viernes, 12 de septiembre de 2025

Aquella brisa de los veranos de antes (8 de 20)

 

 Por Pedro Costa Morata
  Ingeniero, periodista y Pplitólogo. Ha sido profesor en la Universidad Politécnica de Madrid. Premio Nacional de Medio Ambiente.


Pensadores anti ecologismo (como el antropólogo Muiño) 


Al antropólogo Emilio Santiago Muiño, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) lo conocí un día en Cartagena actuando al alimón con el filósofo Antonio Campillo y el ecologista Luis González Reyes, en una de las sesiones de ese magnífico programa cultural del Ayuntamiento local, llamado “Cartagena piensa” y que mueve el fino e infatigable Patricio Hernández. Y cuando lo vi y oí sentí que le escaseaban conocimientos y sentimientos en materia ecologista y por eso le hice observar que -como primera tarea- debía leer y pensar más y mejor.

Pero leyendo la entrevista periodística que le hace El País (2 de agosto) con el título de “Podemos reducir el impacto en el planeta y llevar una vida de lujo” concluyo que ni me hizo caso ni se interesa por situarse, al menos como investigador, en el análisis de un ecologismo prístino, históricamente configurado y empíricamente consolidado. Peor todavía, porque persiste en alimentar un ecologismo de diversión y confrontación, pegado a ese institucionalismo acientífico siempre dispuesto a corresponder con generosidad a cualquier aliado que garantice paz social por su capacidad de neutralización de agitadores. Mantuve por un momento la esperanza de que ese titular fuera cosa del entrevistador, presumiblemente lego en la materia, pero no, nuestro personaje repite en el texto exactamente los términos de la cabecera añadiendo que “podemos vivir no solo mejor sino mucho mejor, dentro de los límites planetarios”, que no puedo tomar como enmienda a la totalidad (lo de los “límites”) sino como osada y provocadora alusión a la finitud del planeta y de su concreta materialidad. Es tan joven que se perdió la aparición en 1972 del trabajo de los Meadows, Los límites del crecimiento, que los años posteriores no han hecho más que confirmar y agravar; así que me temo que ese libro, con los numerosos textos polémicos que lo acosaron en su día equivocándose estruendosamente, no forman parte de una (su) biblioteca fundamental y urgente.


Emilio Santiago Muiño (El País).

Y me obliga a entrarle al trapo, y pese a su pinta de tío serio, por venir desafiando con un oxímoron de ese calado y relacionar reducción de impacto ambiental con vida de lujo (¡toma ya!). O sea que se sale y desborda por derroteros sorprendentes, tirando a exóticos, como dando la impresión de que está decidido a construir una nueva ideología pseudo ecologista muy señaladamente lúdica, haciendo trizas algunos fundamentos de un pensamiento que (1) demuestra conocer poco y mal, y (2) cree poder desmontar sin pertrecharse antes de lo que necesita saber y aprender. No quiero pensar que se trate de alguien arrojado y listo, sí, pero inculto e inmaduro, que se ha dejado llevar por un chispazo de genialidad o una ventolera de justiciero de excesos y desvaríos ecologistas, esa gentecilla a los que la historia le encarga -a él, a Muiño- corregir con argumentos novedosos y llamativos que espera que vayan a impresionar a lectores y seguidores. O que este héroe de la “antropología del clima” (disciplina a la que se dedica en el CSIC, pero que yo transformaría en una más apropiada “climatología antropológica”) se sienta obligado a crear ciencia o pensamiento que alumbren al mundo y sus tinieblas, y señale caminos de luz y esperanza a tanto pesimista y descarriado, que es lo que -debe pensar- más abunda en el mundillo ecologista.


Una de las obras de Muiño.

Me impresiona su reiteración sobre la felicidad como, no solo alcanzable o deseable, sino como algo obvio y ordinario: vamos, que quien no la alcanza es porque no quiere. Yo creo que si estuviera al tanto de la obra de, por ejemplo, los antropólogos franceses descreídos, como Pierre Jouventin (L’homme, cet animal raté) o Pablo Servigne y Raphaël Stevens (Commont tout peut s’effondrer), suspendería al menos provisionalmente apreciación tan dulzona. Y así, se le podría ocurrir que la felicidad como sentimiento personal profundo solo puede darse en una sociedad mínimamente justa, prudente y austera (equitativa), como advertía Bertrand Russell nada menos que en 1930 (La conquista de la felicidad), dejando claro que esta solo es posible en sociedad y en acción. Y yo veo a este Muiño como demasiado teórico e incluso algo mentalmente fondón, ajeno al ajetreo ecologista, que es siempre socializador y militante (y que no suele tener tiempo para elucubrar sobre la felicidad).

Interesante sí es su propuesta de cometer “algún tipo de exceso”, pero debe saber que el ecologista lleva una vida radical y completamente excesiva por activa, arriesgada y comprometida, teniendo muy en cuenta el entorno gris y acomodaticio, tan poco estimulante, que lo rodea; y que son los intelectuales de invernadero, como aparenta ser él, los que viven condenados a la (inevitable) abulia física y la (amenazante) tontuna mental. Si este Emilio añadiera la historia ecologista a su antropología profesional se encontraría con vibrantes textos fundacionales de un ecologismo que siempre ha creído en esa “vida buena” a la que alude como de pasada, ya que no demuestra conocer sus más interesantes contenidos. Cuando este científico distaba mucho de aparecer por este perro mundo los ecologistas nos reuníamos en Daimiel (julio de 1978) para elaborar un testo sobre, diríamos, la vida buena (mucho antes de esas babosadas del slow food y el slow life), que al poco, en 1980, su principal formulador, el sociólogo Josep Vicent Marqués, trasplantó a una breve pero genial obra (Ecología y lucha de clases).

Me preocupa que este antropólogo haya llegado a la escena conociendo a la porción menos interesante del ecologismo, como algunos dirigentes heréticos de Ecologistas en Acción, organización en plena crisis de honestidad socioecológica precisamente por su alineación creciente con el poder político; o de filósofos que nunca se preocuparon por incrustar el ecologismo en la historia de las ideas, mariposeando sin brújula entre ignorantes y oportunistas. A este respecto, consulte nuestro Muiño reacio al holismo a un filósofo e intelectual lealmente ecologista que ya supo, y se puso manos a la obra, lo que había que hacer con el ecologismo, que era constituirlo por derecho propio en parte del pensamiento filosófico y político: Juan Ignacio Sáenz-Díez, “La cosmovisión ecológica” (texto rotundo y espléndido dentro de Síntesis de historia del pensamiento político).

Lo comunal, que en opinión de Muiño parece elemento destacable, debiera hacerle ver que es ahí donde no cabe, ni en broma, lujo alguno (pero, ¿en qué comunidad piensa este hombre, en la seráfica, quizás?). Y deberá reconocer la omnipresencia de la austeridad material en cualquier tipo de grupo más o menos ecologista, que es condición evidente de una vida mental y espiritual de calidad. Y sobre lo de trabajar menos... si no analiza ni aclara su concepto de trabajo eso queda en el vacío porque, ¿no ha reparado en lo que es el trabajo alienado?, ¿solo le preocupa la duración, no su naturaleza y objetivos?

Cuando alude al “discurso ecologista de la supervivencia” se muestra francamente errado, bien lejos del asunto. El ecologismo -y no hace falta que este sea demasiado radical- cuenta con que la especie humana es intrínsecamente perturbadora y necia, y que desaparecerá, a término, por propio empeño. Contemplando la grandeza y el “milagro” de la naturaleza, pretender la supervivencia del Homo sapiens no es ni justo ni inteligente... Supongo que en esto, nuestro antropólogo es antropocéntrico, y deja en suspenso su clarividencia.

No obstante, de su fe en la “revolución tecnológica”, con el sesgo crédulo que parece imprimirle, no veo probable una reconducción ecológica por su propio esfuerzo. Será porque no conoce bien a Illich (Energía y equidad), Schumacher (Lo pequeño es hermoso) o Commoner (Ciencia y supervivencia), y no estoy seguro de que se interese debidamente por la obra de crítica tecnológica de Mumford, Virilio, Latouche, Mitcham... o de críticos del timo digital como Morozov o Carr.

Con esas expectativas de corte tan liberal (o peor: de desteñida e inactual socialdemocracia), no me extrañaría que Muiño creyera en el progreso, esa idea que no por ser relativamente reciente en la historia deja de ser menos absurda. Y eso es fatal: a quién se le ocurre, siendo un intelectual entregado a la antropología. Y puede que hasta lo relacione con la fanfarria político-burocrático-verdolera que sigue empecinada en comernos el coco para mejor adocenarnos y contentarnos. Esto le pasa porque no ha entendido qué es eso del ecopesimismo (o sea, que ni siquiera me ha leído a mí: pero hombre...), por eso se considera llamado a dar posibilidades y perspectivas a un mundo en peligro de caer en las (peligrosas) tesis ecologistas, que siempre resultan aburridas por pesimistas, con un discurso coñazo: él tiene la misión, totalmente diferente, de demoler todo eso y ofrecer ilusiones nuevas y emociones garantizadas (de lujo a espuertas, ¡uf!).

¡Ah, lo del surrealismo! “Vengo de una tradición, el surrealismo”, dice, como cambiando del todo la variable de su discurso, que es más o menos ambientalista, Ahí sí que me rindo, ya que no entiendo ni lo que realmente es eso ni qué falta le hace para entretener su mente en referencias y análisis para-ecologistas. Es la primera vez que oigo esto de alguien relacionado con el medio ambiente, ya que el escapismo surrealista -que es lo que yo sé de eso- solo puede ser frívolo y banal, y pretender con menosprecio enviar el ecologismo a la irrelevancia; y eso no me hace gracia. Me paree que es como decir “Yo estoy aparte, me declaro surrealista y que me echen un galgo”.

Pido mil perdones si resulta que me equivoco, pero creo que a Muiño hay que inscribirlo en esa hornada de pensadores lanzados, pero más precoces que adelantados, más precipitados que prudentes. Con el riesgo que siempre acecha, cuando no se piensa como hay que pensar, y en esto la metodología académica sí resulta útil. Mi sincero deseo es que este Muiño evite convertirse en muestra brillante de la incultura ecologista de la generación intelectual actual, con el agravante de que quiera ser vanguardia de algo sin el respeto debido a ciertos fundamentos que la historia, la política y la ciencia en general le podrían aportar. Y también me gustaría que reconociese que en el ecologismo casi todo está inventado, y a los que llegan tarde lo primero que les corresponde hacer, con paciencia y aplicación, es asimilar todo lo ya dicho, escrito y, sobre todo, hecho. No sé si me explico.


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