jueves, 17 de octubre de 2024

La crisis alimentaria mundial en la era de las catástrofes

 

Catedrática de Investigación sobre Seguridad Alimentaria Mundial y Sostenibilidad de la Universidad de Waterloo (Canadá).


    Actualmente nos encontramos en medio de una importante crisis alimentaria mundial caracterizada por el aumento del hambre en un contexto de creciente fragilidad ecológica. Esta crisis alimentaria debe considerarse como parte de una policrisis más amplia, en la que la emergencia climática se entrelaza con una crisis económica y de deuda, una crisis sanitaria y una crisis geopolítica. El hecho de que estas diferentes crisis no puedan separarse fácilmente habla de la naturaleza interconectada y superpuesta de los sistemas económicos, ecológicos, sanitarios y geopolíticos contemporáneos.


Un desplazado interno descarga un saco de sorgo de un camión World Food Program en Darfur Norte (Sudán).


    La interacción global de estos sistemas crea dinámicas complejas con resultados a veces impredecibles. No es la primera vez que presenciamos una crisis alimentaria mundial entrelazada con una policrisis más amplia; la naturaleza reiterada de la policrisis apunta a características estructurales más profundas del sistema alimentario mundial que lo hacen especialmente vulnerable a los desastres. Para combatir la crisis alimentaria, debemos transformar nuestros sistemas alimentarios para que sean más justos y sostenibles, y para ello debemos comprender la dinámica que causa el hambre.


La crisis dentro de la policrisis más amplia

    En 2022, el número de personas que padecen hambre crónica había aumentado en 122 millones con respecto a la cifra de 2019, lo que elevó el total mundial a casi 800 millones, es decir, el 9% de la población mundial. Una serie de acontecimientos (la pandemia mundial, la aceleración de la emergencia climática, los conflictos geopolíticos y la incertidumbre económica) han impulsado esta crisis alimentaria desde 2019. Estas sacudidas superpuestas provocaron averías en el sistema alimentario mundial, socavando la seguridad alimentaria. Sin embargo, la actual crisis alimentaria mundial no es simplemente el resultado de múltiples factores desencadenantes que actúan sobre un sistema aislado, sino que forma parte de una constelación de crisis que, en conjunto, constituyen una policrisis mundial. Como ha escrito el historiador Adam Tooze para el Financial Times, aunque los shocks que contribuyen a una policrisis pueden ser dispares, “(…) interactúan de modo que el conjunto es aún más abrumador que la suma de las partes”.

Al menos 828 millones de personas sufren hambre en el mundo.


    Este tipo de efectos interactivos se hicieron sentir con la llegada de la pandemia de COVID-19 a principios de 2020. La propagación de la enfermedad se combinó con las respuestas políticas y desaceleró la actividad económica. Estas dinámicas perturbaron las cadenas mundiales de suministro de alimentos, lo que dio lugar a un desperdicio colosal de alimentos en algunos lugares y a una escasez aguda en otros. Estos resultados desiguales se vieron exacerbados por la naturaleza globalizada de las cadenas de suministro de alimentos, donde aproximadamente el 20 por ciento del suministro de energía alimentaria mundial proviene de alimentos importados. La pandemia, y las políticas que los distintos países decidieron aplicar en respuesta a ella, aceleraron el inicio de una crisis económica que tuvo efectos dramáticos en los sistemas alimentarios desde Etiopía hasta Japón.

    A partir de la primera mitad de 2020 se desató una recesión mundial, con un aumento de la tasa de desempleo y la repentina incapacidad de los más pobres y vulnerables para comprar y acceder a alimentos suficientes. Si bien la actividad económica comenzó a recuperarse a fines de 2020 y principios de 2021, las interrupciones constantes de las cadenas de suministro mundiales generaron una enorme presión inflacionaria que hizo que los precios de los alimentos subieran bruscamente; en la mayoría de los países, a tasas superiores a la tasa general de inflación. A mediados de 2022, la inflación de los precios de los alimentos se disparó muy por encima del 20% en partes de África, Asia, América Latina y Europa, lo que contribuyó a una crisis del “costo de vida” y otras repercusiones políticas.


La multitud se agolpa frente a un puesto de venta de pan subvencionado por el gobierno en Egipto.

    El hecho de que las crisis alimentarias se hayan repetido durante los últimos cincuenta años pone de relieve la vulnerabilidad del sistema alimentario industrial mundial y su susceptibilidad a averías causadas por perturbaciones en otros sistemas.

    A esta fragilidad económica exacerbada por la pandemia se suma una creciente crisis de deuda global que está golpeando duramente a los países del Sur Global. La inflación alimentaria en curso, sumada a las crecientes tasas de interés, ha obligado a muchos países a elegir entre pagar las deudas y garantizar que la población esté alimentada. Este es un claro ejemplo de la forma en que la deuda insostenible refuerza los sistemas alimentarios insostenibles, caracterizados por la dependencia de alimentos importados, mercados volátiles y flujos financieros extractivos.


                        El arroz «milagroso» desarrollado en los años 60 duplicó la producción en Asia. Desde mediados de la década de 1990 el crecimiento se ha estancado, porque las inversiones de los gobiernos en agricultura han disminuido considerablemente.


    En los últimos años, las crisis geopolíticas han amenazado aún más al sistema alimentario, en particular la invasión rusa de Ucrania, que se viene produciendo desde principios de 2022. Tanto Rusia como Ucrania son grandes exportadores de trigo, maíz y semillas oleaginosas, por lo que el inicio de la guerra desató un pánico importante en los mercados mundiales de exportación de alimentos, lo que elevó los precios incluso por encima de sus niveles récord. Los países de África y Oriente Medio, que dependen en gran medida de los cereales de Rusia y Ucrania, tuvieron que buscar de repente otras fuentes de importación.

    Para agravar la situación, los temores por una escasez localizada de cereales provocaron inversiones financieras especulativas en los mercados de futuros de cereales, cuyos precios alcanzaron cotas muy superiores a las que justificaban las condiciones de oferta y demanda. Aunque los precios de los alimentos empezaron a caer a medida que avanzaba 2022, la guerra entre Rusia y Ucrania contribuyó a la continua volatilidad y a la elevación de los precios en los mercados mundiales de cereales. En 2023, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) estimó que entre 20 y 30 millones de personas más en todo el mundo se enfrentarían al hambre como consecuencia de la guerra en Ucrania.


Las otras consecuencias de la guerra en Ucrania: más hambre el cuerno de África.

    Por último, está la que quizá sea la amenaza más existencial para la producción de alimentos: la crisis climática y de biodiversidad. Los efectos del cambio climático ya están causando estragos en la producción de alimentos, tanto de manera directa como de maneras menos obvias. Tomemos el caso de la India: en 2022, el país sufrió una ola de calor sin precedentes que hizo que sus rendimientos de trigo cayeran hasta un 25 por ciento. Esta escasez llevó al gobierno a prohibir la exportación de trigo, lo que demuestra el efecto dominó que la escasez específica de un país puede tener rápidamente en el sistema global. Un año después, después de que las fuertes lluvias monzónicas devastaran su cosecha de arroz, la India volvió a prohibir las exportaciones, esta vez de arroz no basmati. La India es solo un ejemplo.

    Las condiciones meteorológicas extremas están afectando la producción de alimentos en regiones productoras de cereales, como América del Norte, Australia y el sudeste asiático. Es probable que estos trastornos relacionados con el clima en los mercados alimentarios mundiales solo empeoren. La aceleración del cambio climático hace que sea casi inevitable que se produzcan perturbaciones simultáneas en la producción en varias regiones del mundo, incluidas aquellas que producen cultivos básicos comercializados a nivel mundial.


Devastación en campos de Iowa (EE.UU.), durante la crecida del río Mississippi.


Vulnerabilidades estructurales en el sistema alimentario industrial global

    La actual policrisis recuerda a las crisis alimentarias mundiales anteriores, en particular la de mediados de los años setenta y entre 2008 y 2012. Al igual que la actual, las anteriores fueron desencadenadas por una serie de factores que se entrelazaron de manera compleja y sus efectos sobre el sistema global fueron similares. La crisis alimentaria de los años setenta, por ejemplo, fue inseparable de crisis geopolíticas, energéticas y económicas simultáneas y se produjo en un contexto de sequías multirregionales. De manera similar, la crisis alimentaria de 2008 a 2012 estuvo entrelazada con una importante crisis financiera y se desarrolló en un contexto de crecientes tensiones climáticas y el ascenso de China como importante importador mundial de alimentos. En ambos casos, las crisis se desarrollaron de manera similar a lo que estamos presenciando hoy: desde mercados de granos básicos altamente volátiles hasta especulación financiera desenfrenada en los mercados de materias primas, pasando por déficits de producción y, por supuesto, el resultado inevitable: el aumento del hambre.

    El hecho de que las crisis alimentarias se hayan repetido durante los últimos cincuenta años pone de relieve la vulnerabilidad del sistema alimentario industrial mundial, su susceptibilidad a las averías causadas por perturbaciones en otros sistemas. Tres características de esta vulnerabilidad sistémica se destacan: la producción industrial de alimentos basada en una selección limitada de cultivos básicos; un desequilibrio entre un pequeño número de Estados agroexportadores y muchos Estados dependientes de las importaciones; y unos mercados agroalimentarios mundiales altamente financieros y concentrados. Los orígenes de todas estas características se remontan a siglos atrás, al surgimiento del capitalismo industrial, la producción agrícola temprana y el cambio tecnológico acelerado. Las políticas de larga data de los Estados más poderosos del mundo no han hecho más que alentar estas tendencias.


Cosecha de maíz en Iowa (EE.UU.) destinada a la producción de etanol.



Producción industrial de alimentos

    La mayor parte de los alimentos que se producen hoy en día se producen con métodos de agricultura industrial que se basan en la mecanización, fertilizantes químicos, pesticidas y una variedad limitada de semillas, a menudo modificadas genéticamente. Este sistema ha alentado a los productores a centrarse en una base muy limitada de cultivos básicos que se pueden cultivar en campos uniformes a gran escala. A escala mundial, este tipo de agricultura genera vulnerabilidad en el sistema alimentario de múltiples maneras. El auge de la agricultura industrial a partir del siglo XIX, junto con la urbanización de Europa, fomentó la producción monocultural a gran escala de cultivos básicos. Esto se debió a varias razones, incluida la necesidad de un sustento confiable, barato y transportable para los trabajadores industriales. Desde el principio, este sistema dependía de solo unos pocos cultivos básicos que todavía hoy proporcionan la mayor parte del comercio mundial de cereales. De hecho, con el tiempo, este enfoque se ha vuelto tan extremo que hoy solo tres granos de cereales -trigo, maíz y arroz- representan casi la mitad de la dieta humana y representan el 86 por ciento de todas las exportaciones de cereales. Si se agrega la soja, juntos estos cultivos representan alrededor de dos tercios de la ingesta calórica humana. La dependencia extrema de esta estrecha base de cultivos significa que si la producción o el comercio de cualquiera de los cuatro se reduce o se interrumpe por cualquier motivo (ya sea el cambio climático o tensiones geopolíticas), la seguridad alimentaria mundial se ve amenazada.

    Aunque muchos países producen cereales básicos para su propio consumo, la mayoría no produce lo suficiente para satisfacer la demanda interna y, por lo tanto, dependen de los mercados mundiales para compensar el déficit.


            Mujeres cosechando el arroz de forma manual en la isla filipina de Luzón. Ni siquiera en los años de cosechas excepcionales ha sido posible alimentar a los 90 millones de habitantes del país, que se ha convertido en el primer importador de este cereal.

    Los sistemas de producción industrial concentrada también dependen de los productos derivados del petróleo para alimentar la maquinaria agrícola y para la producción de fertilizantes sintéticos a base de nitrógeno y pesticidas químicos. Los combustibles fósiles también se utilizan en el transporte a larga distancia de los granos producidos para los mercados mundiales. La fuerte dependencia del sistema agrícola industrial de los combustibles fósiles no sólo lo vuelve sensible a los cambios en el precio del petróleo, sino que también contribuye al cambio climático. Las actividades dentro de los sistemas alimentarios, desde los cambios en el uso de la tierra hasta la producción de alimentos y el transporte, representan alrededor de un tercio de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero.


El desequilibrio entre exportadores e importadores

    Un número muy pequeño de países produce y exporta cultivos básicos a un número mucho mayor de países, que dependen de esos cultivos importados. Esto produce un desequilibrio, en el que la seguridad alimentaria de gran parte del mundo depende de sólo un puñado de países. Por ello, las perturbaciones que socavan la producción en un solo país exportador pueden amenazar la disponibilidad de alimentos en muchos países. La naturaleza altamente desequilibrada del sistema alimentario se remonta al auge de los métodos de producción agrícola industrial a partir del siglo XIX. Los países de las regiones donde se establecieron por primera vez esos métodos (América del Norte, Australia, América del Sur y partes de Europa) dominaron los mercados de exportación de cultivos básicos. Esto también tiene que ver en parte con el paisaje de un país: en particular, la producción de exportación monocultural era, y sigue siendo, sólo posible en países con grandes extensiones de tierra cultivable. En la década de 1990, la liberalización del comercio agrícola consolidó estos patrones, pero también abrió la puerta a que algunos nuevos participantes se sumaran al club de las grandes exportadoras agrícolas, como hemos visto con el auge de la producción de soja en Brasil y Argentina en las últimas décadas. En la actualidad, cinco países representan al menos el 72 por ciento de la producción de trigo, maíz, arroz y soja.



Habas de soja brasileñas amontonadas en en la bodega de un carguero con destino a China.

    Siete países, más la Unión Europea (UE), representan alrededor del 90 por ciento de las exportaciones mundiales de trigo, mientras que cuatro países representan más del 80 por ciento de las exportaciones mundiales de maíz. Las exportaciones de cereales son una fuente clave de ingresos para estos países, por lo que tienen un interés particular en mantener este sistema. Por ello, los países exportadores tienden a influir y dar forma a las reglas del comercio mundial de maneras que refuerzan su poder exportador.

    La dependencia de las importaciones de alimentos se ha intensificado en el último medio siglo. Aunque muchos países producen cereales básicos para su propio consumo, la mayoría no produce lo suficiente para satisfacer la demanda interna y, por lo tanto, depende de los mercados mundiales para compensar el déficit. Esta oferta insuficiente no se debe a la falta de esfuerzo por parte de estos países. Una razón clave de la disminución de la producción en estas regiones es su incapacidad para competir con los métodos agrícolas altamente industrializados de los países agroexportadores. Estos métodos también suelen estar subvencionados en los países exportadores, lo que socava aún más los medios de vida de los países productores de alimentos en pequeña escala del Sur Global.


Una mujer recoge los granos de arroz que han quedado después de la cosecha para alimentar a su familia en Bangladesh.

    Al mismo tiempo, los programas neoliberales de ajuste estructural impuestos por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) en los decenios de 1980 y 1990 alentaron a los países del Sur Global a desinvertir en la producción de alimentos y, en cambio, a centrarse en la producción de cultivos de exportación, como café, té y cacao, y en la compra de productos básicos en el mercado mundial. Políticas como estas han hecho que muchos países del África subsahariana, por ejemplo, hayan desarrollado una dependencia de las importaciones de alimentos que no tenían hace 50 años.


Mercados financieros y concentrados

    En la actualidad, un puñado de poderosas empresas transnacionales dominan los mercados altamente financiarizados de granos. El papel descomunal que desempeñan en esos mercados un pequeño número de poderosos actores corporativos y financieros significa que las perturbaciones pueden llevar a enormes oscilaciones de precios. Esas oscilaciones dramáticas tienen efectos tanto en la capacidad de las personas para acceder y comprar alimentos como en la capacidad de los productores para acceder a insumos agrícolas como semillas, pesticidas y fertilizantes. Los mercados agroalimentarios financiarizados comenzaron a dominar el sistema agroalimentario mundial a mediados del siglo XIX, en paralelo con el auge de los métodos de producción industrial y el aumento del comercio mundial de cultivos básicos. Hoy, los mercados de futuros financiarizados permiten a los inversores obtener enormes ganancias en el comercio de granos, pero estos mercados son propensos a una volatilidad extrema de los precios de los alimentos. Como hay relativamente pocos actores financieros importantes que especulan con los granos, estos mercados son propensos a la volatilidad, especialmente cuando esos inversores inundan los mercados de futuros de materias primas exactamente en el momento en que el sistema alimentario corre mayor riesgo. En las últimas décadas se ha producido un debilitamiento de las reglas con respecto a la inversión financiera en esos mercados. El resultado ha sido que un grupo cada vez mayor de inversores, desde empresas de gestión de activos hasta fondos de cobertura y fondos de pensiones, han acudido a los mercados de productos agrícolas justo cuando los precios estaban subiendo, lo que ha hecho subir aún más los precios de los cereales.


Los máximos en el precio del arroz y otros alimentos en multiplicaron las filas de los que pasan hambre en Bangladesh. 

    Las grandes empresas transnacionales también ganaron terreno en el comercio de granos y en las industrias de insumos agrícolas a mediados y fines del siglo XIX, y desde entonces esos sectores del sistema alimentario han permanecido altamente concentrados. Las empresas ABCD (Archer Daniels, Bunge, Cargills y Louis Dreyfus) controlan entre el 50 y el 70 por ciento del comercio mundial de granos, además de partes considerables de la cadena de procesamiento de alimentos. Estas empresas han obtenido ganancias récord en los últimos años, a medida que los precios de los alimentos se han disparado. Esta es solo una demostración de la forma en que el capital se beneficia directamente de la crisis alimentaria mundial.


Soluciones falsas

    Las vulnerabilidades estructurales del sistema alimentario industrial global sirven a intereses específicos: estados poderosos, corporaciones privadas e inversores financieros, todos los cuales se han beneficiado de él desde la expansión del capitalismo industrial en el siglo XIX. Este sistema ha perdurado, no porque sea la mejor manera de garantizar la seguridad alimentaria mundial, sino porque favorece la acumulación de riqueza y poder. Es cada vez más evidente que cuanto más se reconfigura la agricultura global para beneficiar a este conjunto de intereses, más expuesta queda a las crisis y perturbaciones en otros sistemas.

    Como estas características del sistema alimentario sirven a intereses poderosos, no debería sorprendernos que las respuestas convencionales —en especial las promovidas por las grandes empresas, los gobiernos agroexportadores y ciertas instituciones globales— no aborden los problemas estructurales subyacentes. En cambio, las “soluciones” que estos actores proponen contribuyen a afianzar aún más estas características. Esto fue evidente en el despliegue de la revolución verde en los años 1960 y 1970, la revolución genética en los años 1990 y, más recientemente, el uso de la inteligencia artificial (IA) en la agricultura. Cada una de estas iniciativas se enmarcó en el discurso de que la producción de alimentos debe aumentar dentro del marco industrial actual si queremos tener alguna esperanza de abordar el hambre mundial.


Manifestantes marchan hacia la Embajada de Estados Unidos en Buenos Aires para conmemorar el Día Internacional de la Lucha Campesina, 17 de abril de 2015.

    Si bien estas iniciativas apuntan a la necesidad de monitorear los mercados agroalimentarios financiarizados, estas medidas no tienen como objetivo regularlos, sino más bien compartir mejor la información sobre el mercado, lo que en última instancia beneficia a los estados exportadores y a los intereses corporativos.

    La Cumbre de las Naciones Unidas sobre los Sistemas Alimentarios de 2021 (UNFSS, por sus siglas en inglés) también ejemplificó este enfoque. Anunciada como un foro para catalizar “soluciones innovadoras” para acabar con el hambre, la cumbre fue en cambio en gran medida capturada por poderosos intereses corporativos. Esta influencia fue tan extrema que provocó un boicot por parte de grupos progresistas de la sociedad civil y movimientos sociales. Un ejemplo de la forma en que esta participación corporativa sesgó el enfoque de la UNFSS fue el gran énfasis que la cumbre puso en aumentar la producción de alimentos mediante innovaciones tecnológicas, como la agricultura digital y la edición genómica. Aunque estas tecnologías se presentaron como una nueva forma de apoyar la sostenibilidad, en realidad solo afianzaron aún más el enfoque dominante de la agricultura.

    En el primer trimestre de 2022, cuando los precios de los alimentos se dispararon, los Estados poderosos, las instituciones internacionales y los actores corporativos pusieron en marcha una serie de iniciativas para abordar el hambre y la situación alimentaria. Por ejemplo, en mayo de 2022, los ministros de Desarrollo del G7 lanzaron la Alianza Mundial para la Seguridad Alimentaria (GAFS, por sus siglas en inglés) como un esfuerzo conjunto con el Banco Mundial. En septiembre del mismo año, 100 gobiernos adoptaron la Hoja de Ruta hacia la Seguridad Alimentaria Mundial: Llamado a la Acción, presentada en una Cumbre de Líderes sobre Seguridad Alimentaria Mundial organizada por la ONU. Ambas iniciativas buscaban coordinar la financiación para la “preparación ante crisis” de los países en desarrollo y se enmarcaban firmemente en los métodos de producción industrial de alimentos, el comercio abierto y las alianzas con la industria. La declaración de la Cumbre de Líderes hizo hincapié en la necesidad de “innovaciones agrícolas basadas en la ciencia y resilientes al clima”. La Corporación Financiera Internacional del Banco Mundial, en paralelo, estableció una Plataforma Mundial de Seguridad Alimentaria que está invirtiendo 6.000 millones de dólares estadounidenses para mejorar el acceso a los fertilizantes, al tiempo que apoya a las empresas privadas para que realicen inversiones a más largo plazo.

    Por su parte, el sector privado lanzó a mediados de 2022 la coalición Global Business for Food Security con el apoyo de Francia, la Comisión Europea (CE), el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA), el Programa Mundial de Alimentos (PMA), el Banco Europeo de Inversiones y la Fundación Bill y Melinda Gates. Esta coalición empresarial busca mejorar el acceso a los insumos agrícolas y a los productos alimenticios básicos, apoyando al mismo tiempo el desarrollo de “cadenas de valor sólidas en países frágiles, en particular en África”. Entre los miembros de la coalición se encuentran algunas de las empresas agroalimentarias más grandes del mundo que dominan los mercados concentrados de granos, como ADM, Cargill, Bunge y Dreyfus, y de insumos, como el gigante de fertilizantes Yara y la empresa de semillas Limagrain. Al pedir que se intensifiquen los insumos industriales (incluida la transformación basada en la “innovación” y un mayor acceso a los fertilizantes químicos), estos poderosos intereses solo alientan la continuación de un sistema agrícola dependiente de los combustibles fósiles. Más aún, abogan por una dependencia aún más profunda de las cadenas de suministro globales. Esto solo ampliará el poder de los países que ya dominan el comercio de productos básicos. El hecho de que otros países se involucren en el suministro de cultivos especiales debilita aún más la seguridad alimentaria de dichos países, al mantenerlos dependientes de las importaciones de alimentos. Además, el llamamiento de los estados poderosos a colaborar con la industria pasa por alto por completo el problema de la concentración empresarial. Aunque estas iniciativas apuntan a la necesidad de vigilar los mercados agroalimentarios financiarizados, no tienen por objeto regularlos, sino compartir mejor la información sobre los mercados, lo que en última instancia beneficia a los estados exportadores y a los intereses corporativos.


Sistemas alimentarios alternativos

    Mientras los intereses poderosos se beneficien del actual sistema alimentario mundial, no tendrán incentivos para llevar a cabo transformaciones significativas en él. Esto significa que las acciones deben ser tomadas por la gente, para la gente. En la actualidad, los actores poderosos prosperan gracias a la concentración y uniformidad de los sistemas alimentarios, dos factores que socavan directamente la resiliencia. Por lo tanto, para lograr un cambio radical necesitamos diversidad en la producción, distribución y consumo de alimentos. En términos de producción, es vital romper con el modelo industrial de agricultura que se ha vuelto tan hegemónico en los últimos siglos. Estados poderosos y grandes empresas han promovido este sistema a pesar del hecho de que ha causado enormes daños a los mismos ecosistemas y sistemas sociales necesarios para que la producción de alimentos prospere. Necesitamos urgentemente cambiar a sistemas de producción ecológicamente sólidos y resilientes al clima que no dependan de insumos de alto consumo energético como los fertilizantes químicos. Reducir la dependencia de estos insumos industriales ayudaría a aislar los sistemas agrícolas de las perturbaciones en los mercados globales de energía, fertilizantes y agroquímicos. Los sistemas de producción orientados ecológicamente también deben poner a las personas en el centro; Proporcionar medios de vida y alimentos nutritivos es lo más importante. Esto debe combinarse con la democratización de los sistemas de producción, empoderando a las personas para que determinen cómo se diseñan y funcionan esos sistemas.

    La agroecología es uno de esos sistemas. Centrada en el principio de la diversidad, implica métodos como el cultivo intercalado de diversas especies, la rotación de cultivos, la agrosilvicultura, el compostaje y la integración de cultivos y ganado, todos los cuales mejoran la agrobiodiversidad. Los sistemas agroecológicos también promueven la diversidad en un sentido más amplio al incorporar los objetivos políticos de equidad y capacidad de acción. Este modelo ya está ganando terreno en una serie de países, y hay pruebas de su potencial para satisfacer las necesidades alimentarias de manera menos dañina que la agricultura industrial. Los sistemas agroecológicos también fomentan la diversidad dietética, promoviendo otros cultivos, como el mijo, el sorgo, el maní o las raíces y tubérculos. Este enfoque contrarresta la estrecha base de cultivos básicos que han llegado a dominar las dietas humanas.


El vapor se levanta sobre el arroz procesado en un pequeño molino de Rangpur, en el norte de Bangladesh. 

    Se trata de algo más que crear espacios alternativos de producción y distribución. También implica impulsar cambios regulatorios que impidan que actores poderosos deformen los mercados para proteger sus propios intereses.

    En lo que respecta a la distribución, es esencial mejorar la capacidad de los países para producir más alimentos de los que consumen. Reducir la dependencia de las importaciones de alimentos ayudará a garantizar que, cuando se produzcan perturbaciones, no generen una crisis. Esto no significa una autarquía total, sino más bien un equilibrio mucho mejor en cuanto a la procedencia de los alimentos, tanto en términos de mercados locales como globales. Si se emprenden utilizando métodos agrícolas sostenibles y equitativos, los esfuerzos por lograr una mayor autosuficiencia en la producción de cultivos básicos también pueden ayudar a la población local mejor de lo que lo harán jamás las corporaciones multinacionales y los estados poderosos.


Casilleros vacíos en una estantería de cuencos para el arroz, en una fábrica china de artículos electrónicos en China, ilustran los despidos que han enviado a muchos trabajadores de vuelta al campo. 

    Una forma de trabajar para lograr el objetivo de una distribución de alimentos más centrada en las personas es apoyar los mercados territoriales. Estos mercados suelen estar vinculados más directamente con los sistemas alimentarios locales, nacionales y/o regionales. Esto suele significar que existen cadenas de suministro más cortas y que estas cadenas de suministro están arraigadas en el lugar. Como tal, los mercados territoriales encarnan las condiciones y el conocimiento locales y fomentan las relaciones comunitarias y regionales. Los acuerdos de mercado territorial también tienden a ser menos jerárquicos, con una alta participación de productores de alimentos en pequeña escala que son proveedores vitales de alimentos en los países en desarrollo, pero cuyos medios de vida se ven amenazados por la expansión de las cadenas de suministro globales dominadas por las corporaciones. Este tipo de mercados proporciona servicios que van mucho más allá de los alimentos como un mero producto de mercado. Encarnan principios de inclusión y, por su propia naturaleza, promueven la diversidad. La distribución de alimentos dentro de los territorios también apoya los objetivos de biodiversidad y cambio climático por dos razones: eleva los cultivos específicos locales y significa que se necesita menos energía de combustibles fósiles para el transporte.

    Por último, los sistemas alimentarios centrados en las personas deben contrarrestar activamente los mercados agroalimentarios corporativos y financiarizados. Esto implica algo más que crear espacios alternativos de producción y distribución. También significa buscar cambios regulatorios que impidan que actores poderosos den forma a los mercados para proteger sus propios intereses. Sin esto, cualquier esfuerzo por promover los mercados territoriales podría verse fácilmente inundado por actores corporativos e inversores financieros, quienes por supuesto tienen una enorme influencia sobre la gobernanza y los mercados agroalimentarios. Un motivo de optimismo es el creciente movimiento que se opone al poder corporativo en el sistema alimentario. Sin embargo, se necesita más. Un gran paso en la dirección correcta sería establecer reglas mucho más estrictas sobre conflictos de intereses para los actores corporativos, junto con políticas antimonopolio y de competencia más sólidas para prevenir monopolios y oligopolios corporativos en los sistemas alimentarios. De manera similar, desde la crisis de precios de los alimentos de 2008 a 2012, ha habido crecientes llamados a una regulación más estricta de los actores financieros en el sistema alimentario. Por último, una regulación más estricta de los mercados de futuros de materias primas ayudaría a reducir las inversiones especulativas que impulsan la volatilidad de los precios de los alimentos y pueden conducir a picos de precios de los alimentos. En conjunto, cada uno de estos pasos vitales (sistemas de producción de alimentos más ecológicos, reducción de la dependencia del comercio de alimentos a larga distancia y limitación del poder corporativo en el sistema alimentario) harán que los sistemas alimentarios sean más resilientes y menos vulnerables a la policrisis más amplia.


Este artículo es parte del dossier conjunto de la Fundación Rosa Luxemburg y Alameda Semillas de soberanía: cuestionando las políticas alimentaria.


Fuente: Fundación Rosa Luxemburgo

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