domingo, 18 de agosto de 2024

Lecturas veraniegas en desorden programado

 

Respingos de la calor (4 de 10)


 Por Pedro Costa Morata

Una vez más, las cordiales y siempre reflexivas recomendaciones que los grandes periódicos hacen al gran público al inicio del verano sobre lecturas para el ocio y el estío, aunando generalmente el interés con la actualidad y la literatura de calidad con la política o la ciencia más pedagógicas, me resbalan cordialmente y me encuentran incapaz de utilizarlas y seguirlas. Si alguna diferencia tiene para mí el verano (que ya es suficiente eufemismo de muy declinante significado propio) respecto del resto del año es que me impulsa a acabar cosas iniciadas y a optar por las lecturas que mis tareas me van marcando o exigiendo.

Bueno. Aunque esté convencido de la escasa influencia que la lista de mis lecturas de estos días vaya a ejercer como estímulo en mis prójimos y el género humano en general, me conformaré con el -personal, inalienable- placer de revisarlas con un mínimo descriptivo, que nunca vendrá mal, ni de sobra, a nadie. Y me inicio con Rafael Chirbes y sus Diarios, que su autor llama A ratos perdidos, cuyo volumen segundo, las partes 3 y 4, me venía durando mucho, tanto por sus tropecientas páginas como porque tiraba de él solo en ratos perdidos. Lo cual, y en este caso, no significa que infravalore su literatura sino, muy al contrario, reconoce la especial delectación que me produce la lectura de Chirbes, compañero mío que fue de internado ferroviario, dos cursos más joven que yo. Aparte de que su importancia como novelista sigue agrandándose, estos diarios me parecen valiosísimos ya que, demorando su publicación para cuando dejara de soportar este perro mundo (murió de forma precoz y anunciada en 2015) son de una sinceridad material rotunda y de un cuidado redaccional que igualmente son de apreciar. Chirbes alude con mucha frecuencia a nuestro internado de León, a la férrea vigilancia, digamos, ultracatólica de nuestros (comunes) curas-profesores y a ciertos traumas que, aun sin reconocerlos claramente, deja traslucir. Lo cual me transporta a un tiempo del que no soy consciente haber sufrido ningún trauma, aunque sí “cargas” morales y religiosas que me ha costado lo mío aligerar; pero me entretiene mucho ver con qué diferencial actitud Chirbes y yo vivimos la misma etapa. Con el “nuevo curso” disfrutaré de las partes 5 y 6 de esos Diarios, más abultadas que las anteriores, pero que devoraré.

Por influencia directa de Chirbes, ya que en la obra a la que aludo lo cita de forma admirada, he leído de un tirón Gran Sol (1958), de Ignacio Aldekoa, cuyo lomo y portada blanqueaban en mi estantería desde hace años, esperando mi atención y mi tiempo, remisos durante años sin motivo alguno. Aldekoa era nacido en Vitoria, tierra vasca de interior, pero siempre se sintió subyugado por el mar. Esta obra, Gran sol, impresiona por la intensidad con que escribe quien, antes, se embarcó una buena temporada en los arrastreros de altura cantábricos y del mar de Irlanda para (supongo) “escribir sabiendo”. Y apabulla, claro.




Como parte de mis deberes para con la culminación de mi libro Israel: del mito al crimen, que aprovecho para publicitar y anunciar su aparición a principios de septiembre, que me ha obligado a numerosas e intensas lecturas, dos textos quiero traer aquí a colación, por ser conocidos y por representar visiones y actitudes bien distintas. Uno es Orientalismo (1978) del palestino-estadounidense Edward Said, eximio miembro de la intelectualidad palestina reivindicativa, que es una minuciosa y erudita crítica de la visión -tantas veces frívola o malvada- del Oriente “recreado” por viajeros, intelectuales y políticos occidentales. El otro, al que he echado mano por encontrar su referencia en las críticas al holocausto nazi, es El pájaro pintado (1965), del judío-polaco Jerzy Jesinski, libro que su autor se arrogó como autobiográfico y que relata las penalidades de un niño de nueve años desamparado (judío/gitano, el autor es ambiguo sin causa), víctima de la crueldad sin límites de los campesinos polacos durante la Segunda Guerra Mundial; una obra que gozó durante décadas de éxito espectacular y que me ha parecido vomitiva. En efecto, ahíto de crueldades y exageraciones, en la página 128 ya no pude más y anoté que “este Jesinski es un enfermo”. Me lancé sobre este libro cuando leí La industria del Holocausto (2000), de Norman Finkelstein, otro de los textos que más me han ilustrado durante la redacción de mi libro sobre Israel, que señalaba cómo Jesinski y esa obra fueron desenmascarados veinte años después de su publicación, ya que ese niño, con sus padres, vivió aquellos años al amparo de una familia, precisamente, polaca, siendo una enloquecida sarta de sufrimientos (horripilantes, procaces) falsos y enfermizos, ya digo. Finkelstein califica El pájaro pintado como “el primer fraude importante sobre el Holocausto”, en el entorno de su investigación sobre el culto y la explotación del holocausto nazi, y su oportunista traducción del dolor al dólar.

Quienes esto lean y se sientan abrumados por la perfidia del Estado de Israel deberán recurrir a Shlomo Sand, profesor de Historia en la Universidad de Tel Aviv, y a sus dos -geniales, exhaustivas, valientes- obras: La invención del pueblo judío (2008) y La invención de la Tierra de Israel. De Tierra Santa a madre patria (2012), para poner en su sitio a un Estado y un sionismo basados, radical e intrínsecamente, en el mito y la mentira histórica.




También he consumido lo último que he conseguido de dos autores por los que siento debilidad. Uno es Miguel de Unamuno, del que alguien (es inaceptable que en la página de créditos no se exprese quién ha hecho el trabajo de selección, y esto me cabrea) ha elaborado una interesante Antología bilbaína (2021), que tiene para mí el interés añadido de su entregada afición a Bilbao, ciudad y entorno (¡la Ría!) que viví muy intensamente en mis primeros años de ingeniero. Porque Unamuno, a quien tanto me complace criticar para expresar, así, mi más férvida admiración, justamente por ser tan llamativa y ferozmente contradictorio (sobre todo en los asuntos filosófico-religiosos), amó apasionadamente su ciudad (el Bocho), aborreciendo primero su deriva industrial y modernista, y apegándose después desde su “segunda piel” castellana e incluso castellanista, desde la que, definitivamente, observó y describió aquella España de las primeras décadas del siglo XX. Son sus andanzas y rememoraciones por Artxanda, Miravilla y los montes que dieron vida al mineral de hierro del que nacería la villa medieval, las sagas de Albia y el Ensanche, más su descripción (originada en su Paz en la guerra, de 1897) de la carlistada de 1873, que vivió con nueve años, con detenimiento en las trincheras y arroyadas del valle de Somorrostro lo que, en paisaje y vibraciones, noventa y nueve años después me harían feliz (¡qué cosas!) mientras trabajaba en la puesta en marcha de la refinería de Petronor en esos mismos parajes.




El otro autor del que no me pierdo ninguna novedad es Franz Kafka, y por eso he liquidado en tres días El anatomista del poder (2023), de Costas Despiniadis, que es el esfuerzo de un anarquista griego por adosar al genial checo a sentimientos y actitudes ácratas, en lo que yo coincido y que traslucen el denuedo y la desolación de sus principales obras (por no decir, todas) ante el poder incomprensible pero despiadado, la justicia absurda y destructiva, el desamparo humano, la imposibilidad de una sociedad amable y prometedora… A mí de Kafka lo que más me ha interesado -El proceso y El castillo, en cabeza, con la Metamorfosis “encogiéndome”- ha sido su debilidad física, que suple con una energía creativa descomunal apuntando, es verdad, a las iniquidades con que los poderes y la propia sociedad rodean a los -siempre desvalidos- ciudadanos de a pie.

Entre las cosas que hay que leer y que distraen haciéndonos, no obstante, pensar, están los dos libros de Daniel Estulin que dedica al Club Bilderberg, La historia definitiva del Club Bilderberg (2011), y La verdadera historia del Club Bilderberg (2015), títulos que muestran claramente el enfoque comercial de su autor, y en los que señala a ese misterioso Club, por secreto, exclusivo y hasta siniestro. Un autor, este Estulin, de difícil identificación profesional e ideológica (¿periodista, espía múltiple, fantasioso escritor, exitoso buscavidas?) y de azarosa vida, que parece encontrar entre las raíces de su negocio (basado en apuntar siempre a la alta conspiración internacional del Club Bilderberg de 1954, la Comisión Trilateral de 1973 y la más antigua de las patas de este trípode de cuidado, el Consejo de Relaciones Exteriores, de 1921), su pasada relación con los servicios secretos soviético-rusos. Palabras y palabras, sobre hechos que en la mayoría de los casos ni vive ni demuestra, que atribuye a fuentes generalmente periodísticas pero enfundadas en un admirable instinto de conspiranólogo para excitar el morbo. He observado que, manejando un 90 por 100 de nombres judíos en la personalia de esas tres sectas de poder, pretende no haberse percatado de ello, a juzgar por la nula observación que de ello hace.

He leído en dos ratos esa especie de autobiografía, Testigo de un tiempo incierto. De la caída del Muro a la invasión de Ucrania (2023), de Javier Solana, un tipo que siempre me cayó gordo, desde que conocí su sonrisa de pijo triunfador y sin problemas (cuando se encargaba de las cuestiones energéticas en el PSOE antes de su acceso al poder), que luego “respondió” a mi instinto convirtiéndose en agente imperial y bombardeador pirata de Serbia. Uno de tantos que, por ampararse en el Imperio, quedan a salvo de las condenas del TPI y de sus prisiones perpetuas: en su caso, por los cientos de asesinados en operaciones aéreas que él mandó lanzar sobre un Estado soberano y sin respaldo legal internacional, que es de lo que se responsabilizó entre marzo y septiembre de 1999, como secretario general de la Otan, atacando Serbia y Montenegro. Ya que en esa autobiografía calla, deforma y endulza varios de los episodios de su vida que lo envilecen, preparo un artículo sobre ese texto deleznable: “Javier Solana: desmemorias de un lacayo del Imperio”.




Y como mi próximo libro -segundo anuncio: perdón, perdón- sobre Israel: del mito al crimen, ha resultado hacer buena pareja con el anterior ¡Rusia es culpable (cinismo, histeria y hegemonismo en la rusofobia de Occidente (2023), por lo que a la descripción de dos alarmantes crisis político-militares de actualidad se refiere, mis antiguos alumnos de las universidades guatemaltecas que he frecuentado quieren que les prepare un seminario sobre “Geopolítica del siglo XXI”, por lo que me he tenido que poner las pilas y echar mano, entre varios trabajos recientes de análisis internacional, de mis venerables textos básicos, como el clásico manual Derecho Internacional Público (conocido como “el Verdross”, del prestigioso autor austriaco, Alfred Verdross), y el texto sobre Fundamentos del Derecho Internacional Público, de mi admirado profesor Antonio Truyol, de lectura más amable y asequible; ambos textos estudiados en el curso 1970-71, en Políticas, y cuya vuelta a sus páginas, si bien espesas, tendrán que rejuvenecerme… Y otros, también de aquellos años estudiantiles, sobre la organización política internacional, es decir, Naciones Unidas en primer lugar, más los tratados y convenios multilaterales al efecto. De momento, y como transición suave a esos vetustos y plomizos textos (como bien recuerdo), estoy atacando una monografía magnífica de este mismo año, llegada de la inestimable factoría de Le Monde Diplomatique y que es “Géopolitique. Un monde sur le pied de guerre” (colección Manière de Voir, nº192), que me abre muy oportunamente la perspectiva de lo que hay, y me asegura de que mi recado a tan afectuosos alumnos resultará tan riguroso como bien centrado.

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