus propios intereses (como mujeres blancas, mujeres pequeñoburguesas, mujeres de ciudadanía estadounidense), ni siquiera de desear propiamente la dominación, sino de acceder a los placeres del afecto y la agencia «masculinos». Privilegio reservado sólo a algunas mujeres, todo lo cual es parte del asunto y es también una forma de «antifeminismo femenino» y a la vez un reflejo del feminismo neoliberal al que se opone, otra versión degradada del tenerlo todo, donde en lugar de la carrera empresarial y la familia reproductiva heterosexual, las mujeres pueden acceder al entrenamiento de combate, la tenemcia de fusiles AR-15, la sexualidad poliamorosa, el conspiracionismo y, sobre todo, una apariencia de poder a falta de ningún poder real. Algunas mujeres quieren sentarse a la mesa de los consejos de administración. Otras quieren estar en el ojo del huracán.

Ocean Beach, el barrio «bohemio» que Babbitt consideraba su hogar, está a unas cuarenta millas de Camp Pendleton, una de las mayores bases del Cuerpo de Marines de Estados Unidos. El ejército, la playa y la frontera son las instituciones más poderosas de San Diego y dan a la región su peculiar cultura política. Desde hace varias décadas, la extrema derecha ha adoptado una estrategia deliberada para infiltrarse en el ejército estadounidense. Y el sur de California ha sido durante mucho tiempo un hervidero de supremacistas blancos y de actividad de bandas de cabezas rapadas. Pero no parece que Babbitt formara parte de ese ambiente, ni siquiera que se radicalizara durante su servicio en las Fuerzas Aéreas. Lo más probable es que se formara, como millones de otras personas, en los rangos inferiores del aparato de seguridad estadounidense, moldeada por la política local de una frontera nacional a sólo veinticinco millas de su casa, y que girara hacia la extrema derecha por su propio «sentido común» y su comunidad. Las mujeres constituyen alrededor del 15 % del ejército estadounidense, donde se ven sometidas a escandalosos niveles de acoso y agresión sexuales. El ejército es también donde las mujeres aprenden a «dar la mano como los hombres» y a participar en los rituales de violencia de género a que se ven sometidas de forma rutinaria.

El retrato del masoquismo femenino que nos presenta Macciocchi no puede plasmar las complejidades de una Ashli Babbitt. Y la representación que hace Dworkin de las mujeres de derecha no capta nada del irracionalismo, para el que el psicoanálisis sigue siendo nuestro mejor vocabulario teórico disponible. No obstante, ambas pensadoras están muy en sintonía con lo que Horkheimer y Adorno describen como el «fascismo potencial» latente en nuestras instituciones, así como la dinámica de fascistización, por utilizar la muy útil terminología de Ugo Palheta, que aprovecha ese potencial. Ambas ven en el sexo un instrumento clave de la fascistización.

Palheta define la fascistización como «todo un periodo histórico» y un proceso que prepara a una determinada población para el fascismo. A ese respecto, percibe «dos vectores principales»: «el endurecimiento autoritario del Estado y el auge del racismo». Creo que merece la pena reflexionar sobre ese endurecimiento autoritario del Estado en relación con el endurecimiento de la personalidad que implica la idea reichiana de «armadura de carácter». A un nivel incluso más básico, sin embargo, ¿podemos hablar de fascistización sin hablar de sexo? ¿Estaremos en condiciones de comprender el fascismo de nuestro tiempo y cómo se relaciona con los fascismos del pasado? ¿Entenderemos cómo la misoginia en línea se convierte en droga de iniciación para la extrema derecha, cómo el mundo de los activistas por los derechos de los hombres, los ligones, los MGTOW que se dedican a provocar y los «célibes involuntarios» se solapa con el de los supremacistas blancos, las milicias y los proud boys, o incluso el hecho de que un episodio relativamente menor como el #gamergate pueda describirse de forma plausible como uno de los acontecimientos inaugurales de la era de Trump? ¿Reconoceremos en el mito del «Gran Reemplazo» una apuesta por el control de la sexualidad de las mujeres, así como el pánico racista y culturalista? O, para subrayar aún más lo que quiero decir, si no vemos en el sexo un instrumento de fascistización, ¿podemos comprender a las antivacunas, a las madres que hacen yoga y a las gurús del bienestar que forman parte del resurgimiento de la nueva derecha, o cómo la conspiración Q-anon moviliza los temores de las mujeres por sus hijos? ¿Podemos percibir cómo la política del #MeToo —que coloca a algunas en la posición de víctimas de las insinuaciones sexuales no deseadas del jefe, a otras en la de esposa del jefe y a otras en la de madres que esperan que sus hijos pequeños crezcan para llegar a ser jefes— da forma al momento actual? ¿Podemos explicar la manera en que un movimiento relativamente marginal como #Tradlife se relaciona con el proyecto político más amplio de antifeminismo en la derecha? ¿Podemos escuchar sus ecos más tenues entre la izquierda intrigada por el fascismo («fash-curious») o socialista tradicional («trad-socialist»)? ¿Podremos comprender una situación política en la que las feministas radicales trans excluyentes (TERF) hacen el trabajo de los fundamentalistas religiosos y los nacionalistas culturales? ¿Comprenderemos por qué la liberación trans no es sólo un proyecto feminista sino también antifascista?


Logotipo de Proud Boys junto a las palabras de Trump dichas antes del asalto al Capitolio.

Lo que tanto para Macciocchi como para Dworkin resultaba novedoso en los movimientos reaccionarios que observaban, a saber, la movilización del «antifeminismo femenino» en defensa de la dominación masculina, podría parecer en cambio una estrategia en permanente estado de evolución de la derecha. Resulta sorprendente que ni a Macciocchi ni a Dworkin se les preste hoy mucha atención en los debates sobre el fascismo, especialmente cuando a estas alturas parece que se hubiese releído a todos los pensadores importantes del siglo como si hubieran predicho ese acontecer. Es como si la izquierda no supiera aún cómo hablar de las mujeres y de la derecha, lo que trae como consecuencia que no sepa cómo luchar por la liberación que exige el feminismo.

Para nada es obvio que Macciocchi y Dworkin puedan ser objeto del mismo análisis. Escribieron en contextos nacionales e históricos diferentes, sostuvieron ideas muy diferentes sobre la historia y la sociedad y promovieron políticas feministas diferentes y se las vieron con movimientos reaccionarios igualmente diferentes. También adoptaron posturas opuestas sobre la compatibilidad, en última instancia, de marxismo y feminismo y sobre los usos del psicoanálisis para la política feminista. Macciocchi, hija de padres antifascistas que vivían en la región del Lacio, nació en el mismo año en que Mussolini tomó el poder. Se convertiría en una periodista consagrada y en una política electa, aunque su temprana teoría crítica del fascismo, en la que se fusionaban razonamientos marxistas, feministas y psicoanalíticos, permanece en la oscuridad y, en su mayor parte, olvidada. Fue miembro del Partido Comunista Italiano (PCI) y seguidora de Gramsci y expuso sus ideas ante el público francés en París y Argel; ideas que tuvo que defender de sus críticos, entre ellos Louis Althusser. Su correspondencia con Althusser, de finales de los sesenta, resultó en un distanciamiento considerable respecto del PCI. Un década después, la expulsaron del partido por su apoyo al maoísmo y a la Revolución Cultural. Más tarde, tras conocer al Papa Juan Pablo II, adoptó posiciones alineadas con la Iglesia y sus enseñanzas.

Si bien de algún modo esa tardía «conversión» no deja de causar asombro, también es cierto que en ningún momento Macciocchi dejó de postular que la Iglesia y la religión ocupaban el centro de la vida política italiana. Ya en La donna “nera había sostenido que el mito católico de la sexualidad femenina —la madre virgen como contraimagen de la puta lastimera— proporcionaba la base ideológico-psicológica del fascismo. Mussolini entró en un terreno político ya asentado y considerablemente moldeado por instituciones e ideologías conservadoras. Y en ese terreno movilizó a las mujeres, mujeres que habían perdido a sus hijos y hermanos en la guerra y que anhelaban una política que valorase y venerase la muerte. Según Macciocchi, en los cimientos del fascismo yace una «feminidad martirizada, perniciosa y necrófila». Aunque de vez en cuando caiga en una visión simplista de las mujeres como «instintivamente» sumisas y propensas a lo irracional, gran parte de su análisis se centra en lo que los críticos contemporáneos han denominado el «culto de la muerte» del fascismo y en las formas en que las mujeres asumen la «armadura de carácter» del fascismo, idea esta última que había tomado de Wilhelm Reich, quien trató el ascenso del fascismo como una enfermedad de represión sexual, inhibición y ansiedad. Al igual que otros en la tradición freudiano-marxista, Macciocchi vio en el fascismo una especie de irracionalismo de masas, que afligía a las mujeres de formas peculiares. Encontró en el psicoanálisis las herramientas para explicar cómo un proyecto agresivamente masculinista obtenía su apoyo más fiable entre las mujeres, incluso entre aquellas que acabarían siendo sus víctimas.

La idea básica, según Macciocchi, era que en todo análisis marxista había que estirar un poco las cosas a la hora de abordar la política sexual del fascismo. Macciocchi pone de relieve el hecho de que a las trabajadoras les fue miserablemente bajo el régimen de Mussolini. Los salarios de las mujeres disminuyeron hasta en un cincuenta por ciento. A las mujeres se las cesanteaba, especialmente en las profesiones liberales, y se les prohibía ejercer la medicina, enseñar en determinadas instituciones y estudiar ciertas materias. La autonomía y la agencia reproductivas de las mujeres se vieron gravemente limitadas. Hasta se las despojó de sus pertenencias en oro; por ejemplo, el 18 de diciembre de 1935, cuando Mussolini proclamó El Día de la Fe y pidió a las esposas italianas que entregaran sus anillos de boda al Estado. Había transcurrido apenas un mes desde que la Sociedad de Naciones impusiera sanciones a Italia por la invasión de Etiopía, por lo que el régimen estaba desesperado por conseguir dinero y recibir muestras de apoyo. Solamente en Roma, los fascistas colectaron cientos de miles de anillos. En Milán, casi otros tantos. Incluso en Nueva York, Filadelfia y Chicago, miles de mujeres enviaron oro al Duce: se estima que el gobierno italiano recaudó hasta 100 millones de dólares en concepto de artículos de oro entregados por mujeres de todo el mundo. A cambio, las mujeres recibían pequeños anillos de hierro que llevar en lugar de sus alianzas, a veces grabados con la firma de Mussolini. Se utilizaban en las ceremonias de segundas nupcias, para cimentar el segundo matrimonio de una mujer con el Estado, en lo que Macciocchi veía un «matrimonio místico bajo el signo de la Muerte (la guerra) y el Nacimiento (las cunas)». Bajo el fascismo, empeoraron las condiciones materiales de las mujeres, cuyo apego al régimen, no obstante, era indefectible. La vida cotidiana estaba ensombrecida por la muerte. Mussolini hablaba de «ataúdes y cunas» y exaltaba a las mujeres como guardianas eternas de la vida y la muerte. El psicoanálisis podría dar cuenta de los elementos del mito fascista que despiertan nuestras pulsiones psicológicas más profundas.

Pero hasta en el propio psicoanálisis hubo que estirar un poco las cosas para dar cuenta del mito de la sexualidad femenina en el centro del inconsciente fascista. El acoplamiento y la amalgama de la vida y la muerte en el inconsciente fascista estaban, para Macciocchi, poderosamente moldeados por las instituciones concretas de la Iglesia y la Familia. El fascismo no fue una ruptura con la tradición, sino su veneración hueca y su activación instrumental. «La plaga “emocional” del fascismo se propaga a través de una epidemia de familismo» que exige a las mujeres que se entreguen «a aquel que blande el látigo». El fascismo es una forma específica de conquistar las calles, pero nace en el aparato familiar. A pesar de sus diferencias con Althusser («un profesor ahí, desde su cátedra parisina»), Macciocchi también readapta sus conceptos más significativos y, así, escribe: «las ideas que dominan los pilares del aparato ideológico del Estado, gracias a las fuerzas conjuntas del capitalismo y del fascismo, giran en torno al familismo, el antifeminismo, el patriarcado». Esas ideas son las «prácticas rituales» a través de las cuales las mujeres «aceptan voluntariamente los “atributos regios” de la feminidad y la maternidad». Ideas que se ven reforzadas, por ejemplo, por «las cuatro encíclicas papales que […] se han promulgado contra las mujeres y su trabajo, con el fin de no exigirles otra cosa que la procreación, y, como consecuencia, desautorizar su recurso al divorcio, las píldoras anticonceptivas, el aborto, etc.». La cuestión es que las instituciones y sus ideologías construyen la «armadura de carácter» de la feminidad de la que depende el fascismo. La idea de «armadura de carácter» propuesta por Reich era en sí misma una reconstrucción freudiana de la idea marxista de Charaktermaske y remitía a las capas endurecidas de la subjetividad que se forman en defensa contra el dolor y el desagrado, endémicos en el patriarcado capitalista. El fascismo llegaba a las mujeres a través de la «armadura de carácter» de la feminidad, que aquellas confundían con el poder.

Andrea Dworkin no era marxista, ni creía que el feminismo pudiera sujetarse al marxismo. Macciocchi había hecho la crítica de una «ultraizquierda infantil» que creía que la revolución obrera resolvería el problema de la opresión sexual. Y cuestionaba a la izquierda no sólo por su énfasis en la producción a expensas de la reproducción, sino por un fascismo a la inversa que pretendía depurar de la política las luchas por la reproducción. Aun así, Macciocchi había creído en el matrimonio feliz entre marxismo y feminismo. Dworkin es hija de su divorcio. Parte de la polémica que sostiene en Right-Wing Women es que, por desgracia, era la derecha —y no la izquierda— la que se había tomado en serio las preocupaciones de las mujeres, aunque en esa categoría se incluyera sólo a las mujeres blancas, de clase media, cristianas y heterosexuales y no se les ofreciera otra cosa que la falsa «seguridad» del hogar y un lugar subordinado en su seno. El psicoanálisis tampoco le ofrecía a Dworkin gran cosa. Su sujeto normativo era masculino y su lugar de formación era la familia patriarcal. Lo que es más importante, para Dworkin, los conflictos sexuales que producen las personalidades de hombres y mujeres no son tan profundos, como sugiere la idea freudiana del inconsciente. Todo ese sexo y esa muerte están, de hecho, ahí mismo, en la superficie.

Al igual que Macciocchi, Dworkin veía en las instituciones e ideologías religiosas conservadoras un punto de contacto clave entre el conservadurismo tradicional y una extrema derecha activada. Construyó un perfil de las mujeres sureñas conservadoras de origen bautista y católico en el que se mostraba cómo el uno y la otra intentaba convencer a las mujeres del precio que debían pagar por los privilegios de la protección masculina. Algunas de esas mujeres creían profundamente en la supremacía masculina. Otras eran más estratégicas en su orientación. Ninguna más que la propia Schlafly, «poseída por Maquiavelo, no por Jesús» y singular entre las mujeres de derecha por su astucia y fuerza. Vale la pena citar in extenso lo que sobre Schlafly escribe Dworkin:

A diferencia de la mayoría de las demás mujeres de derecha, Schlafly, en su producción escrita y oral, no reconoce haber experimentado ninguna de las dificultades que desgarran a las mujeres. En opinión de muchos, su implacabilidad como organizadora queda mejor demostrada por su demagógica propaganda contra la Enmienda de Igualdad de Derechos, aunque también se pronuncia con elocuencia contra la libertad reproductiva, el movimiento feminista, el gobierno intervencionista y el Tratado del Canal de Panamá. Sus raíces, y tal vez su propio corazón, están en la vieja derecha, pero dejó de ser una desconocida para toda audiencia de conideración sólo cuando emprendió su cruzada contra la Enmienda de Igualdad de Derechos. Es probable que el objetivo que ambiciona sea valerse del voto de las mujeres para alcanzar los más altos escalones del liderazgo masculino de derecha. Puede que aún descubra que es una mujer (tal como entienden el significado de la palabra las feministas), ya que sus colegas masculinos se niegan a dejarla escapar del gueto de las cuestiones femeninas y situarse al más alto nivel. En cualquier caso, parece capaz de manipular los temores de las mujeres sin experimentarlos. De ser ese realmente el caso, semejante talento le proporcionaría un inestimable y despiadado desapego como estratega resuelta a convertir a las mujeres en activistas antifeministas. Precisamente porque las mujeres han sido entrenadas en el respeto y la obediencia a quienes las utilizan, Schlafly inspira pavor y devoción en las mujeres que temen verse privadas de la forma, la protección, la seguridad, las normas y el amor que promete la derecha y de los que las mujeres creen que depende su supervivencia”.

Schlafly aparece, en este caso, como una amaestradora de «hembras domesticadas» (el término, una vez más, es de Dworkin), capaz de manipular los temores de las mujeres precisamente porque las mujeres domesticadas están entrenadas para seguir a quienes las utilizan. Lo que Schlafly ofrece a las mujeres es la promesa de un mundo en que permanezcan seguras y protegidas. Una promesa basada en la visión «maquiavélica» de que se trata de «un mundo de hombres» y de que es tarea de las mujeres asegurarse un lugar en él. Para Dworkin, esa promesa suponía la admisión indirecta de un mundo que, para las mujeres, era una zona hostil de guerra. En lo que Macciocchi llamaba la «armadura de carácter» de la feminidad, Dworkin veía el instinto de supervivencia. No había en ello nada irracional.

También Dworkin es una figura complicada. Su cruzada contra la pornografía parece ahora un desastre total y tal vez la derrota política de mayores consecuencias para el movimiento feminista en los últimos cincuenta años. Sus escritos se han convertido en justificado blanco de críticas por su descuido de los poderes y privilegios que hacen que las mujeres blancas tengan una importante participación en la supremacía blanca. Si bien es cierto que no se ocupa de ese tema, también lo es que el postulado fundamental de Right-Wing Women es que algunas mujeres tienen en la supremacía masculina importantes intereses que defender. Dworkin reconoce que el «antifeminismo femenino» toma forma en la oposición a los intereses de las mujeres negras, lesbianas, trans, pobres: todo tipo de mujeres que no tienen a su disposición las protecciones de la familia patriarcal. La cuestión, para Dworkin, no era por qué algunas mujeres luchaban por su servidumbre como si fuera su salvación. La cuestión era si el feminismo tenía algo que ofrecer a las mujeres más allá de un acuerdo negociado con la supremacía masculina.

Consideradas de conjunto, Macciocchi y Dworkin restituyen el sexo al centro de nuestros debates actuales sobre el fascismo y la derecha. Por su propia autorrepresentación, el fascismo pretende ser una alternativa genuina a la izquierda y la derecha, un proyecto «posideológico» dirigido a restaurar la unidad y la grandeza de la nación. Lo cierto, y lo que Macciocchi y Dworkin ven con tanta claridad, es que la extrema derecha activa las instituciones conservadoras (la iglesia, el ejército, la familia) y afirma los valores burgueses («la supervivencia del más fuerte») a fin de impulsar un programa autoritario. Más allá de esto, ambas tratan el sexo como un vector primario de fascistización.

La fascistización se refleja no sólo en el éxito electoral de los partidos de derecha, sino también en la normalización de la violencia no ordinaria y la crueldad cotidiana, el aumento espectacular de la desigualdad económica, la desublimación represiva de la rabia y del resentimiento colectivos, el asalto a la democracia participativa a todos los niveles y el fortalecimiento de un régimen racial de terror de Estado. En Estados Unidos, concretamente, la fascistización se refleja en la letal conjugación de guerra imperialista y agitación nacionalista, en el papel decisivo de instituciones antidemocráticas (el colegio electoral, las tácticas obstruccionistas en el Congreso, los tribunales, el propio Senado) a la hora de determinar quién ostenta el poder, en la desmesurada influencia política del nacionalismo cristiano y la ortodoxia católica, en los amplios poderes discrecionales otorgados a unas fuerzas policiales altamente militarizadas, en el poder no regulado de las empresas de medios sociales para lucrar con la venta de nuestros «datos» y difundir desinformación, en la movilización de milicias extraparlamentarias, en las frecuentes mascares a tiros en escuelas, lugares de culto, clubes nocturnos, cafeterías, salas de prensa, estudios de yoga y centros comerciales. Estados Unidos ha sido un hervidero de violencia armada y terror policial durante toda su historia, pero esa violencia y ese terror han terminado por convertirse en rasgos definitorios de la cultura estadounidense. Estados Unidos es el mayor traficante de armas del planeta, en cuyas manos reposa el control de casi el 40 % de la cuota del mercado mundial, por lo que su gobierno y su economía se engrasan con la violencia que exporta a todo el mundo. No se trata de acontecimientos «posideológicos», sino de acontecimientos que apuntan a la escalada y la intensificación de un dilatado proyecto ideológico. Ese proyecto está conformado por la pérdida real o aparente de poder, lo que Wendy Brown ha descrito como un supremacismo masculino blanco agraviado que está «herido sin estar destruido» y que, por tanto, depende de las mujeres de una forma nueva.

¿Qué tiene que ver, ain embargo, todo esto con Ashli Babbitt? ¿Y qué tienen que ver Macciocchi y Dworkin con Babbitt, uno más del grupo, cuyo acceso a instituciones históricamente masculinas se basó en los ambiguos logros del movimiento feminista, cuya caídaen el conspiracismo Q-anon comenzó por el odio que llegó a sentir por mujeres de poder como Clinton y Pelosi, cuya protesta política pequeñoburguesa asumió un tono explícitamente de género? Aquí nos damos la mano como los hombres es una fantasía de agencia y poder, una fantasía de participación en el contrato social-sexual, una fantasía de acceso a la intimidad homosocial y a sus secretos, una fantasía de hermandad y pertenencia. Es una fantasía trans que no puede reconocerse como tal, pero que, extrañamente, también admite su fracaso. Como los hombres. Como los hombres que rodearon a Babbitt en el Capitolio, los que la ayudaron a subir y atravesar los cristales rotos y los que se arremolinaron a su alrededor después de que cayera al suelo. ¿Quiénes eran esos hombres? ¿No era Babbitt más que un hombre a la hora de su muerte?

El martirio de Ashli Babbitt subraya el argumento de Macciocchi sobre la presencia de una «pulsión de muerte» en la raíz del fascismo y sus peculiares expresiones en las mujeres. Del mismo modo que confirma la premonición de Dworkin de que las nuevas mujeres de derecha serían producto del movimiento feminista al que se oponen. El concepto y la crítica del feminacionalismo son importantes, pero son insuficientes para las complejidades de esa situación. Desde un ángulo diferente, Moira Weigel acuña el término «Personalidad autoritaria 2.0» para aquellas partes de la derecha que han encontrado su hogar en Internet y entre los poderosos actores de Silicon Valley. Weigel muestra cómo esos actores, moldeados por la Gran Tecnología y receptivos a las condiciones materiales del capitalismo de plataformas, han absorbido elementos de la contracultura de los años sesenta y sus ideas sobre la libertad. «AP 2.0» no es un programa para la movilización de las masas, como lo fue en su día el fascismo. Es la identificación algorítmica y la agitación de nichos de mercado de consumidores. Weigel, brillante historiadora de los medios de comunicación, se mantiene alerta a la dinámica de género que aflora por doquier en Internet y a la manera en que las tecnologías mediáticas han moldeado nuestras vidas sexuadas fuera de Internet, pero en no poca medida deja intacta la política sexual de «AP 2.0».

Macciocchi advirtió de que el hecho de no tomarse en serio el «antifeminismo femenino» significaba que la izquierda carecía de la claridad política y el compromiso feminista necesarios para derrotarlo. A Dworkin le preocupaba que la derecha se dirigiera a las preocupaciones de (algunas) mujeres, mientras que la izquierda se distanciaba del movimiento feminista. La coyuntura actual, marcada por la muerte y la enfermedad en masa, la eflorescencia afectiva en torno a los nuevos medios de comunicación, la redomesticación del trabajo femenino y el nuevo familismo del periodo neoliberal, producirá sus propias formas de «antifeminismo femenino» en todo el espectro político. Quienes se hayan educado en la tradición feminista oirán la «máquina de resonancia» que produce a las Bruenig y a las Barret, junto con las Babbit. En momentos en que Europa contiene el aliento ante la posible elección de Marine Le Pen, la hija del fascismo en Francia —y ello después de que la propia ministra de Educación Superior del presidente Macron, Frédérique Vidal, declarara que la «teoría de género» formaba parte de lo que llamó una amenaza «islamo-izquierdista» contra la República—, tendremos que volver a examinar una vez más esas cuestiones. Y redescubrir que todo auténtico antifascismo, en la teoría y en la práctica, requiere una política feminista militante.


Fuente: JACOBIN

viernes, 28 de marzo de 2025

Los científicos se unen en contra del rearme de la Unión Europea

 

 Por Carlo Rovelli  
      Físico teórico especialista en gravedad cuántica así como escritor y divulgador científico.

      Físico cuántico y profesor de las universidades de Viena y Ginebra.


Los científicos se unen para expresar su oposición a la reciente propuesta de rearme de la Unión Europea. Han publicado un «Manifiesto de científicos contra el rearme» y hacen un llamamiento a científicos, ingenieros, profesionales de la medicina, matemáticos, personal académico y comunidad científica en general a que apoyen su postura.


Otto Dix, The War, 1929-1932, tríptico.

     Como científicos –implicados muchos de nosotros en campos en los que se desarrolla tecnología militar-, como intelectuales, como ciudadanos conscientes de los riesgos globales actuales, creemos que es hoy obligación moral y cívica de cualquier persona de buena voluntad alzar su voz contra el llamamiento a una militarización europea, e instar al diálogo, la tolerancia y la diplomacia. Una brusca militarización no preserva la paz; conduce a la guerra.

Nuestros dirigentes políticos dicen estar dispuestos a luchar por defender aquellos supuestos valores occidentales que consideran están en riesgo; ¿están dispuestos a defender el valor universal de la vida humana? Los conflictos en el mundo van en aumento. Según las Naciones Unidas (2023), una cuarta parte de la humanidad vive en zonas afectadas por conflictos armados. La guerra entre Rusia y Ucrania, subsidiada por los países de la OTAN con la justificación de «defender los principios», está dejando tras de sí un saldo estimado de un millón de víctimas. El riesgo de genocidio de los palestinos por parte del ejército israelí respaldado por el Occidente global lo ha reconocido el Tribunal Internacional de Justicia. En África se están desarrollando guerras brutales, como en Sudán, o en la República Democrática del Congo, alimentadas por los intereses que codician los recursos minerales de África. El Reloj del Juicio Final [Doomsday Clock] del Bulletin of the Atomic Scientists, que cuantifica los riesgos de una catástrofe nuclear mundial, nunca ha registrado un riesgo tan alto como el de hoy.


El "reloj del Juicio Final" actualmente marca 89 segundos para la medianoche.

Amedrentada por el ataque ruso a Ucrania y por el reciente reacomodo de los Estados Unidos, Europa se siente marginada y teme que corran peligro su paz y su prosperidad. Los políticos reaccionan de forma miope con un llamamiento a movilizar, a escala continental, una colosal cantidad de recursos para producir más herramientas de muerte y destrucción. El 4 de marzo de 2025, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, dio a conocer el «Plan Rearmar Europa», declarando que «Europa está preparada y es capaz de actuar con la rapidez y la ambición necesarias. (…) Estamos en una era de rearme. Y Europa está preparada para aumentar masivamente su gasto en defensa». La industria militar, que cuenta con ingentes recursos y una poderosa influencia sobre los políticos y los medios de comunicación, echa leña al fuego de un relato abiertamente beligerante. El «miedo a Rusia» se agita como un coco, ignorando convenientemente que Rusia tiene un PIB inferior al de Italia. Los políticos afirman, de forma totalmente injustificada, que Rusia tiene objetivos expansionistas en lo que toca a Europa, que suponen una amenaza para Berlín, París y Varsovia, cuando acaba de demostrar que ni siquiera es capaz de tomar su antiguo satélite, Kiev. La propaganda de guerra se alimenta siempre instigando un miedo exagerado. Con diplomacia, Europa puede volver a su coexistencia pacífica y a la colaboración con Rusia que el maldito asunto ucraniano ha trastornado.


La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, habla en la Academia de Oficiales del Ejército en el Castillo de Frederiksberg, Dinamarca.

La idea de que la paz depende de dominar a los demás bandos sólo conduce a la escalada, y la escalada conduce a la guerra. La Guerra Fría no se convirtió en guerra «caliente» y los políticos juiciosos de ambos bandos fueron capaces de superar sus fuertes divergencias ideológicas y sus respectivas «cuestiones de principio» y acordar una drástica reducción equilibrada de sus respectivos armamentos nucleares. Los tratados nucleares START entre Estados Unidos y la Unión Soviética condujeron a la destrucción del 80% del arsenal nuclear del planeta. Científicos e intelectuales de ambos bandos desempeñaron un reconocido papel a la hora de empujar a los políticos a una desescalada racional. En 1955, Bertrand Russell, Premio Nobel de Literatura y uno de los filósofos y matemáticos y más destacados del siglo XX, y Albert Einstein, Premio Nobel de Física, firmaron un influyente manifiesto, y la Conferencia de Pugwash, inspirada en el mismo, reunió a científicos de ambos bandos, que presionaron en favor de una desescalada. Cuando en 1959 se le pidió a Russell que dejara un mensaje para la posteridad, respondió: «En este mundo, cada vez más interconectado, tenemos que aprender a tolerarnos unos a otros, tenemos que aprender a soportar que algunas personas digan cosas que no nos gustan. Sólo así podremos vivir juntos. Pero si queremos vivir juntos, y no morir juntos, debemos aprender un tipo de caridad y un tipo de tolerancia, que resulta absolutamente vital para la continuación de la vida humana en este planeta». Debemos aferrarnos a esta sabia herencia intelectual.


Firma del primer tratado START entre George Bush (padre) y Mijaíl Gorbachov en 1991.

Los grandes conflictos se han visto siempre precedidos de inversiones militares masivas. Desde 2009, el gasto militar mundial ha alcanzado cada año niveles récord sin precedentes, y en 2024 el gasto alcanzará un máximo histórico de 2443.000 millones de dólares. El «Plan Rearm Europe» compromete a Europa a invertir 800.000 millones de euros en gastos militares. Tanto el actual Presidente de los Estados Unidos como el de Rusia han declarado recientemente que están dispuestos a iniciar conversaciones para normalizar relaciones y lograr una reducción militar equilibrada. El presidente de China ha hecho repetidos llamamientos a la desescalada y a pasar de una mentalidad de enfrentamiento a una mentalidad de colaboración en la que salgan todos ganando. Esta es la dirección a seguir. Y ahora Europa se prepara para la guerra, con una nueva planificación de gastos militares nunca vista desde la Segunda Guerra Mundial. ¿Está dispuesta Europa a hacer sonar las espadas porque se siente excluida?


Plan "Rearm Europe".

La humanidad se enfrenta a tremendos desafíos globales: el cambio climático, la hambruna en el Sur global, la mayor desigualdad económica de la historia, los riesgos crecientes de pandemias, la guerra nuclear. Lo último que necesitamos hoy es que el Viejo Continente pase de ser un faro de estabilidad y paz a convertirse en un nuevo señor de la guerra.


Participantes en la protesta realizada en las escalinatas del Congreso de los Diputados de España.

Si vis pacem para pacem: Si quieres la paz, construye la paz, no la guerra.


Pinchar aquí para sumarse al Manifiesto


Firmantes: (pinchar aquí)



Fuente: Sin Permiso

jueves, 27 de marzo de 2025

Contra las plantas de biogás: advertencia al vecinismo ingenuo

 

 Por Pedro Costa Morata   
      Ingeniero, periodista y politólogo. Ha sido profesor de la Universidad Politécnica de Madrid. Premio Nacional de Medio Ambiente.


He de reconocer la redacción elegante, moderada y ajustada del comunicado de la Coordinadora de Plataformas Stop Biogás de la Región de Murcia, así como el esfuerzo de sus representantes, cumplido en tiempo récord, por juntarse y ponerse de acuerdo sobre ese texto Y como supongo también la sintonía sobre el método, al menos general, del combate al que se lanzan, me apremia el deber de hacer algún comentario al respecto, que me brota de la experiencia y que quiero orientar para el mejor y más redondo éxito de la campaña.




En primer lugar, me he preguntado si la calificación de las plataformas como “apartidistas” pretende algo más que negarle la dirección de su actividad a los partidos políticos y sus líderes, lo que aparte de ser prudente, es la costumbre. Porque si apartidistas quiere decir apolíticas, que espero que no, me vería obligado a dudar de la idea que tengan de la política sus redactores.

A estas alturas me parecería banal decir que las plataformas vecinales están en primera línea de la política, tanto por el carácter de sus luchas como por sus objetivos (si estos son “completos y acertados”, claro), pero el repetido interés “apartidista” que veo en comunicados o manifiestos de parecida índole me alarman porque lo que muestran es en realidad una extraña, además de inoportuna, ignorancia hacia lo que es -y debe ser- la política. Este asunto, el de las plantas de biogás, exige una intensa politización de fines y métodos, y quien quiera ignorarlo -o boicotear las medidas y actitudes profundamente políticas que exige- están contraviniendo lo mejor de la tradición reivindicativa del movimiento vecinal (y también, por supuesto, del ecologista), poniendo en serio riesgo los resultados de la ofensiva.




Muestro, pues, mi preocupación de que, en una región de voto mayoritario conservador, esta “advertencia” apartidista/apolítica resulte un éxito de líderes derechistas, o al menos de vecinos que se alinean con el bloque PP-Vox. Porque es verdad que las ideas quiebran -si bien temporalmente- cuando se siente una amenaza directa que hay que conjurar enfrentándose a unos dirigentes políticos de la misma cuerda ideológica, pero la protesta, la reivindicación y la crítica fundamental al poder y sus decisiones, o alianzas, con proyectos detestables es de izquierdas y solo de izquierdas (por supuesto que hay muchos ciudadanos que, pese a ser de izquierdas de corazón y estómago, lo ignoran en su pensamiento y mente, y que al reconocer esto en muchos casos experimentan una -absurda- repulsa hacia su educación, su familia y su propia historia personal). Que las luchas vecinales siempre han sido escuela y expresión de política de calidad, o sea, de la intervención ciudadana, directa y expresa, en la cosa pública, imponiéndose legítima e incuestionablemente al poder instalado.

Llamo la atención, en segundo lugar, sobre la inclusión entre los fines de estas plataformas de “promover alternativas sostenibles” y “colaborar con las administraciones”, como indudables muestras de ingenuidad e inexperiencia que pueden llevar -si se tomaran en serio- a la más limpia ineficacia. Lo de “proponer alternativas” es el típico reflejo naif de estas plataformas que esperan, con ese rasgo de “buena voluntad”, obtener respuestas favorables desde el poder político y las administraciones, lo que carece de fundamento. Y por lo que respecta a “colaborar con las administraciones públicas”, esto es ignorar que es muy raro que tales administraciones vayan a pedir colaboración a los vecinos para nada, tan sobrados se sienten, políticos y funcionarios, de sus derechos y capacidades; como no sea, claro, con la perversa intención de hacer partícipes a los ciudadanos de alguna tropelía hacia la que se dirigen y a la que no quieren renunciar, buscando extender una responsabilidad que solo a ellas correspondería. Estas son actitudes que quieren eludir la radicalidad, creyendo que esto favorece los objetivos de una lucha que no debe ocultar su dureza.


Manifestantes de Stop Biogás Mar Menor contra la planta de biogás en El Mirador (San Javier) el pasado 29 de diciembre.

Continúo con esta revisión redaccional de la comunicación de las Plataformas -que nadie debiera tomar como hostil, sino como aportación en pos de la eficacia- poniendo de manifiesto lo que considero como tres errores adicionales. El primero es oponerse a estas plantas “hasta que no se desarrolle una adecuada normativa”, porque eso es mucho confiar en que una normativa futura vaya a ser favorable y pueda convertir en innecesaria la movilización; es, también, renunciar a los principios profundos de esta guerra, que no puede anular la legislación. El segundo es que se anuncia esa oposición a las plantas “que puedan perjudicar la salud, el futuro y el desarrollo de las localidades” afectadas, mostrando un punto flaco evidente, y sobre todo peligroso: cuando la Declaración de Impacto Ambiental diga de alguna de estas plantas que no influye negativamente ni perjudica a la salud, el futuro o el desarrollo, ¿van a “desarmarse” estos vecinos en lucha y sentirse tranquilizados por esa decisión administrativa? Y el tercero es lo de “oponerse a la construcción de megaplantas” de biogás y biometano, que deja en el aire la definición del umbral entre planta y megaplanta, o entre esta y “miniplanta”, resultando esta precisión más peligrosa que absurda.


Distribución inicial de los proyectos y plantas de biogás en la Región de Murcia. (Sin actualizar. No figura la de Mula, p.ej.).


Con respecto a esta cuestión del tamaño habría que subrayar que, si se consideran aceptables las “miniplantas”, estas deberán recaer cobre las propias granjas porcinas -principal fuente de materia prima para la obtención de gas- ya que estas instalaciones deberían ser limpias y presentar un balance ambiental de impacto cero. Esto implica además el importante resultado de que el negocio del porcino se encarecerá notablemente, lo que frenará el “impulso natural” de los empresarios codiciosos, estos que viven su agosto desde hace años, al tiempo que hacen de su capa un sayo.

Lo que nos lleva -y supongo que es lo que subyace en el origen y la discusión de estas plataformas- a la crítica a fondo del modelo agrario, que es de lo que se trata si es que de verdad se quiere, en serio, encarar el problema. Porque el sarampión de plantas de biogás en la región persigue convertir en negocio atractivo para la industria lo que es un coste directo de producción ganadera intensiva, que debe ser resuelto y absorbido en cada unidad productora de purines (o de otros residuos aptos para la digestión anaerobia). Es un nuevo negocio, típico de este tiempo de ladina conversión en actividad crematística del acelerado problema ambiental del planeta, y aparece como consecuencia directa de la proliferación, sin medida, orden o control, de las granjas porcinas. Sin el necesario ejercicio, serio y profundo, de crítica radical a este modelo agrario que envilece la región entera, las movilizaciones no dejarán de ser algaradas de vecinos tocados en sus intereses personales o familiares lo que, siendo legítimo, resulta pobre y excluye la pedagogía y el avance en la cultura ciudadana y la sensibilidad ecológica, que es misión necesaria e irrenunciable de este movimiento.


Esquema del funcionamiento de una planta de biogás.

Y de este enfoque, el correcto, hostil a la multiplicación de focos de marranería y molestias, llegamos a la muy importante cuestión, que el comunicado al que me vengo refiriendo plantea, que viene de la alusión textual, como objeto de oposición, a las “plantas cercanas a las poblaciones”. Lo que parece ignorar que, a la hora de la verdad, el problema al que hay que atacar es ambiental, lo que siempre significa “global”, y que afecta tanto a las personas y poblaciones como a la naturaleza en sí y en su omnipresencia. Restringir el interés y la restricción a la proximidad a los humanos es un gesto antropocéntrico, equivocado y hasta demodé. No: la actitud correcta, social, política y ética, es oponerse a todas las plantas allá donde se proyecten, sea el medio urbano, sea el rural.

Y como señalamiento final, que quede claro que en esta guerra, como en tantas otras de rechazo a industrias nocivas surgidas por sorpresa y sin justificación de fondo, el objetivo básico y prioritario a atacar son los alcaldes respectivos, como responsables directos e inexcusables del bienestar de sus conciudadanos. Se comprueba una y otra vez que los alcaldes, ante un problema como el que nos ocupa, responden de forma extraordinariamente uniforme: primero, se muestran encantados con el proyecto, que suelen hacer suyo para apropiarse el mérito de los “grandes beneficios” que van a aportar al pueblo; luego, cuando despuntan las primeras críticas, les falta tiempo para decir que carecen de competencias, y que las protestas se han de dirigir a las administraciones regional o estatal; y cuando se ven realmente comprometidos y sin escapatoria administrativa (y no digamos ética), se avienen a las concesiones, a rastras y con cuentagotas, tratando siempre de ganar tiempo esperando que los vecinos se contenten, se aburran o pierdan fuelle; con el fin último, que no abandonan, de que el proyecto avance, se abra paso y llegue al estado de hecho consumado (y quedar bien con las empresas que los engatusan y pervierten, a lo que se suelen dejar, como mecanismo personal y político instintivo, casi siempre a la primera).

De ahí que no haya que tener consideración alguna hacia esos alcaldes que se resisten a escuchar a los vecinos considerándolos menores de edad; o afirmándose a sí mismos en el carácter democrático-electoral que les ha subido en el burro sin interesarse por entender que su legitimidad democrática trasciende al día electoral de cada cuatro años, y que han de demostrarla, y ganársela, día a día, estando a las duras y las maduras. Mirando hacia atrás (lo que siempre ilustra), es de observar que, en contraste con los de ahora, aquellos alcaldes de otro tiempo, no elegidos sino nombrados por los gobernadores civiles, carecían de legitimidad democrática (como el régimen entero, vaya), pero eran muy sensibles al tumulto y la agitación (como el régimen entero, por cierto), y claudicaban ante los vecinos sin llevar su resistencia al extremo y expresando frecuentemente adhesión y solidaridad, una vez vencidos los primeros escrúpulos y miedos políticos (estoy recordando la lucha antinuclear y sus numerosos ejemplos en toda España).

Y deberá ponerse el énfasis en el debate libre y público, y arrancar de los alcaldes que lo aprueben y lo convoquen, estando presentes a ser posible; lo que debe ir seguido de una consulta al pueblo. Todo ello, como digno y oportuno ejercicio de democracia directa, y a esto no se pueden negar los alcaldes, salvo que no les importe incurrir en felonía: se trata de que el Pleno municipal diga no. Así que en el caso de las plantas de biogás los objetivos a batir han de ser en primer lugar los alcaldes y las corporaciones municipales, presionando e introduciendo la división entre sus grupos y miembros; en segundo lugar, las Consejerías de Industria y Agricultura, así como las de Sanidad y Medio Ambiente; sin olvidar nunca a la CHS, ya que si no hay concesión de aguas no puede haber planta, salvo que sus promotores se decidan por la clandestinidad y la ilegalidad flagrante (y a esto, los vecinos han de estar muy atentos, ya que la CHS difícilmente va a ir en contra de las empresas, acostumbrada como está a mirar hacia otro lado).

Y, atención: no se deberá caer, en ningún caso, en creer y esperar el respaldo de la ley, es decir, en confiar en los recursos administrativos tras las aprobaciones oficiales pertinentes. Este es el defecto en el que incurren, por ejemplo, la organización Ecologistas en Acción, convertida en incomprensible agencia expendedora de alegaciones y denuncias e instalada en un cómodo “ciberecologismo” que abandona el tajo y la trinchera. Esta lucha, como tantas otras, debe estructurarse en torno a un no tajante y vigoroso, fundado e innegociable; es decir, en un rechazo que contenga cuanto de profundo e intensamente social posee la razón cívica y ecológica cuando se expresa al modo radical. Todo lo cual queda muy lejos de alinearse con ese eslogan desgraciado del “Biogás sí, pero no así”, en mala hora copiado del esgrimido en el -tardío, culpable- enfrentamiento con las energías renovables por parte de grupos y plataformas ciudadanas o ecologistas, que no han entendido nada de lo que son y pretenden resolver esas energías, ni de dónde vienen ni por qué han sido promovidas de pronto y masivamente.

Que hay que aprender -y actuar en consecuencia- de las luchas del pasado y de los errores del presente.