Las facciones más estridentes de la derecha contemporánea coquetean con la monarquía, los mitos y la trascendencia tecnofuturista. Inspiradas en la sensibilidad antimoderna del fin de siècle, rechazan la democracia y buscan configurar el futuro a partir de pasados imaginarios
Pobre de quien analiza la política conservadora contemporánea. Antes parecía fácil identificar a un conservador: era alguien que defendía las tradiciones heredadas, las prácticas e instituciones consolidadas, los valores familiares y la moral convencional. Estas posturas solían ser hipócritas, en contradicción con la economía de libre mercado que defendían, pero al menos era una hipocresía honesta. El vicio rendía homenaje a la virtud. Los conservadores ocultaban sus transgresiones, las negaban o buscaban el perdón. Aunque los escándalos familiares, las «desviaciones» sexuales y los estilos de vida poco convencionales podían ser habituales, se ocultaban o se encubrían en nombre de la modestia y la convencionalidad.
Hoy en día, esa visión del conservadurismo parece pintoresca hasta el punto de lo absurdo. El divorcio era antes motivo de descalificación para un candidato a la presidencia de Estados Unidos. Ahora hemos visto la reelección de un hombre divorciado dos veces, con un historial de aventuras amorosas en la prensa sensacionalista que incluye modelos de Playboy y estrellas porno. Su antiguo partidario y provocador por excelencia, Elon Musk, tiene un historial que hace parecer inofensivo el de su jefe: tres matrimonios con dos mujeres y al menos catorce hijos. El exsocio de Musk y antiguo mentor del vicepresidente Estados Unidos J. D. Vance, Peter Thiel, también desafía cualquier categorización sencilla. Aunque encaja en la etiqueta de «conservador libertario», el estilo de vida abiertamente gay de Thiel hasta hace poco habría escandalizado a muchos autoproclamados conservadores, y probablemente aún lo haga en los círculos más tradicionales del movimiento.
La lista de lo que antes se habría considerado un comportamiento «anticonservador» podría continuar. Sin embargo, no se trata aquí de trollear la vida personal de figuras públicas en busca de transgresiones de un conservadurismo nostálgico. Se trata de preguntarse qué tipo de conservadurismo estamos viendo hoy en día. Descartar a estas personas como «no realmente conservadoras» claramente no funciona: apoyan objetivos conservadores y desempeñan papeles importantes en la política conservadora. Sin embargo, sus gustos y estilos de vida no parecen encajar en los estándares conservadores tradicionales. A falta de una palabra mejor, parecen sospechosamente decadentes. Esta semejanza no pasa desapercibida para quienes ven paralelismos entre nuestra época y la Edad Dorada de El gran Gatsby, con Mar-a-Lago sustituyendo a West Egg, Long Island.
Conservadores de cuero y terciopelo
Estas analogías pueden parecer ridículas. Al fin y al cabo, la decadencia ha sido el blanco de los conservadores durante siglos, y las acusaciones de decadencia siguen siendo una de las formas más fiables de la derecha para condenar el liberalismo como una cultura del relativismo y el nihilismo. Sin embargo, la sospecha de que estamos asistiendo a una nueva decadencia, esta vez procedente de sectores de la derecha, no parece errada. El parecido con episodios culturales anteriores —ya sean los locos años veinte de F. Scott Fitzgerald o los decadentes de fin de siècle de Gran Bretaña— es más profundo de lo que parece y merece la pena profundizar en él.
Esa generación anterior de decadentes, que incluía figuras como Oscar Wilde, Wyndham Lewis, T. S. Eliot o W. B. Yeats, suele considerarse progresista. Buscaban liberar las formas de expresión artística y la vida individual de las camisas de fuerza burguesas. Despreciando la moral social y sexual convencional y a menudo hipócrita, y rechazando la formalidad insulsa de los valores burgueses victorianos, el arte y la literatura decadentes eran corporales, emotivos y transgresores, y con frecuencia se celebran como tales en la actualidad.
Sin embargo, como argumenta Alex Murray en su notable estudio Decadent conservatism, también eran profundamente conservadores, aunque de forma compleja. Los ataques de los decadentes a un presente degradado se inspiraban en elementos estéticos e ideológicos del pasado medieval y absolutista. Atraídos por el elitismo y la aristocracia, sus adeptos se deleitaban con lo provocativo y lo recargado, oponiéndose firmemente a gran parte de la cultura moderna y, a menudo, a las ideas democráticas de su época.
Los ecos que se encuentran en algunas partes del conservadurismo actual son sorprendentes. La similitud más evidente es su individualidad asertiva. Los decadentes literarios se oponían a lo que identificaban como la opresión moral e intelectual victoriana. La libertad de pensamiento y de expresión, en particular la de las élites, era vital para combatir el impacto intelectualmente y socialmente adormecedor de la cultura de masas. El arte debía salvarse de la sociedad industrial y así, tal vez, podría ayudar a salvar a la sociedad de sí misma.
Los decadentes conservadores de hoy en día suelen ser libertarios de un tipo u otro, y se definen, como todo el mundo sabe, en contra de la ortodoxia del «liberalismo woke». Su entorno es la tecnofilosofía, no la literatura. Pero, al igual que sus predecesores, combinan una imagen provocativa con reflexiones teóricas y una política elitista. Las chaquetas de cuero negro pueden ser sus levitas de terciopelo, las motosierras sus accesorios y Twitter/X sus medios de comunicación preferidos. Sin embargo, con frecuencia son, inequívocamente, intelectuales.
Make Monarchy Cool Again
Entre sus preocupaciones destaca la importancia de la libertad de pensamiento individual. Defensor de la audacia de las fuerzas creativas ajenas a las instituciones liberales, Thiel suele caracterizar la cultura liberal contemporánea con imágenes que recuerdan a T. S. Eliot. El liberalismo, sostiene, ha «llegado a su fin»: agotado de imaginación y vitalidad, se ha convertido en poco más que una «máquina» decrépita y decadente que impone las opiniones e intereses de sus partidarios y silencia los de sus adversarios.
Esto, para Thiel, no es solo cuestión de derechos individuales. Es un asunto especialmente importante para las élites, cuya libertad intelectual es esencial para el avance de la sociedad en su conjunto. En su opinión, el mundo está atrapado en una carrera mortal entre una política disfuncional y unas tecnologías que encierran un potencial devastador o liberador. El destino del capitalismo y —desde una perspectiva libertaria— la libertad humana están en juego. La individualidad de las élites es lo único que se interpone entre nosotros y el abismo.
A diferencia del mundo de la política, en el mundo de la tecnología las decisiones de los individuos pueden seguir siendo primordiales. El destino de nuestro mundo puede depender del esfuerzo de una sola persona que construya o propague la maquinaria de la libertad que hace que el mundo sea seguro para el capitalismo.
Los primeros decadentes se mostraban escépticos, a veces abiertamente hostiles, hacia la democracia. Al igual que Alexis de Tocqueville, temían sus efectos niveladores: que embotara la individualidad, borrara las distinciones de excelencia y empoderara a los mediocres. Encontraron inspiración para una alternativa en el pasado, en particular en el retorno de la supuesta época más encantada de la monarquía estuardiana, con su moral individual más libre y su apreciación antipuritana del placer estético y físico. El gobierno severo de Victoria parecía sin vida y restrictivo en contraste con los ricos rituales del catolicismo y la gallardía y grandeza aristocráticas que terminaron con la ejecución de Carlos I.
Los decadentes de hoy expresan un desdén similar por la democracia liberal. En 2009 Thiel declaró de manera bastante infame que ya no creía que la libertad y la democracia sean compatibles. También recurren con frecuencia al pasado en busca de inspiración. Pensemos en Curtis Yarvin, ingeniero informático y teórico político, cuya presencia pública va en aumento gracias a sus conexiones con Michael Anton y el vicepresidente Vance. Yarvin también adopta una personalidad contracultural.
El retrato de Yarvin en una entrevista del New York Times tiene un parecido asombroso con Oscar Wilde. Y, al igual que esos pensadores anteriores, comparte una desconfianza —de hecho, hostilidad— hacia la democracia y busca en el pasado alternativas inspiradoras. En su caso, la respuesta no es una restauración estuardiana, sino un sistema neomonárquico con raíces en las ideas cameralistas prusianas de los siglos XVIII y XIX. Actualizado al presente, Yarvin imagina un «CEO nacional» en lugar de la democracia representativa, un soberano ejecutivo que fomentaría el individualismo, apoyaría el elitismo y destruiría el liberalismo.
Desencanto y reacción
La afirmación de Yarvin de que el desencanto con la democracia liberal es la condición previa para estar «plenamente iluminado» políticamente coincide con otra corriente que tiene ecos sorprendentes de una época anterior. Los decadentes del movimiento de fin de siècle estaban cautivados por la riqueza experiencial del pasado, por las diversas formas de vida que daban acceso a la experiencia humana que había sido aplastada por la lógica desencantadora de la modernidad.
Para algunos, la religión ofrecía una visión alternativa de la autoridad basada en la jerarquía, y no en el liberalismo y la democracia. No era solo la autoridad lo que les atraía de la religión, sino el misterio de la fe en sí misma, su capacidad para evocar sentimientos y experiencias que iban más allá de la piedad victoriana. El mundo medieval, y a menudo la Iglesia católica en particular, sirvió no solo como modelo de orden jerárquico, sino como reserva histórica e institucional, algo a lo que recurrir en el esfuerzo por recuperar formas emocionales, estéticas y sociales que habían sido degradadas hasta quedar casi irreconocibles por el materialismo, el utilitarismo y la sociedad industrial. No era el moralismo convencional lo que atraía a los decadentes, sino la esperanza de revivir dimensiones perdidas de la experiencia y la vida social.
Es revelador que no sea difícil encontrar ideas similares entre los decadentes de hoy en día. Un buen ejemplo es el tecnólogo informático e inversor de capital de riesgo Mark Andreessen. Conocido de Thiel, Yarvin y otras muchas luminarias de Silicon Valley, además de partidario de la campaña de Donald Trump, Andreessen se hace eco de la fascinación de los decadentes por los aspectos experienciales de los pasados perdidos y la sabiduría latente que conservan. Aquí, el desencanto se convierte en reencanto. Como observa Matthew D’Ancona:
Andreessen se remite al hasta ahora oscuro estudio de 1864 La Cité antique del historiador francés Numa Denis Fustel de Coulanges. Como dijo en el podcast de Lex Fridman en junio de 2023, este relato de la cultura indoeuropea antes de la era clásica describe una «civilización organizada en cultos, cuya intensidad era un millón de veces superior a cualquier cosa que podamos reconocer hoy en día». Con una sonrisa, Andreessen observó que la vida contemporánea es «muy insulsa y gris en comparación a cómo solía ser la experiencia de las personas. Creo que es por eso por lo que somos tan propensos a buscar el drama. Hay algo en nosotros, profundamente evolucionado, que quiere recuperar eso».
No se trata de una simple reacción: es una visión de futuros radicales a los que se accede y se inspiran en parte a través del pasado, no como un retorno a él.
Los nuevos decadentes
Ver estas ideas y figuras de la derecha contemporánea como moldeadas en parte por una nueva decadencia nos permite dar sentido a fracciones importantes del conservadurismo contemporáneo. Los decadentes de hace un siglo eran una fuerza culturalmente prominente pero políticamente marginal. Sus ideas sin duda tuvieron un impacto, pero su influencia fue principalmente estética. No se puede decir lo mismo de los decadentes conservadores de hoy. Carecen del poder estético de Wilde, Yeats o Eliot, pero poseen una riqueza y un poder que habrían impresionado a Jay Gatsby, y una confianza intelectual y cultural que sin duda él habría envidiado. Forman parte de lo que John Gray ha llamado una «contraélite» que se opone a las élites liberales a las que se enfrenta con amargura.
Lo que los distingue es su capacidad para movilizar los elementos retóricos y performativos de un conservadurismo claramente decadente, proyectando un atractivo que va más allá del conservadurismo tradicional y serio que han rechazado y, en gran medida, sustituido. La decadencia siempre ha tenido una carga subversiva. Puede ofrecer una sensación de individualidad atrevida y juvenil, transformando el conservadurismo en una transgresión contra una cultura liberal dominante y un orden político esclerótico. Apela al anhelo de fundamentos, utilizando el pasado no como un punto final sino como una lente a través de la cual plantear preguntas existenciales de formas nuevas y radicales. Abraza el poder del mito. En todo esto, se ha convertido en una parte poderosa de la política conservadora actual.
Los nuevos decadentes han desempeñado un papel importante en el auge del conservadurismo trumpista. Pero su protagonismo también crea posibles fisuras. Steve Bannon ya ha lanzado ataques mordaces contra los «broligarcas», y no es difícil imaginar que otras facciones más conservadoras socialmente o más tradicionales desde el punto de vista religioso se desilusionen de manera similar. El rencor cada vez más público entre Musk y Trump simboliza esta disyuntiva: un choque no solo de personalidades, sino de visiones. Dicho esto, realmente nadie en la izquierda debería esperar que estas fisuras conduzcan al colapso de la coalición que condujo a Donald Trump nuevamente a la presidencia de Estados Unidos.
Son numerosos los elementos de la derecha que han mostrado una considerable disposición a pasar por alto sus diferencias para mantener la unidad conservadora y avanzar en sus agendas específicas. Por si ello fuera poco, la izquierda contemporánea muestra escasos indicios de ofrecer una alternativa atractiva para los grupos escindidos de la derecha. Los nuevos decadentes podrían convertirse en un foco de controversia, pero, al menos por ahora, no son una fuente de desestabilización grave. Aun así, la política cultural ha sido un aspecto clave del ascenso del trumpismo: las grietas dentro de este movimiento merecen una atención especial.
Fuente: JACOBIN
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