Por
Bruno
Sgarzini
El fentanilo es un potente opiáceo sintetizado con químicos. “Es el clavo en el ataúd de la crisis de opiáceos en Estados Unidos”, según el periodista Daniel Arjona.
Una que ha asesinado a más de 700 mil estadounidenses entre 1999 y 2023, según los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC). La dimensión de esta matanza supera solo, en un año, a la muerte de soldados estadounidenses en Vietnam.
Estados Unidos, por supuesto, ya ha vivido periodos parecidos de crisis sanitaria por el consumo de drogas. La heroína se consumía como un placebo en los tiempos de su independencia, la cocaína se difuminó como una plaga por todo el país en los años 80 y 90, y lo mismo el crack por los barrios afro estadounidenses de las grandes ciudades. Eso sin contar el auge del LCD a mediados de los 60.
Pero todo comenzó con la comercialización y promoción de un solo medicamento, el OxyContin, un alcaloide que contiene opioides. Estos “tienen un gran efecto en el cerebro humano porque aprovechan nuestros receptores naturales opioides mu(μ). La oxitocina que experimentamos por el amor, la amistad o el orgasmo es replicada químicamente por las moléculas derivadas de la planta de amapola”. En 1996, la farmacéutica Purdue Pharma lo lanzó después de sobornar a Curtis Wright, regulador de la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA), para que la etiqueta del medicamento no señalara los peligros de adicción que generaba su consumo.
Después pagaron a expertos médicos para que señalaran las bondades del OxyContin para aliviar el dolor. Y comenzaron una agresiva campaña de publicidad y promoción comercial reclutando doctores para que recetaran el medicamento con mayor frecuencia y con mayores dosis. Los críticos, por supuesto, fueron silenciados y atacados por la farmacéutica.
El cálculo era sencillo; a medida que los consultorios se volvían en dispendios de recetas de OxyContin más ganancias se generaban. Purdue Pharma, en los años 2000, llegó a tener dividendos de hasta dos mil millones de dólares por año, según Patrick Radden Keefe, autor del libro el Imperio del Dolor. Algunas series, como Dopesick o Pain Killer, narran este gran drama nacional.
Padres que son operados y se vuelven adictos al OxyContin cuando se los recetan para calmar el dolor. Jóvenes que compran las pastillas y las muelen para aspirarlas en las fiestas. Mujeres desempleadas que comienzan a matar sus tiempos libres con el consumo de estas pastillas de forma recreativa. En gran parte, la epidemia coincide con la desindustrialización y los problemas económicos de Estados Unidos.
Para la Sociedad estadounidense de Medicina, cuatro de cinco estadounidense que prueban la heroína comenzaron con medicamentos como el OxyContin. Lo mismo puede decirse del consumo de fentanilo.
Para el periodista Andrew Sullivan, Estados Unidos “consume el 99% de la hidrocodona del mundo y el 81 por ciento de la oxicodona. Se estima que se utiliza 30 veces más opioides de los que son médicamente necesarios para una población de nuestro tamaño. Entre 2007 y 2012, por ejemplo, se entregaron 780 millones de pastillas de hidrocodona y oxicodona a Virginia Occidental, un estado con apenas 1,8 millones de habitantes. En una ciudad de 2.900 habitantes, se procesaron más de 20 millones de recetas de opioides en la última década. A nivel nacional, entre 1999 y 2011, las prescripciones de oxicodona se multiplicaron por seis. El consumo nacional per cápita de oxicodona pasó de unos 10 miligramos en 1995 a casi 250 miligramos en 2012”.
Leamos cómo, en su opinión, inició el salto hacia la heroína y el fentanilo.
Por supuesto, con el tiempo los médicos se dieron cuenta de la magnitud de su error. Entre 2010 y 2015, las recetas de opioides disminuyeron un 18 por ciento. Pero si fue un error enorme y bien intencionado crear este ejército de adictos, fue aún mayor cortarles el suministro. Fue entonces cuando los adictos se vieron obligados a recurrir a las pastillas del mercado negro y a la heroína callejera. Una vez más, el canal de suministro ilegal rompió con patrones anteriores. Ya no estaba controlado por los cárteles establecidos en las grandes ciudades que históricamente habían sido la principal fuente de narcóticos. Esta vez, la heroína –especialmente la barata heroína de alquitrán negro procedente de México– procedía de pequeñas operaciones de narcotráfico que evitaban las grandes zonas urbanas, siguiendo en cambio el rastro de las clínicas de metadona y las fábricas de pastillas hasta el corazón de Estados Unidos.
Comprar heroína se volvió tan fácil en los suburbios y las zonas rurales como comprar marihuana en las ciudades. Sin violencia, bajo riesgo, entorno familiar: todo un sistema diseñado específicamente para proporcionar un colocón limpio, amigable y de clase media. Estados Unidos estaba regresando a la norma del siglo XIX, cuando los opiáceos eran una medicina de rutina, pero consumía compuestos mucho más potentes, adictivos y mortales de lo que cualquier entusiasta de las tinturas del siglo XIX podría haber imaginado. El país parecía alguien que alguna vez estuvo acostumbrado al opio, que pasó mucho tiempo recuperándose, cuya tolerancia a la droga se había derrumbado y a quien luego se le ofreció una dosis de la nueva variedad más poderosa.
Luego vino el fentanilo, un opioide masivamente concentrado que ofrece hasta 50 veces la potencia de la heroína. Desarrollado en 1959, ahora es uno de los opioides más utilizados en la medicina mundial; su milagroso alivio del dolor se administra mediante parches transdérmicos o pastillas, que han revolucionado la cirugía y la recuperación y han ayudado a salvar innumerables vidas. Pero en su forma cruda, es una de las drogas más peligrosas jamás creadas por los seres humanos. Un cargamento reciente de fentanilo incautado en Nueva Jersey cabía en el maletero de un solo automóvil, pero contenía suficiente veneno para acabar con toda la población de Nueva Jersey y la ciudad de Nueva York juntas. Eso es más muerte potencial que una bomba sucia o una pequeña arma nuclear. Eso es también lo que lo convierte en un sueño para los traficantes. Un kilo de heroína puede rendir 500.000 dólares; un kilo de fentanilo vale hasta 1,2 millones de dólares.
El problema del fentanilo, en lo que respecta a los traficantes, es que es casi imposible dosificarlo correctamente. Para ser inyectado, la forma microscópica del fentanilo requiere que se corte con varias otras sustancias, y ese corte es jugar con fuego. Sólo el equivalente a unos pocos granos de sal puede provocar repentinos paroxismos celestiales; unos cuantos granos más te matarán. Obviamente, a los traficantes de drogas no les interesa matar a toda su base de clientes, pero mantener con vida a la mayoría de sus clientes parece estar más allá de sus habilidades. La forma en que la heroína mata es simple: la droga ralentiza drásticamente el sistema respiratorio, asfixiando a los consumidores mientras se quedan dormidos. Aumente la potencia en un factor de 50 y no sorprenderá que pueda morir por ingerir sólo medio miligramo de este producto.
El fentanilo proviene de laboratorios en China; puedes encontrarlo, si lo intentas, en la web oscura. Es tan pequeño y tan valioso que es casi imposible evitar que ingrese al país. El año pasado, 500 millones de paquetes de todo tipo ingresaron a Estados Unidos a través del correo regular, lo que los hace prácticamente imposibles de monitorear con la tecnología actual del Servicio Postal. Y así, en los últimos años, el impacto de los opioides ha pasado de una intoxicación masiva a una muerte masiva. En la última epidemia de heroína, cuando los veteranos de Vietnam trajeron la adicción a casa, la tasa de sobredosis fue de 1,5 por cada 10.000 estadounidenses. Ahora son 10,5. Hace tres años en Nueva Jersey, el 2 por ciento de toda la heroína incautada contenía fentanilo. Hoy es un tercio. Desde 2013, las muertes por sobredosis de fentanilo y otros opioides sintéticos se han multiplicado por seis, superando a las de cualquier otra droga.
Si la guerra contra las drogas se ve como una partida de ajedrez de un siglo de duración entre la ley y las drogas, parece bastante obvio que el fentanilo, al concentrar masivamente la sustancia más placentera jamás conocida por la humanidad, es jaque mate.
A diferencia de otras olas de drogadicción, el consumo problemático de opioides alcanza a gran parte de la sociedad estadounidense. Es trasversal a la mayoría de las clases sociales.
Por supuesto, cuando la crisis estalló, la familia Sackler, propietaria de Purdue Pharma, se anticipó a las acciones judiciales en su contra. Primero, Richard Sackler renunció a la dirección ejecutiva de la compañía para evitar que fuera culpado penalmente. Y luego accionó para que los gerentes no fueran metidos en prisión en los procesos judiciales en su contra.
Uno de los más públicos fue el presentado por los fiscales de Virginia Occidental por publicidad engañosa. Ahí, gracias al lobby del exalcalde de Nueva York, Rudy Giulani, la empresa solo se declaró culpable, en un caso presentado por fiscales federales en Virginia, de cargos penales por mala marcación y reconoció que Purdue había comercializado OxyContin “con la intención de defraudar o engañar”. Michael Friedman, el vicepresidente ejecutivo, se declaró culpable de un delito menor, al igual que Howard Udell y el director médico de la empresa, Paul Goldenheim. Ninguno fue a prisión.
Fuente: Bruno Sgarzini







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