
Una agresión militar contra Venezuela pareciera ser el objetivo del despliegue militar estadounidense en el Caribe. Las declaraciones de los voceros estadounidenses, como las primeras acciones estadounidenses en el terreno, preparan, a simple vista, una narrativa para consumo estadounidense de legitimidad para atacar suelo venezolano por estar en lucha contra un “cartel del narcotráfico”, liderado por el chavismo, que inunda las calles estadounidenses con droga.
La gran incógnita del despliegue militar estadounidense es su eficacia, y su profundidad, dado que, hasta ahora, lo único que se ha visto es la utilización de grandes buques de guerra para atacar pequeñas lanchas rápidas y ocupar un buque pesquero venezolano. Una imagen que se asemeja más a una operación liderada por Sancho Panza, el sheriff del Zorro, que a un mega operativo militar infalible dirigido por grandes comandantes militares. Para despejar todas las dudas sobre esto, Thomas Keith del portal Sovereign Protocol, investigador de conflictos y guerras de la información, describe la utilidad del despliegue estadounidense. Por ejemplo, si puede realizar una campaña de asesinatos contra el liderazgo chavista, como plantean algunos medios, si puede emprender ataques “quirúrgicos dentro de Venezuela, y cuáles son sus posibilidades de éxito.
Keith también explora un ángulo poco tratado por analistas y expertos: la capacidad de Venezuela para defenderse, y poner en problemas al despliegue estadounidense en El Caribe. Por qué es bastante complejo para Washington escalar un conflicto frente a un país con defensas aéreas y marítimas, enjambres de drones, millones de milicianos y militares movilizados, y una diplomacia activa para denunciar y desmontar los pretextos intervencionistas de Estados Unidos. También la posibilidad de que Caracas recree las mismas tácticas, y estrategias, de los hutíes en Yemen que obligaron a la Casa Blanca a retirar, buena parte, de sus portaaviones en el Mar Rojo.
Se presenta el despliegue estadounidense en El Caribe como capaz de cometer una cantidad innumerable de agresiones contra el país. En términos militares, ¿para qué puede servir todo el armamento y los soldados desplegados por Washington?
La red actual de Estados Unidos en el Caribe crea una burbuja de alta velocidad alrededor de Venezuela con destructores con sistema Aegis (que integra radares y misiles) como el Jason Dunham, un crucero clase Ticonderoga como el Lake Erie con extensos arsenales de misiles Standard (SM) y Tomahawk, un grupo anfibio listo construido alrededor del Iwo Jima y buques de transporte anfibio (LPD) clase San Antonio que transportan una Unidad Expedicionaria de Marines de aproximadamente cuatro mil efectivos, y un submarino nuclear de ataque rápido. Con aeronaves de patrulla P-8A Poseidon, sistemas Inteligencia, vigilancia y reconocimiento (ISR) de gran altitud y drones clase MQ, Washington mantiene un permanente tráfico costero, salidas aéreas y emisiones (señales de radio, GPS, transmisiones de radio, sensores) cerca del país. En la práctica, esta postura militar se utiliza en operaciones de interdicción marítima (abordajes y demostraciones de fuerza, “cinéticas”, con embarcaciones menores), en el mapeo de tiempos de reacción y activaciones de radar, y en ensayos narrativos legales en los que se etiqueta las acciones como operaciones “antinarcóticos-antiterroristas”. Sin embargo, estas operaciones no proporcionan por sí mismas un camino limpio y de bajo riesgo hacia el cambio de régimen; representa un apalancamiento, una presencia coercitiva y un espacio de ensayo, no una llave mágica para la decapitación eventual del liderazgo chavista.
Técnicamente, Estados Unidos puede intentar ataques “quirúrgicos” limitados dentro de Venezuela mediante municiones de largo alcance como misiles de crucero Tomahawk, ataques de precisión aéreos intensificados, o incursiones de Fuerzas Especiales guiadas por inteligencia integrada de mar-espacio. Operacionalmente, sin embargo, lo “quirúrgico” requiere inteligencia humana validada en tiempo real e identificación positiva bajo control de emisiones (señales) y presión sobre las defensas aéreas multicapa del país agredido, sostenida a lo largo del tiempo. Venezuela ha complicado esto al dispersar el liderazgo y los sistemas de comando y control, practicar la movilidad y endurecer nodos clave de su seguridad. Políticamente, cualquier ataque en suelo soberano, especialmente contra el liderazgo, conlleva alto riesgo de escalada, invita a respuestas cinéticas (militares de fuerza) y diplomáticas recíprocas. También las agresiones pierden legitimidad si la cadena probatoria de los ataques es débil, como lo demuestran las grabaciones borrosas y sin fecha de los bombardeos a lanchas rápidas. Un golpe aislado es posible; una campaña de decapitación sostenida y controlada es improbable sin costos intolerables y serias escaladas.
El despliegue estadounidense sirve para cuatro objetivos; primero, la interdicción y el espectáculo: abordajes y ataques a embarcaciones pequeñas presentadas como parte de grupos “narcoterrorristas”; segundo, para un mapeo de Inteligencia, Vigilancia y Reconocimiento (ISR): ubicar radares costeros, baterías de misiles de superficie y aire (SAM), patrones de patrulla, centros de drones, depósitos de combustible y municiones, y enlaces de comunicación mientras se mide el tiempo de reacción militar de Venezuela; tercero, ventajas cinéticas limitadas: ataques a objetivos marítimos expuestos o nodos logísticos temporales fuera del espacio aéreo defendido; cuarto, operaciones psicológicas: crear una sensación de “red ocupada” en el Caribe que normaliza la presencia estadounidense mientras pinta a Venezuela como un santuario criminal
Una de las fantasías con las que sueña la oposición venezolana es que este despliegue pueda recrear la campaña de asesinatos de Israel contra el liderazgo de Hezbollah.
La campaña israelí se basó en inteligencia humana desarrollada profundamente durante años en El Líbano, en redes infiltradas dentro de la organización, en condiciones logísticas favorables y en un teatro de operaciones compacto que permitía a sus aviones militares ingresar y salir del país sin enfrentar represalias significativas. Venezuela, por el contrario, constituye un Estado soberano con aliados externos que ha invertido años en blindar la movilidad de su liderazgo y en crear redundancias en su comando y control. Intentar una operación de decapitación al estilo del Mossad se enfrentaría a defensas aéreas, grandes distancias, complejas consideraciones políticas y el respaldo de países aliados, factores que podrían transformar una demostración de fuerza “limitada” en una crisis de alcance regional.
La pila defensiva venezolana aumenta los costos en todos los frentes; posee defensas aéreas de largo y mediano alcance, las baterías anti misiles S-300/Antey-2500 y Buk-M2, en capas para crear una Defensa Aérea de Corto Alcance, cazas Sukoil-30 y F-16 que proporcionan interceptación de defensa, patrullajes marítimos, que incluyen misiles, botes de ataque rápido y milicias litorales, apostadas en desembocaduras de ríos y puntos de estrangulamientos desde La Guaira hasta Paraguaná y el corredor del Lago Maracaibo, que empujan a los buques de superficie estadounidense más lejos de la costa venezolana.
Lo que, junto a la infantería fluvial y costera, convierte al contra despliegue venezolano en un puercoespín barato y numeroso. Washington, por todo esto, no tiene un camino corto y fácil para una campaña de asesinatos contra el liderazgo chavista.
Poco se habla de la respuesta militar de Venezuela sobre todo si se considera su defensa aérea, la voluntad de resistir de millones de milicianos y su número desconocido de drones gracias a su alianza con Irán.
Un ejemplo de las capacidades de Venezuela es su complejo de drones que constituye un multiplicador de fuerza. Después de dos décadas de cooperación entre Irán y Venezuela, Caracas pasó de no tener vehículos aéreos no tripulados (UAV) a una flota estratificada: el Arpía-001 (derivado del iraní Mohajer-2) para tareas de inteligencia, vigilancia y reconocimiento; drones armados ANSU-100 capaces de lanzar municiones tipo Qaem (misiles guiados iraníes) para acoso de precisión; prototipos ANSU-200 de “ala volante” que son difíciles de detectar (nota de autor; ideales para ataques sorpresas, misiones de vigilancia, que penetren defensas enemigas) ; municiones merodeadoras Zamora V-1 para ataques kamikaze; y enjambres de drones de primera persona (FPV) para asaltos contra sensores y blancos vulnerables en litorales congestionados. Esta combinación no satura el sistema Aegis (que integra radares y misiles) de los buques de guerra estadounidenses, pero los obliga a adoptar posturas antidrones (UAS) que consumen recursos, agotan interceptores y reducen el ritmo operativo de cubierta. Cualquier transferencia de drones, como el dron iraní kamizake HESA Shahed 136 y su variante rusa el Geran-2, multiplicaría la saturación de bajo costo contra los buques de guerra y la presión psicológica (Nota del autor: este modelo de drones, también llamados municiones merodeadoras, son utilizados por Rusia para abrumar las defensas aéreas de Ucrania y lanzar múltiples ataques contra ciudades, o infraestructura clave).
El despliegue de la milicia bolivariana y la fortificación social, además, convierten las incursiones terrestres en una trampa política. La activación de 5,336 Unidades Comunales de Milicia, vinculadas a 15,751 “bases populares de defensa integral” y 8.2 millones de alistados, genera una auténtica negación territorial basada en la resistencia popular. Incluso sin considerar las cifras oficiales de milicianos, la distribución de la defensa a nivel parroquial garantiza que cualquier incursión terrestre enfrente una resistencia políticamente tóxica, seguida de un desgaste que supere ampliamente las ventajas tácticas obtenidas. Esta dinámica de movilización explica también por qué confrontar a “humildes pescadores” venezolanos o ejecutar ataques contra embarcaciones menores resulta contraproducente: ya que endurece la cohesión social y proporciona a Caracas material propagandístico de alto impacto mediático para apoyar sus esfuerzos de movilización y denuncia diplomática.
La disciplina en la guerra de la información constituye también un pilar fundamental de la estrategia defensiva. La narrativa oficial del liderazgo venezolano considera que el verdadero campo de batalla es de naturaleza psicológica: por eso, expone vacíos probatorios en las acusaciones de ataques contra “narcoterroristas” (como la ausencia de coordenadas precisas en los bombardeos, inexistencia de cadena de custodia de las “pruebas”, falta de detenidos identificados), documenta incidentes en su Zona Económica Exclusiva como el abordaje del barco atunero La Blanquilla a 48 millas (78 kilométros) náuticas bajo condiciones de interferencia y presencia de armas largas, y exige verificación independiente de los hechos. El propósito estratégico es eliminar la distancia conceptual entre el etiquetado de “narco-terrorismo” y el ejercicio legítimo de la defensa soberana, de manera que cada maniobra estadounidense se convierta en una erosión de su propia credibilidad internacional.
En este contexto, ¿es posible que Venezuela pueda recrear una defensa efectiva que incremente los costos de cualquier operación y debilite a Estados Unidos como lo han hecho los hutíes en Yemen?
Es posible si se adapta a la geografía caribeña del país; los hutíes aprovecharon puntos de estrangulamiento marítimos. Venezuela cuenta con un complejo litoral fragmentado, archipiélagos dispersos y deltas fluviales. La metodología puede adecuarse con una combinación de tiradores económicos distribuidos, misiles costeros antibuque, municiones merodeadoras, enjambres de drones de primera persona (FPV), lanchas rápidas armadas, sistemas de defensa aérea en capas, protocolos de control de emisiones (señales de radio, GPS, transmisiones de radio, sensores) y señuelos. Lo que puede obligar a flotar superiores, como las de Estados Unidos, a adoptar ciclos defensivos costosos. Esto reduciría su libertad de maniobra y extendería sus tiempos de despliegue, contextos donde los errores operacionales y las represalias políticas tienden a multiplicarse.
Sin embargo, existen limitaciones importantes: Estados Unidos posee arsenales mayores, una logística superior y mayor respaldo político en este hemisferio que en el Mar Rojo. El objetivo venezolano no sería alcanzar paridad militar sino establecer una disuasión mediante fricción operacional, es decir, elevar el costo, la duración y la visibilidad de cada escalón de la escalada armamentística—desde operaciones de interdicción hasta “ataques quirúrgicos”— más allá de lo que Washington puede justificar políticamente en su país.
Con este panorama militar, una campaña de asesinatos se vuelve bastante difícil de llevar a cabo con éxito.
Una operación de decapitación es posible en abstracto y estratégicamente contraproducente en la práctica. Los usos más probables de la flotilla estadounidense son las operaciones antinarcóticos, recolección de inteligencia, demostraciones de fuerza a través de sobrevuelos intimidatorios, ataques marítimos selectivos y la construcción de narrativas contra Venezuela, no la eliminación directa del liderazgo chavista. Cualquier escalada hacia ataques “quirúrgicos” en territorio venezolano enfrentaría múltiples obstáculos: los sistemas de defensa aérea S-300VM/Buk-M2, un liderazgo altamente móvil, hostigamiento constante con drones, cinturones de negación marítima y una población completamente movilizada. Este conjunto de factores convierte la superioridad táctica estadounidense en un complejo dilema estratégico, donde las ventajas militares convencionales se ven neutralizadas por la resistencia asimétrica y el costo político de una intervención prolongada.
Etiquetar a pescadores como “narcoterrroristas”, lanzar artillería contra lanchas y circular grabaciones borrosas “no clasificadas, no constituye una aplicación de la ley; es la fase de normalización de la proyección de poder estadounidense. El Caribe se enmarca como una red ocupada donde el hardware estadounidense opera sin oposición y las operaciones “antidrogas” sirven como coartada para la coerción soberana. La respuesta racional venezolana, por eso, es instrumentalizar el costo (defensa aérea, drones, negación marítima), instrumentalizar la sociedad (milicias, bases de defensa local) e instrumentalizar la verdad (documentar incidentes, forzar verificación). Si se ejecuta esto, de forma consistente, la flotilla permanecerá en el “teatro” de operaciones, en lugar de transformarse en una máquina de cambio de régimen de bajo riesgo.
En conclusión, el despliegue estadounidense amplía las opciones coercitivas y reduce los plazos para acciones limitadas, pero no asegura una estrategia de decapitación de bajo costo. Venezuela puede construir —y está construyendo— una defensa que eleva significativamente el precio en cada escalón de la confrontación: técnicamente, mediante sistemas S-300VM/Buk-M2, drones y lanchas rápidas equipadas con misiles Nasir; tácticamente, a través de dispersión territorial, control estricto de emisiones, uso de señuelos y aprovechamiento del desorden litoral; y políticamente, mediante la movilización masiva de milicias, la documentación exhaustiva de incidentes y la diplomacia regional activa.
El objetivo estratégico venezolano no consiste en superar militarmente a Estados Unidos, sino en convertir cada escalón adicional de la confrontación en una operación tan costosa, visible e ilegítima que Washington opte por no intensificar el conflicto.
Fuente: Bruno Sgarzini
No hay comentarios:
Publicar un comentario