Nietzsche
y el vacío que avanza
Es
importante notar cómo en Nietzsche el nihilismo no representa una
tesis política, sino una verdad filosófica que simplemente sale a
la luz. El mundo y sus valores ya habían sido devaluados por el
cristianismo, en nombre de una vida después de la muerte, y la
pérdida de credibilidad de la otra vida (la "secularización"
europea) en la segunda mitad del siglo XIX simplemente colocaría a
los europeos frente al nihilismo como un hecho, como una evidencia
ineludible, cuyas consecuencias, según Nietzsche, se harían cada
vez más evidentes. Ahora bien, la conexión histórica entre
secularización y nihilismo es sólida, y sin embargo la lectura de
Nietzsche parece cuestionable en muchos sentidos. En primer lugar, no
está claro por qué el nihilismo manifiesto no se establece en la
fase de "devaluación del aquí y ahora" que se atribuye al
cristianismo, sino sólo en el momento en que el cristianismo mismo
pierde terreno. La idea de que cualquier visión religiosa implica
una devaluación de la dimensión histórica y del mundo de la vida
es bastante cuestionable.
Esto es
cierto tanto en el contexto de las «religiones del Libro» como en
el contexto de muchas religiones tradicionales vinculadas al culto a
los antepasados (desde la antigua Roma hasta el Japón medieval),
donde las dimensiones históricas y religiosas se interpenetran de
manera inseparable. Además, ni siquiera es fácil argumentar que una
perspectiva extrareligiosa implica necesariamente una caída en el
nihilismo, dado que las lecturas seculares de la historia, como las
hegelianas y marxistas, no presentan implicaciones nihilistas. Así
pues, si entendiéramos el término "Occidente" en un
sentido amplio y comprensivo, que incluya la historia política y
cultural europea y sus desarrollos extraeuropeos, no habría lugar
para una conexión estrecha entre Occidente y el nihilismo.
La
conexión entre el nihilismo y Occidente se hace más estrecha cuando
entendemos que el uso actual del término "Occidente" tiene
sus raíces en un desarrollo específico de la cultura europea, a
saber, el nacimiento y desarrollo de la perspectiva liberal, en
particular después de su integración decisiva con la ciencia
económica, desarrollada en conjunción con el surgimiento del
sistema de producción capitalista. No es posible aquí rastrear el
desarrollo de la teoría liberal en todos sus aspectos múltiples y a
veces contradictorios.
La
tiranía del deseo
Lo
importante en el contexto de una discusión sobre el nihilismo es
entender cómo una rama específica de la teoría liberal es la
dominante y se impone como teoría colateral de apoyo a los procesos
de transformación socioeconómica que llevan el nombre de
"capitalismo". Se deberían examinar muchos detalles para
ofrecer una imagen bien fundada de la conexión entre el nihilismo y
el desarrollo de la razón liberal, pero aquí intentaré centrarme
sólo en dos aspectos, vinculados respectivamente a la perspectiva
del sujeto individual y a la perspectiva del sistema socioeconómico
en su conjunto.
Desde el
punto de vista del sujeto individual y de sus acciones, lo que
caracteriza a la razón liberal es la idea de que el sujeto es
esencialmente una individualidad adquisitiva ahistórica,
que
tiende a la autosatisfacción. El sujeto liberal es originalmente un
individuo, en cuanto es concebido como naturalmente independiente de
las relaciones sociales. El sujeto liberal es entonces
intrínsecamente una entidad deseante, adquisitiva ,
orientada
a la autosatisfacción. Y finalmente, el sujeto liberal es un sujeto
natural en oposición a la idea de subjetividad histórica: este
último movimiento permitió debilitar el peso de las tradiciones y
el poder político consolidado por las leyes y las costumbres
(Antiguo Régimen).
Principales exponentes del neoliberalismo británico, Thatcher, Blair y Cameron. El irónico lema «¡Viva la invencible revolucion neoliberal!» enfatiza la unión entre el poder político y económico.
Consumidores
sin identidad
La
reivindicación de un carácter ahistórico tuvo inicialmente un gran
potencial emancipador, porque liberaba de golpe a los individuos
históricos de todo vínculo con las instituciones del pasado, pero
este movimiento acabó definiendo una subjetividad humana
deshistorizada y desocializada, artificial y en definitiva
completamente irreal. El sujeto liberal es un centro autorreferencial
de impulsos y deseos que no requiere racionalización ni explicación.
Cualquier petición de explicación más allá de "porque así
me gusta" se considera injustificada e intrusiva. Este tipo de
subjetividad no está ligada a nada del pasado, ni a la memoria, ni a
las promesas, ni a la lealtad, ni a los deberes. Idealmente, es como
si el sujeto liberal renaciera a cada momento, sin estar agobiado por
nada anterior, simplemente dispuesto a aprovechar nuevas
oportunidades de satisfacción (de ganancia, de inversión). Este
modelo de subjetividad encaja perfectamente con el consumidor ideal
en un mercado anónimo.
La
libertad que caracteriza a este sujeto es la libertad negativa, es
decir, libertad de, no libertad para: el sujeto liberal quiere ser
libre sólo en el sentido de no querer interferencias en su propia
línea de acción. Este tipo de subjetividad, sin restricciones
pasadas y dominada por la libertad negativa, es un individuo sin
individualidad. No tiene una estructura voluntaria sólida, un plan
consistente, porque cualquier estructuración estable de la voluntad
sería un factor de rigidez, que dificulta la adaptación continua a
los cambios del mercado. Paradójicamente, el resultado final de un
proceso cultural nacido bajo la bandera de la reivindicación de la
libertad individual es la abolición de la individualidad como
personalidad, como carácter, como voluntad de planificar.
Rompiendo
límites morales
Este
resultado es fatal cuando se concibe al sujeto individual como
poseedor de una identidad completa independientemente de su ubicación
en una dimensión social, tradicional, cultural e histórica. Esta
subjetividad mítica inicialmente se inspiró en las teorías del
derecho natural de Thomas Hobbes y John Locke. Pero, una vez
integrado en las formas del mercado capitalista, encontró incentivos
fundamentales para transformarse cada vez más en una entidad
autorreferencial, instintiva y desestructurada.
De paso,
cabe señalar que este tipo de individuo crea un grave problema
colateral para toda sociedad, a saber, el hecho de que es
esencialmente poco fiable.
La
libertad negativa del sujeto liberal y su naturaleza “vacía”
hacen que no internalice límites morales a su propia acción. Por
eso, como ya lo profetizaba la visión de Hobbes, el ser humano ideal
de la concepción liberal tenderá a entrar en constante conflicto
con todos los demás sujetos similares, y por tanto, para contener
ese estado de conflicto (el bellum omnium contra omnes) acabará
requiriendo intervenciones coercitivas externas (el Leviatán,
el poder absoluto). Paradójicamente, pues, el movimiento
radicalmente emancipador de la razón liberal acaba convirtiendo la
libertad individual en anarquía conflictual y a ésta,
dialécticamente, en su opuesto: en coerción externa, sanciones,
controles capilares, etc.
"La Pirámide del Sistema Capitalista”, cartel de propaganda de los Trabajadores Industriales del Mundo, 1911.
El
capitalismo como
oligarquía
Echemos
un vistazo al modelo sistémico de la sociedad capitalista. Es
importante entender que el capitalismo es diferente de la existencia
de mercados. Desde hace milenios existen diversas formas de mercado e
intercambio comercial y son omnipresentes. El capitalismo, por otra
parte, es una forma de vida muy reciente, que está vinculada a la
revolución industrial, pero la trasciende en una dirección
específica. El capitalismo es un sistema social donde la dirección
política fundamental de la sociedad en su conjunto está dada por el
imperativo de aumentar el capital disponible en cada ciclo de
producción. No importa lo que hagas, no importa cómo lo hagas,
siempre que en cada ciclo de producción el resultado presente
márgenes significativos en comparación con la entrada. El
capitalismo es entonces esencialmente una visión de la historia y de
la política que las subordina a la acumulación de capital (esto es
lo que se ve icónicamente cuando se siente que la única constante
en las estrategias políticas es la búsqueda de un aumento del PIB).
Este
punto debe complementarse con un segundo aspecto, bien conocido, pero
con consecuencias de muy largo alcance: en un modelo orientado a la
acumulación indefinida de capital, el factor principal que garantiza
el capital futuro es la disponibilidad de capital presente. En
esencia, los actuales tenedores de capital (en cada presente, en cada
país) son también los sujetos que tenderán a aumentar el capital
en el futuro y por tanto son los que tendrán la legitimidad para
empujar políticamente a la sociedad en la dirección que consideren
favorable al aumento del capital. Esto significa que el capitalismo
es esencialmente oligárquico y refractario a las demandas
democráticas. Paradójicamente, si bien es posible que un monarca se
haga cargo de los intereses de la comunidad, es imposible que lo haga
una oligarquía financiera, para la cual las cosas y las personas son
sólo medios a utilizar eficientemente para maximizar la
capitalización.
La
incomprensión de la lucha democrática
El hecho
de que la clase capitalista –en el siglo XIX la “burguesía”–
haya tenido como objetivo inicial el derrocamiento de las monarquías
hereditarias ha dado a la narrativa liberal un aura de “lucha por
la democratización del poder”. Pero esto es un grave malentendido.
El impulso liberal siempre ha sido preservar el poder para los
propietarios. Las reivindicaciones democráticas lograron un avance
masivo sólo gracias al impulso de los partidos de inspiración
socialista y socialcristiana (a raíz de la
Rerum Novarum)
después de la Segunda Guerra Mundial, en una fase de vacío de
poder. Ahora bien, si combinamos estos dos pilares de la visión
liberal-capitalista –la concepción del yo como una individualidad
adquisitiva desarraigada de la sociedad y de la historia, y la
concepción del sistema social como gobernado por el “piloto
automático” del crecimiento del capital para las oligarquías
financieras– podemos ver en esta imagen las raíces conductuales
del nihilismo occidental.
En
primer lugar, el sistema capitalista liberal, desde un punto de vista
cultural, se concibe como una especie de "verdad eterna"
basada en las "leyes de hierro de la economía". Se suele
ignorar que estas "leyes de hierro" son transposiciones de
mecanismos recientes del modo de producción capitalista. La
perspectiva "naturalista", ahistórica, que constituye el
núcleo de la visión liberal, extingue automáticamente la capacidad
de evaluar otras formas de vida, otras culturas, otros sistemas
socioeconómicos y políticos, todos ellos categorizados como "formas
atrasadas" o incluso como "errores" que la historia
borrará.
Esta
presunción de superioridad intrínseca adquiere características
particularmente problemáticas cuando se combina con la incapacidad
de ejercer un poder legítimo sobre los miembros de la propia
sociedad, debido a la falta de una base de valores compartidos. El
resultado de esta sinergia es una propensión hacia actitudes
coercitivas e intolerantes, tanto a nivel individual como en el
contexto de las relaciones internacionales. La tolerancia liberal se
ejerce, de hecho, sólo respecto de aquellas opciones que pueden
satisfacerse mediante una compra en el mercado, pero no respecto de
aquellas opciones que ponen en tela de juicio la soberanía del
mercado.
«Explosión», pintura de George Grosz en 1911.
Tabula
rasa del pasado
Es
necesario señalar aquí que la relación entre el modelo social
liberal-capitalista y el nihilismo es particularmente unívoca en la
medida en que este modelo, al borrar la importancia del pasado
histórico-social, implica también en esta operación de
aniquilación la planificación del futuro, aplastando la percepción
del valor en el mero presente. El proceso mental que interviene aquí
es tan simple como destructivo: si el pasado, lo que dejamos atrás o
lo que nos han dejado, ya no cuenta para nada, claramente la
perspectiva de producir algo estructurado, duradero, también se
disuelve como algo sin sentido.
Pasado y
futuro, privados de todo mérito cualitativo, sólo permanecen vivos
en esa dimensión artificial que es el eterno presente de la
cuantificación monetaria: nada del pasado queda de valor, excepto el
capital heredado; Nada del futuro importa excepto el capital
esperado.
Desde
esta perspectiva, se entiende cómo el modelo liberal-capitalista
representa una alteridad irreductible respecto de todos los demás
sistemas desarrollados en la historia, en los que, bajo diversas
formas, la tradición de valores y la perspectiva de un valor
intergeneracional siempre han jugado un papel central. He aquí por
qué el modelo liberal-capitalista que caracteriza a Occidente es
ajeno y fundamentalmente hostil a modelos tan diferentes entre sí
como el neotradicionalismo ruso, la síntesis del comunismo chino y
el confucianismo, la teocracia iraní, etc.
La carta
autocelebratoria que Occidente juega continuamente contra todos los
demás modelos es la libertaria, presentándose como un modelo que
habría liberado a los individuos de la carga de la tradición, las
normas morales y las expectativas sociales. Pero por una parte este
alivio tiende a producir la "insoportable levedad" del
nihilismo, y por otra parte este "alivio" no corresponde a
una mayor libertad positiva: de hecho, el control social, la
vigilancia, el condicionamiento y la explotación de cada gramo de
tiempo disponible son factores característicos del mundo
liberal-capitalista, y comunican cualquier cosa menos una sensación
de libertad, especialmente a quienes viven de su propio trabajo.
La
prioridad de la política sobre la economía y, por tanto, la
reivindicación de soberanía sobre los mecanismos transaccionales de
los mercados financieros son dos factores comunes a todos los modelos
excepto el occidental. El hecho de que la prioridad de la política
sobre la economía se promueva por motivos religiosos, étnicos,
culturales o de otro tipo es un factor importante a la hora de
evaluar modelos específicos, pero irrelevante a la hora de
contrastar la matriz occidental con el resto del mundo. De manera
similar, el hecho de que la soberanía sea popular, tribal o
dinástica es nuevamente importante al evaluar civilizaciones
específicas, pero irrelevante en su contraste común con el modelo
occidental. De hecho, a pesar de nuestra percepción errónea de
centralidad, el modelo occidental es un modelo excéntrico y
minoritario.
En la
trayectoria occidental el proceso de secularización ha sido decisivo
para crear el trasfondo de desorientación nihilista, sin embargo es
necesario entender bien cuál es el punto crucial. El factor de
desorientación está estrechamente ligado a la destrucción del peso
del pasado, sobre el que se basa toda tradición y toda normatividad.
Es la capacidad de mantener la continuidad intergeneracional en
costumbres, valores y expectativas lo que define la capacidad de una
generación presente para encontrar dirección y significado en el
mundo.
«Composición VII», obra creada en 1913 por Vassily Kandinsky, uno de los padres del arte abstracto.
Las
tradiciones como anticuerpos contra el nihilismo
En el
contexto europeo, este proceso de cesura respecto del pasado ha
asumido características de secularización respecto de la matriz
cristiana, en sus variantes. Si observamos dos contextos como el ruso
y el chino, observamos cómo una fase histórica de ruptura con la
tradición fue luego sustituida por un movimiento de recuperación
que reunió internamente –al menos en cierta medida– a la
sociedad rusa y china. Si en Rusia esto condujo a una recuperación
del papel del cristianismo ortodoxo, en China la tradición de
referencia no tiene características estrictamente religiosas, tal
como las entendemos, ya que incluye principalmente el confucianismo y
el culto a los antepasados.
La
omnipresencia de una dimensión nihilista en el mundo occidental, la
extrema dificultad para motivar proyectos compartidos y normatividad,
produce numerosos efectos nocivos, algunos amenazantes especialmente
dentro de las naciones occidentales, otros significativos a nivel
externo. En el plano interno, la difusión de un estado de
desorientación y de anomia vuelve frágiles a las sociedades, hace
más frecuentes las violaciones jurídicas y morales y, en última
instancia, hace crujir la propia capacidad organizativa que antaño
distinguió virtuosamente a las sociedades occidentales.
Externamente, estas dinámicas pueden tener repercusiones
particularmente preocupantes, ya que para consolidar las filas de las
sociedades occidentales en ausencia de motivaciones internas, la
tentación que surge naturalmente es producir dicha consolidación
como respuesta a una amenaza externa presunta o real. Y desde esta
perspectiva, la tentación de consolidar y regimentar una sociedad en
desintegración ante la inminente perspectiva de una guerra sería
una solución que está lejos de ser inédita.
Fuente:
KRISIS