Respingos de la calor (10 de 10)
Mi recomendación, queridos amigos y queridas amigas, es que manden callar, o le dirijan una mirada de abierta e inteligible conmiseración, cuando alguien en su presencia les hable del progreso en el que vivimos o del progreso que nos espera. Muéstrense como militantes activos del descreimiento hacia esa palabreja, no ya por lo bajo que ha caído su prestigio secular, sino por el daño que nos causa como soporte de un inmenso engaño en lo económico, lo cultural, lo político y lo moral.
Con un “No hay progreso en la Historia”, titulaba un periódico, hacia 1996, la entrevista que se le hacía al escritor argentino Ernesto Sábato, que antes de novelista había sido ingeniero nuclear. Lo que me sirvió de empujón para ir poniendo en claro mi idea sobre ese asunto, tras haber salido “tocado” de mi lucha antinuclear y la crítica que, como consecuencia, fui extendiendo -en temática y en el tiempo- a las realidades y pretensiones de la técnica y la ciencia como encarnación más perversa -ambas en fusión- del manido progreso. Una idea o actitud que, para ir desarrollándola con la mayor seguridad (intelectual) posible, vinculé con la sistemática destrucción del medio ambiente. Porque, ¿quién puede creer en serio en el progreso, que es esencialmente una mirada al futuro, si nuestras sociedades se emplean sin tregua a arruinar el aire que respiramos, el agua que bebemos, el suelo del que nos alimentamos y tantos recursos naturales esenciales para la vida en el planeta, presente o futura? A esto, que venía constituyendo la esencia de mi ideología ecopolítica, llamé ecopesimismo, cuyo análisis minucioso y desarrollo metodológico encuadré en mis cursos de Doctorado de esos años; esta fue la gozosa ocasión en la que mi indagación (que, recogida en un grueso trabajo de curso, titulé El ecopesimismo. Apunte histórico-ideológico y bibliográfico) me llevó a comprobar que la mayoría de los pensadores y filósofos de tendencia social, o no han creído nunca en el progreso o lo han matizado tanto que con ello han conseguido abrir sucesivas perspectivas de más amplia y fructífera demolición del concepto y sus contenidos, desvirtuándolos sin remedio.
Y, afectado por la coyuntura política mundial de estos meses, en la que la agresividad de ese Estado imposible, pero tan dañino, que es Israel, no duda en encaminar al mundo hacia la catástrofe y el Armagedón, quiero completar mis “diez respingos de la calor” con esta llamada hacia la indignación por la guerra y los belicosos, y la conciencia de que este instinto destructor y genocida (que no es exclusivo del sionismo, desde luego) es la prueba más palpable de que cuanto trata del progreso -como idea ilustrada y ñoña, pretendidamente racionalista y evidentemente irreflexiva- es pura filfa. Porque el agravamiento de los ‘peligros de la guerra y la guerra misma desde que creíamos estar a salvo cuando acabó la Guerra Fría y Occidente se desembarazó del comunismo como rival estratégico, también niega cualquier progreso, qué duda cabe. Aquí quiero destacar la erosión que las tragedias íntimas, aparentemente nimias, de la vida ordinaria, producen en nosotros y en nuestra posición frente al mundo y el futuro, no pudiendo aferrarnos a ningún indicio, realista, de que tal progreso exista o se perfile. Es estúpido eso de decir, o pensar, que “Ya se arreglará esto en el futuro”.
Meditaba yo, so la calor y los sudores climáticos y políticos, sobre ese sentimiento de pérdidas (y escasas ganancias, como no sea en chorradas necias o infantiles...) que vivimos cada día y que afecta sobre todo a las espirituales que, aun siendo inmateriales, son seguramente las más dolorosas. Y asomado en la noche a mi acera (la “baldosa”, en murciano declinante), que contemplaba hueca y silente, añoraba las ristras de vecinos en sus sillas recostadas sobre la pared, en incesante conversación y ruidoso intercambio de bromas y novedades que podían alcanzar de un extremo a otro de la calle (mi calle es modesta, y se conoce como “callejón”), combatiendo el sofoco con humor y evasión. Y me dejaba llevar -con cierto y perverso regodeo en mi desazón, lo reconozco- por ese sentimiento que roe, haciéndonos sufrir por el despojo de retazos mínimos e íntimos, pero esenciales, de la vida ordinaria, buena y sin pretensiones; y de tener que encajar retrocesos en cadena, directos, agravados... Siendo lo peor de todo que nos acostumbramos demasiado fácilmente a ese proceso y lo sufrimos porque no sabemos cómo evitarlo ni creemos, en fin, que eso sea posible: son percepciones y sentimientos que arruinan nuestro cerebro y malean nuestra voluntad, degradándonos de arriba abajo.
En ese mismo nivel, el de los quebrantos del alma, hemos de enfrentarnos con un minucioso, generalizado e infatigable mal hacer… Y no necesitamos haber recibido clases especiales de estética para horrorizarnos del mal gusto que nos rodea y agobia, en las actuaciones que alteran el paisaje urbano o rural, en el nuevo comercio desalmado, en las políticas antisociales que -sin excepción- se nos administran como pasos indiscutibles de progreso y bienestar… cuando en realidad nos muestran ese camino, tan decidido, de demolición de lo mejor vivido, que se nos convierte en irrecuperable. Y no nos cuesta tanto apreciar, bajo el tumulto, el aspecto que suelen ofrecer todos esos objetivos implacables a que nos adhiere ese mal gusto: lo “económico”, lo apresurado… ¡lo funcional! El eslogan de la época parece ser este: “Pudiéndolas hacer mal, ¿por qué se han de hacer las cosas bien?”.
Calculemos qué ventajas nos proporcionan las grandes superficies que, con el bebedizo de “tenerlo todo a mano” e incluso de “estar las cosas más baratas”, nos han despojado del comercio cercano y familiar (y los mercados municipales), arruinando innumerables negocios y empleos para, a cambio, obligarnos a salir en coche al extrarradio, y condenarnos a picotear entre estantes, aumentar el consumo de lo innecesario y rendir cuentas a unas empleadas que a malas penas pueden ocultar su cansancio y su hastío (y de las que sospechamos su situación de semi esclavitud). Una semi esclavitud que se extiende por casi todos los sectores, en especial la hostelería, el gran comercio y el campo, ante la que los poderes públicos, que dicen combatirla, apenas pueden constatar éxito decisivo (o sistémico) alguno
Dudo mucho que la ciudadanía, si es mínimamente reflexiva, considere que todo esto se inscribe en la línea del progreso. Como tampoco creo que así haya de considerarse esa tendencia, camino de la consolidación, que ya atrapa a nuestros médicos y médicas que, mientras escuchan el relato de nuestros síntomas y achaques permanecen escondidos tras la pantalla del ordenador, reproduciéndolos en el teclado y, seguidamente, recibiendo por escrito y automáticamente la receta de la máquina -química, industrial, burocrática…- para lanzarla contra el paciente. Convénzase: pronto no serán necesarios ni médicos ni ciencia médica ni facultades de Medicina. Serán los algoritmos los que trabajen. Está al caer que también las sentencias de los tribunales se emitan atendiendo a las capacidades de los inventos informáticos, tras introducirles los datos del delito y la legislación vigente…
Por cierto que, insistiendo en esto de la salud, no se crean (casi) nada de lo que se nos muestra y anuncia como progreso científico-técnico de la medicina y el tratamiento de la enfermedad, por más que nos alivie o nos salve de trances indeseables, que bajo estas apariencias las enfermedades no hacen más que incrementarse y agravarse, en gran medida debido a la intromisión perversa de la ciencia y la tecnología en nuestra sociedad y en nuestras vidas: un círculo vicioso en el que siempre habrá de “ganar” el empuje malsano y tóxico original: las causas contra la salud aumentan y asustan, sin que preocupen gran cosa, y las soluciones científico-técnicas se aplican al negocio, floreciente y prometedor, de actuar sobre los efectos. Faltaban la murga y los alardes de la Inteligencia Artificial, de la que solo el entusiasmo empresarial y político con que es bendecida nos hace adivinar la dimensión de las humillaciones y canalladas que nos deparará. No lo dude y hágame caso: maldígala ya.
La negación del progreso se establece, también y con facilidad, si atendemos al espectáculo de la educación y la cultura, para lo que solamente quiero llamar la atención sobre nuestros pequeños, niños y adolescentes en particular, y sobre algo a lo que hay que atribuir la máxima importancia: si nuestros hijos y nietos no leen, como sucede ya generalmente, en consecuencia serán siempre deficientes en la escritura, la expresión y el raciocinio, mostrando de alguna manera la pobreza mental que entraña no ejercitar la imaginación. Es esta, en primer lugar, una gran responsabilidad de maestros y profesores, pero estos ya pertenecen a una generación de escasas e incidentales lecturas, y ya han sido víctimas de lo audiovisual y la informática crematística en la educación. Es prudente pensar que el sistema educativo, velozmente degenerado, tiene como objetivo que niños y jóvenes “progresen” por la vía de la pobreza cultural y, en consecuencia, moral y política.
Muy directamente conectada con la tecnología en expansión (que muchos tecnólogos, como este humilde crítico, no reconocen como verdadera tecnología, sino como mero “cachivachismo para alienados”), está la presencia, en amenaza y en acto, de los mil y un colapsos que azotan el mundo entero, empezando por nuestro micro mundo personal y atemorizado: que nuestro ordenador se niegue de pronto a marcar una sola palabra o a suministrarnos la información que más nos urge, nos maltrata pero no impide que el mundo siga dando vueltas; peor es que incidencias de la misma naturaleza impidan trabajar a las urgencias médicas, detengan trenes y pasajeros durante horas en mitad de un túnel, perturben el tráfico de cientos de aeropuertos o provoquen alarmas en sistemas militares enfrentados y que esperan cualquier señal, aunque sea falsa, para enzarzarse entre sí y y buscarnos la perdición. Esta tecnología, tenida por integradora (pero que solo lo es en términos de productividad económica y financiera) hace inevitablemente vulnerable a la sociedad y fragiliza el funcionamiento de sus servicios más esenciales: menudo logro y menudo progreso. La globalización informática y la intercomunicación, cuyos beneficios se han impuesto sin consulta a los más afectados ni la reflexión vigorosa necesaria de políticos e intelectuales (es alarmante la abundantísima grey de este tipo que proclama su admiración por estos “avances” o, como mucho, opina que “todo depende de cómo se use…”), consigue imponerse a la gran borregada universal, que carece de armas para afrontarla.
Y qué decir de la constante erosión de los salarios, o sea, del empobrecimiento relativo (puesto que la diferencial con el coste de la vida y el impulso consumista crecen sin cesar), y del progreso social con que se nos muestra la incorporación al trabajo de la mujer. Una entrada en el proceso productivo que, siendo generalmente tan alienante -proletarizado, forzado, insípido- como el del hombre, nos hace olvidar que los hogares han ido necesitando dos salarios para vivir igual, sobre poco más o menos, que cuando disponían de uno solo. Lo que no es más que una muestra de la fortísima degradación de lo laboral, que incluso se ensaña con el trabajo femenino, humillándolo, sin que este abuso evidente se resuelva.
No habrá de extrañar, pues, que en esta situación tan deprimente la desafección política cause estragos, principalmente entre los jóvenes que, percibiendo en su propia carne las negras perspectivas que los acechan -estudios sin salida profesional, vivienda inasequible, dependencia del hogar y los padres…- muestran su cabreo votando (cuando lo hacen) a esos oportunistas y mamarrachos que exhiben su ideología ultra como remedio para todos los males de la sociedad y, desde luego, de la política. Quedó muy atrás eso de que ser joven era ser crítico y exigente, o sea, de izquierdas; lo siguiente ha sido la impugnación hacia cuanto viven y experimentan, optando en lo político por el rechazo.
A más de las guerras, renovadas e inextinguibles -casi siempre emprendidas por nuestro mundo capitalista hegemónico y desvergonzado, para mayor gloria de sus valores, o sea, de sus negocios-, el panorama del mundo nos angustia con el espectáculo atroz de esos millones de humanos que buscan sobrevivir huyendo de un sitio a otro, sin hogar ni perspectivas… Que son recibidos -cuando no se les rechaza- de la peor manera posible, lo que nos obliga a meditar sobre el verdadero significado de esos (nuestros) “valores occidentales”, y el porqué de que se encaminen hacia nuestros países, siempre a la fuerza y con desesperación, tantos miserables jugándose la vida.
Sin dar de lado a la angustia climática, que se dice afecta sobre todo a los jóvenes, que multiplican sus grupos y acciones a base de una rabia incontenida bajo la que, sin embargo, no es fácil observar que subyazca la ideología política o ecologista correspondiente: la amenaza climática ha de combatirse no solo con ira sino, sobre todo, con conocimiento, argumentos, organización y apuntando bien a los causantes, tanto directos como lejanos, así como a nosotros mismos y nuestras pautas de vida, por antiecológicas.
Riámonos, por no llorar, ante cierta avalancha de “descubrimientos”, en realidad, vistosos signos de “progreso regresivo” con que los medios de comunicación pretenden sorprendernos e incluso insuflarnos valor y optimismo, vista la descomposición general de nuestro mundo y costumbres. Como que -cito titulares literales- “la calle mejora la salud mental de los niños”, como tímida condena del vicio infantil del teléfono móvil y sus juegos, que eliminan el contacto entre los niños, con los juegos de siempre. O los beneficios de “la convivencia intergeneracional”, encontrando, ¡oh!, que nuestros mayores son más felices en su casa y con sus familiares que en las residencias geriátricas y sus atentos servicios racionalizados. O que -cambiando de lo humano a lo urbano y vivencial- “el modelo de ciudad más sostenible arroja mayores tasas de mortalidad”, como si no se supiera que la ciudad moderna, apretada y fría, es receta de soledad, angustia y ruina humanas.
Pero no me extiendo más, ni creo que haga falta. Sí quiero que mi mensaje anti progreso sea recibido con interés y estimule su incomodidad frente a la idea y sus falacias, rebelándose contra ese angustioso proceso de pérdidas, sí, pero inquiriendo por las causas.
Magnífico comentario ecopolírico sobre el término mino progreso, que no, a mi entender que la pérdida de creatividad , la miseria y semiesclavitud y una me tira de un futuro desilusionados y hasta trágico para los debes humanos y de carácter Hu
ResponderEliminarMa isla sólo para seres ricos y destrucción de nuestro planeta y la libertad plena entre los grupos humanos desposeídos. Oprimidos y perdidos en ese mundo donde el progreso no xxiste sin justicia. Solidaridad y justicia social
Gracias pedro.